Yassin Al Haj Saleh, New Lines magazine, 18 septiembre 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Yassin al-Haj Saleh es un escritor sirio, expreso político y cofundador de la página online Al-Jumhuriya. Ha ganado el Premio Príncipe Claus. Entre sus libros destaca “La revolución imposible” (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo).
Siria es un país de sólo 115.000 kilómetros cuadrados de superficie, con una población de menos de 24 millones de habitantes, y sin embargo dos superpotencias mundiales (Estados Unidos y la Federación Rusa) y tres de las mayores potencias regionales (Irán, Turquía e Israel) están presentes en su territorio. Israel ocupa los Altos del Golán sirios desde 1967 y, en la actualidad, realiza incursiones casi sin descanso en el espacio aéreo sirio. En siglos pasados, antes del apogeo del imperialismo europeo y ruso, Irán y Turquía fueron imperios. Aunque es discutible si todavía pueden considerarse potencias imperiales, nunca han abandonado sus ambiciones imperiales regionales. Una forma de entenderlos, regionalmente, es como «subimperiales»: expansionistas e intervencionistas, incluso militarmente, en los países vecinos.
Estados Unidos y Rusia tienen historias bien conocidas de expansión y dominación de pueblos y territorios. El imperialismo fue clave en la formación misma de ambas naciones. Pero mientras que el «destino manifiesto» de Rusia había sido, durante siglos, expandirse hacia las zonas vecinas de Asia Central y Europa Oriental, fue en Siria donde Moscú estableció su primer puesto de avanzada en ultramar. Volveré sobre este hecho crucial más adelante.
En Siria, múltiples potencias imperiales y subimperiales se han volcado en un pequeño país, algunas de ellas para proteger a un régimen asesino, todas ellas aniquilando cualquier aspiración política independiente entre su pueblo, dividiendo sectores de la sociedad siria entre ellas y sus satélites, y negando a los sirios la promesa de un futuro diferente.
Esta situación única ha sido posible gracias a una combinación de estructuras y dinámicas internas e internacionales en las que participan cinco potencias clave: Estados Unidos, Rusia, Irán, Turquía e Israel.
Los factores internos clave son la naturaleza colonial del gobierno de la familia Asad y lo que he llamado los «imperialistas conquistados» (el título de mi libro de 2019 publicado en árabe), es decir, los islamistas salafistas yihadistas que desempeñaron un papel central en la tragedia siria y que tienen una inmensa parte de responsabilidad en el descarrilamiento de la lucha popular y en desviarla de sus primeras aspiraciones emancipadoras.
En conjunto, la peculiar convergencia sin precedentes de potencias imperiales internacionales y regionales en un solo país, potenciada por la naturaleza colonial del gobierno de la familia Asad a lo largo de más de medio siglo, así como el «imperialismo conquistado» de los islamistas, equivalen a lo que yo llamo (en un guiño al difunto sociólogo polaco Zygmunt Bauman) «imperialismo líquido».
En una serie de influyentes estudios, entre los que destaca «Modernidad líquida» (1999), Bauman teorizó la condición moderna como altamente volátil, «incapaz de mantener ninguna forma ni ningún rumbo durante mucho tiempo», sin «ningún ‘estado final’ a la vista». «El estatus de todas las normas… bajo la égida de la modernidad ‘líquida’… se ha visto gravemente sacudido y se ha vuelto frágil», escribió. Para que su metáfora no diera a entender suavidad, subrayó que «líquido es cualquier cosa menos blando. Piensen en un diluvio, una inundación o una presa rota».
Siria ha sido inundada y quebrantada por Estados imperiales y subimperiales. El conjunto de potencias mundiales y regionales que irrumpieron en Siria a partir de 2011 convirtió el país en un contenedor de imperialismo líquido, transformando y desfigurando el lugar de manera profunda y trascendental, sin que se vislumbrara un estado final.
La República Islámica de Irán se puso del lado del régimen de Asad desde el principio del levantamiento de 2011, que, por supuesto, se inspiró en otras revueltas árabes en lo que llegó a conocerse como la Primavera Árabe. Desde su creación en 1979, la República Islámica ha mostrado tendencias expansionistas, primero en forma de «exportación de la revolución» antes de rebautizarse como vanguardia del llamado «eje de resistencia», una cortina de humo ideológica que despliega una retórica antiimperialista para justificar dictaduras brutales y sus agendas autoritarias.
Después de 1982, y de la debacle de la ocupación israelí del Líbano y la expulsión de los combatientes palestinos del país, el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán (CGRI) construyó lo que se convertiría en Hizbolá, una fuerza sectaria armada en un país con el que Irán no tiene frontera. Irán también se convirtió, de facto, en la potencia dominante en Iraq tras la criminal invasión estadounidense de 2003, y se abrió un largo corredor de Teherán a Beirut, pasando por Bagdad y Damasco. En su artículo «The Other Regional Counter-Revolution: Iran’s Role in the Shifting Political Landscape of the Middle East” (La otra contrarrevolución regional: El papel de Irán en el cambiante panorama político del Oriente Medio), Danny Postel, redactor de Política de New Lines, ha detallado la reaccionaria respuesta de la República Islámica a los levantamientos populares en Siria, Líbano e Iraq, una realidad que choca directamente con la narrativa demasiado extendida que postula a Irán como un Estado «revolucionario» a la vanguardia de un «eje de resistencia» regional. Los funcionarios iraníes se jactan de controlar «cuatro capitales árabes» (Bagdad, Beirut, Damasco y Sanaa). En los cuatro casos, Irán ha ejercido una influencia sectaria, financiando y armando a grupos chiíes e invirtiendo en la chiificación de otras comunidades. Esto es especialmente marcado en Siria, donde los chiíes siempre habían sido una pequeña minoría (alrededor del 0,5% de la población). Esta política sectaria, medio con el que el régimen iraní ha tratado de consolidar su poder regional, ha provocado, como era de esperar, derramamientos de sangre y atrocidades en los cuatro dominios árabes, cada uno de los cuales es ahora un Estado fallido.
Estas políticas regionales son una extensión de los métodos de la República Islámica dentro del propio Irán. La explotación de las divisiones étnicas y religiosas forma parte del modus operandi del régimen, que se ensaña con quienes se resisten. Esta lógica represiva está a la vista del mundo desde el levantamiento «Mujer, Vida, Libertad» que comenzó en otoño de 2022. El papel imperialista y contrarrevolucionario de Irán en la región es una extensión de su guerra interna contra las aspiraciones democráticas del pueblo iraní.
En Siria, el régimen iraní ha sido el principal patrocinador y mecenas de las milicias chiíes surgidas del Líbano, Iraq, Afganistán y Pakistán para oponerse al levantamiento sirio. En el plano internacional, la ideología legitimadora detrás del complejo expansionista-sectario de Irán ha sido la resistencia a Israel y a EE. UU. Pero el papel destructivo de la República Islámica en Siria y en otros lugares supera con creces esta supuesta resistencia.
Desde octubre de 2011, Rusia ha esgrimido su derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU como arma para proteger al régimen de Asad. En marzo de 2012, el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, declaró que Rusia no permitiría el «dominio suní» en Siria. (Los suníes constituían alrededor del 70% de la población antes del inicio del levantamiento en marzo de 2011). Se trataba de una declaración extremadamente invasiva, imperialista, racista e islamófoba, pero Lavrov podía esperar que no iba a ser condenada por las potencias occidentales, la ONU o la izquierda occidental, porque este tipo de pensamiento había estado implícito en la lógica esencialista de la «guerra contra el terror (islámico)» desde la década de 1990. La de Lavrov fue una expresión inusualmente contundente de esa lógica, pronunciada en un escenario internacional.
Rusia lanzó una intervención militar directa en Siria en septiembre de 2015 a instancias de Qassim Soleimani, comandante de la Fuerza Quds, el brazo de operaciones exteriores del CGRI. Rusia opera la base aérea militar de Hmeimim en el oeste de Siria y, en 2019, arrendó una instalación naval en el puerto marítimo sirio de Tartus para un período de 49 años. Como puesto de avanzada ruso, Siria no se encuentra dentro del ámbito geográfico de la expansión imperial rusa directa. Siria es el primer satélite de ultramar de Rusia.
Según Airwars, que investiga los daños a civiles en conflictos de todo el mundo, Rusia mató a cerca de 24.000 civiles sirios en los seis primeros años de su intervención. En septiembre de 2022, la Red Siria de Derechos Humanos estimó que Rusia había cometido más de 360 masacres en el país utilizando municiones ilegales de fósforo y de racimo. El ministro de Defensa ruso, Sergei Shoigu, se jactó de haber probado «todas las armas más recientes de Rusia» en Siria. El propio presidente Vladimir Putin afirmó que «más del 85% de los comandantes del ejército ruso adquirieron experiencia de combate en Siria”. Serguéi Chémezov, director general del gigante armamentístico ruso Rostec, ha afirmado que, en 2018 y 2019, Rusia recibió pedidos de armas de países de Oriente Medio por valor de más de 100.000 millones de dólares.
Al haber ejercido su poder de veto 18 veces para proteger al régimen de Asad de la censura internacional, la relación de Rusia con Siria puede considerarse paralela a la de Estados Unidos con Israel. Por lo tanto, podemos hablar de la «palestinización» del pueblo sirio a través de masacres, desposesión y limpieza étnica.
Estructuralmente hablando, y a pesar de su distancia geográfica, Estados Unidos ha sido una potencia en Oriente Medio desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, cada década, la región se ha visto sacudida por una gran guerra con Estados Unidos o Israel como protagonistas. Pensemos en las guerras de 1956 (Suez), 1967 (la Guerra de los Seis Días), 1973 (la Guerra de Octubre), 1982 (la invasión israelí del Líbano), 1991 (la Guerra del Golfo), 2003 (la invasión estadounidense de Iraq), 2006 (la guerra entre Israel y Hizbolá) y las periódicas operaciones israelíes de «siega de hierba» en Gaza, Yenín y otros lugares. Todos estos conflictos recibieron cobertura geopolítica de las sucesivas administraciones estadounidenses. En una empresa conjunta de excepcionalismo estadounidense-israelí, los dos países han burlado el derecho internacional y se han convertido en valores atípicos en la comunidad internacional en esta cuestión de Palestina.
Desde principios de 2013, Washington vio la lucha siria a través de la lente de una «guerra contra el terror.» Las afirmaciones esencialistas que reducen el conflicto a una expresión de fuerzas atemporales y transhistóricas o de «antiguos odios sectarios» han proporcionado un atajo conveniente para los responsables políticos occidentales y los expertos de todo el espectro ideológico. Sólo se nos presenta una opción: la guerra, librada por quienes disfrutan de una superioridad militar decisiva.
A los ojos de los responsables políticos estadounidenses, el «terrorismo» eclipsó las guerras de agresión, la brutal represión de los regímenes tiránicos e incluso el genocidio, «el crimen de todos los crímenes», en palabras del jurista judío-polaco Raphael Lemkin (que acuñó el término durante la Segunda Guerra Mundial) y el mal supremo en el mundo. Así, en 2015, Estados Unidos estableció un programa para armar y entrenar a los rebeldes sirios, con la condición crucial de que sólo lucharan contra el grupo Estado Islámico, no contra el régimen de Asad (los rebeldes estaban en contra de ambos y ya habían estado luchando contra el Estado Islámico). Los resultados de este programa de «entrenar y equipar» fueron desconcertantes. Sólo 65 hombres aceptaron sus condiciones y fueron capturados por los yihadistas antes de disparar una sola bala.
La masacre química de Ghuta de agosto de 2013 cruzó la infame «línea roja» del presidente estadounidense Barack Obama. Sin embargo, menos de tres semanas después, Estados Unidos y Rusia cerraron un acuerdo para desmantelar el arsenal químico del régimen de Assad y eximirlo de castigo en virtud del derecho internacional. El acuerdo dio carta blanca a Asad para continuar sus ataques asesinos con otras armas y, en la práctica, también con las mismas armas químicas que supuestamente estaban siendo desmanteladas. (La abrumadora mayoría de los ataques químicos en Siria -311 de un total de 349, según el Global Public Policy Institute, con sede en Berlín- se produjeron después de que se cerrara el acuerdo). La justicia y la verdad fueron sacrificadas junto con las 1.466 víctimas de la masacre. La masacre y lo que siguió fueron también regalos para las fuerzas islamistas nihilistas, que capitalizaron tales injusticias (y la impunidad con la que se cometieron) en sus narrativas.
En 2014, Estados Unidos intervino contra el Estado Islámico y Yabhat al-Nusra (más tarde rebautizado como Hayat Tahrir al-Sham). Anteriormente, en Afganistán e Iraq, Washington había alimentado los métodos imperialistas y nihilistas de esos grupos islamistas militantes. Estados Unidos también controla una gran franja del este y noreste de Siria a través de sus aliados kurdos, que optaron por no luchar contra el régimen de Asad porque su enemigo esencial está en Turquía.
Según un informe de Amnistía Internacional de abril de 2019, más de 1.600 civiles fueron asesinados en mi ciudad natal, Raqqa, por las fuerzas de la coalición, dirigidas por los estadounidenses en el curso de su «guerra contra el terror.»
En 2016, al igual que las otras cuatro potencias, Turquía intervino en Siria en nombre de la «lucha contra el terror.» Pero los «terroristas» en su punto de mira eran los kurdos sirios afiliados al PKK, el partido nacionalista kurdo que mantiene una lucha armada con Ankara desde la década de 1980. La rama siria del partido (el PYD) fue decisiva en la intervención estadounidense contra el Dáesh. Este hecho geopolítico ha causado considerables fricciones entre Washington y Ankara. Pero la administración de Donald Trump traicionó a los kurdos en 2018, cuando aceptó la expansión de Turquía en las zonas controladas por el PYD y la ocupación de Afrin, y luego de nuevo en 2019, cuando el ejército turco ocupó Ras al-Ain. Afrin y Ras al-Ain son dos ciudades sirias de mayoría kurda en el noroeste y noreste del país, respectivamente. Turquía y el PKK exportaron su guerra civil a Siria, que tenía, y sigue teniendo, una guerra civil propia.
Se hizo común que la gente dijera -ya fuera por exasperación o por pereza- que el conflicto sirio es «complicado». Claro que es complicado. ¿Cómo podría ser de otro modo, con todos estos Estados y actores subestatales implicados?
Turquía ha estado acogiendo a unos 3,7 millones de refugiados sirios, algo más de la mitad del total (que se acerca a los 7 millones). Pero desde 2016, la movilidad de los sirios dentro de Turquía está muy restringida: Los refugiados necesitan un permiso especial para viajar desde la comunidad donde se registraron a otros lugares. Esta medida se introdujo tras un acuerdo entre Turquía y la UE, firmado en febrero de 2016, que pretendía impedir que los refugiados sirios (y no sirios) llegaran a Europa.
El uso de los refugiados sirios como chivos expiatorios ha ido en aumento en Turquía, alcanzando recientemente niveles histéricos con peticiones de repatriaciones forzosas. Se culpa a los refugiados de los problemas económicos de Turquía: Han sido racializados y demonizados por populistas y demagogos como Umit Ozdag, líder del ultranacionalista Partido de la Victoria. Por motivos electorales, el gobierno turco anunció un programa de retorno consensuado de refugiados a Siria, y el presidente Erdogan declaró que 526.000 refugiados habían regresado a principios de octubre de 2022. Recientemente ha declarado que un millón han regresado a Siria por voluntad propia. Es imposible verificar esta cifra a partir de fuentes independientes. Sin embargo, el gobierno turco bien podría estar utilizando este programa como pretexto para poblar ciertas zonas de mayoría kurda con sirios no kurdos con el fin de resolver su propio «problema» (causando grandes problemas a Siria en el futuro). Pero la ingeniería demográfica siempre ha sido una de las herramientas del imperialismo.
El Estado de Israel se fundó sobre la base de la limpieza étnica, la desposesión y la expansión. Los dirigentes asquenazíes del Yishuv (la población judía que vivía en Palestina antes de 1948), que habían desarrollado lazos cordiales con las élites coloniales de las principales potencias occidentales, se embarcaron en un proyecto de desposesión y desplazamiento del pueblo palestino en lo que llaman «la Guerra de la Independencia.» Es innegable que Israel es un Estado colonial, incluso colonial de colonos. La «Declaración Balfour» de 1917, que anunciaba el apoyo británico a la construcción «en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío», se incluyó en el mandato colonial británico sobre Palestina establecido en 1922.
En 1956, Israel ocupó brevemente la península egipcia del Sinaí, en colaboración con los invasores británicos y franceses, tras la nacionalización de la Compañía del Canal de Suez por el presidente Gamal Abdel Naser. Las tres potencias coloniales tuvieron que retirarse tras las fuertes presiones de los centros imperiales mundiales entonces ascendentes: Estados Unidos y la Unión Soviética. En 1967, Israel -esta vez con el pleno apoyo de Estados Unidos- volvió a ocupar el Sinaí, así como lo que quedaba de Palestina (Cisjordania, Jerusalén Este y la Franja de Gaza) y los Altos del Golán sirios.
Posteriormente, Israel participaría en múltiples guerras en el Líbano contra la Organización para la Liberación de Palestina y luego contra Hizbolá. Numerosas campañas militares israelíes han tenido como objetivo la Franja de Gaza y los campos de refugiados de Cisjordania. Todas se han justificado como «lucha contra el terror» (es decir, contra cualquier resistencia palestina) y para satisfacer las aparentemente insaciables necesidades de seguridad de Israel. Despojando al pueblo palestino de su derecho a la autodeterminación, Israel también se niega a reconocer al pueblo palestino como ciudadanos iguales dentro de un Estado. Esta situación actual ha sido una fuente persistente de violencia en Palestina y de inestabilidad en la región.
A partir de 2013, en respuesta a la intervención de Irán en apoyo del régimen de Asad tras el levantamiento sirio, Israel ha enviado periódicamente sus aviones en bombardeos dentro de Siria, en su mayoría contra instalaciones militares iraníes. Bajo la despreocupación de estas incursiones subyace una lógica de impunidad y excepcionalismo israelí normalizada internacionalmente.
El Estado y la sociedad israelíes no han dejado de derrapar desde la década de 1970, siguiendo una trayectoria inscrita en la propia lógica del colonialismo, el apartheid y el excepcionalismo que se remonta a la formación del Estado.
La dictadura familiar dinástica que gobierna Siria desde hace 53 años ha reducido el país a un protectorado irano-ruso con el fin de mantenerse en el poder «para siempre», por citar un eslogan favorable al régimen. Para lograr este dominio eterno, se apoya en organismos de seguridad sectarizados y en formaciones militares igualmente sectarizadas con funciones de seguridad.
Desde la década de 1970, lo que llamamos «sectarismo» en Siria (y en Oriente Medio en general) ya no se refiere únicamente a una fuerza irracional en las esferas política y social, ni a la estrategia colonial de «divide y vencerás» que adoptaron más tarde las élites «nacionales» que sustituyeron a los colonizadores europeos. Se refiere cada vez más peligrosamente también a un potencial creciente de guerra civil y genocidio. La convergencia de las décadas de gobierno de la familia Asad en Siria con el paradigma colonial se observa no sólo en sus propias estrategias de «divide y vencerás», sino también en el uso del estado de excepción permanente. Este estado de excepción está en vigor desde marzo de 1963, cuando oficiales militares tomaron el poder en nombre del Partido Baaz, pero su justificación ha cambiado desde 2011 de la guerra contra el enemigo colonial israelí a la guerra contra el terrorismo. Desde hace 60 años, el país está marcado por la suspensión de la ley y una guerra civil que oscila entre el frío y el rojo candente.
Bajo este gobierno dinástico, Siria es un Estado de dentro afuera que, internamente, trata a la sociedad según una lógica unitaria de soberanía en la que Siria debe ser una, indivisa, en todas partes, en la que no es posible la diversidad de opiniones o deseos. Este Estado de dentro hacia fuera trata a la población como si fuera un ejército disciplinado y obediente, desprovisto de pluralidad y espontaneidad, mientras que en el exterior trabaja con Estados poderosos de la región y de todo el mundo según una lógica pluralista, en la que los problemas siempre tienen soluciones políticas. Los únicos tratados que el régimen ha respetado son los suscritos con potencias influyentes, Israel incluido: Los Altos del Golán están en perfecta calma desde el acuerdo de alto el fuego de 1974 que siguió a la guerra árabe-israelí de octubre de 1973.
Lo que hemos tenido en Siria desde la década de 1970 ha sido una continuación del dominio colonial por otros medios. El Imperio francés ocupó Siria brutalmente entre el final de la Primera Guerra Mundial y el final de la Segunda. Pero el dominio colonial francés fue mucho menos violento que el régimen de Asad, bajo el cual Siria ha vivido dos guerras civiles de dimensiones genocidas: 1979-1982, con decenas de miles de víctimas, y 2011 hasta la actualidad, con cientos de miles de víctimas y unos 7 millones de refugiados en 127 países (cerca del 30% de toda la población, según un informe de 2022 de Human Rights Watch).
El concepto de «colonialidad del poder» del difunto sociólogo peruano Aníbal Quijano, que subraya los efectos duraderos de la dominación colonial en el ejercicio del poder en las sociedades modernas, no es una mera categoría analítica. Invitar a Irán y Rusia a proteger al régimen es la realización de la lógica fundamentalmente colonial del régimen de Asad. La guerra imperialista contra el terror no ha hecho más que consolidar la colonialidad y el asesinato del régimen.
Uno de los lemas de las recientes protestas que estallaron en la ciudad meridional de Sweida el 20 de agosto de 2023 habla directamente del complejo imperial-colonial que controla Siria:
Queremos el puerto marítimo, queremos la tierra (el petróleo, en otra fórmula) y ¡queremos que nos devuelvan el aeropuerto!
El puerto marítimo es Tartus, que, como se ha dicho, ha sido arrendado a Rusia. La tierra está repartida entre las cinco potencias ocupantes. Y el aeropuerto internacional de Damasco está, desde hace varios años, de facto, bajo control iraní. Los manifestantes de Sweida establecen así una conexión entre sus dificultades económicas y las relaciones coloniales entre el régimen y sus protectores rusos e iraníes. En la versión del eslogan que hace referencia al petróleo, la implicación es que ha sido usurpado por otra potencia imperial: Estados Unidos.
Las protestas en Sweida han reactivado las consignas de la revolución de 2011, incluyendo uno de sus gritos de guerra definitorios: «El pueblo quiere la caída del régimen.» El régimen de Asad, que durante mucho tiempo ha afirmado (exactamente igual que hicieron los colonizadores franceses en Siria) ser protector de las comunidades minoritarias del país frente a la mayoría suní, no ha reprimido hasta ahora las protestas (Sweida es una zona mayoritariamente drusa). Pero nadie debe esperar que este levantamiento se tolere durante mucho tiempo. Es poco probable que la respuesta del régimen adopte la forma de masacres químicas o bombas de barril; en su lugar, probablemente tratará de decapitar el movimiento asesinando o haciendo desaparecer a sus líderes y a otras personas activas en él.
Ningún debate sobre el imperialismo líquido que se ha abatido sobre Siria puede pasar por alto a esos «imperialistas conquistados», los campeones del islamismo salafi-jihadista, que se ha convertido en un fenómeno global desde su aparición en Afganistán a principios de los años ochenta. El imaginario político de los islamistas salafistas yihadistas gira en torno a la conquista, la expansión, el imperio y el control. Su visión del mundo emana del islam, una religión monoteísta con una sólida visión universal, pero se relacionan con una única tradición islámica, la de la conquista, el poder y la estricta observancia de la jurisprudencia islámica. Nunca se relacionan con otras tradiciones, racionales, espirituales, sufíes o populares. Su violento disciplina en relación a los cuerpos, especialmente los de las mujeres, tiene un inconfundible carácter fascista. Son muy elitistas cuando se trata de la vida ordinaria en el mundo actual, y extremadamente nihilistas cuando se trata de las costumbres, leyes e instituciones mundanas de ese mundo.
Caracterizarlos como elitistas puede parecer contraintuitivo. Me explico. Creen que sólo muy pocas personas son verdaderos creyentes y están en el camino correcto, y que el poder debe estar en manos de un solo hombre, rodeado de un pequeño grupo de hombres influyentes. La naturaleza amoral de la política de las grandes potencias, con su desprecio por el derecho internacional y la discriminación de los musulmanes, es en realidad una buena noticia para los yihadistas, porque estas cosas justifican su negación del mundo como corrupto, injusto y esencialmente antiislámico . El suyo es un nihilismo que se autocumple y se autoperpetúa.
Este islamismo militante ha estado en guerra contra el imperialismo occidental y, hasta cierto punto, también contra el imperialismo ruso. Pero su propia lógica imperialista, así como el extraordinario narcisismo de sus soldados rasos, elimina cualquier posible elemento emancipador en su lucha. Sus métodos terroristas elitistas siempre han debilitado a los musulmanes de a pie bajo su dominio. Bajo su control, mi ciudad natal, y Raqqa, estaba dividida en una élite gobernante formada en su mayoría por muhayirin (inmigrantes) no sirios; plebeyos musulmanes sirios explotados y maltratados; y una minoría muy reducida de no musulmanes, concretamente cristianos, que eran súbditos de segunda clase. A las mujeres no se les permitía salir de casa a menos que vistieran completamente de negro.
El argumento de Lenin de que el imperialismo representa «la fase superior del capitalismo» ha llevado a muchos a pensar que el imperialismo está encarnado en muy pocas potencias capitalistas. Según esta lógica, sólo ha habido un imperialismo desde la Segunda Guerra Mundial: El imperialismo occidental, con Estados Unidos como centro y la OTAN como brazo militar. La Unión Soviética no fue vista generalmente por la izquierda como imperialista: ni después de la Segunda Guerra Mundial, ni después de que invadiera Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, ni siquiera después de que invadiera Afganistán en 1979. Del mismo modo, la Rusia de Putin no ha sido generalmente entendida como imperialista, incluso después de la anexión de Crimea en 2014 y la intervención en Siria en 2015. Para gran parte de la llamada izquierda antiimperialista, ni siquiera la invasión a gran escala de Ucrania en febrero de 2022 fue suficiente.
Hay que cuestionar esta concepción del imperialismo. El caso de Siria exige un cambio de paradigma en la comprensión del imperialismo y la teorización de nuevas prácticas y fenómenos relacionados con él.
Ultranacionalismo, expansión, desestimación del derecho internacional, excepcionalismo, imaginarios imperiales: éstas son características de muchas potencias en la era de la guerra contra el terror. Con el «terror» identificado como el principal mal político a escala mundial, cualquier Estado que se una a esta supuesta guerra puede obtener legitimidad internacional, incluso aquellos implicados en crímenes de guerra y asesinatos a escala industrial. Esto ha supuesto un duro golpe para el Estado de derecho tanto a nivel local como internacional. Ha contribuido a la securitización de la política, ha fomentado el matonismo entre las élites políticas y ha debilitado la democracia y los movimientos populares en todas partes. El imperialismo ha impregnado las prácticas de poder en muchos países, entre los que Siria es posiblemente el más desafortunado, con no menos de cinco potencias expansionistas en su territorio.
El concepto de imperialismo líquido es un intento de captar el hecho de que cinco potencias diferentes hayan penetrado en un pequeño país. Pero también habla de la falta de solidez o coherencia en las estrategias, prácticas, visiones y compromisos de estas potencias. A diferencia de los proyectos imperiales del pasado, en Siria no hay una «misión civilizadora». Los recursos naturales no son un motivo primordial (aunque los Estados intervinientes se han apoderado de todo lo que han podido, desde petróleo y fosfatos hasta puertos marítimos y aeropuertos, pasando por agua e inmuebles). Se trata más bien de una lucha por controlar el futuro del país.
También hay un aspecto líquido en las relaciones entre las cinco potencias coloniales. En Siria, tenemos dos Rusias; una de ellas se llama Estados Unidos. A nivel retórico (sobre todo al principio del levantamiento), Moscú y Washington parecían estar en bandos opuestos: El Kremlin apoyaba a Asad y la Casa Blanca lo denunciaba. Sin embargo, desde el punto de vista operativo, Rusia y Estados Unidos estaban efectivamente en el mismo bando, especialmente después de que el Estado Islámico entrara en escena y se convirtiera en el foco central de la estrategia estadounidense en Siria. A partir de ese momento, Moscú y Washington estaban en la misma página: Las dos potencias coordinaron estrechamente la «desconflictuación» y su personal militar se hablaba por teléfono a diario para evitar que los aviones volaran en el mismo lugar a la misma altitud y para asegurarse de que los ataques aéreos no alcanzaran a los «amigos» del otro. A pesar de todas las fanfarronadas acerca de que Washington quería un «cambio de régimen» en Siria, ocurrió exactamente lo contrario. El investigador Michael Karadjis ha demostrado que la política estadounidense en Siria era decididamente de «preservación del régimen».
En otra cortina de humo retórica, Irán reivindica una ideología de «resistencia» pero, en Siria, intervino para aplastar la resistencia y salvar una dictadura.
La situación también es líquida en el sentido de que carecemos de las herramientas para conceptualizarla adecuadamente. Siria es un caso único de incomprensión e incredulidad. Como han señalado varios observadores, puede que Siria sea la guerra más documentada de la historia, con millones de imágenes, vídeos y publicaciones en las redes sociales que describen todos los aspectos del conflicto; sin embargo, esta abundancia de documentación coexiste con una guerra de narrativas sobre el significado de los documentos. A cada afirmación de la verdad le corresponde una contrademanda, a cada afirmación le corresponde un desmentido y abundan las teorías conspirativas. Las vastas pruebas documentales no sólo no han logrado crear un consenso sobre la guerra, sino que, como sostiene la politóloga Lisa Wedeen en su libro de 2019 «Authoritarian Apprehensions: Ideology, Judgment, and Mourning in Syria«, el abrumador volumen de material ha conducido en cambio a una «atmósfera de duda», generando confusión y desconcierto generalizados. Paradójicamente, muestra Wedeen, «demasiada información puede generar la misma incertidumbre que su circulación pretende disipar».
El socialismo en un (gran) país -la Unión Soviética- se convirtió en fuente de legitimación de un poder absoluto que traicionó el ideal socialista y condujo a la represión y al asesinato en masa. El imperialismo en un pequeño país es una condición bastante novedosa, si se tiene en cuenta que, históricamente, el imperialismo se caracterizaba por uno o muy pocos centros imperialistas que se expandían por la fuerza sobre vastas áreas y continentes, mientras que lo que tenemos aquí son muchas potencias imperialistas y subimperialistas convergiendo en un solo país. Es como si varios matones maltrataran a un niño: hay muy pocas posibilidades de que sobreviva. Es un crimen imperdonable que debería perseguir al mundo.
Para la teórica política Hannah Arendt, la «ausencia de mundo» es una condición en la que ya no compartimos instituciones comunes o sistemas de significado con los demás. Es «como un desierto que seca el espacio entre las personas», en palabras de la filósofa Siobhan Kattago. La ausencia de mundo en Siria -su separación de las instituciones compartidas por el mundo, mientras que al mismo tiempo gran parte del mundo está en Siria y gran parte de Siria está arrojada por todas partes en el mundo- es también un ominoso presagio de un mundo cada vez más sirianizado, en el que la tragedia que ha engullido y destruido Siria no se contiene, sino que se está convirtiendo en un cataclismo sin fronteras.
Foto de portada: En el pueblo de Beit Sawa, al este de la ciudad de Ghuta, 15 de marzo de 2018 (Omar Sanadiqi, Reuters).