Israel, Estados Unidos y la retórica de la guerra contra el terrorismo

Maha Hilal, TomDispatch.com, 25 enero 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Maha Hilal es experta en la islamofobia institucionalizada en la guerra contra el terrorismo y lleva más de una década investigando, escribiendo y organizando contra ella. Como académica y organizadora que trata de desmantelar las estructuras de opresión, le apasiona conectar las diferentes luchas que afectan a las comunidades marginadas. Es directora ejecutiva fundadora del Muslim Counterpublics Lab y autora de Innocent Until Proven Muslim: Islamophobia, the War on Terror y Muslim Experience Since 9/11.  Sus escritos han aparecido en Vox, Al Jazeera, Middle East Eye, The Daily Beast, Newsweek, Business Insider y Truthout, entre otros.

En un artículo del New Yorker publicado cinco días después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la crítica e intelectual estadounidense Susan Sontag escribió: «Lloremos juntos. Pero no seamos estúpidos juntos. Unos jirones de conciencia histórica podrían ayudarnos a entender lo que acaba de ocurrir, y lo que puede seguir ocurriendo». El deseo de Sontag de contextualizar los atentados del 11-S fue un desafío instantáneo a las narrativas que pronto desplegaría el presidente George W. Bush, describiendo a Estados Unidos como un país de paz y, lo que es más importante, inocente de cualquier fechoría. Mientras que las estrategias retóricas que desarrolló para justificar lo que llegó a conocerse como la Guerra Global contra el Terror han continuado hasta nuestros días, no sólo fueron adoptadas con entusiasmo por Israel en 2001, sino que también se encuentran en el corazón de la justificación de ese país de la campaña genocida que se ha librado contra el pueblo palestino desde el 7 de octubre de 2023.

El 20 de septiembre de 2001, el presidente Bush pronunció un discurso ante el Congreso en el que compartió un argumento cuidadosamente construido para justificar una guerra sin fin. Estados Unidos, dijo, ha sido atacado porque los terroristas «odian nuestras libertades: nuestra libertad de religión, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de votar y reunirnos y discrepar entre nosotros”. En esa respuesta oficial a los atentados del 11-S, utilizó también por primera vez la expresión «guerra contra el terror», afirmando (de forma demasiado ominosa en retrospectiva): «Nuestra guerra contra el terrorismo comienza con Al Qaida, pero no termina ahí. No terminará hasta que todos los grupos terroristas de alcance mundial hayan sido encontrados, detenidos y derrotados».

«Los estadounidenses se preguntan», prosiguió, «¿por qué nos odian?». Y a continuación proporcionó un marco para entender los motivos de los «terroristas», excluyendo la posibilidad de que las acciones estadounidenses anteriores al 11-S pudieran explicar de algún modo los atentados. En otras palabras, situó a su país como una víctima inocente, empujada sin previo aviso a un «mundo post 11-S». En palabras de Bush: «Todo esto se nos vino encima en un solo día, y la noche cayó sobre un mundo diferente, un mundo en el que la propia libertad está siendo atacada». Como señaló más tarde el académico Richard Jackson, el uso por parte del presidente de «nuestra guerra contra el terror» constituyó «un discurso público muy cuidadosa y deliberadamente construido… específicamente diseñado para hacer que la guerra pareciera razonable, responsable e inherentemente ‘buena'».

Su lucha es nuestra lucha

Al día siguiente de los atentados del 11-S, el entonces primer ministro Ariel Sharon pronunció un discurso televisado a los israelíes en el que afirmó que «la lucha contra el terrorismo es una lucha internacional del mundo libre contra las fuerzas de las tinieblas que pretenden destruir nuestra libertad y nuestro modo de vida. Juntos, podemos derrotar a estas fuerzas del mal». En otras palabras, Sharon planteó la lucha de Israel en los mismos términos binarios que pronto utilizaría el presidente estadounidense, un marco del bien contra el mal, como forma de rechazar cualquier explicación alternativa de aquellos atentados contra el Pentágono y el World Trade Center de Nueva York en los que murieron casi 3.000 personas. Ese diciembre, Sharon respondió a un atentado en Jerusalén perpetrado por dos terroristas suicidas palestinos diciendo que lanzaría su propia «guerra contra el terror… con todos los medios a nuestro alcance».

El día del discurso de Bush del 20 de septiembre, Benjamin Netanyahu, que entonces trabajaba en el sector privado tras haber ocupado diversos cargos en el gobierno israelí, sacó provecho del discurso del presidente afirmando el apoyo entusiasta de Israel a Estados Unidos. En una declaración ofrecida al Comité de Reforma Gubernamental de la Cámara de Representantes, en la que subrayaba el compromiso de su país en la lucha contra el terrorismo, Netanyahu afirmó: «Estoy seguro de que hablo en nombre de toda mi nación cuando digo hoy que todos somos estadounidenses, tanto en el dolor como en el desafío”.

El «11-S» de Israel

Al igual que los atentados del 11-S «no hablaban por sí solos«, tampoco lo hicieron los ataques de Hamás contra Israel el 7 de octubre de 2023. Sin embargo, en declaraciones en una reunión bilateral con el presidente Biden once días después, el primer ministro Netanyahu comparó estratégicamente los atentados de Hamás con los del 11-S, utilizando términos resonantes para los estadounidenses que también permitían a Israel reivindicar su propia inocencia total, como había hecho Estados Unidos 22 años antes. En ese sentido, Netanyahu declaró: «El 7 de octubre, Hamás asesinó a 1.400 israelíes, quizá más. Esto en un país de menos de 10 millones de habitantes, lo que equivaldría a más de 50.000 estadounidenses asesinados en un solo día. Eso son veinte 11-S. Por eso el 7 de octubre es otro día que vivirá en la infamia».

Pero el 11-S no vive en la infamia porque realmente causara daños de algún tipo duraderos o definitivos a Estados Unidos o porque superara con creces la escala de otros actos de violencia masiva global, sino porque implicó a «estadounidenses como víctimas del terror, no como autores» y por la forma en que quienes dirigían el país lo retrataron como única y excepcionalmente victimizado. En palabras del profesor Jackson, el 11-S «se convirtió inmediatamente en icono como principal símbolo del sufrimiento estadounidense». La capacidad de reproducir sin cesar esa narrativa, al tiempo que se transformaba el 11-S en una fecha que trascendía el propio tiempo, sirvió a Israel como una poderosa lección sobre cómo comunicar el sufrimiento y una amenaza existencial omnipresente que podía ser utilizada como arma para legitimar futuras intervenciones violentas. Enmarcando los atentados de Hamás del 7 de octubre de forma similar como un símbolo del sufrimiento final y la amenaza existencial, Israel podría hacer lo mismo.

Dando a Israel una licencia más para la violencia estatal sin restricciones bajo el pretexto de una guerra contra el terrorismo, el presidente Biden, en declaraciones hechas en Tel Aviv, afirmó que «desde que este ataque terrorista… tuvo lugar, lo hemos visto descrito como el 11-S de Israel». Pero para una nación del tamaño de Israel, fue como quince onces de septiembre. La escala puede ser diferente, pero estoy seguro de que esos horrores han tocado… algún tipo de sentimiento primario en Israel, al igual que ocurrió y se sintió en Estados Unidos».

Cabe señalar que, si bien Israel desplegó rápidamente la retórica de la Guerra contra el Terrorismo el 7 de octubre y después de esa fecha, la militarización del lenguaje del terror no era en sí misma una novedad en ese país. Por ejemplo, en 1986, Benjamin Netanyahu editó y contribuyó a una colección de ensayos titulada Terrorism: How the West Can Win (Terrorismo: Cómo puede ganar Occidente) que hablaba de temas similares a los entretejidos en la narrativa de la guerra contra el terror de Estados Unidos. Sin embargo, al responder a los atentados de Hamás, la estrategia discursiva de Israel consistió tanto en capitalizar como en vincularse a los significados que Estados Unidos había popularizado y generalizado sobre los atentados del 11 de septiembre.

«Ataques «sorpresa

El poder de ese «sentimiento primario» se intensificó por la forma en que tanto Estados Unidos como Israel fingieron «sorpresa» por el hecho de que sus países fueran atacados, a pesar de las pruebas de amenazas inminentes que ambos conocían. Esas pruebas incluían un Informe Diario del presidente que Bush recibió el 6 de agosto de 2001, titulado «Bin Laden decidido a atacar Estados Unidos«, y la posesión por parte de funcionarios israelíes de un documento del plan de batalla de Hamás en el que se detallaba el posible ataque con un año de antelación.

Del mismo modo que Bush se refirió a los atentados del 11-S como una sorpresa, a pesar de varios años de conflicto con Al Qaida y Osama bin Laden (quien afirmó claramente que la violencia estadounidense en los países de mayoría musulmana era la motivación de los atentados), Netanyahu aseguró lo mismo tras los atentados de Hamás, ignorando el largo estrangulamiento de Israel sobre Gaza (y las zonas palestinas de Cisjordania). Dirigiéndose a los ciudadanos israelíes el día del ataque, Netanyahu afirmó que «estamos en guerra, no en una operación ni en asaltos, sino en guerra. Esta mañana, Hamás ha lanzado un ataque asesino por sorpresa contra el Estado de Israel y sus ciudadanos».

Al presentar el terrorismo como un peligro grave, sin parangón e impredecible, tanto Estados Unidos como Israel enmarcaron sus brutales guerras y respuestas exageradas como acciones necesarias. Y lo que es aún más problemático, ambos trataron de eludir la responsabilidad por actos futuros caracterizándose a sí mismos como coaccionados a las guerras que luego lanzaron. Netanyahu afirmó el 30 de octubre que «desde el 7 de octubre, Israel está en guerra. Israel no empezó esta guerra. Israel no quería esta guerra. Pero Israel ganará esta guerra».

Todas estas tácticas están destinadas a crear y perpetuar «un conjunto extremadamente estrecho de ‘verdades políticas’» (o falsedades, si se prefiere). Estas «verdades», arraigadas en la conciencia pública por Estados Unidos o Israel, pretendían determinar quiénes eran los «terroristas» (nunca nosotros, por supuesto), su naturaleza irracional, bárbara e incivilizada y, por tanto, por qué era necesaria una intervención, de hecho, una guerra a gran escala. Un objetivo retórico adicional era posicionar la narrativa dominante, ya fuera estadounidense o israelí, como una «interpretación natural» de la realidad, no una construida.

Israel se ha basado en ese marco para vender sistemáticamente una narrativa despolitizada de Hamás, que arraiga cualquier acto de violencia cometido en una oposición fundamental e irracional al Estado de Israel y un odio inherente al pueblo judío en contraposición al prolongado régimen de ocupación, apartheid y ahora genocidio de los palestinos. Hamás y otros actores no estatales son, por supuesto, siempre retratados como «impulsados por el fanatismo», como señalan Scott Poynting y David Whyte, mientras que la violencia estatal, por el contrario, «se presenta como defensiva, responsable, racional e inevitable, y no motivada por un sesgo ideológico particular o una opción política».

La amenaza del terrorismo y las equivalencias morales

En estos años, la violencia terrorista se ha convertido regularmente en un arma al servicio de la violencia estatal al concebir su amenaza como casi inimaginablemente peligrosa. Tanto Estados Unidos como Israel han representado el terrorismo como «catastrófico para la democracia, la libertad, la civilización y el modo de vida estadounidense [o israelí]», y como «una amenaza equiparable al nazismo y al comunismo».

Al igual que el argumento de Bush de que los atacantes del 11-S eran los «herederos de todas las ideologías asesinas del siglo XX» y que «siguen la senda del fascismo, del nazismo y del totalitarismo», Netanyahu instó a una movilización de los países de todo el mundo para eliminar a Hamás sobre una base similar. Para ello, afirmó que «al igual que el mundo civilizado se unió para derrotar a los nazis y se unió para derrotar al Dáesh, el mundo civilizado debe unirse para derrotar a Hamás.»

Los funcionarios estadounidenses suelen enmarcar la violencia de Estados Unidos en función de la bondad y superioridad inherentes al país. Por ejemplo, en septiembre de 2006, en respuesta a las críticas sobre la base moral de la Guerra contra el Terror, Bush dijo en una conferencia de prensa: «Si existe alguna comparación entre la compasión y la decencia del pueblo estadounidense y las tácticas terroristas de los extremistas, es una lógica errónea… Simplemente no puedo aceptarlo. Es inaceptable pensar que existe algún tipo de comparación entre el comportamiento de Estados Unidos de América y la acción de los extremistas islámicos que matan a mujeres y niños inocentes para conseguir un objetivo.

Cuando Bush hizo esas declaraciones, las invasiones y guerras de Afganistán e Iraq, así como otras operaciones «antiterroristas» en todo el mundo, llevaban años en marcha. Dado la escandalosa cifra de civiles ya asesinados, trazar una línea de demarcación entre Estados Unidos y los «extremistas islámicos» basándose en la matanza de mujeres y niños inocentes difícilmente habría sido posible (aunque cuando se trataba de los asesinados por los estadounidenses, el término de la época fue el demasiado deshumanizador de «daños colaterales»).

No ajeno a la utilización del lenguaje de las equivalencias morales, Netanyahu ha destacado repetidamente a las víctimas de los ataques de Hamás para distinguirlos de los de Israel. Por ejemplo, describió a Hamás como «un enemigo que asesina a niños y madres en sus casas, en sus camas. Un enemigo que secuestra a ancianos, niños y jóvenes. Asesinos que masacran y machacan a nuestros ciudadanos, a nuestros muchachos, que sólo querían divertirse en las fiestas». Pero, al igual que Estados Unidos, Israel ha matado a mujeres y niños a una escala sorprendentemente mayor que los actores no estatales con los que comparaban su violencia. De hecho, se cree que en los últimos 100 días de guerra Israel ha matado a más de 10.000 niños (y esas cifras sólo aumentarán si se incluyen los niños que ahora probablemente morirán de hambre y enfermedades en una Gaza devastada).

Los pájaros de retórica violenta se juntan en bandadas

En una reunión informativa en la Casa Blanca una semana después de los ataques de Hamás, Biden dijo: «Estos tipos hacen que Al Qaida parezca pura. Son pura… son pura maldad». Luego, casi tres semanas después de esos ataques del 7 de octubre, en una reunión con el presidente francés Emmanuel Macron, Netanyahu afirmó que su país estaba en «una batalla» con «el Eje del Mal liderado por Irán, Hizbolá, Hamás, los hutíes y sus secuaces.» Más de dos décadas antes, el presidente George W. Bush había pronunciado palabras similares, refiriéndose a Irán, Iraq y Corea del Norte como un «eje del mal», que se estaban «armando para amenazar la paz del mundo».

En cada caso, el «mal» al que se referían pretendía comunicar un deseo inherente e innato de violencia y destrucción, independientemente de las acciones de Estados Unidos o Israel. Como dice el refrán, el mal es como el mal se hace.

Como ha señalado la académica Joanne Esch: «Si nos odian por lo que somos y no por lo que hacemos, no ganaremos nada reexaminando nuestras propias políticas». En otras palabras, hagamos lo que hagamos, Estados Unidos e Israel pueden insistir en un nivel de superioridad moral al asumir esas batallas como los precursores del bien. Y es cierto que, posicionada como una batalla del bien contra el mal, la guerra total contra el terror estadounidense obtuvo, durante un tiempo, una especie de «sanción divina«, que Israel ha utilizado como modelo.

En respuesta a la reciente denuncia presentada por Sudáfrica ante el Tribunal Internacional de Justicia acusando a Israel de genocidio, un desafiante primer ministro Netanyahu tuiteó que su país continuaría su guerra de Gaza hasta que terminara. También mencionó una reunión que mantuvo con el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, en la que le dijo: «Esta no es sólo nuestra guerra, también es vuestra guerra».

Si el genocidio sobre los palestinos por parte de Israel, respaldado por Estados Unidos, ha revelado algo sobre el poder del discurso, es que la narrativa de la guerra contra el terrorismo ha demostrado ser notablemente duradera. Esto ha permitido a ambos Estados hacer uso de esquemas específicos que se construyeron y desplegaron en Washington para explicar los atentados del 11-S, y ahora para justificar una guerra genocida en un mundo en el que el «terror» se considera una amenaza eterna para las «democracias liberales».

En su libro Narrative and the Making of US National Security, Donald Krebs sostiene que, cuando se trata de política, el lenguaje «ni compite con la política del poder ni la complementa: es la política del poder». En este sentido, sigue siendo fundamental subvertir esas narrativas destructivas y omnipresentes para que países como Estados Unidos e Israel no puedan seguir manteniendo un dominio «necropolítico» a escala nacional o mundial, es decir, en palabras del historiador y teórico político camerunés Achille Mmembe: «el poder y la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir».

Foto de portada: Niños entre las ruinas de Rafah (UNICEF).

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