Jane Braxton Little, TomDispatch.com, 4 junio 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Jane Braxton Little, colaboradora habitual de TomDispatch, es una periodista independiente que escribe sobre ciencia y recursos naturales para publicaciones como Atlantic, Audubon, National Geographic y Scientific American. Tuvo que trasladarse al condado de Plumas en 1969 para pasar un verano, y allí continúa.
Greenville, California – Los pinos y abetos resecos por una sequía de tres años llevaban días ardiendo en una cresta a 300 metros por encima de mi remoto pueblo de montaña. El 4 de agosto de 2021, las llamas estallaron de repente con un calor tan intenso que formaron una nube fundida del color de la carne magullada. Cuando aquel siniestro cúmulo se elevó por encima de un embalse de forma ovalada, se desplomó, enviando brasas al rojo vivo por las empinadas laderas hacia Greenville en una tormenta de árboles incendiados y arbustos que explotaban. El incendio de Dixie tardó menos de 30 minutos en transformar el empañado encanto de la Fiebre del Oro de mi ciudad en un montón de maderas talladas a mano y muros de ladrillo centenarios.
Minutos antes, los últimos de los casi 1.000 residentes habían huido, algunos con camisas chamuscadas por las llamas. Huimos con las pertenencias que pudimos coger ante un incendio que pocos creían que llegaría a destruir nuestra ciudad. Yo estaba entre los evacuados, escapando con un camión apresuradamente cargado de diarios y cuadernos, zapatos y palas, ordenadores portátiles y pasaportes. Nos dispersamos en el tipo de diáspora desesperada que se ha vuelto cada vez más común en ciudades como la nuestra en todo el Oeste.
El incendio de Dixie dejó sin hogar a más de 700 residentes de Greenville y sus alrededores. (Aunque mi oficina en la ciudad fue demolida, mi casa en sus afueras escapó a las llamas). Desplazados por el fuego salvaje en un bosque mal gestionado y seco por el calentamiento del planeta, los residentes que el fuego había dejado sin casa nos unimos a las crecientes filas de emigrantes climáticos de Estados Unidos. Muchos de nosotros encontramos refugio temporal en pequeñas ciudades vecinas. Otros se fueron a Reno o Los Ángeles, Idaho, Misuri o Kentucky, donde parientes y amigos estaban dispuestos a ofrecerles seguridad, al menos temporal.
Mis vecinos de Greenville, Indian Falls y Canyon Dam no fueron las únicas víctimas de los incendios provocados por el clima aquel verano. Cerca del lago Tahoe, 160 kilómetros al sur, el incendio de Caldor cruzó la cresta de Sierra Nevada, destruyó más de 1.000 estructuras y obligó a evacuar toda la ciudad de South Lake Tahoe. Los incendios forestales no fueron las únicas calamidades causadas por el rápido calentamiento de nuestro planeta ese año: El huracán Ida azotó Luisiana y Mississippi con vientos de 240 kilómetros por hora, una megasequía devastadora como no se había visto en 1.200 años asoló el suroeste y una cúpula de calor sin precedentes en el noroeste del Pacífico elevó las temperaturas a 49,5 grados centígrados (121 grados Fahrenheit).
Piensen en la destrucción de mi ciudad adoptiva como una parábola de lo que el próximo siglo de cambio climático depara a este país, como Jake Bittle deja muy claro en su libro The Great Displacement: Climate Change and the Next American Migration. A finales de 2021, uno de cada tres estadounidenses ya había sufrido algún tipo de catástrofe meteorológica provocada por el cambio climático, y sólo el año pasado más de tres millones de estadounidenses perdieron sus hogares a causa de desastres climáticos.
Es el tipo de historia desgarradora que hoy en día se cuenta en todo el mundo y que, al parecer, no hará más que empeorar en un futuro lejano. Según las estimaciones del último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), en 2050 entre 31 y 72 millones de personas de África subsahariana, Asia meridional y América Latina se habrán visto desplazadas por la escasez de agua, la subida del nivel del mar o la pérdida de cosechas. A menos que reduzcamos drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero en los próximos años, los científicos predicen que, para finales de siglo, los fenómenos provocados por el cambio climático nos afectarán a todos y cada uno de nosotros.
¿Dónde encontraremos entonces seguridad frente a incendios, inundaciones y tormentas extremas? ¿Cuánto tiempo tendremos que permanecer en santuarios de evacuación los que hayamos sido desarraigados de nuestros hogares? ¿Volveremos a encontrar nuestro hogar?
«Impredecible, caótico y que cambia la vida»
El término migración climática suena ordenado, casi bucólico, evocando los antiguos viajes estacionales de caribúes, ñus y otras especies carismáticas. En términos humanos, sugiere que los habitantes de la costa se enfrentan a las inundaciones simplemente desplazándose tierra adentro y continuando con sus vidas, o que los habitantes de los bosques se trasladan de las cicatrices de las quemas a lugares donde el riesgo de incendios forestales es mucho menor. Por desgracia, en los próximos años, cuenten con una cosa: la migración climática tendrá un tono mucho menos pacífico.
En cierto sentido, la migración ha sido siempre la historia de la humanidad. A lo largo de la historia, la gente se ha desplazado por infinidad de razones. Pero lo que distingue a la creciente migración climática actual es la forma en que desplaza involuntariamente a las personas, cada vez con mayor frecuencia y a un ritmo y escala sin precedentes. Cuanto más se caliente el planeta, más presión sufriremos muchos de nosotros para desplazarnos, como dejaron claro los científicos del IPCC en su informe de 2022.
Según el IPCC, la mayor parte de la migración climática sigue produciéndose dentro de los países y no a través de las fronteras (aunque también está aumentando). Y aunque las catástrofes climáticas afectarán a personas de todos los niveles de renta, en general sólo se espera que aumenten las desigualdades sociales. Como dice el resumen del IPCC para responsables políticos: «En todos los sectores y regiones se observa que las personas y los sistemas más vulnerables se verán afectados de forma desproporcionada».
Pero cuenten con una cosa: la migración climática será cada vez más dura para todos. Como añaden esos científicos: «A través del desplazamiento y la migración involuntaria por fenómenos meteorológicos y climáticos extremos, el cambio climático ha generado y perpetuado la vulnerabilidad». Traducido, eso es burocracia para el trauma generalizado que se avecina.
Y eso, afirma Bittle, es decir poco, puesto que la utilización de combustibles fósiles en la atmósfera (y los océanos) ya está provocando catástrofes de una frecuencia e intensidad sin precedentes. En la última década, Estados Unidos ha experimentado una sucesión de catástrofes climáticas monumentales. Los huracanes han arrasado partes de la costa del Golfo, arrojando más de un metro de lluvia en algunos lugares. Los incendios forestales han arrasado los bosques de California y destruido miles de hogares. Una sequía única en el mundo ha secado los ríos occidentales, obligando incluso a los agricultores a dejar de sembrar.
Como dice Bittle: «La verdadera historia del cambio climático sólo empieza una vez que el cielo se despeja y el fuego se apaga». De hecho, insiste, migración ni siquiera es la palabra adecuada para los fenómenos que ya se están produciendo en todo el país. Implica una acción intencionada, mientras que la respuesta a los desastres climáticos, cada vez mayores, será tumultuosa y frenética, ya que las víctimas intentan hacer frente a la destrucción de sus hogares y sus sueños, mientras buscan un refugio seguro y asequible.
Su término para ello es desplazamiento, que, añade, es «impredecible, caótico y cambia la vida«. (Del mismo modo, los científicos utilizan ahora el término «desplazado climático» en lugar de «refugiado»). Y ese desplazamiento ya está alterando la geografía estadounidense. En las próximas décadas, sugiere, el cambio climático desplazará a más personas que los seis millones de negros que empezaron a desplazarse hacia el norte en la década de 1920 para escapar de los regímenes de Jim Crow de los antiguos estados de plantaciones del sur; en otras palabras, una reubicación de población mayor que la que se conoció como la Gran Migración.
¿Adónde va la gente y qué hace después de una evacuación? «Estamos empezando a averiguarlo», me dice Deb Niemeier, ingeniera de transportes de la Universidad de Maryland. Casi siempre acaban en lugares donde tienen contactos, ya sean familiares o de otro tipo, y éstos, señala Niemeier, suelen estar en entornos urbanos.
Uno de los pocos estudios que documentan a dónde han ido los migrantes climáticos fue lanzado en 2018 por la ingeniera civil Sarah Grajdura, anteriormente estudiante de Niemeier. Comenzó a entrevistar a evacuados en refugios solo tres semanas después de que el incendio de Camp, el más mortífero de California, matara a 85 personas en la tristemente llamada ciudad de Paradise. Hizo un seguimiento ocho meses después.
Descubrió que el lugar de asentamiento y el tiempo de permanencia variaban en función de los ingresos, la edad y la raza, sobre todo a medida que pasaba el tiempo. Los que tenían más recursos económicos pudieron, al final, reasentarse cerca de sus hogares originales. Los evacuados blancos más jóvenes aceptaron viviendas más alejadas, a una media de 190 kilómetros de sus residencias originales, mientras que los residentes negros y otras personas de color en general no podían permitirse mudarse a más de 34 kilómetros de su ciudad incendiada.
¿Retirada o adaptación?
La agitación humana en curso debería hacer obvio, incluso para los más escépticos, que nuestro mundo está cambiando -que nosotros, de hecho, lo estamos cambiando- de una manera notablemente radical. El dióxido de carbono y otros gases que atrapan el calor en la atmósfera terrestre han elevado la temperatura media del planeta unos dos grados Fahrenheit (1,1 grados Celsius) desde finales del siglo XIX. El océano ha absorbido gran parte de este aumento de calor, con los 100 metros superiores mostrando un calentamiento de 0,67 grados Fahrenheit (0,37 grados Celsius) sólo desde 1969. Las capas de hielo se reducen, los glaciares se funden y la capa de nieve disminuye. El nivel del mar ha subido unos 20 centímetros en el último siglo, y el ritmo de las dos últimas décadas casi duplica el de todo el siglo.
Como cada vez somos más los que nos vemos desarraigados por las inundaciones, la subida del nivel del mar, las tormentas cada vez más feroces y los brutales incendios forestales, nuestra forma de ver el mundo natural es cada vez más esencial para nuestro futuro colectivo. Hay que replantearse nuestra relación con los lugares donde vivimos. Históricamente, los estadounidenses hemos intentado controlar la naturaleza con presas, diques y una campaña federal sin cuartel para sofocar los incendios forestales del Oeste. Está claro que nada de eso funciona ya.
Un puñado de comunidades están empezando a pensar de forma diferente sobre los ecosistemas que comparten y cómo interactúan con ellos. Varias comunidades de la costa del Golfo, por ejemplo, están aceptando la inevitabilidad de las inundaciones y diseñando escuelas que flotan para mantener a sus hijos protegidos. En Nueva Orleans y otros lugares, los empresarios están experimentando con la instalación de contenedores de agua de plástico y flotadores de muelle fabricados dentro de la subestructura estructural de una casa. La casa y la subestructura se anclarían entonces a postes verticales, permitiendo que la estructura subiera y bajara sin flotar. En California, docenas de comunidades propensas a los incendios están adoptando las prácticas de los nativos americanos, prohibidas desde hace tiempo, de realizar pequeñas quemas controladas a lo largo de los bordes de los bosques para frustrar futuros incendios que destruyan ciudades y mejorar el hábitat de la fauna salvaje.
Otras comunidades están empezando a aceptar que los lugares que eligieron como hogar y las casas que han construido están simplemente en el lugar equivocado en el momento equivocado para un planeta que se calienta rápidamente. Si no hay un incendio en el horizonte, es una inundación. Si no mañana, el mes que viene o el año que viene. En lugar de esperar a convertirse en emigrantes climáticos involuntarios que evacuan bajo coacción, se están moviendo en lo que se está conociendo como una retirada gestionada.
Soldiers Grove, Wisconsin, es uno de los primeros ejemplos. En 1978, 600 residentes se retiraron del río Kickapoo para evitar la crecida de sus aguas. Después de que la supertormenta Sandy anegara Nueva York en 2012, matando a 24 personas, los propietarios de viviendas de varios barrios de Staten Island decidieron no esperar al inevitable futuro. Recurrieron a la Oficina de Recuperación de Tormentas del estado y se mudaron a nuevas viviendas alejadas de la costa. Hoy, más de 600 propiedades de esa zona están siendo devueltas a la naturaleza y se ha creado una marisma salada donde ya se están instalando ciervos y pavos, conejos y mapaches. Esa marisma creará, a su vez, un amortiguador para las casas que queden.
Para Erica Gies, que informó sobre la retirada de Staten Island, la posibilidad de vivir con seguridad en una época de tormentas extremas está transformando nuestra relación con el agua. «¿Qué quiere el agua?», se pregunta en su libro Water Always Wins: Thriving in an Age of Drought and Deluge. Replantear nuestra forma de vivir con el agua, y con la naturaleza en general, ayudará a crear un mundo mejor «en el que la gente sea más feliz y las comunidades más adaptables».
Algunos lugares, sin embargo, ya están más allá de la retirada. En el mar de Bering, en 2019, el deshielo del permafrost y la erosión obligaron a 380 aldeanos de Yup’ik (Alaska) a abandonar las casas donde habían vivido durante siglos. ¿Y qué hay de pueblos como Paradise y Greenville, cada uno destruido una vez por un incendio forestal y todavía demasiado vulnerables? Se encuentran entre las comunidades construidas «en un contexto histórico particular que ya no existe», en palabras de Daniel Swain, científico del clima de la UCLA. «La tolerancia al riesgo que decidimos colectivamente que era aceptable, por la razón que fuera y en el contexto que fuera, ya no es válida», declaró a Los Angeles Times en 2022.
El apego al hogar
A pesar de toda la documentación sobre las amenazas que se ciernen sobre los ecosistemas que la humanidad ha alterado de forma tan violenta, a pesar de todos los peligros que muchos de nosotros hemos experimentado viviendo en ellos y a pesar de todas las incómodas preguntas que se plantean sobre su vulnerabilidad futura, esos lugares a menudo siguen ejerciendo una atracción poderosa, casi magnética, sobre nosotros. Gabrielle Wong-Parodi, científica del comportamiento de la Universidad de Stanford, denomina a estos sentimientos apego al lugar, un poderoso compromiso con la comunidad que la gente tiene -o tenía-. Parte de esa atracción es, por supuesto, simplemente la seguridad de lo familiar. Otra parte es intangible: el olor de la niebla costera, el sonido del viento en las copas de los pinos azucareros, el hundimiento de la arena mojada bajo los pies. Es la atracción del hogar.
Como dice Jake Bittle: «Para mucha gente, la ciudad natal es una parte esencial de su identidad». Bittle habla de un hombre que perdió todo su vecindario en un incendio forestal en Santa Rosa, California. Pasó cuatro años con su familia en Kentucky, pero acabó reconstruyendo su antiguo barrio. El tortuoso camino de vuelta a casa fue aún más largo para una familia evacuada tras el huracán Katrina que devastó Nueva Orleans y otras comunidades del Golfo de México en 2005. Aunque se vieran obligados a vivir en otro lugar, no podían evitar imaginar que volverían a «casa». Tardaron unos ocho años, pero finalmente lo hicieron.
En nuestro mundo actual, por desgracia, siempre queda la pregunta: ¿Por cuánto tiempo?
La importancia del lugar y la necesidad imperiosa de volver, a pesar de las cada vez peores probabilidades, han llevado a Wong-Parodi y a otros científicos a reflexionar sobre los recursos disponibles para cuando la gente regrese. ¿Cómo pueden prepararse mejor para los riesgos conocidos y la certeza de que, con el tiempo, dado el recalentamiento de nuestro planeta, no harán sino aumentar?
En lo que respecta a Greenville, mi ciudad californiana ahora en ruinas, la atracción por volver, como señala Sue Weber, presidenta de la Dixie Fire Collaborative, combina el anhelo por la belleza física del lugar con un sentimiento de comunidad y esperanza. «No volvería a construir allí», dice, «si no pensara que hay una forma de trabajar colectivamente para crear un entorno más seguro».
Menos de dos años después del incendio de Dixie, un tercio de los residentes que huyeron de Greenville se han comprometido a reconstruir sus casas y negocios. Más de veinte ya lo han hecho. Sin embargo, están aplicando las duras lecciones de Dixie a la reconstrucción, a menudo utilizando madera contralaminada, tableros Hardie y otros materiales menos inflamables. Y cuando se trata de restaurar los bosques que rodean la ciudad, reformulan la pregunta de Gies sobre el agua preguntándose qué quieren los bosques. Las respuestas provienen del legado de los nativos americanos que gestionaban estos bosques cuando eran mucho más resistentes al fuego y la sequía. Los espectros ennegrecidos que aún rondan nuestras laderas pronto caerán; las plántulas que ocupen su lugar serán especies autóctonas plantadas no en hileras, sino en grupos. Habrá espacio para que el fuego arda, eliminando la maleza decadente y los árboles pequeños para limpiar la tierra de nuevos brotes.
El desastre climático, señala Weber, inspira la mitigación climática. «Estamos en una conversación constante sobre lo que eso supone para nosotros… Tardaremos años en saber si realmente hemos sobrevivido o no».
Si la humanidad sigue emitiendo gases de efecto invernadero al ritmo actual en todo el mundo, puede que muchos de nosotros no tengamos que esperar tanto. Podríamos volver a convertirnos en emigrantes climáticos embarcados en nuestros propios tortuosos viajes, siguiendo los pasos de los tres millones de estadounidenses del año pasado.
Y el hogar será esa escurridiza olla de oro al final del arco iris climático.
Foto de portada: Incendio Dixie, que se inició el 14 de julio de 2021 (Josh Edelson/AFP).