EE. UU.: Lo que no se dice de los efectos de la guerra sobre las naciones que la libran

Andrea Mazzarino, TomDispatch.com, 31 octubre 2023

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Andrea Mazzarino, colaboradora habitual de TomDispatch, es cofundadora del proyecto Costs of War de la Universidad de Brown. Ha ocupado varios puestos clínicos, de investigación y de defensa, entre otros en una clínica para pacientes externos con TEPT (trastorno de estrés postraumático) de Asuntos de Veteranos, en Human Rights Watch y en una agencia comunitaria de salud mental. Es coeditora de “War and Health: The Medical Consequences of the Wars in Iraq and Afghanistan”.

En reacción a los atentados terroristas del grupo militante palestino Hamás que mataron a más de 1.400 israelíes, los estadounidenses se han centrado notablemente en si debemos apoyar a Israel o a los residentes de Gaza. En ambos casos, actuamos como si la única decisión posible de Israel fuera lanzar o no una guerra contra Gaza. En el país que libró una desastrosa «guerra global contra el terror» durante 20 años en respuesta a los atentados del 11-S, parece extraño que se haya debatido tan poco sobre lo que una decisión así podría significar a largo plazo. Ir a la guerra es sólo eso, una decisión entre muchas posibilidades, incluida la adopción de medidas para fortalecer y democratizar los Estados en los que, de otro modo, podrían florecer esas milicias armadas.

Como cofundadora del Proyecto sobre los Costes de la Guerra de la Universidad Brown, me he centrado en mostrar lo que nos ha ocurrido porque nuestro gobierno, más de dos décadas después de los atentados del 11-S, sigue librando una «guerra contra el terror» (signifique eso lo que signifique) en unos 85 países. Sí, así es: ¡85 países! Hemos armado a ejércitos extranjeros, hemos hecho volar nuestros drones de forma devastadora, hemos gestionado prisiones (a menudo en lugares con normas de derechos humanos mucho más laxas que las nuestras), hemos entrenado a ejércitos extranjeros y, a veces, hemos luchado directamente junto a ellos.

Con el paso de los años, las 2.977 vidas estadounidenses arrebatadas por Osama bin Laden y sus seguidores el 11 de septiembre de 2001 se han convertido en casi un millón de vidas perdidas en todo el mundo gracias a la decisión de nuestro gobierno de ir a la guerra. Teniendo en cuenta la magnitud de la muerte y la destrucción causadas por las guerras eternas de este país, nuestra precipitada retirada de Afganistán en 2021, considerada durante mucho tiempo como una misión vergonzosamente chapucera e inacabada, debería haberse considerado en cambio como un acto genuinamente valeroso, aunque sólo fuera uno de las docenas de países en los que Estados Unidos derramó vidas y dólares en abundancia.

Imagínense la «huella» que dejaron nuestras guerras posteriores al 11-S. Para empezar, hemos gastado más de 8 billones de dólares (y subiendo) en esa lucha, dinero que podría haber financiado la creación de millones de puestos de trabajo aquí en casa, haber proporcionado preescolar asequible en los 50 estados y haber iniciado la transición a la energía limpia. Y ahora, probablemente enviaremos más de 75.000 millones de dólares en ayuda, en su mayor parte militar y no humanitaria, a Ucrania e Israel en los próximos meses. Independientemente de lo que usted piense que debería ser la respuesta de Israel, el hecho es que podríamos hacer mucho con ese dinero aquí en casa.

Y lo que es peor, esos fondos dedicados a la guerra se malgastaron en gran medida. Desde que Estados Unidos invadió Afganistán en octubre de 2001, los grupos terroristas no han hecho más que proliferar en número y fuerza en todo el mundo. Un ejemplo de ello, de hecho, ha sido esa misma campaña de Hamás. Recuerden que Israel siempre ha sido un socio militar y de inteligencia vital de Estados Unidos y que esos ataques sorpresa del 7 de octubre representaron un asombroso fracaso de inteligencia de ambos gobiernos. Y recuerden que, a lo largo de los años, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu no ha ocultado su oposición a permitir el desarrollo de una Autoridad Palestina más fuerte en Gaza.

El problema del terrorismo en Estados Unidos

Mientras tanto, las guerras eternas de nuestro gobierno han contribuido a avivar el terror aquí en casa. Los políticos republicanos y los periodistas conservadores han utilizado una combinación de lenguaje airado y retórica y políticas racistas para aumentar la ansiedad sobre las personas de color. A medida que las guerras eternas de Estados Unidos entraban en su segunda década y luego en la tercera, la noción de que las personas de color y negras son una amenaza para nuestra identidad nacional pasó a formar parte de las políticas y las leyes, así como del imaginario popular.

Los requisitos de registro forzoso para los jóvenes musulmanes colocaron a decenas de miles de ellos en el punto de mira del gobierno, a la vez que se llevaban a cabo operaciones encubiertas en las comunidades musulmanas estadounidenses. Mientras tanto, varias generaciones de jóvenes estadounidenses fueron enviadas a luchar en desastrosas guerras de contrainsurgencia en Afganistán, Iraq y más allá, y regresaron a un sistema sanitario esquilmado por la guerra que no podía tratar eficazmente sus múltiples traumas. Todo ello contribuyó a crear una cultura nacional asediada en la que el Otro peligroso parecía un joven musulmán, al menos para los blancos trastornados, como demuestra el reciente apuñalamiento mortal de un niño palestino-estadounidense de seis años a manos de su casero de 71 años.

A través de estas tendencias y otras, nuestra cultura de guerra contra el terrorismo también estableció una infraestructura gubernamental dirigida a la vigilancia de nuestra ciudadanía y amplió nuestra sensación de lo que nuestro gobierno puede hacernos. Eso quedó demasiado claro cuando los funcionarios del Departamento de Seguridad Nacional comenzaron a secuestrar a manifestantes pacíficos de Black Lives Matter en las calles de Portland, Oregón, en el verano de 2020, y los funcionarios de la administración Trump trataron de intimidar a los activistas de Black Lives Matter. Quién sabe hacia dónde puede dirigirse el miedo institucionalizado tras los atentados del 11-S, todo depende de quién se convierta en nuestro próximo terrorista en jefe.

Un paralelo incómodo

Donald Trump ya nos ha dado una idea de algunos de sus objetivos, en caso de ser reelegido en 2024, más recientemente en sus amenazas contra los fiscales federales y su impulso de ejecutar a su propio exjefe del Estado Mayor Conjunto, el general Mark Milley. Por supuesto, no había nada nuevo en ello. En 2017, como presidente, calificó infamemente a los medios de comunicación como «enemigos del pueblo«, un término utilizado por uno de los dictadores más mortíferos de la historia moderna, el líder soviético Joseph Stalin, para señalar a millones de ciudadanos para su ejecución extrajudicial basada en la percepción de deslealtad.

Y, por cierto, mi mención a ese dictador ruso no ha sido en absoluto involuntaria. Como alguien que, durante más de 20 años, ha viajado a Rusia, estudiado su historia y trabajado en cuestiones de derechos humanos allí, mientras observaba cómo el presidente ruso Vladimir Putin consolidaba su poder, tengo una idea de cómo el trauma histórico provocado por el terror en tu propia patria puede influir en tu forma de pensar, en lo que estás dispuesto a tolerar y en lo que puedes optar por no ver.

Durante la Segunda Guerra Mundial (o, para los rusos, «La Gran Guerra Patria»), el conjunto de naciones-estado conocido entonces como la Unión Soviética perdió decenas de millones de ciudadanos, o más del 10% de su población, luchando contra el ejército invasor de Adolf Hitler. La mayoría de los rusos que he conocido o entrevistado en mis años allí tenían al menos un padre, abuelo o hermano cuya vida se perdió o quedó alterada para siempre por aquella guerra. Por eso no me ha sorprendido la forma en que el presidente ruso Vladimir Putin ha aprovechado con tanto éxito ese trauma compartido para reencarnar la figura de Stalin.

Hace más de una década, observé por primera vez pancartas con su rostro en los desfiles de celebración del «Día de la Victoria», el 9 de mayo, en Moscú y San Petersburgo, que conmemoraban la derrota de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Esas imágenes aparecían a menudo junto a veteranos de guerra de edad avanzada que relataban sus recuerdos de antiguas batallas, mientras la gente lloraba. (Obsérvese que los veteranos de las más recientes guerras de contrainsurgencia de Rusia en Chechenia, al sur, ocuparon un lugar mucho menos destacado, quizá porque el país nunca llegó a «ganar» del todo esa guerra y sigue enfrentándose allí a amenazas de violencia armada).

Enaltecer a Stalin se ha convertido en una parte vital de los esfuerzos de Vladimir Putin para justificar su guerra no provocada contra Ucrania. De hecho, tras su decisión de invadir Ucrania en febrero de 2022, el Kremlin ordenó la revisión de todos los libros de texto escolares para restar importancia a la violencia que ejerció Stalin, al tiempo que lo encumbraba como un líder que -sombras futuras de Putin y Rusia- «defendió claramente los intereses de la política exterior de la Unión Soviética».

En realidad, en lo que respecta a Ucrania, la decisión de Stalin en la década de 1930, en medio de una devastadora hambruna provocada por el hombre, de colectivizar la agricultura y reubicar por la fuerza a un asombroso número de ucranianos provocó que millones murieran de hambre, a lo que siguió la devastación de la invasión nazi. Así pues, considérese una ironía que Putin siga utilizando el término «nazi» para describir al actual gobierno ucraniano y a sus fuerzas, a pesar de que un presidente judío los dirige. En un reciente discurso del Día de la Victoria, insistió en que los soldados rusos

en Ucrania están «luchando por lo mismo que hicieron sus padres y abuelos».

Creando peligros en el interior

Mucho antes de invadir Ucrania, Putin y sus medios de comunicación apoyados por el Estado normalizaron la violencia contra los rusos considerados extranjeros o diferentes -especialmente los que se consideraban influidos por Occidente- para desviar la atención de los verdaderos problemas del país, como la creciente desigualdad y una esperanza de vida notablemente baja. Una serie de leyes contra la «propaganda gay» formalizaron la prolongada homofobia, al tiempo que imponían fuertes sanciones a los medios de comunicación, las organizaciones sin ánimo de lucro y las escuelas que representaran cualquier cosa que se considerara de naturaleza gay o transexual.

Al mismo tiempo, grupos supremacistas blancos patrocinados por el Estado fomentaron el odio hacia los inmigrantes procedentes de regiones mayoritariamente musulmanas de Rusia y de países cercanos de Asia Central. La policía llevó a cabo cada vez más redadas en barrios y mezquitas de mayoría musulmana de las ciudades rusas y, por lo general, las autoridades pasaron por alto los actos de violencia contra estos grupos. Además, intensificaron las redadas en comunidades de inmigrantes, expresamente para reclutar a la fuerza a hombres para luchar en Ucrania. Al mismo tiempo, el Kremlin y sus aliados políticos lanzaron campañas de asesinatos contra periodistas y activistas que trataban de documentar abusos contra los derechos humanos, especialmente por parte del ejército del país.

Con la invasión de Ucrania, los esfuerzos del Kremlin por reprimir la disidencia no hicieron sino intensificarse. Los últimos medios de comunicación independientes del país se vieron obligados a cerrar, debido a las leyes que prohíben la difusión pública de «información deliberadamente falsa» sobre las fuerzas armadas del país. Las manifestaciones y opiniones contra la guerra han sido igualmente reprimidas. Recientemente, el líder de una destacada organización de derechos humanos que documenta las purgas de Stalin y las atrocidades más recientes cometidas en Ucrania fue detenido acusado de supuesta «rehabilitación del nazismo», lo que podría acarrearle hasta 15 años de prisión.

Rusia como advertencia

En comparación con nuestra todavía razonablemente sana sociedad civil, estas acciones pueden parecer fuera de lugar, pero me siguen pareciendo una dura advertencia sobre los peligros de, entre otras cosas, poner al ejército de un país en un pedestal tras un trauma nacional. Eso es algo que en Estados Unidos también hemos tendido a hacer, a medida que nos dividen cada vez más asuntos. Hay que admitir que la mayoría de los estadounidenses han olvidado ya que, en cierto sentido, seguimos en guerra.

Obviamente, eso es más difícil de hacer en Rusia, aunque los rusos más acomodados de ciudades relativamente ricas también han estado en gran medida protegidos de los efectos directos de la guerra en Ucrania, que ya se ha cobrado un asombroso número de víctimas, al menos decenas de miles de muertos rusos. ¿Por qué? Porque el grueso de esas víctimas se ha producido en comunidades rurales pobres. Sin embargo, incluso los ciudadanos de a pie ven cada vez más alteradas sus vidas por esa guerra devastadora y el entorno represivo que ahora la rodea. Hace poco me estremecí al enterarme de que un padre ruso fue condenado a prisión después de que su hija adolescente hiciera un dibujo en la escuela para expresar su oposición a la guerra.

Aquí en Estados Unidos, me avergüenza decir que apenas pestañeo cuando oigo hablar de personas que sufren amenazas o incluso ataques reales debido a su identidad racial o étnica, o a sus opiniones políticas. Para mí, esto empezó en 2011, cuando lanzamos el Proyecto Costes de la Guerra y empecé a ponerme al día sobre las guerras extranjeras de Estados Unidos. Las imágenes de niños iraquíes ensangrentados que eran sacados de lugares bombardeados por aviones estadounidenses y de nuestras tropas regresando de nuestras zonas de guerra en expansión con aspecto aturdido y miembros perdidos fueron solo el principio. Mi propia insensibilización continuó durante la era Trump, cuando los ataques policiales a hombres negros desarmados como George Floyd se hicieron más comunes, cuando esos alborotadores del 6 de enero erigieron una soga frente al capitolio destinada al vicepresidente Mike Pence, y me encontré respondiendo repetidamente a las preguntas incrédulas de mis hijos pequeños sobre tales incidentes y mi trabajo.

Lamentablemente, la transición de una sociedad civil vibrante a una versión del autoritarismo tiende a ser gradual. (Piensen, por ejemplo, en la posibilidad de Trump en 2025 y en lo lentamente que podría estarse acercando a nosotros).

Recuerdo una noche de 2008 sentada a la mesa de un café en la ciudad rusa de San Petersburgo. Estaba trabajando en mi tesis doctoral (tristemente de actualidad) sobre la represión del activismo político por parte de Vladimir Putin. De repente, oí un estruendo en la calle principal. Cuando miré por la ventana, una fila de tanques había aparecido en la calle principal. No era una fiesta nacional con desfile militar, pero el gobierno había decidido hacer un ejercicio de entrenamiento en la ciudad para exhibir parte de su brillante arsenal. Muchos de los que me rodeaban ni siquiera echaron un vistazo a los tanques, y yo tampoco me sorprendí.

Sin embargo, ese despliegue aleatorio y ominoso de poderío militar no habría sido posible al comienzo del reinado de Putin. Las calles rusas seguían siendo entonces una mezcla caótica y colorida de puestos de mercado, inmigrantes que hablaban una cacofonía de lenguas diferentes y vendedores de periódicos y revistas sobre casi cualquier tema imaginable. En 2008, sin embargo, esas calles habían sido despejadas y muchos vendedores temían instalarse para que sus actividades no fueran consideradas ofensivas.

Le hablé de esos tanques a una amiga rusa cuya investigación académica se centraba específicamente en las bajas en las fuerzas armadas durante las guerras de Chechenia. Ya había empezado a sufrir acoso y amenazas anónimas de violencia por parte de quienes consideraban su trabajo «insultante para las fuerzas armadas de Rusia».

«Aquí en Rusia», me advirtió, «somos como ranas que hierven lentamente».

Al igual que «nazi» ha llegado a representar cualquier cosa que ofenda los deseos personales de las élites rusas o se interponga en el camino de sus deseos políticos e imperiales, el «terrorismo» ha llegado a representar muchas cosas aquí en Estados Unidos. A pesar de las enormes diferencias entre nosotros y nuestro enemigo político, los líderes de ambos bandos se centran en la financiación de conflictos armados, incluso cuando los déficits provocados por la guerra prolongada han privado y enfurecido a los ciudadanos de a pie.

Rusia es una advertencia de lo que podríamos enfrentarnos algún día como nación si nos acostumbramos a la violencia en casa y en el extranjero. No es sólo la respuesta ante Israel lo que está en cuestión ahora, aunque hay muchas pruebas que sugieren que una brutal guerra de contrainsurgencia en Gaza sólo debilitará a un gobierno ya dividido y antidemocrático. La decisión de Estados Unidos de seguir financiando y librando nuestra guerra contra el terrorismo, por no hablar de las guerras y guerras frías de diversa índole a escala mundial, determinará el entorno en el que viviremos nosotros y nuestros hijos en el futuro. Lamentablemente, la guerra, cuando somos nosotros quienes la libramos, ha desaparecido en gran medida de nuestra esfera mediática y eso, créanme, no es nada saludable.

Foto de portada: No War (Kevin Dooley).

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