Priti Gulati y Stan Cox, TomDispatch.com, 12 octubre 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Priti Gulati Cox es artista y organizadora local de la Sidewalk Gallery of Congress de CODEPINK, un espacio de arte callejero comunitario en Salina, Kansas. Su obra visual, It’s Time (Es la hora), crece mes a mes mientras relata lo que podría ser la época más fatídica para nuestro país desde la década de 1860. Twitter: @PritiGCox.

Stan Cox, colaborador habitual de TomDispatch, es investigador de estudios de la ecosfera en el Land Institute. Es autor de The Path to a Livable Future: A New Politics to Fight Climate Change, Racism, and the Next Pandemic, The Green New Deal and Beyond: Ending the Climate Emergency While We Still Can, y la actual serie climática In Real Time de City Lights Books. Twitter: @CoxStan.
Desde el auge del imperialismo estadounidense a finales del siglo XIX han circulado diversas versiones del aforismo «La guerra es la forma que tiene Dios de enseñar geografía a los estadounidenses». La ocurrencia (que, a pesar de la leyenda, no parece atribuible a Mark Twain, Ambrose Bierce ni ningún otro personaje famoso) ha demostrado ser demasiado acertada cuando la guerra en cuestión implica directamente a tropas estadounidenses. Sin embargo, cuando combatientes y civiles no estadounidenses sufren y mueren en conflictos relativamente ajenos a los «intereses estratégicos» de Washington, nuestros medios de comunicación tienden a apartar la mirada, las agencias de ayuda se vuelven tacañas y los estadounidenses no aprenden nada de geografía. Ah, y dado el poder y la posición de este país en el planeta, millones de personas sufren las consecuencias de esa negligencia.
Días de terror en Jartum
Empecemos por Sudán. La guerra civil entre las Fuerzas Armadas de Sudán y un grupo paramilitar llamado Fuerza de Apoyo Rápido (FAR) se prolonga ya siete meses sin que se vislumbre el final. Desde que estalló el conflicto, Washington sólo ha hecho algunos llamamientos simbólicos para que se ponga fin a los combates, al tiempo que proporcionaba una ayuda insuficiente a los desesperados millones de sudaneses. La ayuda prestada ha sido microscópica en comparación con las ingentes cantidades de ayuda humanitaria, económica y militar que nuestro gobierno ha destinado a una Ucrania igualmente devastada por la guerra.
En los primeros cinco meses de brutales combates en Sudán, se registraron 5.000 muertes de civiles y al menos 12.000 heridos, cifras que se consideraron muy inferiores a la realidad. Entretanto, más de un millón de personas han huido de ese país, y una cifra escandalosa de 7,1 millones han sido desplazados en su propia tierra. Según la Oficina Internacional de Migraciones, esto representa «el mayor [número] de cualquier población desplazada internamente en el mundo, incluyendo Siria, Ucrania y la República Democrática del Congo». Human Rights Watch informa de que «más de 20 millones de personas, el 42% de la población de Sudán, se enfrentan a una grave inseguridad alimentaria y 6 millones están a un paso de la hambruna».
Intenten asimilarlo por un momento y, de paso, pregúntense por qué han oído tan desesperadamente poco (¡o nada en absoluto!) sobre una tragedia humana tan inmensa. Peor aún, el pueblo sudanés no es el único al que el Tío Sam y otros gobiernos del Norte rico tratan con desprecio mientras sufre privaciones mortales. De hecho, Sudán se encuentra en el centro de una región que se extiende desde Oriente Medio hasta África y en la que el Norte Global ignora en gran medida a los países que sufren algunas de las peores emergencias humanitarias del mundo.
Dado el casi vacío de noticias sobre el conflicto de Sudán en nuestros medios de comunicación, nos pusimos en contacto con Hadil Mohamed, una educadora que conocemos y que huyó de Sudán al vecino Egipto, pero que sigue en contacto frecuente con sus vecinos que se quedaron en la capital, Jartum. Le pedimos que nos pusiera al día de lo que la gente que aún vive allí le contaba que estaban soportando tras seis meses de interminable guerra civil.
Todas las casas de su barrio han sido saqueadas por los combatientes. Mientras, sus amigos y vecinos dicen que han vivido «días de terror en los que sus casas eran invadidas o incluso vueltas a invadir para ver si quedaba algo».
«Cuando empieza a oscurecer fuera», nos dijo, «es cuando más miedo da, porque nunca sabes quién va a entrar y atacar». Si hay mujeres en la casa, ¿qué destinos sombríos es probable que sufran? Y añade: «Si hay varones en la casa, ¿los van a secuestrar y qué les va a pasar?».
Le preguntamos si tanto el ejército sudanés como la FAR cometen atrocidades. «Sí, ambos bandos», respondió. «Escucha, no estoy validando a ningún bando, pero cuando estás en guerra, realmente no sabes quién viene hacia ti o quién es una amenaza para ti. Así que, se ve a todo el mundo como una amenaza». Y eso, añade, lleva a los combatientes a actuar con violencia contra los civiles que se han quedado atrás.
Los alimentos escasean especialmente en Jartum, porque los desplazamientos dentro y fuera de la ciudad son muy peligrosos para los proveedores habituales y, como señala Hadil, «la mayoría de las tiendas han sido saqueadas, pero en ciertas zonas se puede conseguir algo de pan y otros alimentos durante unas horas al día por semana. Aunque no hay un horario fijo». Peor aún, allí donde hay combates activos, los suministros de electricidad y agua suelen estar cortados. «Algunas personas pueden tener electricidad durante semanas, mientras que otras no la tendrán en mucho tiempo». Algunos ingenieros han permanecido valientemente en Jartum intentando mantener el suministro de electricidad y agua, pero es a menudo una tarea desesperada.
«La gente se encuentra en un terreno tan inestable», concluye Hadil. «Realmente no saben cuándo van a llegar sus próximos suministros de alimentos o cuándo van a poder disponer de agua». Tienen que estar atentos a las oportunidades de poder salir al exterior con relativa seguridad para «encontrar algo que les mantenga a ellos y a sus vecinos».
¿Y cuál ha sido exactamente la respuesta de Washington a este continuo horror? Bueno, el Departamento de Estado emitió una advertencia inoperante de que el ejército y la FAR «deben cumplir con sus obligaciones en virtud del derecho internacional humanitario, incluidas las obligaciones relacionadas con la protección de los civiles”. Y eso fue todo, aparte de las sanciones ineficaces aplicadas al líder de la FAR. Mientras tanto, los esfuerzos internacionales para negociar el fin de los combates se han venido abajo, y los esfuerzos de ayuda humanitaria están empantanados sin remedio. De todos modos, ¿quién tiene tiempo para Sudán cuando armar y respaldar a los ucranianos tiene la atención de todos los que importan en Estados Unidos?
«Condiciones graves, extremas o catastróficas»
Esta falta de interés no es exclusiva de la crisis de Sudán. Por ejemplo, la directora del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU, Cindy McCain, declaró recientemente al programa This Week de la cadena ABC que no hay suficiente dinero para ayuda alimentaria para un Afganistán desesperado, lleno de gente hambrienta, «ni siquiera para pasar octubre». Además, el PMA ha tenido que recortar la ayuda alimentaria a otros países desesperadamente necesitados, como Bangladesh, la República Democrática del Congo, Haití, Jordania, Palestina, Sudán del Sur, Somalia y Siria. En cuanto a la explicación de ese déficit, McCain fue tajante, culpando a la prisa de las naciones ricas del Norte Global por apoyar a Ucrania que, dice, «ha chupado todo el oxígeno de la habitación».
Como es habitual, la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA, por sus siglas en inglés) informa de que su programa de prevención de hambrunas para el Yemen asolado por la guerra está recibiendo ahora sólo el 30% de los fondos que necesita, lo que pone en peligro a millones de yemeníes. La OCHA señala el peligro al que se enfrenta Fátima, una mujer de 60 años que vive en el pueblo de Al-Juranah. El programa suministra a su familia trigo, guisantes y aceite, pero las entregas son esporádicas, una realidad sobre la que Fátima se muestra muy realista. «Recibimos un saco de trigo», dice, «y a veces sólo medio saco. También nos dan guisantes tostados y aceite. Si se acaba esta ayuda, moriremos de hambre». Y, por desgracia, esa ayuda no está garantizada.
Dos años después del alto el fuego en esa brutal guerra civil alimentada por Arabia Saudí (con el apoyo de Estados Unidos), un conflicto que sólo recibió la más escasa cobertura mediática en este país, más de la mitad de los yemeníes -17 millones de personas- sufren inseguridad alimentaria.
Los meteorólogos de la ONU predicen que, sin una intervención masiva, una cuarta parte de esas personas sufrirá «inseguridad alimentaria aguda» a finales de año, y tres cuartas partes de ellas alcanzarán «niveles de hambre de crisis». Sin embargo, esta intervención masiva no está prevista, y el abandono continuado está teniendo consecuencias terribles. Fatma Tanis, de National Public Radio, informó de ello desde un hospital yemení en agosto:
«Nos dirigimos a la unidad de cuidados intensivos para recién nacidos, que a menudo nacen con complicaciones debido a la desnutrición. Al entrar, una enfermera cubre con una sábana a un bebé que acaba de morir. Los padres no están. A menudo, las familias utilizan todos sus recursos para traer a su hijo al hospital, pero no pueden permitirse volver. Así que el hospital también tiene que ocuparse de los entierros, sin ellos«.
El pueblo de Siria se esfuerza de forma similar por recuperarse de la guerra civil que estalló en 2011 y que finalmente quedó en suspenso con un alto el fuego en 2020, pero sólo después de toda una década de guerra feroz y sufrimiento terrible. Al igual que los sudaneses y los yemeníes, hoy en día pasan desapercibidos en los medios de comunicación estadounidenses. Además de la escasez extrema de agua, un catastrófico 55% de los sirios se encuentra oficialmente en la fase crítica de inseguridad alimentaria aguda. A finales de 2022, la OCHA informó de que las «condiciones graves, extremas o catastróficas» afectaban al 69% -¡sí, han leído bien! – de la población del país. Además,
«Los servicios básicos y otras infraestructuras críticas están al borde del colapso… Más del 58% de los hogares entrevistados declararon tener acceso a sólo entre tres y ocho horas de electricidad al día, mientras que, el pasado mes de junio, casi siete millones de personas sólo tenían acceso a su fuente primaria de agua entre dos y siete días al mes.»
¿Está el mundo prestando atención? En un aspecto, Siria es más afortunada que Sudán o Yemen, ya que disfruta de su propia conferencia anual de naciones donantes. En la conferencia de este mes de junio, organizada por la Unión Europea, los donantes prometieron un aumento de la ayuda total, pero la cantidad seguía siendo inferior en 800 millones de dólares a lo que la ONU pedía para ese país. Peor aún, justo antes del inicio de la conferencia, el Programa Mundial de Alimentos anunció que recortaría la ayuda alimentaria a casi la mitad de los 5,5 millones de beneficiarios actuales de Siria, justo cuando más lo necesitan.
La República Democrática del Congo, otro país en apuros, se encuentra en el punto de mira mundial, pero no por el sufrimiento que padece su población. Sus enormes yacimientos de cobalto, cobre y otros elementos minerales esenciales para las futuras economías de energía renovable han atraído por fin algo de atención. Sin embargo, el Norte Global, cautivado por esos minerales de valor incalculable, ha permanecido sorprendentemente ciego ante la ola de miseria humana que azota al Congo.
El mes pasado, Jan Egeland, secretario general del Consejo Noruego para los Refugiados, recién llegado de un viaje allí, declaró a Democracy Now: «Es la peor catástrofe de hambre de la Tierra. En ningún otro lugar del mundo hay más de 25 millones de personas víctimas de la violencia, el hambre, la enfermedad y el abandono. Y en ningún otro lugar del mundo hay una respuesta internacional tan pequeña para ayudar, para socorrer, para acabar con todo este sufrimiento.»
Como en Sudán, Siria y Yemen, el hambre y la guerra han ido de la mano en el Congo. En la actualidad, según Egelend, una cifra increíble de 150 grupos armados se disputan el poder en la parte oriental del país, rica en cobalto. A principios de la década de 2000, el cobalto se valoraba por su papel en los teléfonos móviles y los ordenadores portátiles. Ahora hay mucho más en juego, ya que se necesitan cantidades mucho mayores para producir las baterías de iones de litio esenciales para el desarrollo de nuevas redes eléctricas y de una amplia flota mundial de vehículos eléctricos.
Los daños colaterales de la violencia en el Congo incluyen una crisis de hambre, una epidemia de agresiones sexuales por parte de los combatientes a decenas de miles de mujeres civiles, y mucho más. La ONU solicitó 2.300 millones de dólares en ayuda humanitaria para el Congo en 2023. Sin embargo, sólo ha recibido un mísero tercio de esa suma, suficiente para ayudar a una de cada 18 personas que ahora lo necesitan desesperadamente.
En Democracy Now!, Egeland puso el dedo en la llaga de los terribles cálculos de la economía y la diplomacia mundiales: «El Congo no es ignorado por quienes quieren extraer las riquezas de ese lugar. Es ignorado por el resto del mundo… Como humanidad, le estamos fallando mucho al Congo ahora, porque no es Ucrania, no es Oriente Medio».
Como refugiada de Sudán, Hadil Mohamed se preocupa cada día por este tipo de terribles cálculos que se hacen en el Norte. Como ella misma dice,
«Esta guerra nos ha abierto los ojos a muchas cosas. Aunque veíamos las noticias de lo que está ocurriendo en Yemen y Siria, y en todos estos países donde estallaron guerras, nunca habíamos comprendido realmente su profundidad. Una de nuestras preocupaciones es que lo que les está pasando a los refugiados sirios les va a pasar a los refugiados sudaneses… donde tus perspectivas no van a significar nada… donde estás limitada en tus transacciones laborales, donde estás limitada en tus capacidades educativas.»
Como organizaciones como la ONU y la Cruz Roja Internacional se activaron «bastante tarde» en Sudán, señala, algunos de los que huyeron del país, sobre todo jóvenes, «empezaron a formar grupos para ayudar a la gente a cruzar las fronteras para salir, encontrar trabajo y recaudar fondos para ayuda alimentaria y agua para los que aún están en Sudán». La propia Hadil participa en estos esfuerzos. «Pero el progreso es un poco lento, porque en paralelo seguimos intentando reconstruir nuestras propias vidas».
«Si la guerra no se contiene en Jartum», añade, «las posibilidades de que se extienda son muy altas y hemos visto que se ha ampliado mucho últimamente, ya sea en Port Sudan o en Madani o en las ciudades de los alrededores». La violencia lleva meses haciendo estragos también en la región de Darfur, en el oeste de Sudán. El conflicto podría prolongarse considerablemente por el deseo de ambas partes de controlar los vastos yacimientos de oro del noreste de Sudán, que desempeñan un papel análogo al del cobalto en el Congo.
Sin socorro a la vista, dice Hadil, los habitantes de Jartum entienden que, a falta de verdadera ayuda humanitaria, «realmente se vuelve más a la ayuda basada en la comunidad. Con nuestros limitados recursos, con nuestras limitadas capacidades, todavía encontramos gente que se moviliza para cuidarse unos a otros». Sin embargo, para los refugiados, «aquí sólo hay dos resultados posibles: o vuelves y luchas por tu país y potencialmente mueres o sigues viviendo y estableciéndote fuera de Sudán».
Mientras tanto, en la periferia de la democracia…
Tiranía, guerra civil, colapso sistémico… no puede ocurrir aquí, ¿verdad? ¿O sí? Puede que los privilegiados de Estados Unidos sigamos pensando que vivimos en una democracia, pero muchos de nosotros somos conscientes de que no es así. En realidad, los 140 millones de pobres y personas con salarios bajos, negros, latinos, asiáticos, isleños del Pacífico e indígenas, junto con aproximadamente un tercio de los blancos, viven en las afueras de nuestra «democracia». Como la gente de Sudán, Siria y Yemen, sueñan con estar en un país donde haya igualdad y justicia, y donde la democracia, aunque no sea completa, al menos no esté muriendo.
Estados Unidos nunca fue un sistema democrático verdaderamente pluralista y multirracial y, por lo que parece, ahora tiene pocas posibilidades de convertirse en tal. Si lo fuéramos, estaríamos pasando cada hora libre haciendo de todo para asegurarnos de que la posibilidad de la democracia no muera en las elecciones del año que viene. Los medios de comunicación están repletos de escenarios distópicos sobre su fin y el ascenso de Trumpistán. A nosotros también nos da miedo eso, y es un puñetazo en las tripas darse cuenta de que, si tuviéramos una democracia que funcionara de verdad, no habría forma de que pudiera ser derrocada por un solo tipo como Donald Trump.
Pregúntenle a un sudanés, a un sirio, a un egipcio o a un afgano cómo es vivir bajo una autocracia. Luego pregunten a los estadounidenses marginados cómo es vivir en las afueras de la democracia. Para estos últimos, la democracia es como el oro de Sudán y el cobalto del Congo. Puede que haya mucha, pero muy pocos la consiguen.
Foto de portada: Una mujer desplazada junto a los restos de su refugio arrasado en Khor Abeche, donde milicianos de la FAR quemaron hasta los cimientos un campamento para desplazados internos (UNAMID/Albert González Farran).