Nick Turse, Foreign Policy in Focus, 20 noviembre 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Nick Turse es redactor de The Intercept e informa sobre cuestiones de seguridad nacional y política exterior. Su último libro es “Next Time They’ll Come to Count the Dead: War and Survival in South Sudan” y, con anterioridad, “Tomorrow’s Battlefield: U.S. Proxy Wars and Secret Ops in Africa” y “Kill Anything That Moves: The Real American War in Vietnam”. Ha escrito para el New York Times, Los Angeles Times, San Francisco Chronicle, The Nation y Village Voice, entre otras publicaciones. Ha recibido el premio Ridenhour de periodismo de investigación, el premio James Aronson de periodismo sobre justicia social y una beca Guggenheim. Turse es miembro del Nation Institute y director de TomDispatch.com.
La Guerra Global de Estados Unidos contra el Terrorismo ha visto su cuota de estancamientos, desastres y derrotas rotundas. Durante más de 20 años de intervenciones armadas, Estados Unidos ha visto cómo sus esfuerzos implosionaban de forma espectacular, desde Iraq en 2014 hasta Afganistán en 2021. Sin embargo, puede que el mayor fracaso de sus «guerras eternas» no esté en Oriente Próximo, sino en África.
«Nuestra guerra contra el terrorismo comienza con Al Qaida, pero no termina ahí. No terminará hasta que todos los grupos terroristas de alcance mundial hayan sido encontrados, detenidos y derrotados», dijo el presidente George W. Bush al pueblo estadounidense inmediatamente después de los atentados del 11-S, señalando específicamente que esos militantes tenían planes para «vastas regiones» de África.
Para apuntalar ese frente, Estados Unidos inició un esfuerzo de décadas para proporcionar copiosas cantidades de ayuda a la seguridad, formar a muchos miles de oficiales militares africanos, establecer docenas de puestos avanzados, enviar a sus propios comandos a todo tipo de misiones, crear fuerzas de apoyo, lanzar ataques con aviones no tripulados e incluso entablar combates terrestres directos con militantes en África. La mayoría de los estadounidenses, incluidos los miembros del Congreso, desconocen el alcance de estas operaciones. Como resultado, pocos se dan cuenta del dramático fracaso de la guerra en la sombra de Estados Unidos en ese continente.
Las cifras en bruto hablan por sí solas de la profundidad del desastre. Cuando Estados Unidos empezaba sus guerras interminables en 2002 y 2003, el Departamento de Estado contabilizó un total de sólo nueve atentados terroristas en África. Este año, los grupos islamistas militantes de ese continente han realizado ya, según el Pentágono, 6.756 atentados. En otras palabras, desde que Estados Unidos intensificó sus operaciones antiterroristas en África, el terrorismo se ha disparado un 75.000%.
Asimilen esa cifra por un momento: 75.000%.
Un conflicto que vivirá en la infamia
Las guerras de Estados Unidos en Afganistán e Iraq se iniciaron con éxitos militares en 2001 y 2003 que rápidamente se convirtieron en ocupaciones tambaleantes. En ambos países, los planes de Washington dependían de su capacidad para crear ejércitos nacionales que pudieran ayudar y, en última instancia, asumir la lucha contra las fuerzas enemigas. Al final, los dos ejércitos creados por Estados Unidos se desmoronarían. En Afganistán, una guerra de dos décadas terminó en 2021 con la derrota de un ejército construido, financiado, entrenado y armado por Estados Unidos cuando los talibanes reconquistaron el país. En Iraq, el Estado Islámico estuvo a punto de triunfar sobre un ejército iraquí creado por Estados Unidos en 2014, lo que obligó a Washington a reincorporarse al conflicto. Las tropas estadounidenses siguen enfrentadas en Iraq y en la vecina Siria hasta el día de hoy.
En África, Estados Unidos lanzó una campaña paralela a principios de la década de 2000, apoyando y entrenando a tropas africanas desde Mali, en el oeste, hasta Somalia, en el este, y creando fuerzas asociadas que lucharían junto a comandos estadounidenses. Para llevar a cabo sus misiones, el ejército estadounidense estableció una red de puestos avanzados en toda la franja septentrional del continente, que incluía importantes bases de aviones no tripulados -desde Camp Lemonnier y su puesto satélite Chabelley Airfield, en la soleada nación de Yibuti, hasta la Base Aérea 201 en Agadez (Níger)- y diminutas instalaciones con pequeños contingentes de tropas estadounidenses de operaciones especiales en naciones que iban desde Libia y Níger hasta la República Centroafricana y Sudán del Sur.
Durante casi una década, la guerra de Washington en África permaneció en secreto en gran medida. Entonces llegó una decisión que lanzó a Libia y a la vasta región del Sahel a una caída en picado de la que nunca se han recuperado.
«Vinimos, vimos, murió», bromeó la secretaria de Estado Hillary Clinton después de que una campaña aérea de la OTAN liderada por Estados Unidos ayudara a derrocar en 2011 al coronel Muamar el Gadafi, el dictador libio desde hacía mucho tiempo. El presidente Barack Obama calificó la intervención de éxito, pero Libia pasó a ser casi un Estado fallido. Obama admitiría más tarde que «no planificar el día después» de la derrota de Gadafi fue el «peor error» de su presidencia.
Al caer el líder libio, los combatientes tuareg a su servicio saquearon los depósitos de armas de su régimen, regresaron a su Mali natal y comenzaron a tomar el control del norte de esa nación. El enfado de las fuerzas armadas malienses por la ineficaz respuesta del gobierno desembocó en un golpe militar en 2012. Lo lideró Amadou Sanogo, un oficial que aprendió inglés en Texas y recibió formación básica para oficiales de infantería en Georgia, instrucción en inteligencia militar en Arizona y orientación de los marines estadounidenses en Virginia.
Tras derrocar al gobierno democrático de Mali, Sanogo y su junta se mostraron incapaces de luchar contra los terroristas. Con el país sumido en el caos, los combatientes tuaregs declararon un Estado independiente, pero fueron apartados por islamistas fuertemente armados que instauraron una dura ley islámica, provocando una crisis humanitaria. Una misión conjunta franco-estadounidense-africana evitó el colapso total de Mali, pero empujó a los militantes a zonas cercanas a las fronteras de Burkina Faso y Níger.
Desde entonces, estas naciones del Sahel de África Occidental se han visto asoladas por grupos terroristas que han evolucionado, se han escindido y se han reconstituido. Bajo los estandartes negros de la militancia yihadista, hombres en motocicletas -dos por moto, con gafas de sol y turbantes, y armados con kalashnikovs- irrumpen regularmente en las aldeas para imponer el zakat (un impuesto islámico), robar animales y aterrorizar, asaltar y matar a civiles. Estos ataques incesantes han desestabilizado Burkina Faso, Mali y Níger, y ahora afectan a sus vecinos del sur, a lo largo del Golfo de Guinea. La violencia en Togo y Benín, por ejemplo, se ha disparado un 633% y un 718% en el último año, según el Pentágono.
Los ejércitos entrenados por Estados Unidos en la región han sido incapaces de detener la embestida y los civiles han sufrido terriblemente. Durante 2002 y 2003, los terroristas sólo causaron 23 víctimas en África. Este año, según el Pentágono, los atentados terroristas sólo en la región del Sahel han causado 9.818 muertos, un aumento del 42.500%.
Al mismo tiempo, durante sus campañas antiterroristas, los socios militares de Estados Unidos en la región han cometido graves atrocidades por su cuenta, incluidas ejecuciones extrajudiciales. En 2020, por ejemplo, un alto dirigente político de Burkina Faso admitió que las fuerzas de seguridad de su país estaban llevando a cabo ejecuciones selectivas. «Lo hacemos, pero no lo gritamos a los cuatro vientos», me dijo, señalando que esos asesinatos eran buenos para la moral militar.
El personal militar formado por Estados Unidos en esa región sólo ha tenido un tipo de «éxito» demostrable: derrocar a los gobiernos que Estados Unidos les entrenó para proteger. Al menos 15 oficiales que se beneficiaron de esa ayuda han participado en 12 golpes de Estado en África Occidental y el gran Sahel durante la guerra contra el terror. La lista incluye oficiales de Burkina Faso (2014, 2015 y dos veces en 2022); Chad (2021); Gambia (2014); Guinea (2021); Mali (2012, 2020 y 2021); Mauritania (2008); y Níger (2023). Por ejemplo, según un funcionario estadounidense, al menos cinco líderes de un golpe de Estado que tuvo lugar en julio en Níger recibieron ayuda estadounidense. Ellos, a su vez, nombraron gobernadores del país a cinco miembros de las fuerzas de seguridad nigerinas formados en Estados Unidos.
Los golpes militares de ese tipo han llegado incluso a sobrealimentar las atrocidades al tiempo que socavaban los objetivos estadounidenses, y sin embargo Estados Unidos sigue proporcionando a esos regímenes apoyo antiterrorista. Tomemos como ejemplo al coronel Assimi Goïta, que trabajó con las fuerzas de Operaciones Especiales de Estados Unidos, participó en ejercicios de entrenamiento estadounidenses y asistió a la Universidad Conjunta de Operaciones Especiales de Florida antes de derrocar al gobierno de Mali en 2020. Goïta asumió entonces el cargo de vicepresidente en un gobierno de transición encargado oficialmente de devolver el país a un régimen civil, para volver a hacerse con el poder en 2021.
Ese mismo año, su junta autorizó supuestamente el despliegue de las fuerzas mercenarias Wagner, vinculadas a Rusia, para luchar contra los militantes islamistas tras casi dos décadas de esfuerzos antiterroristas fallidos respaldados por Occidente. Desde entonces, Wagner -el grupo paramilitar fundado por el difunto Yevgeny Prigozhin, antiguo vendedor de perritos calientes reconvertido en señor de la guerra– ha estado implicado en cientos de violaciones de los derechos humanos junto con el ejército maliense, respaldado desde hace tiempo por Estados Unidos, incluida una masacre en 2022 en la que murieron 500 civiles.
A pesar de todo esto, la ayuda militar estadounidense a Mali nunca se ha terminado. Aunque los golpes de Goïta de 2020 y 2021 desencadenaron prohibiciones sobre algunas formas de ayuda de seguridad estadounidense, el dinero de los impuestos estadounidenses ha seguido financiando a sus fuerzas. Según el Departamento de Estado, Estados Unidos proporcionó más de 16 millones de dólares en ayuda de seguridad a Mali en 2020 y casi 5 millones en 2021. En julio, la Oficina de Lucha contra el Terrorismo del Departamento estaba esperando la aprobación del Congreso para transferir otros 2 millones de dólares a Mali. (El Departamento de Estado no respondió a la solicitud de TomDispatch de una actualización sobre el estado de esa financiación).
Dos décadas de estancamiento
En el lado opuesto del continente, en Somalia, el estancamiento y la paralización han sido las consignas de los esfuerzos militares estadounidenses.
«Terroristas asociados con Al Qaida y grupos terroristas autóctonos han estado y siguen estando presentes en esta región», afirmó en 2002 un alto funcionario del Pentágono. «Estos terroristas, por supuesto, amenazarán al personal y las instalaciones estadounidenses». Pero cuando se le presionó sobre la posibilidad de que se extendiera una amenaza real, el funcionario admitió que incluso los islamistas más extremistas «realmente no han participado en actos de terrorismo fuera de Somalia.» A pesar de ello, en 2002 se enviaron allí Fuerzas de Operaciones Especiales estadounidenses, seguidas de ayuda militar, asesores, instructores y contratistas privados.
Más de 20 años después, las tropas estadounidenses siguen llevando a cabo operaciones antiterroristas en Somalia, principalmente contra el grupo militante islamista al-Shabab. Con este fin, Washington ha proporcionado miles de millones de dólares en ayuda antiterrorista, según un reciente informe del Costs of War Project. Los estadounidenses también han llevado a cabo allí más de 280 ataques aéreos e incursiones de comandos, mientras que la CIA y los operadores especiales construyeron fuerzas asociadas locales para llevar a cabo operaciones militares de bajo perfil.
Desde que el presidente Joe Biden asumió el cargo en enero de 2021, Estados Unidos ha lanzado 31 ataques aéreos declarados en Somalia, seis veces el número realizado durante el primer mandato del presidente Obama, aunque mucho menos que el récord establecido por el presidente Trump, cuya administración lanzó 208 ataques de 2017 a 2021.
La larga guerra no declarada de Estados Unidos en Somalia se ha convertido en un factor clave de la violencia en ese país, según el Costs of War Project. «Estados Unidos no se limita a contribuir al conflicto en Somalia, sino que se ha convertido en parte integrante de la inevitable continuación del conflicto en Somalia», informó Ẹniọlá Ànúolúwapọ Ṣóyẹmí, profesora de filosofía política y política pública en la Escuela de Gobierno Blavatnik de la Universidad de Oxford. «Las políticas antiterroristas de Estados Unidos están», escribió, «asegurando que el conflicto se prolongue a perpetuidad».
El epicentro del terrorismo internacional
«Apoyar el desarrollo de ejércitos profesionales y capaces contribuye a aumentar la seguridad y la estabilidad en África», dijo el general William Ward, el primer jefe del Comando de África de Estados Unidos (AFRICOM) -la organización paraguas que supervisa los esfuerzos militares de Estados Unidos en el continente- en 2010, antes de ser degradado por despilfarrar en viajes y gastos. Sus predicciones de «aumentar la seguridad y la estabilidad», por supuesto, no se han cumplido nunca.
Si bien el aumento del 75.000% en los atentados terroristas y del 42.500% en el número de víctimas mortales en las últimas dos décadas son escandalosos, los aumentos más recientes no son menos devastadores. «Un repunte del 50% en las víctimas mortales vinculadas a grupos militantes islamistas en el Sahel y Somalia durante el año pasado ha eclipsado el máximo anterior de 2015», según un informe de julio del Centro Africano de Estudios Estratégicos, una institución de investigación del Departamento de Defensa. «África ha experimentado un aumento de casi cuatro veces en los eventos violentos de lo que se ha informado que estaban vinculados a grupos militantes islamistas en la última década… Casi la mitad de ese crecimiento se ha producido en los últimos tres años».
Hace 22 años, George W. Bush anunció el inicio de una Guerra Global contra el Terror. «Los talibanes deben actuar, y actuar inmediatamente», insistió. «Entregarán a los terroristas o compartirán su destino». Hoy, por supuesto, los talibanes reinan en Afganistán, Al Qaida nunca fue «detenida y derrotada», y otros grupos terroristas se han extendido por África (y otros lugares). La única forma de «derrotar al terrorismo», afirmó Bush, era «eliminarlo y destruirlo allí donde crece». Sin embargo, ha crecido y se ha extendido, y ha surgido una plétora de nuevos grupos militantes.
Bush advirtió de que los terroristas tenían planes para «vastas regiones» de África, pero se mostró «confiado en las victorias venideras», asegurando a los estadounidenses que «no nos cansaremos, no vacilaremos y no fracasaremos». En un país tras otro de ese continente, Estados Unidos ha vacilado, en efecto, y sus fracasos los han pagado los africanos de a pie muertos, heridos y desplazados por los grupos terroristas que Bush prometió «derrotar». A principios de este año, el general Michael Langley, actual comandante del AFRICOM, ofreció lo que puede ser el veredicto definitivo sobre las Guerras para Siempre de Estados Unidos en ese continente. «África», declaró, «es ahora el epicentro del terrorismo internacional».
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