Andrea Mazzarino, TomDispatch.com, 20 julio 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Andrea Mazzarino es una trabajadora social y activista que defiende los derechos de los niños vulnerables. Entre 2012 y 2015, fue becaria de investigación en la división de Europa y Asia Central de Human Rights Watch, donde fue autora de tres informes sobre la situación de los niños y adultos con discapacidad que viven en Rusia. En la actualidad, Andrea es terapeuta y trabaja directamente con niños y sus familias en el área metropolitana de Washington, D.C. Andrea tiene un doctorado en antropología cultural por la Universidad de Brown, en la que ha cofundado el Proyecto Costes de la Guerra (Costs of War Project), y un máster en trabajo social por la Universidad de Washington. Ha coeditado asimismo War and Health: The Medical Consequences of the Wars in Iraq and Afghanistan.
Buscando noticias sobre el Adriana, el barco repleto de unas 700 personas que emigraban a Europa en busca de una vida mejor y que naufragó a mediados de junio frente a las costas de Grecia, busqué en Google «barco de migrantes» y obtuve 483.000 resultados de búsqueda en un segundo. La mayoría de las personas a bordo del Adriana se habían ahogado en el Mediterráneo, entre ellas un centenar de niños.
Hice una búsqueda similar para el sumergible Titán que desapareció la misma semana en el Atlántico Norte. Aquel pseudosubmarino tan chapucero llevaba a cuatro hombres adinerados y al hijo de 19 años de uno de ellos a ver las ruinas del famoso barco de pasajeros, el Titanic. Todos murieron cuando el Titán implosionó poco después de sumergirse. Esa búsqueda en Google arrojó 79,3 millones de resultados en menos de medio segundo.
La periodista de The Guardian Arwa Mahdawi escribió una impactante columna sobre los diferentes tipos de atención que recibieron esos dos barcos. Como señaló astutamente, en el mundo anglófono no pudimos evitar seguir la historia del malogrado viaje del sumergible Oceangate. Después de todo, fue la noticia principal de la semana en todas partes y atrajo la atención de tres ejércitos nacionales (por valor de decenas de millones de dólares) durante al menos cinco días.
El Adriana fue otra historia. Como señaló Mahdawi, los guardacostas griegos parecían preocupados por si los inmigrantes de ese barco «querían» ayuda, ignorando el hecho de que muchos de los que iban a bordo del pequeño pesquero eran niños atrapados en el casco del barco y que éste estaba visiblemente en peligro.
Por otra parte, pocos, señaló, cuestionaron si los hombres en el sumergible querían ayuda – a pesar de que su casco estaba ridículamente atornillado desde el exterior antes de la salida, haciendo el rescate especialmente improbable. Pegada a la cobertura informativa, como muchos estadounidenses, desde luego no pensé que hubiera que ignorarlos, ya que cada vida importa.
Pero ¿por qué la gente se preocupa tanto por los hombres ricos que pagaron 250.000 dólares cada uno para hacer lo que cualquier observador experto les habría dicho que era un viaje traicionero, pero no por cientos de emigrantes decididos a mejorar la vida de sus familias, aunque tuvieran que arriesgar la vida misma para llegar a las costas europeas? Sospecho que parte de la respuesta radica en las razones tan diferentes por las que estos dos grupos de viajeros emprendieron sus viajes y en el tipo de cosas que valoramos en un mundo moldeado durante mucho tiempo por el poder militar occidental.
Preocupación estadounidense por lo militar
Sospecho que los estadounidenses nos sentimos fácilmente atraídos por cualquier cosa que parezca vagamente de naturaleza militar, incluso un «sumergible» (en lugar de un submarino) cuyos esfuerzos de rescate reunieron los recursos y la experiencia de tantas fuerzas navales estadounidenses y aliadas. Nos pareció de todo menos aburrido aprender sobre los barcos de rescate submarino de la Marina estadounidense y lo bajo que se puede caer antes de que la presión haga zozobrar una embarcación. De hecho, la historia del sumergible nos llevó por tantos derroteros militares que era fácil olvidar su inspiración.
Soy cónyuge de un marino y mi familia, que incluye a mi pareja, nuestros dos hijos pequeños y varias mascotas, se ha ido trasladando de una instalación militar a otra durante la última década. En las distintas comunidades en las que hemos vivido, durante las reuniones con nuevos amigos y familiares, el interés abrumador por la carrera de mi cónyuge es obvio.
Las preguntas más habituales son: «¿De qué está hecho el casco de un submarino?». «¿A qué profundidad puede llegar?” «¿Cuál es el plan si se hunde?” «¿Qué tipo de camuflaje lleváis?». Y un comentario inolvidable (al menos para mí) de uno de nuestros hijos: «Ese camuflaje azul os hace parecer arándanos. ¿De verdad queréis esconderos si os caéis al agua? ¿Y si hay que rescataros?».
Mientras tanto, mi carrera como terapeuta de comunidades militares y de refugiados y como cofundadora del Costs of War Project de la Universidad de Brown, que podría ofrecer un extraño complemento antibélico al mundo de mi cónyuge, rara vez sale siquiera en la conversación.
Aparte del poder y el misterio que evoca nuestro ejército con su lujoso equipamiento, creo que a muchos estadounidenses les encanta expresar interés por él porque parece la encarnación de la virtud cívica en una época en la que, por lo demás, cada vez podemos estar menos de acuerdo. De hecho, tras 20 años de guerra de Estados Unidos contra el terrorismo en respuesta a los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra el Pentágono y el World Trade Center, las referencias a nuestro ejército están notablemente extendidas (si se presta atención).
En nuestra cultura militarizada, nos fijamos en las partes cosméticas, como la naturaleza de los submarinos, porque es más fácil hablar de ellas que del tipo de sufrimiento que nuestros militares han causado realmente en una franja notablemente amplia del planeta en este siglo. La mayoría de nosotros preferimos juguetes de fantasía como los submarinos a militares exhaustos, civiles ensangrentados y emigrantes asustados y desnutridos que con demasiada frecuencia huyen de los daños de nuestra guerra contra el terror.
Migración en tiempos de guerra
Vivimos en una época marcada por la migración masiva, que ha aumentado en las últimas cinco décadas. De hecho, en la actualidad hay más personas viviendo en un país distinto al de su nacimiento que en ningún otro momento del último medio siglo.
Entre las principales razones por las que las personas abandonan sus hogares como emigrantes están, sin duda, la búsqueda de oportunidades educativas y laborales, pero sin olvidar a quienes huyen de conflictos armados y persecuciones políticas. Y, por supuesto, otra razón profundamente relacionada y más significativa es el cambio climático y los desastres nacionales cada vez más frecuentes e intensos, como inundaciones y sequías, que causa o intensifica.
Los emigrantes del Adriana habían abandonado Afganistán, Egipto, Libia, Palestina y Pakistán por diversas razones. Algunos de los hombres paquistaníes, por ejemplo, buscaban trabajo que les permitiera alojar y alimentar a sus desesperadas familias. Un adolescente sirio, que acabó ahogándose, había abandonado la ciudad de Kobani, devastada por la guerra, con la esperanza de ingresar algún día en la facultad de medicina de Alemania, un sueño que tenía pocas probabilidades de hacerse realidad donde vivía debido a las escuelas y hospitales bombardeados.
En mi mente, sin embargo, una sombra muy concreta se cernía sobre muchas de sus historias individuales: Las guerras eternas de Estados Unidos, la serie de operaciones militares que comenzaron con nuestra invasión de Afganistán en 2001 (que acabó implicándonos también en ataques aéreos y otras actividades militares en el vecino Pakistán) y la igualmente desastrosa invasión de Iraq en 2003. Al final, se convertiría en una metástasis de combates, entrenamiento de ejércitos extranjeros y operaciones de inteligencia en unos 85 países, incluidos cada uno de los países de los que procedían los pasajeros del Adriana. En total, el Costs of War Project calcula que la guerra contra el terrorismo ha provocado el desplazamiento de al menos 38 millones de personas, muchas de las cuales huyeron para salvar sus vidas mientras los combates consumían sus mundos.
La ruta tomada por el Adriana a través del Mediterráneo central es especialmente habitual para los refugiados que huyen de los conflictos armados y sus secuelas. También es la ruta más mortífera del mundo para los migrantes, y cada año es más letal. Antes del naufragio del Adriana, el número de víctimas mortales durante los tres primeros meses de 2023 ya había alcanzado su punto más alto en seis años, con 441 personas. Y sólo durante el primer semestre de este año, según UNICEF, al menos 289 niños han muerto ahogados intentando llegar a Europa.
Si hay algo que he aprendido -aunque sea a pequeña escala- como terapeuta en comunidades militares y de refugiados, es lo siguiente: una historia dolorosa precede casi invariablemente a la decisión de cualquiera de embarcarse en un viaje tan peligroso como el que emprendieron los emigrantes de aquel malogrado barco. Aunque estoy segura de que muchos de los que iban en él no habrían dicho que huían de la «guerra», es difícil desvincular la guerra de este país contra el terrorismo de las razones por las que muchos de ellos emprendieron el viaje.
Un padre sirio que se ahogó se dirigía a Alemania, con la esperanza de ayudar a su hijo de tres años, que padecía leucemia y necesitaba un tratamiento no disponible en su devastado país, una zona que la invasión estadounidense de Iraq sumió primero en el caos y donde la guerra ha privado ahora a millones de personas de asistencia sanitaria. Por supuesto, no hace falta señalar que su muerte sólo asegura un mayor empobrecimiento de su familia y la posible muerte de su hijo por cáncer, por no hablar de lo que podría ocurrir si él y su madre se vieran obligados a hacer un viaje similar a Europa para recibir atención.
La historia de guerra de Pakistán
Hasta 350 emigrantes del Adriana procedían de Pakistán, donde Estados Unidos ha estado financiando y librando una guerra de contrainsurgencia -mediante aviones no tripulados y ataques aéreos- contra grupos militantes islamistas desde 2004. La guerra contra el terrorismo ha trastornado y destruido directa e indirectamente muchas vidas en Pakistán en este siglo. Eso incluye decenas de miles de muertes por ataques aéreos, pero también los efectos de una afluencia de refugiados del vecino Afganistán que puso a prueba los ya limitados recursos del país, por no hablar del deterioro de su industria turística y la disminución de las inversiones internacionales. En total, Pakistán ha perdido así más de 150.000 millones de dólares en los últimos 20 años, mientras que, para los paquistaníes de a pie, los costes de la vida en un país cada vez más devastado no han hecho más que aumentar. No es por todo ello sorprendente que el número de empleos per cápita haya disminuido.
Un joven del barco de emigrantes viajaba a Europa en busca de trabajo para poder mantener a su extensa familia. Había vendido 26 búfalos -su principal fuente de ingresos- para pagar el viaje y se encontraba entre las 104 personas que finalmente fueron rescatadas por la Guardia Costera griega. Tras el rescate, se vio obligado a regresar a Libia, donde no tenía un plan claro para volver a casa. A diferencia de la mayoría de los demás paquistaníes del Adriana, consiguió escapar con vida, pero el suyo no es necesariamente un final feliz. Como señala Zeeshan Usmani, activista pakistaní y fundador del sitio web antibelicista Pakistan Body Count: «Después de haber sacrificado tanto en busca de una vida mejor, es probable que prefieras ahogarte antes que volver a casa. Has dado todo lo que tenías».
Paradas de descanso en un mundo militarizado
Ciertamente, hemos aprendido mucho sobre las excitantes conversaciones entre el CEO del Titan OceanGate, su personal y ciertos colegas distanciados antes de que el sumergible se embarcara en su malogrado viaje, y luego sobre la escasa iluminación y las condiciones primitivas en el interior de la embarcación. Sin embargo, los medios de comunicación apenas se hicieron eco del viaje del Adriana.
Lo que más me llamó la atención fue el lugar del que partieron en su viaje de ida y vuelta al infierno: Libia. Después de todo, ese país tiene una historia bastante sombría para ser el punto de desembarco de tantos migrantes. Una invasión liderada por Estados Unidos en 2011 derrocó al dictador Muamar Gadafi, dejando las remotas playas del país aún menos vigiladas de lo que estaban, mientras que la propia Libia sigue dividida entre dos gobiernos rivales y una colección de milicias afiliadas.
En un entorno tan caótico, como cabe imaginar, las condiciones de los migrantes que transitan por Libia no han hecho más que deteriorarse. Muchos son retenidos en almacenes por las autoridades locales durante semanas, incluso meses, a veces sin cubrir necesidades básicas como mantas y agua potable. Algunos incluso son vendidos como esclavos a los residentes locales y los que tienen la suerte de avanzar hacia las costas europeas tienen que lidiar con contrabandistas cuyos motivos y prácticas, como nos recuerda la historia del Adriana, son cualquier cosa menos positivos (y a veces aterradores).
Adelante, hacia el mar: Cuando, unas 13 horas después de que los primeros migrantes pidieran ayuda, la Guardia Costera griega respondió por fin, envió un solo barco con una tripulación que incluía a cuatro hombres armados y enmascarados. La Guardia alega que muchos de los migrantes rechazaron la ayuda y les hicieron señas para que se marcharan. Sea o no el caso, puedo imaginar sus temores de que los griegos, si no contrabandistas, pudieran al menos estar aliados con ellos. También podrían haber temido que la Guardia los colocara a ellos y a sus hijos, por pequeños que fueran, en balsas para que siguieran a la deriva en el mar, como había ocurrido recientemente con otros barcos de migrantes abordados por los griegos.
Si eso les parece inverosímil, piensen cómo se sentirían si estuvieran a la deriva en el mar, hambrientos, sedientos y temiendo por su vida, cuando unos hombres armados y enmascarados en otra embarcación se acercaran a ustedes, haciendo zozobrar aún más una embarcación que ya amenazaba con zozobrar. Mi opinión es que nada bueno.
Incontables muertes de guerra
Sería exagerado contar a personas como los migrantes del Adriana como «muertes de guerra». Pero considerar que muchas de sus muertes están relacionadas de algún modo con la guerra debería obligarnos a prestar atención a las formas en que los combates en sus países de origen o en sus alrededores pueden haber influido en sus destinos. Sin embargo, prestar atención a los costes de la guerra nos obligaría a los occidentales a enfrentarnos a la sangre de nuestras manos, ya que no sólo apoyamos (o al menos ignoramos) las guerras de este país lo suficiente como para permitir que continuaran durante tanto tiempo, sino que también respaldamos a políticos tanto en Estados Unidos como en Europa que hicieron relativamente poco (o algo mucho peor) para abordar las crisis de refugiados que surgieron como resultado.
Utilizando el lenguaje empleado por Stephanie Savell, del Costs of War Project, en su trabajo sobre lo que el proyecto denomina «muertes de guerra indirectas», los migrantes como el adolescente sirio ahogado que buscaba una educación en Europa podrían considerarse muertes de guerra «doblemente no contabilizadas» porque no murieron en combate y, como en su caso y otros similares, sus cuerpos no se recuperarán de las profundidades del Mediterráneo.
Cuando vemos historias como la suya, creo que todos deberíamos profundizar en nuestro cuestionamiento de lo sucedido, en parte volviendo sobre los pasos de esos emigrantes hasta donde empezaron e intentando imaginar por qué partieron en viajes tan arduos y peligrosos. Empecemos por las economías asoladas por la guerra en países donde millones de personas encuentran escasas esperanzas del tipo de vida decente que usted o yo probablemente damos por sentado, como tener un trabajo, un hogar, asistencia sanitaria y seguridad frente a la violencia armada.
Apuesto a que, si se hacen más preguntas, esos emigrantes empezarán a parecerles no sólo más fáciles de relacionar, sino como los verdaderos aventureros de este planeta, y no esos multimillonarios que pagaron 250.000 dólares cada uno por lo que incluso yo podría haberles dicho que era una posibilidad improbable de llegar al fondo del océano con vida.