Francesca Vawdrey, Middle East Eye, 19 diciembre 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Francesca Vawdrey es becaria de doctorado en la Universidad de Cambridge y está especializada en literatura palestina. Antes de embarcarse en su programa de doctorado, Francesca fue investigadora en la Real Corte Hachemita de Ammán (Jordania), donde trabajó sobre la capacitación de los refugiados y cuestiones medioambientales en la región de Asia Occidental. Posee un máster con mención especial en Estudios Modernos de Oriente Medio por la Universidad de Oxford y anteriormente fue becaria en el programa de defensa de la paz en el Proyecto Balfour.
Es una fría tarde de diciembre en Cambridge, Inglaterra. Estoy sentada ante mi escritorio en un intento de dar sentido a algo. Escribo inmersa en la atmósfera del abrumador dolor personal y colectivo que he presenciado y experimentado desde el reciente ataque sobre Gaza.
Mi escritorio es cómodo. Sólo me molesta el ruido del tráfico al otro lado de la ventana y el sonido de las risas de los estudiantes que vuelven a casa de sus alegres paseos, con las mejillas y las narices coloradas por el frío, aunque protegidas por el calor del vino caliente.
Mientras tanto, mi mejor amigo duerme con el ya familiar sonido de los aviones de guerra.
Él se siente aterrorizado; yo me siento aterrorizada, o me acerco todo lo que puedo a sentir ese pavor que nunca llegaré a comprender del todo, por mucho que empatice con él. Como muchos otros palestinos, después de toda una vida bajo una brutal ocupación militar, ya se ha acostumbrado a este sonido. (¿Puede alguien acostumbrarse a un sonido así?)
¿Cómo dar sentido a la disonancia, a las múltiples capas de culpa, tanto por el privilegio que tengo de vivir a salvo, escribiendo estas palabras como estudiante en una de las universidades más prestigiosas del mundo, como por la inmensa pena desenfrenada que inunda mi ser? Tengo una profunda conexión con Palestina. Tengo muchos amigos y seres queridos allí. Pero no soy palestina.
Entonces, ¿quién soy yo para llorar?
En medio de mi ambivalencia hacia el dolor que innegablemente estoy experimentando, estoy aprendiendo a reconocer que esta respuesta, que parece excesiva e indulgente, es en realidad un signo de mi humanidad; la función innata de mi cuerpo de empatizar a un nivel visceral con aquellos cuya situación es infinitamente más cruel, violenta y precaria que la mía, pero que aun así no escapa a mi impulso de sentir aflicción.
Vidas sin derecho a duelo
De hecho, nuestra capacidad para llorar vidas distantes de la nuestra revela mucho sobre quiénes somos como personas. Como afirma Judith Butler, «una forma de plantear la cuestión de quiénes somos ‘nosotros’ en estos tiempos de guerra es preguntarnos qué vidas se consideran valiosas, qué vidas se lloran y qué vidas no tienen derecho a duelo».
Un vídeo de un reciente discurso público pronunciado por Rashida Tlaib, congresista palestino-estadounidense, confirmó la importancia de llorar las vidas que no hemos conocido. En el discurso, Tlaib relataba haber visto un vídeo de niños gazatíes traumatizados llorando rodeados por los escombros de sus casas, a los que se les decía «ma tabki» -«no lloréis»-, en árabe.
En ese momento, la propia Tlaib rompió a llorar, gritando enfáticamente: «Dejadles llorar«, antes de afirmar que: «Si no lloraran, entonces es que algo va muy mal».
Este sentimiento se me quedó grabado, mientras intentaba dar sentido a mi dolor y al dolor de todos los que me rodean y que están de alguna manera relacionados con la tragedia que estamos presenciando. Independientemente de quiénes seamos o de dónde vengamos, si no sentimos indignación, angustia y dolor, entonces es que algo va muy mal, y debemos preguntarnos por qué no nos mueve a actuar.
A las potencias mundiales les interesa dividir las vidas entre aquellos que pueden ser llorados y aquellos que no; aquellos cuyo luto justifica el complejo militar-industrial, y aquellos cuyo luto lo socava.
Por lo tanto, debemos rechazar esta censura del duelo.
De lo que mucha gente no se da cuenta es de que esta tragedia es universal, que se filtra por todos los rincones del planeta mientras presenciamos el genocidio en tiempo real (y, sin embargo, muchos de nosotros optamos, todavía, por mirar hacia otro lado).
El horror se siente no sólo en Gaza, sino en toda Cisjordania, donde miles de civiles inocentes están siendo detenidos en masa sin que nadie se ocupe de ellos, ya que la empatía de los medios de comunicación se extiende sólo a «mujeres y niños», como si el encarcelamiento, la tortura y el asesinato de hombres palestinos fuera inevitable; como si los cuerpos de los hombres palestinos fueran simplemente daños colaterales.
Y más allá de Cisjordania, a los palestinos que viven en las ciudades de Haifa y Jaffa, que están aislados; perseguidos en su duelo porque el Estado considera que los cuerpos que lloran no son dignos de tal duelo.
Ciclo interminable de traumas
Siguiendo la indagación de Edward Said sobre quién tiene «permiso para narrar» los acontecimientos mundiales, nos vemos obligados a preguntar: ¿quién tiene permiso para llorar?
En Yawmiyyat al-huzn al-‘adi, de Mahmoud Darwish, traducido al inglés por Ibrahim Muhawi como A Journal of Ordinary Grief [Diario de un duelo ordinario], Darwish relata el dolor privado que los palestinos que viven en la Palestina de 1948 se ven obligados a soportar cada año en el aniversario de la «guerra de la independencia», cuando los ciudadanos son llamados a llorar las vidas de los soldados israelíes perdidos en esta guerra.
Mientras tanto, los árabes deben «llorar desde dentro, o estallar por la presión», porque «la declaración del nacimiento de Israel es al mismo tiempo la declaración de la muerte de Palestina». Mientras que una forma de duelo está sancionada -alentada, incluso-, la otra está «prohibida».
Lo que he descubierto a partir de las respuestas a la violencia en curso, así como de las incesantes imágenes e historias de trauma que llenan mis oídos, mis noticias y mis pensamientos, es que -en contraste con la descripción irónica y juguetona de Darwish del dolor palestino como «ordinario» en el mencionado título de su obra- no hay nada ordinario en el dolor palestino.
No tiene nada de ordinario porque desafía el modelo convencional de duelo, según el cual se produce un acontecimiento negativo o una serie de acontecimientos en los que tiene lugar una sensación de pérdida, real o percibida.
La(s) persona(s) afectada(s) experimenta(n) conmoción, ira, miedo, tristeza, negación, etc., a veces alternativamente y a veces todo a la vez. Y entonces dan comienzo al lento y a menudo doloroso proceso de «seguir adelante», un proceso que no consiste en superar la pérdida, sino en seguir adelante con ella.
Para los palestinos, en cambio, el proceso de superación de la pérdida se complica enormemente debido al interminable ciclo de acontecimientos traumáticos a los que están sometidos y a la naturaleza de la vida bajo ocupación. Los acontecimientos traumáticos no tienen fin. La vida, en sí misma, es un trauma; un proceso de duelo continuo: por el pasado, por el presente y por el futuro.
Lo mismo se ha dicho de otros grupos oprimidos, como los negros estadounidenses, que, según Claudia Rankine, viven «una vida de duelo», por el hecho de ser negros en un país de racismo endémico donde «los estadounidenses asimilan cadáveres [negros] en sus idas y venidas diarias».
Es esta complacencia dominante hacia la pérdida de vidas negras lo que lleva a Rankine a argumentar que «dentro de un sistema de racismo, nuestras muertes existían antes de que naciéramos», un sentimiento que suena cierto en el contexto palestino, tanto en casa como en el extranjero, donde uno puede ser tiroteado en la calle simplemente por ser, o parecer, palestino.
Estoy pensando en los tres palestinos que fueron tiroteados en Vermont, Estados Unidos, el 25 de noviembre, mientras llevaban tocados palestinos, la kufiya, mientras caminaban cerca de su campus universitario. En el «país de los seres libres».
Recuerdo aquí el debate de Rankine sobre la negritud en Estados Unidos porque la noción de vivir como duelo es igualmente aplicable al contexto palestino, donde vivir es estar de luto. Esto no quiere decir, por supuesto, que los palestinos no experimenten alegría. Pero entre esos momentos de felicidad, existe el ritmo constante del dolor.
El dolor como forma de acción política
Si el dolor tiene algún sentido, es éste: la oportunidad de movilizar el sufrimiento como un modo de resistencia a las circunstancias violentas de las que surge. La oportunidad de que, al abrir un espacio para el duelo colectivo -en el que reconocemos y compartimos el dolor de los demás-, podamos exigir un futuro mejor, en el que nacer palestino no signifique nacer ya muerto.
Para Rankine, el duelo colectivo es «un modo de intervención e interrupción» que genera solidaridad y empatía, y exige un frío reconocimiento del hecho de los asesinatos por motivos raciales y de las estructuras y condiciones que facilitan la impunidad y permiten que se produzcan.
Para escritores palestinos como Darwish, la propia escritura es una forma de duelo con múltiples posibilidades. En su elegía al célebre erudito anticolonial palestino Edward Said, sugiere que puede «contener la pérdida»; ofrecer «un consuelo»; e «inventar una esperanza para la palabra, para inventar una dirección, un espejismo para extender la esperanza».
Aunque para mucha gente escribir sigue siendo un lujo, el número de escritores que han sido censurados, detenidos o incluso asesinados por sus palabras (como el escritor de la resistencia palestina Ghassan Kanafani), atestigua el potencial de las palabras para influir en la acción.
En respuesta a la celebración de Said de la «estética como libertad», Darwish se expresa de forma sarcástica: «La vida que no puede definirse excepto por la muerte, no es vida».
Es imperativo, pues, que complementemos las palabras con la acción; que exijamos condiciones en las que se respete la dignidad humana y en las que las vidas palestinas importen no sólo en la muerte, como medimos las estadísticas y calculamos las pérdidas, sino en la vida.
Donde el derecho a la vida -y a una vida digna de ser vivida- sea verdaderamente inalienable.
Garantizar esta exigencia -el derecho a una vida digna- no es una nota a pie de página de un alto el fuego. No es una petición deferente que se abordará más adelante, quizá dentro de 75 años. No es un deseo, una esperanza o una visión utópica, sino una condición previa para la supervivencia humana.
Nuestro dolor nos está diciendo algo vital; ahora nos toca a nosotros escucharlo.
Foto de portada: Duelo de familiares durante el funeral del cámara de Al Jazeera Samir Abu Daqa, que permaneció desangrándose durante cinco horas porque las fuerzas israelíes impidieron que las ambulancias pudieran llegar hasta él. Sucedió en Jan Yunis, el 16 de diciembre de 2023 (AFP).