En Sudán hemos pasado de la esperanza revolucionaria a la desesperación más absoluta

Yassmin Abdel-Magied, The New Arab, 2 junio 2023

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Yassmin Abdel-Magied es una escritora, ingeniera y defensora de la justicia social sudanesa-australiana. Es columnista habitual de The New Arab. Twitter: @yassmin_a

Me resulta casi imposible escribir este artículo.

He perdido la cuenta del número de veces que me he sentado con el portátil sobre la mesa de la cocina y el zumbido del tráfico londinense filtrándose por las paredes. Cada vez, sin falta, mi respiración se vuelve entrecortada y mi cuerpo se agarrota, una reacción visceral a una presión autoimpuesta, urgente e implacable, que pesa sobre mi pecho como una roca.

«Debes encontrar la manera de demostrar a la gente lo terrible que es», me dice la mente. «Convénceles. Tienen que saberlo para que se animen a actuar. Si la gente lo sabe, quizá mueran menos…».

Pero otra parte de mí, cínica y amargada, piensa lo contrario. Ningún «conocimiento» incitará al «pueblo» a actuar, Yassmin. Ya sabes cómo se valora la vida de los sudaneses…».

Han pasado siete semanas desde que estallaron los combates en Jartum, aparentemente entre los beligerantes, el general Abdel Fattah al-Burhan, jefe de las Fuerzas Armadas Sudanesas (FAS), y el general Mohamed Hamdan Dagalo (conocido como Hemedti), jefe de las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR). Siete semanas desde que el pueblo sudanés -en el país y en todo el mundo- se ha visto violentamente catapultado al tipo de caos e incertidumbre totales que sólo el colapso de la estructura de gobierno de un Estado puede lograr.

Todos los aspectos de esta crisis parecen surrealistas, casi insondables. Y es una crisis, no una guerra civil, como la describen algunos. Sudán no está acosado por un conflicto organizado entre la población, dividida en líneas políticas, raciales o ideológicas. Se trata de una lucha por el poder, una batalla mortal por el alma de una nación. Pero puede que la nación no sobreviva a la propia guerra que se libra en su nombre, una guerra que atrapa a los sudaneses en el centro, aplastando a la población hasta causarles dolorosas muertes.

Hace sólo cuatro años, en 2019, Sudán fue testigo de una revolución inspiradora y pacífica. El movimiento nacional logró derrocar al dictador Omar al-Bashir. Los analistas y tertulianos sabían que sería difícil que un gobierno civil echara raíces adecuadamente, dado que el régimen anterior había ido envenenando el suelo durante tanto tiempo. Pero la revolución había sembrado campos llenos de una esperanza feroz, frágil y furiosa. La esperanza de una nación libre, pacífica y justa. Una nación por encima del colorismo y las divisiones étnicas politizadas. Una nación libre de intromisiones e injerencias extranjeras. Una nación gobernada por mujeres tanto como por hombres.

Aquellos embriagadores días de 2019, la esperanza vibrante y contagiosa, parecen haber acontecido hace varias vidas. Recuerdo los artículos que escribí entonces y siento una pena muy aguda. La realidad no puede ser más terrible.

Lo peor, las bombas lanzadas por las Fuerzas Armadas sobre su propia capital, dejando sin electricidad, agua y servicios críticos, incluidos hospitales. La destrucción gratuita de nuestra memoria cultural: bibliotecas, archivos nacionales, museos, incluso el zoo. Las historias desgarradoramente trágicas del impacto sobre los más vulnerables, como el orfanato de Mygoma, donde más de cincuenta huérfanos han muerto desde el 15 de abril.

La desnutrición grave y la deshidratación robaron la vida de bebés inocentes en cunas, sus pequeños cuerpos envueltos en algodón blanco para ser enterrados, una pérdida colectiva. Mujeres embarazadas asesinadas a tiros mientras corrían para ponerse a salvo, sus cuerpos abandonados que aún trataban de conservar a sus hijos, unos bebés traídos al mundo mediante cesárea, una nueva vida nacida de un cadáver. Para muchos, el hogar se ha convertido en una pesadilla viviente. Lo peor está por llegar, y no hay final a la vista.

«Si les cuento más estadísticas, ¿cambiará eso lo mucho que les importa?». Me invade la rabia cuando veo a sus dirigentes a través de mis pantallas, a políticos que se equivocan y fanfarronean. Más de 1,3 millones de personas han sido desplazadas de sus hogares. Cientos, si no miles, han muerto, y decenas de miles han resultado heridas. La propiedad ha sido sistemáticamente destruida; almacenes médicos, silos de grano, escaparates, toda la infraestructura fundamental de una sociedad convertida en víctima colateral en la guerra de los beligerantes.

A medida que se acerca la temporada de lluvias, todos nos preguntamos cuánto puede aún empeorar.

Y sin embargo, y sin embargo, y sin embargo. Camino por las calles de Londres, y el dolor de Sudán parece ausente. Veo ondear al viento una bandera ucraniana mientras me siento en los escalones de Trafalgar Square, con los ojos fijos en la tela azul y amarilla que parpadea a la derecha de la Columna de Nelson. Pienso en la rápida acción política que, con razón, permitió a esos ciudadanos huir a un lugar seguro cuando estalló la guerra en febrero de 2022, en la acogida dispensada a otros refugiados hace menos de 18 meses.

En el momento de escribir estas líneas, la petición que solicita al gobierno británico la creación de un visado, el Sudanese Family Scheme, un salvoconducto para que los sudaneses busquen refugio en Gran Bretaña, cuenta con menos de 28.000 firmas. En comparación, la petición para celebrar un referéndum sobre la destitución del alcalde de Londres tiene casi el triple.

Pero para muchos de nosotros en la diáspora, firmar una petición nos parece una de las pocas acciones tangibles que tenemos a nuestro alcance. Recaudar fondos no es sencillo: a menos que se canalicen a través de una gran organización humanitaria, hay pocas formas de hacer llegar el dinero a tus propios familiares sobre el terreno.

Incluso para aquellos de nosotros (como yo) con el tipo de pasaporte «adecuado», que refleja el poder geopolítico de los antiguos imperios coloniales, nuestra capacidad para ayudar a nuestras propias familias se ve limitada por el «valor» percibido de los sudaneses, tal y como lo definen las antiguas potencias coloniales antes mencionadas. No importa que el moderno Estado nación de Sudán no hubiera existido sin la interferencia británica. No importa el combustible echado al fuego por actores extranjeros que financian a los generales. No importa que, a pesar de todos los discursos globales de apoyo a la democracia y a la Convención de las Naciones Unidas sobre los Refugiados, el pueblo sudanés se encuentre casi completamente solo, dependiente de vecinos que ya están luchando con sus propios problemas internos (Chad, Etiopía, Egipto).

Todo parece tan absoluta, profunda y repugnantemente injusto.

Hay historias que tranquilizan, destellos de algo distinto a la desesperación, ya sean los relatos de los comités de resistencia que se organizan para poner a salvo a los ciudadanos, o el humor negro de quienes están pasando por lo peor. Pero debo ser sincera con ustedes, entre mis oraciones y los mensajes de WhatsApp matutinos para comprobar que mis familiares siguen vivos, siento una rabia tan profunda, tan negra, que todo lo consume. La locura de un animal herido que no sabe cómo hacer desaparecer el dolor.

Porque no lo sé. No sé cómo solucionarlo, no sé qué hacer. No sé cómo salvar a mi familia, ni a mi patria, ni a ninguno de los millones de personas que están atrapadas en el más mortífero de los fuegos cruzados. Para alguien que se ha pasado la vida organizando, agitando, creyendo en el poder de los ciudadanos civiles para cambiar el curso de la historia, la impotencia de estas últimas semanas ha sido absolutamente inmovilizadora. Así que me siento en la mesa de la cocina de mi piso de Londres y lloro. Rezo y lloro, y escribo estas palabras con la esperanza de que les conmuevan, de que les recuerden que somos personas y que, independientemente del color de nuestros pasaportes, nuestras vidas importan.

Foto de portada: La petición al gobierno británico de la creación de un visado Sudanese Family Scheme, un salvoconducto para que los sudaneses busquen refugio en Gran Bretaña, cuenta con menos de 28.000 firmas, escribe Yassmin Abdel-Magied.

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