Tom Engelhardt, TomDispatch.com, 4 enero 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Tom Engelhardt creó y dirige el sitio web TomDispatch.com. También es cofundador del American Empire Project y autor de una elogiada historia sobre el triunfalismo estadounidense en la Guerra Fría: The End of Victory Culture. Es miembro del Type Media Center, su último libro es A Nation Unmade by War.
Sinceramente, ¡qué extrañas criaturas somos! Nada nos detiene cuando se trata de destruir, ¿verdad? (Y ni siquiera estoy pensando en la total y continua devastación de Gaza).
De verdad que hay que reconocernos el mérito ahora que empieza el nuevo año. Quizá lo más destacable de la humanidad no sea nuestra literatura, nuestro teatro, nuestras películas, la extraordinaria comida que cocinamos, las ciudades que hemos construido o el sinfín de cosas que hemos creado. En mi opinión, es el hecho de que, en nuestro relativamente breve tiempo como gobernantes de este planeta, en medio de un caos de guerras y conflictos interminables, hayamos ideado no sólo una, sino dos formas diferentes de acabar con nosotros mismos (y con gran parte del resto del mundo).
Y eso, en mi opinión, no es poco.
Si nos remontamos un par de siglos atrás, incluso en medio de las guerras y otros conflictos de la humanidad, alguien que sugiriera un futuro tan posible habría sido, sin duda, expulsado de la sala a carcajadas. Fue necesaria la ciencia ficción –especialmente H.G. Wells imaginando la llegada de marcianos asesinos- para empezar a concebir esas posibilidades de fin del mundo, demasiado modernas y demasiado apocalípticas.
Sin embargo, en estos momentos, no hay necesidad de ficción en absoluto. No cabe duda de que, en su «sabiduría» (y sí, eso debe ir entre comillas), la humanidad ha ideado dos formas distintas de destruir por completo este planeta como hábitat soportable.
Y aquí tampoco hay ningún misterio. Una es, por supuesto, el armamento atómico. Probadas por primera vez en el desierto de Nuevo México en julio de 1945, las bombas atómicas fueron lanzadas sobre dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki, en agosto de ese mismo año, con efectos devastadores. Desde entonces, este tipo de armamento se ha mantenido en lo que podría considerarse una reserva definitiva de potencial destructividad total. Sí, en las dos ocasiones en que se utilizó, dicho armamento iluminó los cielos de forma cegadora, destruyendo gran parte de esas dos ciudades japonesas y masacrando a cientos de miles de seres humanos, tanto en el momento como en los años posteriores por los efectos a largo plazo de la radiación.
Y, sin embargo, para ponerlo en perspectiva, esas bombas A, «Little Boy» y «Fat Man», como las apodaron sus creadores estadounidenses, utilizadas el 6 y el 9 de agosto de 1945, hoy se considerarían las más modestas armas nucleares «tácticas» o de «bajo rendimiento». Las principales armas de los arsenales estadounidense y ruso, las bombas de hidrógeno, son -quizás la mejor calificación podría ser- cegadoramente más potentes. Como explica la Union of Concerned Scientists, «las ojivas de un solo submarino nuclear estadounidense tienen una potencia destructiva siete veces superior a la de todas las bombas lanzadas durante la Segunda Guerra Mundial, incluidas las dos bombas atómicas lanzadas sobre Japón. Y Estados Unidos suele tener diez de esos submarinos en el mar».
Y aunque, en 1945, sólo Estados Unidos disponía de este tipo de armas, la situación iba a cambiar con demasiada rapidez. Hoy, nueve países poseen arsenales nucleares y hay, en la actualidad, cerca de 13.000 armas nucleares en el planeta. En los años venideros, tampoco es probable que acabe ahí, aunque sería armamento más que suficiente para destruir no sólo la Tierra, sino un número incalculable de otros planetas. Y hay que tener en cuenta que las principales potencias nucleares, Estados Unidos y Rusia, están ambas en proceso de «modernizar» sus arsenales, mientras que China se apresura visiblemente a ponerse al día. De hecho, se espera que Estados Unidos invierta hasta 2 billones de dólares (¡no es un error de imprenta!) en actualizar su arsenal nuclear en las próximas décadas.
¿Una pequeña Edad de Hielo nuclear?
En otro orden de cosas, Corea del Norte, que se unió a esa tripulación de nueve hace relativamente poco tiempo, probó su primer misil balístico intercontinental a finales de 2023. (Y tampoco crean que es el último país que va a volverse nuclear.) Además, los acuerdos nucleares que alguna vez existieron entre las grandes potencias están ahora en gran parte extintos. Peor aún, dado que tanto las potencias nucleares mayores como las menores siguen trabajando duro para aumentar o «modernizar» esos arsenales en un futuro lejano, la capacidad de destruir la mayor parte de la vida en este planeta sigue siendo alucinantemente presente y, dado que nunca hemos experimentado nada parecido, demasiado difícil de comprender.
Entre otras cosas, la enorme nube de humo que incluso un intercambio nuclear relativamente modesto -si es que puede usarse esta palabra en este contexto- entre, pongamos, India y Pakistán pondría en la atmósfera podría provocar un «invierno nuclear» global en el que miles de millones de personas morirían de hambre. Un conflicto nuclear a mayor escala podría incluso provocar una «pequeña edad de hielo nuclear» que podría durar miles – ¡sí, miles! – de años devastadores.
Si bien es cierto que, en los últimos 78 años, no se ha vuelto a utilizar este tipo de armamento (salvo en pruebas nucleares «pacíficas»), es difícil no imaginar que algo suicida acecha en la composición de la humanidad. Si no, ¿por qué nueve países poseen ahora armas que podrían acabar literalmente con el resto de nosotros? Lamentablemente, nada de esto es nuevo. Como escribió en 1982 el magnífico Jonathan Schell en su clásico libro The Fate of the Earth: «Ya que no hemos tomado la decisión positiva de exterminarnos a nosotros mismos, sino que hemos elegido vivir al borde de la extinción, abalanzándonos periódicamente hacia el abismo sólo para retroceder en el último segundo, nuestra situación es de incertidumbre e inseguridad nerviosa más que de desesperanza absoluta».
Más de 40 años después de que lo escribiera, sigue siendo igual de acertado. Por alguna razón, a pesar de nuestros eternos conflictos, ninguno ha desembocado en una conflagración nuclear, pero el peligro persiste. Al fin y al cabo, parece que, entre nuestros otros rasgos, los humanos somos demasiado incapaces de no hacer la guerra. En este momento, de hecho, un bando en cada una de las dos grandes guerras de este planeta, en Ucrania y Gaza -Rusia e Israel- está armado nuclearmente. En julio pasado, un alto funcionario ruso, Dmitry Medvedev, temiendo una próxima «contraofensiva» ucraniana, dijo: «Imagínense que la ofensiva… en tándem con la OTAN, tuviera éxito y acabara arrebatando parte de nuestra tierra. Entonces tendríamos que utilizar armas nucleares en virtud de lo estipulado en el Decreto Presidencial ruso. Sencillamente, no habría otra solución. Nuestros enemigos deberían rezar a nuestros combatientes para que no permitan que el mundo arda en llamas nucleares».
Rezar…, así es.
¿No se dan cuenta de la última amenaza para la humanidad?
En realidad, tampoco hay nada nuevo en la segunda forma que los humanos hemos descubierto para convertir nuestro mundo en una brasa ardiente. Como también señaló Schell en 1982, al describir el horror nuclear que podríamos visitarnos a nosotros mismos y a este planeta: «Las explosiones nucleares están lejos de ser las únicas perturbaciones en cuestión; un calentamiento de la atmósfera global a través de un aumento del efecto invernadero, que podría ser causado por la inyección de grandes cantidades de dióxido de carbono en el aire (por ejemplo, el aumento de la quema de carbón), es otro notable peligro de este tipo».
Notable, desde luego. Y no es menos notable, en mi opinión, que Schell fuera consciente de esa segunda posibilidad de destrucción del planeta inducida por el hombre hace tanto tiempo, aunque la mayoría de nosotros no hemos sido conscientes del cambio climático hasta más tarde. Schell se dio cuenta muy pronto de esta realidad (aunque algunos de nosotros ya conocíamos desde finales del siglo XIX la forma en que los gases de efecto invernadero podían calentar nuestra atmósfera). Y lamentablemente, aunque las armas nucleares de la humanidad han quedado relegadas a lo que podría considerarse un segundo plano, ese «efecto invernadero» no. De hecho, todo lo contrario.
A diferencia de esos miles de armas devastadoras, la bomba meteorológica que ahora ha estallado visiblemente sobre este planeta fue una creación de la revolución industrial del siglo XIX, lanzada con la combustión del carbón y por otros combustibles fósiles. Por supuesto, la civilización industrial, a medida que se extendía por el planeta, empezó a utilizar cada vez más esos equivalentes en cámara lenta de las armas nucleares. En los dos siglos transcurridos, los gases de efecto invernadero se han vuelto devastadoramente abundantes en nuestra atmósfera y el planeta se ha calentado casi 1,5 grados centígrados con respecto a la época preindustrial. De hecho, en noviembre vivimos los primeros (y segundos) días de la historia de nuestro planeta en los que la temperatura media superó los 2 grados centígrados y, ese mismo mes, la temperatura media mundial alcanzó 1,75 grados por encima de la época preindustrial.
Sí, puede que usted y yo no seamos Jonathan Schell, pero hoy, más de cuatro décadas después de que escribiera esa nota al margen en su obra sobre los peligros nucleares a los que entonces nos enfrentábamos, el cambio climático se ha convertido en un asunto cotidiano. El año pasado –el más caluroso de la historia y posiblemente de los últimos 125.000 años- se batieron récords de calor en todo el planeta, mes tras mes, mientras los gases de efecto invernadero causantes del cambio climático alcanzaban máximos históricos en la atmósfera. Mientras tanto, olas de calor, incendios forestales e inundaciones que batieron récords se extendieron por todo el planeta en 2023. Mi propio país tuvo el honor de establecer un nuevo récord anual de catástrofes climáticas por valor de mil millones de dólares, y eso antes de que el año estuviera siquiera a punto de terminar. (Por cierto, resulta extrañamente doloroso encontrarme utilizando la palabra «récord» una y otra vez en este contexto).
El año pasado, durante doce meses de – ¡y sí, ya estoy otra vez! – de calor de récord, cada mes de junio a noviembre marcó un nuevo máximo mundial medio. Y ya conocen la historia de sobra (si es que han prestado algo de atención). Por supuesto, podría repasarlo todo de nuevo -los megaincendios, las sequías, las tormentas cada vez más potentes y devastadoras, esos increíbles 55 días a 44ºC o más en Phoenix, Arizona- y eso es sólo para empezar una lista cada vez más larga de «récords» que, por desgracia, es poco probable que parezca tan larga o impresionante en el desmedido futuro al que nos enfrentamos.
Peor aún, tras la reunión mundial sobre el clima COP28 celebrada en el corazón petrolero de Oriente Medio, donde los delegados no pudieron ponerse de acuerdo sobre el objetivo de «eliminar» o incluso «reducir» el uso de combustibles fósiles, sino sólo sobre la «transición» para abandonarlos, mi propio país, Estados Unidos, el mayor productor de petróleo y gas natural del planeta, estableció otro año récord en 2023 al alcanzar su producción de petróleo un máximo histórico. Y como Roishetta Ozane y Bill McKibben señalaron recientemente en The Guardian: «El Departamento de Energía de Estados Unidos debe decidir si deja de dar el visto bueno a la mayor expansión de los combustibles fósiles en la Tierra, al aumento de las exportaciones de gas natural desde el Golfo de México. Hasta ahora han concedido todas las licencias de exportación que se han solicitado y, como resultado, Estados Unidos se ha convertido en el mayor exportador de gas del planeta».
Y eso con Joe Biden al timón en la Casa Blanca. Al menos, ha hecho un esfuerzo por invertir dinero de verdad en combatir el cambio climático y lo ha calificado de «la mayor amenaza para la humanidad». Imaginemos por un momento que el vencedor de las elecciones de este año es el hombre que recientemente juró, en su primer día como «dictador» en el Despacho Oval en 2025, que, por encima de todo, «perforará, perforará y perforará«. O el sorprendente número de estadounidenses que votan por él y que se niegan a creer siquiera que nos está pasando lo obvio. Y no olvidemos que, aunque rara vez se mencione, Donald Trump también volvería a ser el hombre a cargo del arsenal nuclear de Estados Unidos.
El calcinamiento de este planeta
Consideremos, pues, el cambio climático como una versión a cámara lenta de la guerra atómica y, a diferencia de aquellas armas nucleares, los gases de efecto invernadero aún no se han dejado de lado. Sí, no cabe duda de que las formas de energía renovable, cada vez menos caras y que no utilizan combustibles fósiles, están aumentando, ¡y muy rápidamente! pero, por desgracia, parece que no lo suficientemente rápido, mientras que las gigantescas empresas de combustibles fósiles se limitan a seguir adelante (al igual que sus beneficios).
En otras palabras, de las dos formas que la humanidad ha descubierto hasta ahora para destruir este planeta y todo lo que hay en él, una está ahora en algo parecido a una cámara frigorífica (aunque eso podría cambiar en cualquier momento), mientras que la otra -la versión a cámara lenta de la destrucción definitiva- no lo está ni mucho menos. En cierto sentido, pensemos que estamos en un proceso a cámara lenta de quemarnos la casa y el hogar y, como ya resulta obvio, sólo va a empeorar antes de que tenga alguna posibilidad de mejorar.
Por supuesto, sería una gesta curiosa que diéramos la espalda a la posible destrucción de este planeta. Desgraciadamente, mientras los humanos seguimos librando nuestras guerras de forma vertiginosa (contribuyendo, por cierto, de forma significativa a la actual destrucción del planeta), parecemos extrañamente incapaces de afrontar lo que estamos haciendo en un sentido último. Sí, en los últimos meses nuestros telediarios han hecho de la guerra de Gaza -una pesadilla de primer orden- la noticia principal, día tras día. Pero, de alguna manera, las noticias sobre el cambio climático, la lenta pero devastadora destrucción del planeta en el que vivimos, nunca parecen recibir ese tipo de atención. Incluso cuando la noticia principal del día o de la semana pueden ser tormentas récord, inundaciones, incendios, lo que sea, la relación con el calentamiento de este planeta se hace, si es que se hace, normalmente sólo de pasada.
Y, sin embargo, esa debería ser la historia de todos los tiempos. Estamos hablando del fin del mundo tal y como lo hemos conocido. Y esa debería ser, pero no es, la noticia de nuestro tiempo o de cualquier tiempo.
¡Bienvenidos a 2024!