Clarence Lusane, The Nation, 8 diciembre 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Clarence Lusane es profesor de Ciencias Políticas y director del programa de Asuntos Internacionales y especializaciones de la Universidad Howard, y Experto Independiente de la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia. Su último libro es “Twenty Dollars and Change: Harriet Tubman and the Ongoing Fight for Racial Justice and Democracy” (City Lights).
El 19 de febrero de 1942, dos meses después del ataque japonés a Pearl Harbor, el presidente Franklin Roosevelt emitió la Orden Ejecutiva 9066. Esta orden puso en marcha un programa del Departamento de Defensa que dio lugar a la detención y encarcelamiento de unas 122.000 personas de ascendencia japonesa. Iban a ser ubicados en «centros de reubicación» federales, que popularmente se conocerían como «campos de internamiento». Sucedió que no eran ni lo uno ni lo otro. Eran prisiones creadas para albergar y así violar los derechos civiles y humanos de un grupo despreciado y racialmente diferente definido como «el enemigo».
Aunque esa orden ejecutiva no mencionaba, de hecho, a un grupo étnico o racial específico, se entendía claramente que las prisiones no se establecían para ciudadanos o residentes de ascendencia alemana o italiana, las otras dos naciones entonces en guerra con Estados Unidos. Aunque no se descubrió ni una sola persona de ascendencia japonesa que hubiera espiado a este país o cometido actos de sabotaje contra él, las manifestaciones, mítines y propaganda pro-Mussolini y pro-Hitler habían sido habituales. Antes de la guerra, se había permitido que grupos fascistas se organizaran y difundieran su propaganda de costa a costa. Algunos incluso tenían influencia y alianzas con miembros del Congreso, periodistas de la corriente dominante y académicos de renombre.
Semejante parodia de la justicia no sólo estaba siendo impulsada por Roosevelt, uno de los presidentes más liberales de la historia de Estados Unidos, sino por notables como el juez californiano Earl Warren (que más tarde se convertiría en magistrado liberal del Tribunal Supremo) y el célebre periodista Edward R. Murrow.
Aunque se presentaron demandas contra los campos de prisioneros, el Tribunal Supremo permitió que siguieran funcionando. Más de la mitad de los encarcelados eran ciudadanos estadounidenses. Ninguno había sido acusado de ningún delito. A menudo bajo la bandera (popularizada de nuevo en nuestros días) de «América primero», se habían puesto en marcha políticas racistas de extrema derecha que millones de personas sufrían.
La base abiertamente discutida para la unidad en aquellos años era, al menos en parte, la oposición a los no arios y no protestantes, ya fueran japoneses, judíos o afroamericanos.
En 1981, 36 años después de que terminara la Segunda Guerra Mundial con el bombardeo atómico de dos ciudades japonesas, una Comisión Presidencial sobre Reubicación e Internamiento de Civiles en Tiempos de Guerra emitió un informe en el que dejaba claro que el encarcelamiento de estadounidenses de ascendencia japonesa en cantidades tan sorprendentes «no estaba justificado por la necesidad militar, y las decisiones que se derivaron de ello… no estaban impulsadas por el análisis de las condiciones militares. Las amplias causas históricas que dieron forma a estas decisiones fueron los prejuicios raciales, la histeria de guerra y un fracaso del liderazgo político”.
Trump amenaza
Es importante tener en cuenta esta historia, ya que Donald Trump y sus socios MAGA (siglas de Make America Great Again) están planeando emularla a gran escala en una segunda (y lo que esperan que sea interminable) administración. Las promesas de nuevos «campamentos», en caso de que “el” Donald sea elegido por segunda vez en 2024, ya están brotando de Trumpworld. Se trataría de «enormes campamentos» para migrantes cerca de la frontera con México, como informó recientemente el New York Times, «para detener a la gente mientras se procesan sus casos y esperan vuelos de deportación”. Para garantizar que el Congreso no tenga ningún papel directo en su financiación, se construirán y operarán con dinero tomado directamente del presupuesto militar.
Para que quede claro, Trump no está en contra de todos los inmigrantes. Todo lo contrario. Después de todo, se casó con dos, una de la República Checa y la otra de Eslovenia, países que la mayoría de los estadounidenses tendrían que buscar en Google para encontrarlos en un mapa de Europa. En cambio, los objetivos del tsunami antiinmigración trumpiano serán, por supuesto, individuos y familias del Sur Global. El racismo incrustado en tal esfuerzo futuro no está fuera de lugar, es el punto.
El exasesor de Trump y compañero xenófobo, Stephen Miller, declaró que tal nueva administración construiría «campos» -piensen: prisiones- que podrían albergar hasta un millón de inmigrantes indocumentados mientras los preparan para deportaciones masivas. Como declaró al New York Times: «Cualquier activista que dude lo más mínimo de la determinación del presidente Trump está cometiendo un drástico error. Trump desatará el vasto arsenal de poderes federales para implementar la más espectacular represión migratoria. Los activistas legales de la inmigración no sabrán lo que está pasando.»
Y estén seguros de una cosa: la próxima administración Trump no sólo perseguirá a los inmigrantes indocumentados que intenten entrar en el país. Construirá un sistema de gulag sin precedentes para acorralar y deportar a millones de personas de color, uno que sería inimaginable si esos inmigrantes indocumentados vinieran de Canadá o Dinamarca. La panda de Trump ha declarado que acabará con el TPS (estatus de protección temporal por sus siglas en inglés), reinstaurará la prohibición musulmana del anterior presidente, reimpondrá y ampliará las restricciones sanitarias a los solicitantes de asilo, revocará los visados a los estudiantes extranjeros que participaron en las protestas contra las recientes acciones israelíes, cerrará el programa de Acción Diferida para las Llegadas de Infancia (DACA, por sus siglas en inglés) y deportará a los inmigrantes a los que se había permitido entrar en Estados Unidos por razones humanitarias.
Eso sí, Trump propuso o intentó instituir gran parte de esto mientras aún estaba en el cargo, pero se sintió frustrado por la ineptitud de su administración, la resistencia demócrata, la organización de base y los tribunales. Si, tras las elecciones de 2024, el Partido Republicano se hiciera con el control de ambas cámaras del Congreso, así como de la Casa Blanca -una fórmula que garantizaría el nombramiento de jueces federales cada vez más afines a Trump-, el éxito (tal y como él lo define) será un hecho para muchos de estos esfuerzos.
Cuando Trump dice a sus seguidores que «nuestra cruel y vengativa clase política no sólo viene a por mí, sino que viene a por vosotros», quiere decir que odia a las mismas personas que ellos y que les proporcionará la retribución por todo el daño que supuestamente les han hecho los inmigrantes (de color), musulmanes, negros, latinos, asiáticos, nativos, feministas y otros enemigos.
Los objetivos fascistas del America First
Aunque Trump es el probable nominado del Partido Republicano en 2024, aún falta un año para las elecciones y cualquier imprevisto podría llevar a la nominación de otra persona. En este momento, los otros posibles candidatos republicanos son el gobernador de Florida Ron DeSantis, la exembajadora ante la ONU Nikki Haley, el ejecutivo Vivek Ramaswamy y el exgobernador de Nueva Jersey Chris Christie. Salvo Christie, no hay ni una pizca de diferencia política entre ninguno de ellos y Trump. Y, en particular, Christie apoyó a Trump durante casi toda su administración. Además, cada uno de ellos necesitaría la base MAGA de extrema derecha del expresidente para ganar la nominación.
La gente de Trump se ha revestido de un aura de «America First» (Estados Unidos primero) sin poseerlo en modo alguno como meme. De hecho, se remonta tanto al segundo ascenso del Ku Klux Klan en la década de 1920 como al movimiento fascista estadounidense de la década de 1930. A mediados de los años veinte, el KKK contaba con entre tres y ocho millones de miembros y, como señala la académica Sarah Churchwell en su extraordinario libro Behold, America: A History of America First and the American Dream, ya había adoptado «America First» como lema.
Aunque tanto el presidente demócrata Woodrow Wilson como los presidentes republicanos Warren Harding y Calvin Coolidge habían utilizado el término anteriormente para promover el aislacionismo, el nativismo y el «excepcionalismo» estadounidenses, fue el KKK el que realmente adoptó su ethos central supremacista blanco. Por ejemplo, 1.400 miembros del KKK corearon «EE. UU. primero» en un desfile del Día de los Caídos en Queens, Nueva York, en 1927. Y resulta más que irónico que, como documenta Churchwell, su presencia se convirtiera en un motín que condujo a la detención de cinco miembros del Ku Klux Klan, un transeúnte (por error) y, en circunstancias que siguen sin estar claras, Fred Trump, el padre del futuro 45º presidente de Estados Unidos.
En 1940 se fundó el Comité America First (AFC, por sus siglas en inglés). En su apogeo, llegaría a tener más de 800.000 miembros. Inicialmente, se consideraba aislacionista -es decir, contrario a la entrada de Estados Unidos en la guerra que ya se libraba en Europa- e incluso antiimperialista. Como resultado, sus filas incluían inicialmente a liberales, progresistas y socialistas, así como a conservadores, libertarios y fascistas declarados. Estos últimos, sin embargo, acabarían dominando, especialmente después de que el principal antisemita de la nación y celebridad pro-Hitler, el piloto Charles Lindbergh, se convirtiera en su portavoz más popular. La AFC, amante del fascismo, se unió entonces a otros grupos de extrema derecha con sede en Estados Unidos para celebrar el nazismo alemán y el fascismo italiano, al tiempo que hacía de America First su grito de guerra.
Por supuesto, sin duda, el históricamente cuestionado Donald Trump no sabe mucho, o nada, sobre esta historia. Pero hay que reconocerle todo el mérito. Desde el principio, con los instintos tanto de un fascista como de un nacionalista blanco, captó intuitivamente el valor movilizador de eslóganes aparentemente patrióticos pero xenófobos. Sin embargo, cuenten con una cosa: algunos de sus aliados lo saben todo sobre las nocivas raíces del «America First» y aun así lo abrazan. Ese patriotismo patriotero se ha convertido, de hecho, en una tapadera apenas velada para una versión contemporánea revisada y expansiva del nacionalismo blanco.
La proliferación de grupos America First dirigidos por antiguos empleados y partidarios de Trump es desalentadora. La vertiginosa variedad de ellos incluye America First Legal, America First Action, America First Policies, America First Policy Institute, America First P.A.C.T. (Protecting America’s Constitution and Traditions), America First Foundation/America First Political Action Conference y America First 2.0, esta última una contribución del aspirante republicano a la presidencia Vivek Ramaswamy.
America First Legal está dirigida por Stephen Miller y se promociona a sí misma como una alternativa a la Unión Americana de Libertades Civiles, pero su objetivo más profundo es defender la blancura y amplificar las inclinaciones nacionalistas blancas de Miller. Durante el ciclo de las elecciones de mitad de mandato de 2022, produjo anuncios de radio y televisión como este, al margen de cualquier hecho:
«¿Desde cuándo el racismo contra los blancos está bien considerado? Joe Biden puso a los blancos en último lugar en la cola para los fondos de ayuda de la covid. Kamala Harris dijo que la ayuda para catástrofes debería ir primero a los ciudadanos no blancos. Los políticos liberales bloquean el acceso a la medicina basándose en el color de la piel. Las empresas progresistas, las aerolíneas y las universidades discriminan abiertamente a los estadounidenses blancos. El racismo siempre está mal. La intolerancia de la izquierda contra los blancos debe terminar. Todos tenemos derecho al mismo trato ante la ley».
Denunciar el (falso) racismo contra los blancos encaja bien con las histéricas y desesperadas acusaciones de Trump de que la fiscal del condado de Fulton, en Georgia, Fani Willis, la fiscal general de Nueva York, Letitia James, y el fiscal del distrito de Manhattan, Alvin Bragg, son todos «racistas» que quieren procesarle porque es blanco, no porque haya infringido la ley en sus jurisdicciones. (Hasta ahora, ninguno de los partidarios negros de Trump se ha hecho eco de ese llamamiento -quizá un puente demasiado lejos incluso para ellos-, pero Miller y otros de la extrema derecha ciertamente lo han hecho).
Linda McMahon, exjefa de la Administración de Pequeñas Empresas bajo Trump, es ahora la presidenta del America First Policy Institute, que afirma que sus principios rectores son «la libertad, la libre empresa, la grandeza nacional, la superioridad militar estadounidense, el compromiso de la política exterior en el interés estadounidense y la primacía de los trabajadores, las familias y las comunidades estadounidenses en todo lo que hacemos”. Ese grupo bien financiado se ocupa de cuestiones políticas y de la guerra cultural. No les sorprenderá saber que recientemente celebró una gala en Mar-a-Lago.
El America First P.A.C.T., dirigido por la expresidenta del Partido Republicano de Arizona Kelli Ward, se centra en presentar candidatos estatales con una agenda MAGA de extrema derecha, y da prioridad a la recaudación de fondos para los candidatos de un gobierno republicano. En su sitio web se lee la frase «Un republicano débil es más peligroso que un demócrata». Ward está siendo investigada en Arizona por su presunta implicación allí en una trama de falsos electores de 2022lí.
Tal vez el nacionalista blanco más conocido de este país (y antiguo invitado a la cena de Trump) Nick Fuentes es el fundador y presidente de la America First Foundation. Patrocina la conferencia anual America First Political Action Conference, una reunión descarada de supremacistas blancos y otros elementos de extrema derecha y extremistas. Fuentes fundó la AFPAC porque pensaba que la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC) era demasiado moderada. Sin embargo, la distancia política entre la CPAC, más tradicional, y la AFPAC se ha estrechado. La conocida islamófoba Michelle Malkin, por ejemplo, habló en ambas en 2019, al igual que el periodista conservador Jon Miller en 2020. Ni Malkin, que es asiática, ni Miller, que es afroamericano, llamaron la atención a Fuentes y otros intolerantes en las conferencias por su racismo.
La conferencia de AFPAC de 2022 contó con un quién es quién de los extremistas estadounidenses contemporáneos, incluido el exsheriff de Arizona caído en desgracia Joe Arpaio, la derrotada negadora de las elecciones de Arizona Kari Lake, el fundador y editor desde hace mucho tiempo del supremacista blanco American Renaissance Jared Taylor, la islamófoba y guerrera antiinmigrante Laura Loomer, residente en Florida, el activista extremista Milo Yiannopoulos y el exrepresentante Steve King, demasiado tóxico incluso para los republicanos de la Cámara de Representantes. Entre los actuales congresistas republicanos que han hablado en AFPAC se encuentran (sin duda no les sorprenderá saberlo) los representantes Marjorie Taylor Greene y Paul Gosar.
La violencia como política
Al igual que los fascistas y racistas de antaño, Donald Trump y la multitud del America First están demonizando y deshumanizando a sus oponentes. En octubre de 1923, Hiram Evans, líder del Ku Klux Klan y Mago Imperial, pronunció un encendido discurso antiinmigrante en Texas en el que despotricaba contra las «corrientes contaminantes del extranjero» que los inmigrantes traían a Estados Unidos. Este octubre, exactamente 100 años después, Trump concedió una entrevista al periódico de extrema derecha National Pulse en la que declaró que los inmigrantes están «envenenando la sangre de nuestro país”.
En su campaña de 2024, no sólo planea ir a por los inmigrantes, sino a por un grupo más amplio de ciudadanos liberales y progresistas e incluso republicanos que se interponen en su febril deseo de encabezar un gobierno auténticamente autoritario. Si vuelve al Despacho Oval, ya ha declarado que «erradicará» lo que ha llamado «comunistas, marxistas, fascistas y los matones de la izquierda radical que viven como alimañas dentro de los confines de nuestro país”.
Las «alimañas» (una clásica elección de palabras hitlerianas) y aquellos que «envenenan» la nación deben ser eliminados, aniquilados. En respuesta a las críticas por ese lenguaje, el portavoz de la campaña de Trump, Steven Cheung, calificó la noción misma de «ridícula», incluso cuando reforzó el punto insistiendo en que los críticos del expresidente sufrían del «Síndrome de Enajenación con Trump» y «toda su existencia será aplastada cuando el presidente Trump regrese a la Casa Blanca”.
Es probable que nada de lo que planean hacer Trump y sus aliados sea aceptado pasivamente. De hecho, ya están anticipando una revuelta popular masiva y preparándose para ella. Como señaló el Wall Street Journal, en 2020 Trump contempló por primera vez invocar la Ley de Insurrección, que permite a un presidente emplear a los militares para hacer cumplir las leyes federales en circunstancias especiales, para disolver las protestas relacionadas con el asesinato de George Floyd y otros afroamericanos a manos de la policía y los racistas. Se rechazó. Su uso fue entonces sugerido por Roger Stone, aliado de Trump, y evidentemente considerado por el presidente como una forma de «sofocar» cualquier «protesta de izquierdas» relacionada con las elecciones de 2020. De nuevo, la idea no llegó a ninguna parte.
La tercera vez, sin embargo, podría ser la vencida. El Washington Post ha informado de que Trump está considerando invocar la Ley de Insurrección en su primer día en el cargo. Una cosa es segura: si de alguna manera, a pesar de cuatro acusaciones criminales y múltiples juicios, regresa a la Casa Blanca el 20 de enero de 2025, no podremos decir que no estamos advertidos.
Foto de portada: Donald Trump en la Convención Nacional Republicana el 21 de julio d 2016, Cleveland, Ohio (Foto Dennis Van Tine/STAR MAX vía AP).