Julia Abusharr, CounterPunch.com, 15 febrero 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Julia Abusharr es una egipcia-palestina de 20 años que vive en Estados Unidos.
El 9 de febrero de 2024 saqué a pasear a la perra de mi familia por el parque. Era una actividad que me había propuesto empezar a hacer por mi salud mental y física. En nuestro recorrido, el sol había empezado a ponerse y estábamos rodeadas de otras personas. Juntas, solas o con sus perros. Tocando música, sentados en el lago, patinando, hablando. Viviendo. Al ver a todas esas personas diferentes, al contemplar la pequeña ventana de cada una de sus vidas que esa hermosa puesta de sol invernal les había proporcionado, me invadió una emoción que no había sentido en meses, tal vez incluso años. Era la sensación de poder percibir por fin, sin que me lo impidiera un pico de enfermedad mental o el estrés de acontecimientos personales, lo hermosa que era la vida. Que quizá por fin había llegado al punto en el que todo estaba bien. Tal vez fueran las endorfinas de ese largo paseo, pero esas emociones se habían ido acumulando desde que se inició el nuevo año. Empezaba otra vez con las clases del nuevo semestre en la universidad, me involucraba en más oportunidades fuera de mi rutina académica diaria e incluso estaba perdiendo peso. Todo parecía mejorar por primera vez en mucho, mucho tiempo.
Pero, mientras lidiaba con este ajetreo, pronto recordé la inimaginable brecha entre esta mejora en mi vida personal y los horrores que se perpetraban en Palestina. Por cada quince minutos que pasaba admirando cómo el cielo se oscurecía y dando mis pasos diarios, un niño de Gaza moría de enfermedad, hambre, frío, infección o asesinado por las bombas y los francotiradores israelíes. Estoy segura de que este momento de sombrío recuerdo y de toma de conciencia del genocidio continuado es el que innumerables personas han sentido infinitas veces en los últimos meses. La positividad pronto se vio superada por una complicada maraña de emociones y preguntas mientras intentaba lidiar con la situación que había perdurado incluso en este nuevo capítulo de mi vida.
Hasta ver a mi perra con su chaquetilla puesta me causaba dolor al saber que esa prenda se le negaba a seres humanos que se morían de frío en sus tiendas. ¿Tenía derecho a sentirme tan despreocupada? ¿Me lo merecía más que los palestinos que seguían asediados y sufrían más allá de lo comprensible? ¿Dónde debe trazarse la línea entre mi salud mental y el trauma colectivo mío y de mis aliados por todo EE. UU.? No quería detenerme y derrumbarme en ese raro momento de tranquilidad. Así que tomé la salida fácil y me lo guardé todo para más tarde. Tal vez lo escribiría en mi diario al llegar a casa o lo guardaría para hablar con mi terapeuta.
El 10 de febrero de 2024 me desperté y encendí el teléfono para ver la noticia de que Hind Rajab, la niña de seis años atrapada en un coche con seis de los miembros de su familia muertos, rodeada de francotiradores y tanques israelíes durante casi dos semanas, había sido finalmente encontrada. Muerta. Asesinada. Junto con los restos carbonizados de la ambulancia y sus ocupantes enviados a rescatarla.
Esta es nuestra realidad. Un ciclo infinito en el que inconscientemente empezamos a calmarnos y acostumbrarnos al estado de las cosas antes de que las noticias de la última atrocidad a manos de las fuerzas de la ocupación nos recuerden que esto sigue ocurriendo. Después de 129 días, las bombas siguen cayendo. Se sigue impidiendo la entrada de ayuda humanitaria en Gaza. Las fuerzas israelíes siguen intentando a duras penas rescatar a los rehenes en manos de Hamás. Las imágenes de las madres y los bebés de estos rehenes, supuestamente en peligro inminente por las personas que los retienen a pesar de que no hay informes de juego sucio, fueron pegadas por toda la ciudad, y difícilmente serán sustituidas por las imágenes de la niña gazatí atrapada y asesinada entre los cadáveres de los miembros de su familia.
Pero nos han obsequiado con otra masacre indescriptible, Netanyahu ha lanzado ya una «operación militar» en Rafah, adonde ha huido más del 80% de la población de Gaza. Y, sin embargo, el mundo quiere que olvidemos. Conglomerados de redes sociales como Meta restringen y eliminan las publicaciones sobre Gaza, los medios de comunicación vuelven a centrarse en las noticias de famosos, y el propio Joe Biden asume la actuación de desafortunado testigo de las prácticas de castigo colectivo de Israel cuando lo que está haciendo es contribuir directa y financieramente, legal y moralmente a ellas. Se acerca la temporada de impuestos, y debemos trabajar y calcular cuánto le debemos al gobierno que no hayamos pagado ya con nuestro infravalorado trabajo, sabiendo muy bien que los dólares que les enviamos pagarán los sueldos de los monstruos que celebran la muerte de niños. La Super Bowl ha llegado y se ha ido, apartando millones de ojos de las bombas que llueven sobre Rafah. Los negocios en Estados Unidos siguen como siempre, por mucho que pidamos a gritos que se detengan, que nos den la oportunidad de llorar las pérdidas de humanidad que se acumulan cada hora. Las ventas de San Valentín, los Oscar, los Globos de Oro, Taylor Swift, los productos de Apple, todo más de lo mismo.
Para los ciudadanos de naciones dirigidas por funcionarios explícitamente sionistas como Estados Unidos y el Reino Unido, la noticia del cadáver de Hind nos ha aplastado una vez más con una desesperación imposible y preguntas que apenas tenemos poder para responder. ¿Cómo hemos permitido que le ocurriera esto a esta niña? ¿Cómo les hemos fallado a los 13.000 niños que la precedieron? ¿Cómo hemos permitido que la carnicería continúe durante tanto tiempo? ¿Cómo nos atrevemos a vivir nuestras vidas ni siquiera un momento sin ser conscientes?
¿Qué estamos haciendo?
Por mucho que luchemos por la rendición de cuentas y la acción -en los medios de comunicación, en los tribunales, incluso en las calles-, nos gobierna una pandilla de belicistas decrépitos y seniles que han demostrado una y otra vez que no les preocupa la inviolabilidad de una sola vida humana que no coincida con sus intereses. Y están desesperados por adormecernos, como lo han hecho con todas las crisis domésticas que viven sus ciudadanos día tras día. Pero yo me niego. Y seguiré negándome, junto con los hermanos y hermanas y todos los que están en medio de este movimiento. Nos negaremos a ser insensibles, nos negaremos a llamar a esto normal, y nos negaremos a adherirnos a la moral y los criterios del opresor que ha cometido lo impensable durante más de 75 años.
Es la carga de los supervivientes vivir con todo lo que han pasado, y la carga de los testigos llevar el dolor de esos supervivientes, aunque sólo sea una fracción, a todas las partes del mundo que los escuchen, y no dejar que se calme nunca. Y ahora, en esta era de transmisión instantánea de vídeos y mensajes, todos nos hemos convertido en testigos. No podemos mirar a los niños sin recordar las imágenes que vimos de los restos de bebés aún más pequeños que ellos, ni a los animales, sin reflexionar sobre los civiles de Gaza dando lo último de su agua y comida a los demacrados perros callejeros, ni mirar al horizonte sin recordar a quienes se ven obligados a ver un muro en su lugar. Nunca miraremos estas cosas de la misma manera. Listas interminables de marcas, impuestos, escuelas, hospitales, ejércitos, tribunales mundiales, bancos, campus universitarios, ambulancias, misiles, bajas, excavadoras, tumbas, cadáveres.
Nunca deberíamos.
Creo que algún día cesarán los bombardeos. Pero aún está por ver si será tras una intervención mundial real o por voluntad propia de Netanyahu tras destruir cada centímetro de Gaza. Pero lo que he llegado a temer es que estemos luchando tanto sólo para sobrevivir a cada momento, para lidiar con lo que hemos visto y oído; que cuando la masacre finalmente se ponga en pausa, el alivio del silencio y la oportunidad de llorar nos dominará aún más que la censura y la demonización de nuestra causa. El genocida Joe seguirá intentando convencer al mundo de lo horrorizado que está ante Netanyahu, su socio en el crimen, por utilizar el dinero que le dio y el poder sobre los medios de comunicación que se aseguró y el alarmismo de los estadounidenses sionistas que alentó para cometer un genocidio, justo a tiempo para las elecciones de 2024. Y puede que estemos demasiado agotados, y demasiado rotos, para alzar nuestras voces más alto. Pero no podemos permitir que un alto el fuego sea nuestro punto de parada. Se ha perdido demasiado para que se conceda cualquier atisbo de perdón a las celebridades sin carácter que un día se disculparán tímidamente por su apoyo a las fuerzas ocupantes, a las marcas que publicarán una declaración de «inclusividad», a los presidentes de los gobiernos estudiantiles que afirmarán haberse preocupado por todos sus estudiantes mientras se producía el genocidio. Sé que la capacidad de perdonar es una virtud, tanto por motivos religiosos como en nombre de la salud mental. Pero sencillamente ya no hay posibilidad alguna de perdón.
Nosotros, los testigos, no podemos olvidar el dolor y el trauma que hemos visto, oído y soportado durante estos cuatro meses infernales. No después de un tratado de «paz», no después de que se retiren los bloqueos, nunca. Nada volverá a ser igual, y debemos asegurarnos de que todo el mundo lo sepa, por mucho que nos digan que nos centremos en otra cosa. Quieren convertirnos en una moda. Nuestros boicots, nuestras protestas, nuestras denuncias, nuestras publicaciones en las redes sociales. Pero Starbucks, McDonald’s, Burger King, Lays, Sephora, Zara, Dove… no deben nunca volver a ver nuestro dinero, y los sionistas y los moderados nunca deben volver a contar con nuestros votos. Ya me he enfrentado al hecho de que puede que no vea la tierra de mi padre y su familia liberada en mi vida, pero no puedo soportar la idea de que lo que estamos presenciando sea conocido como una entrada más en la lista de masacres del pueblo palestino. El pueblo de mi padre. Mi pueblo.
Soy consciente de que este artículo es mucho más pesimista que otros escritos mios. Quizá sea moralmente incorrecto rogar a la gente que me rodea que se aferre con fuerza al dolor que sentimos en este momento y no lo suelte nunca. Pero este es simplemente el punto en el que nos encontramos ahora. El punto en el que el bombardeo de Rafah ha comenzado mientras escribía esto, el punto en el que la gigantesca bandera israelí que cuelga del escaparate de la tienda por la que paso cada día yendo a clase se siente como una burlona declaración de inmunidad ante la justicia. Y el punto en el que todos nuestros sistemas financieros y legales nos han fallado de forma que lo más impactante que parece que podemos hacer es recordar todo lo que hemos presenciado. Es propio de la naturaleza humana desear que las heridas emocionales cicatricen y desaparezcan, pero, a estas alturas, todos esperamos que nunca lo hagan, porque sabemos que la sangre de los seres perdidos en Palestina nunca se secará, y los horrores nunca serán comprensibles. Cuerpos apilados en un camión de helados. Miles de personas hambrientas, sin harina con la que hacer pan. Un niño colgado de una pared, con las piernas destrozadas. Un bebé cubierto de ceniza; su mitad inferior desaparecida. Los gritos de Hind.
Lo hemos visto. Lo hemos oído. No olvidaremos. No perdonaremos.
Foto de portada: Hind Rajab (Maktoob Media).