John Feffer, Foreign Policy in Focus, 24 enero 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

John Feffer es autor de la novela distópica Splinterlands, cuyo segundo volumen es Frostlands (Dispatch Books) y Songlands el tercero y último. También ha escrito Right Across the World: The Global Networking of the Far-Right and the Left Response. Es asimismo el director de Foreign Policy In Focus en el Institute for Policy Studies.
Sería gracioso si no fuera tan potencialmente trágico, y relevante. No, no estoy pensando en la campaña presidencial de Donald Trump en 2024, sino en un acontecimiento relacionado: las últimas decisiones de la Unión Europea (UE) sobre Ucrania.
A finales de 2023, las naciones europeas no lograron ponerse de acuerdo sobre un paquete de ayuda de 54.000 millones de dólares para Ucrania en un momento en que ese país intentaba desesperadamente mantenerse a flote y continuar su lucha contra las fuerzas de ocupación rusas. Extrañamente, el fracaso de esa propuesta coincidió con una sorprendente decisión de la UE de iniciar conversaciones de adhesión con ese atribulado país.
En otras palabras, no hay ayuda militar para Ucrania a corto plazo, pero sí una posible oferta de un billete dorado para ingresar en la UE en algún momento futuro no especificado. Los ucranianos podrían preguntarse si, en ese momento, seguirán teniendo un país.
Una persona, el primer ministro húngaro de derechas Viktor Orbán, es en gran parte responsable de ese combo contradictorio. Él solito bloqueó el paquete de ayuda, sugiriendo que cualquier decisión se pospusiera hasta después de las elecciones al Parlamento Europeo a principios de junio de este año. Como buen estratega, espera que esas elecciones marquen un cambio político radical, con fuerzas conservadoras y de extrema derecha -piensen en ellas como los aliados de Donald Trump en Europa- que sustituyan al actual consenso centrista del Parlamento. Orbán, que se ha convertido en una figura atípica, cuenta con una nueva hornada de líderes simpatizantes para impulsar su programa social ultraconservador y sus esfuerzos para librarse de Ucrania.
También se muestra muy escéptico ante la ampliación de la UE para incluir a Ucrania u otras antiguas repúblicas soviéticas, no sólo por las sensibilidades rusas, sino por temor a que los fondos de la UE se desvíen de Hungría a los nuevos miembros del este. Al abandonar la sala cuando se celebró la votación de diciembre sobre la futura adhesión, Orbán permitió que prevaleciera el consenso, pero sólo porque sabía que aún tenía tiempo de sobra para frenar la candidatura de Ucrania.
Los ucranianos siguen siendo optimistas a pesar del retraso de la ayuda. Su líder, Volodymyr Zelensky, tuiteó sobre su futura adhesión a la UE: «Es una victoria para Ucrania. Una victoria para toda Europa. Una victoria que motiva, inspira y fortalece».
Pero incluso si se venciera la resistencia de Orbán, se avecina un reto mayor: la Unión Europea que tomará la decisión final sobre la adhesión de Ucrania podría no ser el mismo organismo regional que en la actualidad. Mientras Rusia y Ucrania se pelean por definir la frontera más oriental de Europa, en el oeste se está produciendo un feroz conflicto político sobre la propia definición de Europa.
En retrospectiva, la salida del Reino Unido de la UE en 2020 puede haber sido sólo un pequeño bache en comparación con lo que Europa afronta con la guerra en Ucrania, el reciente éxito de los partidos de extrema derecha en Italia y los Países Bajos, y la perspectiva de que, después de las próximas elecciones, un Parlamento Europeo significativamente más conservador podría, como mínimo, ralentizar el despliegue del Pacto Verde Europeo.
Y lo que es peor, una presión a ultranza de la extrema derecha podría incluso significar el fin de la Europa que durante tanto tiempo ha brillado en el horizonte como un ideal de color rosa verdoso. La extinción de la única historia de éxito constante de nuestra era -especialmente si Donald Trump también ganara las elecciones presidenciales estadounidenses de 2024- podría poner en entredicho la propia noción de progreso que está en el corazón de cualquier agenda progresista.
Los aliados de Orbán
Durante décadas, el incendiario holandés Geert Wilders, líder del Partido por la Libertad, de extrema derecha, ha acaparado regularmente titulares por sus escandalosas declaraciones y propuestas de prohibir totalmente el islam, el Corán y/o los inmigrantes. En vísperas de las elecciones parlamentarias de noviembre de 2023 en los Países Bajos, parecía que seguiría siendo un eterno segundón, con una previsión de voto total de entre diez y veinte puntos. Además de los obstáculos habituales, como la locura de su programa, se enfrentaba a una reputada fuerza política, Frans Timmermans, arquitecto del Pacto Verde Europeo y recién nombrado líder de la coalición de centroizquierda neerlandesa.
Sin embargo, para sorpresa de todos, el partido de Wilders superó las expectativas, liderando las elecciones con el 23% de los votos y duplicando con creces el número de escaños del Partido por la Libertad en el nuevo Parlamento.
Aunque los principales partidos europeos se habían mostrado históricamente reacios a formar gobiernos con la extrema derecha, algunos han optado ahora por hacerlo de forma oportunista. Los partidos de extrema derecha forman ahora parte de gobiernos en Suecia y Finlandia, y lideran coaliciones en Italia y Eslovaquia.
También Wilders quiere liderar. Incluso ha retirado un proyecto de ley de 2018 para prohibir las mezquitas y el Corán en un esfuerzo por cortejar a posibles socios. Este tipo de gestos hacia el centro también han caracterizado la estrategia de Giorgia Meloni, la jefa del partido de extrema derecha Hermanos de Italia, que restó importancia a sus raíces fascistas y se comprometió a apoyar tanto a la OTAN como a la UE para conseguir el respaldo centrista suficiente para convertirse en la actual primera ministra de Italia.
Pero ¿qué ocurre si ya no hay un centro político al que cortejar?
Ese es el caso de Hungría desde que Viktor Orbán asumió el cargo de primer ministro en 2010. Ha desmantelado sistemáticamente los controles judiciales, legislativos y constitucionales de su poder, al tiempo que marginaba a su oposición política. Tampoco tiene que comprometerse con el centro, ya que éste ha desaparecido de la política húngara, y él y sus aliados están ansiosos por exportar su modelo húngaro al resto de Europa. Peor aún, tienen un fuerte viento de cola. En 2024, la extrema derecha va camino de ganar las elecciones en Austria y Bélgica, mientras que el partido de extrema derecha de Marine Le Pen lidera las encuestas en Francia y la igualmente destemplada y antiinmigrante Alternativa para Alemania se sitúa en un sólido segundo puesto por detrás de centroderecha en Alemania.
No menos inquietante resulta el hecho de que el bloque Identidad y Democracia, que incluye a los principales partidos de extrema derecha franceses y alemanes, obtenga más de dos docenas de escaños en las elecciones parlamentarias europeas de junio. El bloque de los Conservadores y Reformistas Europeos, que incluye a los partidos de extrema derecha finlandeses, polacos, españoles y suecos, también obtendrá probablemente algunos escaños. Si se añaden los representantes no afiliados del partido Fidesz de Orbán, ese bloque podría convertirse en el más grande del Parlamento Europeo, incluso más que la coalición de centroderecha que encabeza actualmente las encuestas.
Estos acontecimientos no hacen sino alimentar las ambiciones transnacionales de Orbán. En lugar de ser el hombre raro en las votaciones sobre la ayuda a Ucrania, quiere transformar la Unión Europea con él mismo en el centro de un nuevo statu quo. «Bruselas no es Moscú», tuiteó en octubre. «La Unión Soviética fue una tragedia. La UE es sólo una débil comedia contemporánea. La Unión Soviética no tenía remedio, pero podemos cambiar Bruselas y la UE».
Con esta estrategia, Orbán sigue, a sabiendas o no, el libro de jugadas del Kremlin. El presidente ruso Vladimir Putin lleva mucho tiempo queriendo socavar la unidad europea como parte de un esfuerzo por dividir a Occidente. Con ese objetivo, forjó alianzas con partidos políticos de extrema derecha como la Lega italiana y el Partido de la Libertad austriaco para sembrar el caos en la política europea. Su cuidadoso cultivo de Orbán ha convertido a Hungría en el apoderado europeo de su país.
No toda Europa se ha subido al carro de la extrema derecha. En Polonia, los votantes expulsaron el año pasado al partido derechista Ley y Justicia, mientras que la extrema derecha perdió ampliamente en las últimas elecciones españolas. Además, los partidos de extrema derecha son difíciles de agrupar, y forjar un consenso entre ellos será sin duda difícil en cuestiones como la OTAN, los derechos LGBTQ y la política económica.
Sin embargo, ahora convergen en una cuestión clave. Antes discrepaban sobre si apoyar la salida de la UE, al estilo Brexit, o quedarse para luchar. Ahora, están a favor de una estrategia de toma de poder desde dentro. Y para que eso ocurra, se han unido en torno a dos cuestiones clave: el fortalecimiento de la «Fortaleza Europa» para mantener alejados a los que huyen del Sur Global y atacar frontalmente la piedra angular de la reciente política de la UE, la transición energética verde.
El destino del New Deal verde
En Alemania, la extrema derecha ha ido a por la bomba de calor. El año pasado, la campaña de Alternativa para Alemania contra un proyecto de ley para sustituir los sistemas de calefacción de combustibles fósiles por bombas de calor eléctricas impulsó al partido al segundo puesto en las encuestas (gracias a una exageración del coste de dichas bombas). La extrema derecha francesa también está en auge político, alimentada en parte por su oposición a lo que su líder Marine Le Pen, en un manifiesto publicado en 2022, denominó «una ecología secuestrada por el terrorismo climático, que pone en peligro el planeta, la independencia nacional y, lo que es más importante, el nivel de vida de los franceses». En los Países Bajos, Wilders y la extrema derecha se han beneficiado igualmente de la reacción de los agricultores contra las propuestas para reducir la contaminación por nitrógeno.
Un informe del Center for American Progress concluye que los grupos de extrema derecha europeos «tachan de elitistas las políticas medioambientales al tiempo que avivan la ansiedad económica y el nacionalismo, lo que erosiona la confianza en las instituciones democráticas y distrae aún más de las auténticas preocupaciones medioambientales». Los investigadores de la Universidad de Bergen (Noruega) son aún más contundentes: «Los partidos populistas de extrema derecha presentan la eliminación progresiva de los combustibles fósiles como una amenaza para los valores familiares tradicionales, la identidad regional y la soberanía nacional».
En otras palabras, la extrema derecha europea se está movilizando tras una segunda teoría del Gran Reemplazo. Según la versión inicial de esa teoría de la conspiración, que ayudó a una primera oleada de populistas de derechas a tomar el poder hace unos años, los inmigrantes conspiraban para reemplazar a las poblaciones autóctonas, en su mayoría blancas, de Europa. Ahora, los extremistas sostienen que la energía verde limpia está sustituyendo rápidamente a los combustibles fósiles que anclan las comunidades europeas tradicionales (léase: cristianas blancas). Este «fascismo fósil», como lo han denominado Andreas Malm y el Colectivo Zetkin, combina el extractivismo con el etnonacionalismo, y los blancos de derechas se aferran al petróleo y al carbón con tanta fuerza como Barack Obama acusó en su día a sus homólogos estadounidenses de aferrarse a las armas y a la religión.
Los creyentes en esta segunda teoría del Gran Reemplazo han demonizado el Acuerdo Verde europeo, que se dedica a reducir las emisiones de carbono en un 55% para 2030. El acuerdo global es una sofisticada política industrial diseñada para crear puestos de trabajo en el sector de las energías limpias que sustituirán a los perdidos por mineros, aparejadores de petróleo y trabajadores de oleoductos. Aunque se necesita con urgencia, el Acuerdo no es barato y por eso es vulnerable a las acusaciones de «elitismo».
Peor aún, la reacción contra el giro verde de Europa se ha extendido a los esfuerzos en el Parlamento Europeo para bloquear la reducción de pesticidas y debilitar la legislación sobre la reducción de envases. Como resultado de esta reacción, señala Politico, «el Pacto Verde cojea ahora, con varias políticas clave en el desguace». Un giro a la derecha en el Parlamento Europeo derribaría el Pacto Verde (e incluso haría leña del árbol caído), garantizando un nuevo calentamiento desastroso de este planeta.
La guerra de las ideas
La guerra en Ucrania parece girar en torno al territorio ocupado por Rusia, mientras que la lucha por el Pacto Verde Europeo gira en torno a la política y a la búsqueda por parte de la extrema derecha de un tema tan eficaz como el rechazo a los inmigrantes para congregar a los votantes. Sin embargo, en el centro de ambas luchas hay algo mucho más significativo. Desde Vladimir Putin en el Kremlin hasta Marine Le Pen en las barricadas reaccionarias de París, la extrema derecha lucha por el futuro mismo de los ideales europeos.
En sentido estricto, ese debate no es más que la última iteración de una vieja cuestión sobre si Europa debe hacer hincapié en la ampliación de su número de miembros o en una integración más profunda de la UE actual. Hasta ahora, el compromiso ha consistido en fijar un listón muy alto para la adhesión a la UE, pero concediendo generosas subvenciones a los pocos países afortunados que logran entrar en el club. Al dar la espalda a un vecino necesitado, después de haberse beneficiado enormemente de la generosidad de la UE desde la década de 1990, Hungría está desafiando ese principio básico de solidaridad.
Pero Orbán y sus aliados tienen en mente una misión mucho más radical: transformar la identidad europea. Ahora mismo, Europa es sinónimo de amplios programas sociales que incluso los partidos de derechas se resisten a considerar la posibilidad de desmantelar. La Unión Europea también ha impulsado el programa colectivo más importante del mundo para una transición energética ecológica. Y a pesar de algunas reacciones en contra, sigue siendo un espacio acogedor para la comunidad LGBTQ.
En otras palabras, la UE sigue siendo un faro para los progresistas de todo el mundo (a pesar de las reformas neoliberales que están rehaciendo regresivamente su espacio económico). Sigue siendo un espacio de aspiraciones para los países fronterizos de Europa que anhelan escapar de la autocracia y la pobreza relativa. También lo es para los habitantes de tierras lejanas que imaginan Europa como un arca de salvación en un mundo cada vez menos liberal, e incluso para los progresistas estadounidenses que envidian las políticas sanitarias e industriales europeas, así como su normativa medioambiental. El hecho de que las políticas de la UE sean también el resultado de una enérgica política transnacional ha servido de inspiración a los internacionalistas que desean una mayor cooperación transfronteriza para resolver los problemas mundiales.
A finales de los 80, cuando el Pacto de Varsovia se desintegró y la Unión Soviética empezó a desmoronarse, el politólogo Francis Fukuyama imaginó un «fin de la historia». El híbrido de la democracia de mercado, argumentaba, sería la respuesta a todos los debates ideológicos, y la Unión Europea serviría como el aburrido y burocrático punto final de la evolución política mundial. Sin embargo, desde la invasión de Ucrania, la historia no sólo ha retrocedido, sino que parece ir hacia atrás.
La extrema derecha está a la vanguardia de ese retroceso. Incluso mientras la UE contempla su expansión hacia el este, una revuelta interna amenaza con provocar el fin de la propia Europa, es decir, el fin del Estado de bienestar social liberal y tolerante, de un compromiso colectivo con la solidaridad económica y de su papel de liderazgo en la lucha contra el cambio climático. La batalla entre una Ucrania democrática y el autocrático petroestado ruso está, en otras palabras, íntimamente relacionada con los conflictos que se libran en Bruselas.
Sin una Ucrania vibrante y democrática, es probable que la frontera oriental de Europa con Rusia se convierta en una zona de «Estados nación» frágiles, divididos e incoherentes, con dificultades para acceder a la UE. Sin una izquierda poderosa que defienda las redes de seguridad social de Europa, los libertarios probablemente avanzarán en sus intentos de reducir o eliminar el Estado regulador. Sin el liderazgo de Europa, los esfuerzos mundiales para abordar el cambio climático se volverán peligrosamente más difusos.
¿Les suena? Esa es también la agenda de la extrema derecha en Estados Unidos, liderada por Donald Trump. Los impulsores de M.A.G.A., como las personalidades mediáticas Tucker Carlson y Steve Bannon, han estado tirando de Viktor Orbán, Geert Wilders y Vladimir Putin para enviar a Europa en espiral hacia el fascismo.
Cortos de recursos y de poder político, los progresistas siempre han poseído una mercancía a granel: la esperanza. El arco del universo moral es largo, profetizó Martin Luther King, Jr. hace tantos años, pero se inclina hacia la justicia. O quizá no. Quitemos el ideal europeo y, pase lo que pase en las elecciones presidenciales estadounidenses de este año, 2024 será el año en que la esperanza muera por última vez.
Foto de portada: Viktor Orbán (Shutterstock).