Osama Makdisi, Middle East Eye, 1 marzo 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

El Dr. Osama Makdisi es catedrático de Historia y titular de la Cátedra del Rectorado de la Universidad de California Berkeley. University of California Press publicó en 2019 el libro más reciente del profesor Makdisi: Age of Coexistence: The Ecumenical Frame and the Making of the Modern Arab World. También es autor de Faith Misplaced: the Broken Promise of U.S.-Arab Relations, 1820-2001 (Public Affairs, 2010). Entre sus libros anteriores figuran Artillery of Heaven: American Missionaries and the Failed Conversion of the Middle East (Cornell University Press, 2008), que fue galardonado en 2008 con el Albert Hourani Book Award de la Middle East Studies Association, en 2009 con el John Hope Franklin Prize de la American Studies Association y en 2009 con el British-Kuwait Friendship Society Book Prize de la British Society for Middle Eastern Studies.
Antes de que la cuestión de Palestina se convirtiera en una preocupación ética global central para nuestro mundo contemporáneo, era un núcleo ético de la identidad árabe moderna. La tardía colonización sionista europea de Palestina fue una injusticia flagrante que unió a los árabes desde Marruecos hasta Arabia Saudí y más allá.
Traspasó las divisiones regionales, de clase, sectarias y religiosas. Por esa misma razón, la cuestión de Palestina también ha puesto de manifiesto un abismo en el mundo árabe entre los gobernantes dependientes de Occidente y sus poblaciones, que anhelan una autodeterminación y solidaridad significativas.
Este abismo ha aumentado enormemente durante la actual embestida israelí contra Gaza, que muchos consideran un genocidio.
Aunque la partición anglo-francesa del derrotado Imperio otomano en 1920 creó varios Estados árabes nominalmente independientes, o lo que los líderes imperiales británicos describieron como una «fachada árabe» para encubrir la realidad del dominio imperial británico, ni Gran Bretaña ni sus gobernantes árabes -a los que el historiador Arnold Toynbee se refirió como los «secuaces árabes» del colonialismo británico- fueron capaces de evitar la creciente hostilidad hacia el sionismo colonial en Palestina.
El sentimiento antisionista en todo el mundo árabe e islámico cristalizó tras el levantamiento de Buraq de 1929 y la revuelta árabe de 1936, ambos en Palestina.
Debido a la manifiesta injusticia del sionismo colonial en Palestina -que se basaba en privilegiar las aspiraciones sionistas europeas de crear un Estado judío, con un desprecio fundamental por la autodeterminación de la mayoría, que eran palestinos nativos-, los representantes de seis Estados árabes hicieron apasionados llamamientos contra la propuesta de partición de Palestina por parte de Occidente en las recién formadas Naciones Unidas en 1947.
Junto con un puñado de otras naciones, Egipto, Arabia Saudí, Yemen, Líbano, Siria e Iraq se opusieron enérgicamente a la evidente injusticia de conceder a una minoría de colonos, colonos y refugiados judíos, en su mayoría nacidos en el extranjero, más de la mitad de Palestina para crear un Estado judío a expensas de la población árabe nativa.
Luchar por Palestina
A pesar de su dependencia del poder británico o estadounidense y de sus propios intereses dinásticos y geopolíticos, los hachemitas prooccidentales de Jordania e Iraq y sus rivales, Arabia Saudí, así como Siria y Egipto, se sintieron obligados a movilizarse en mayo de 1948 para intentar impedir la colonización sionista de Palestina. A pesar de lo mal equipados y entrenados que estaban la mayoría de sus ejércitos, los Estados árabes enviaron verdaderos destacamentos militares para luchar en y por Palestina.
Aunque el rey Abdulah de Jordania colaboró en secreto con los sionistas para dividir Palestina, su ejército luchó contra ellos para impedir la caída de la Ciudad Vieja de Jerusalén. En un nivel básico, los árabes comprendieron colectivamente la amenaza existencial que suponía la creación de un Estado moderno, expansionista, occidental, colono-colonial, etnorreligioso y nacionalista en medio de ellos.
Tras la Nakba de 1948, el pedagogo árabe anticolonialista y laico Sati al-Husri reflexionó sobre cómo varios Estados árabes pudieron fracasar en su intento de derrotar a Israel. Su respuesta fue que se debió precisamente a que había varios Estados árabes. Su argumento fue que los Estados árabes reflejaron una política occidental de divide y vencerás, y la ausencia de unidad política árabe debilitaba inevitablemente la capacidad árabe no sólo de resistir al sionismo colonial, sino también de aspirar a una autodeterminación y soberanía significativas.
Entre los que lucharon en Palestina en 1948 y quedaron profundamente marcados por la experiencia de la derrota, emergiendo con una visión anticolonial, se encontraba el líder nacionalista egipcio y árabe Gamal Abdel Naser. Encabezó la revolución egipcia de 1952, y después desafió directamente al imperialismo occidental y a la pasividad oficial árabe construyendo el ejército egipcio, nacionalizando el Canal de Suez en 1956, apoyando los movimientos de liberación nacional en Argelia y Palestina, y ayudando a consolidar el Movimiento de Países No Alineados.
Naser hablaba y actuaba de forma desafiante. Más que ningún otro líder árabe, representó el momento anticolonial de la década de 1950. Encarnó lo que el filósofo Frantz Fanon denominó «las trampas de la conciencia nacional», que conducían a la consolidación del poder por parte de un líder poscolonial autoritario y al genuino deseo árabe de ser libre que impulsó, en un principio, esta conciencia nacional.
Naser comprendió la amenaza que el sionismo colonial suponía para la autodeterminación árabe y reconoció cada vez más la importancia de la cuestión de Palestina para el deseo árabe más amplio de una independencia y un desarrollo significativos.
La estremecedora derrota árabe de 1967 hizo perder a los árabes algo más que lo que quedaba de la Palestina histórica, con la conquista israelí de Cisjordania, Jerusalén Este, la Franja de Gaza, la península del Sinaí y los Altos del Golán. La guerra también les hizo perder a su líder nacionalista secular más inspirador, Naser, que pronto moriría en 1970. Además, perdieron su voz colectiva.
Des-arabización de los árabes
Aprovechando la caída de Nasser, Estados Unidos se esforzó por desarraigar el anticolonialismo árabe laico y fortalecer militarmente a Israel (al tiempo que hacía la vista gorda ante su programa de armas nucleares). Estados Unidos también trabajó sin descanso para aislar la cuestión de Palestina -y, por tanto, el destino de los palestinos- de cualquier apoyo concertado de los Estados árabes.
Estados Unidos sabía desde hacía tiempo que su apoyo abierto a Israel era el gran impulsor del sentimiento político antiestadonidense en la región, de la que quería petróleo y «estabilidad» prooccidental, no democracia. Así, ofreció a los árabes la pretensión de «imparcialidad», al tiempo que alentaba a las monarquías profundamente antidemocráticas, absolutistas y prooccidentales del Golfo a luchar contra una conciencia anticolonial centrada en Palestina.
Después de 1967, un memorando de investigación del Departamento de Estado insistía en que el fracaso árabe a la hora de convertirse en un «hombre moderno» democrático y secular tenía su origen en una mentalidad islámica arcaica supuestamente interna, y no en razones geopolíticas externas. El memorándum afirmaba que lo que se requería era, en esencia, «la des-arabización» de los árabes; es decir, hacerles aceptar los supuestos valores racionales de Occidente, que incluían su apoyo a Israel.
Lo que el memorando insinuaba claramente era que había que hacer que los árabes aceptaran la dominación de Israel sobre el pueblo palestino, rechazar el mito de la unidad árabe secular y someterse a la arquitectura estadounidense de hegemonía sobre Oriente Medio, rico en petróleo.
Un pilar de esta hegemonía dependía de Estados despóticos ricos en petróleo, como el Irán del Sha y Arabia Saudí; el otro pilar descansaba en Israel, al que se permitió iniciar su colonización de Cisjordania, Jerusalén Este, Gaza, el Sinaí y los Altos del Golán.
En la guerra árabe-israelí de 1973, Estados Unidos ayudó abiertamente al ejército israelí por primera vez. También fue la última vez que el mundo presenció una acción concertada de los Estados árabes para resistir militar y económicamente a Israel. Mientras los ejércitos egipcio y sirio intentaban recuperar sus tierras ocupadas, los Estados árabes productores de petróleo liderados por Arabia Saudí impusieron un embargo petrolero al Occidente filo-sionista.
Sin embargo, después de la guerra, uno tras otro, los Estados árabes importantes se alinearon con Washington, aceptando su papel subordinado dentro de una arquitectura estadounidense de hegemonía sobre Oriente Medio.
Las recompensas de la atención y los elogios occidentales eran demasiado tentadoras para los déspotas árabes, mientras que los costes de la guerra continua con Israel parecían demasiado elevados para que sus sociedades los soportaran. En 1978, Egipto, bajo la presidencia de Anwar Sadat, se convirtió en el primer Estado árabe en romper abiertamente con el consenso árabe en torno a Palestina.
Firmó un tratado de paz con Israel que abandonaba a los palestinos a su suerte bajo el colonialismo israelí y aceptó las humillantes condiciones israelíes para desmilitarizar el Sinaí. Camp David marcó la subordinación formal de Egipto a una política de Oriente Medio centrada en Israel, razón por la cual el Occidente liberal alaba a Sadat como un visionario y ha apoyado a los gobiernos autocráticos dirigidos por los exmilitares Hosni Mubarak y Abdel Fatah el-Sisi. En lo sucesivo, el ejército egipcio, equipado por Estados Unidos, se utilizaría casi exclusivamente para reprimir las propias aspiraciones democráticas de Egipto, y no para luchar contra Israel.
Hegemonía estadounidense
La invasión israelí del Líbano en 1982 consagró la nueva aquiescencia oficial árabe a la hegemonía estadounidense sobre la región. Durante tres meses, Israel asoló una capital árabe. Supervisó la mayor masacre de civiles palestinos de su historia moderna (antes de la actual guerra contra Gaza) en los campos de refugiados de Sabra y Shatila, después de que Estados Unidos negociara el exilio de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) a Túnez a cambio de la protección de los refugiados palestinos.
En resumen, Israel mató aquel verano a 20.000 civiles libaneses y palestinos. Pero los Estados árabes de la órbita de Washington, encabezados por Arabia Saudí y Egipto, se mantuvieron impotentes al margen. La invasión iraquí de Kuwait en 1990 aceleró la desintegración incluso de la pretensión de unidad árabe oficial. La expulsión masiva y punitiva de sus residentes palestinos por parte de Kuwait tras la guerra confirmó esta desintegración.
Cuanto más aumentaba la presencia militar estadounidense en el Golfo, más se amoldaban los Estados absolutistas del Golfo ricos en petróleo a una visión estadounidense cada vez más explícita de un nuevo Oriente Medio, con un Israel beligerante y sin remordimientos firmemente situado en su centro.

El presidente estadounidense Joe Biden escucha al primer ministro israelí Benjamin Netanyahu en Tel Aviv el 18 de octubre de 2023 (Brendan Smialowski/AFP)
Con la llegada del «proceso de paz» liderado por Estados Unidos en la posguerra fría de la década de 1990, los dirigentes de la OLP en el exilio, y luego la Jordania hachemita, también capitularon ante las exigencias estadounidenses e israelíes de tratados desventajosos. La nueva Autoridad Palestina creada por los Acuerdos de Oslo se convirtió en auxiliar del control militar de Israel sobre Cisjordania y Gaza ocupadas.
Mientras Israel inundaba los territorios ocupados de colonos judíos, violando descaradamente el derecho internacional, los Estados árabes se vieron reducidos a suplicar ineficazmente desde la barrera.
Tras abandonar toda pretensión de resistencia militar ante el colonialismo israelí, en 2002 los gobiernos árabes ofrecieron a Israel una paz completa a cambio de una solución de dos Estados basada en las fronteras de 1967. Israel rechazó de plano esta oferta, y los Estados árabes, en su mayoría prooccidentales, consintieron a su vez una política estadounidense basada en ignorar la cuestión de Palestina. Centrados en sus propios intereses dinásticos, relegaron la cuestión de Palestina a la irrelevancia.
Aceptar la derrota
El reconocimiento en 2017 por parte de Estados Unidos, bajo la administración del entonces presidente Donald Trump, de la anexión ilegal de Jerusalén por parte de Israel, y el posterior traslado de su embajada allí, ratificaron el desprecio oficial de Estados Unidos por el sentimiento popular árabe. Los subsiguientes Acuerdos de Abraham, firmados en 2020, confirmaron el propio desprecio de los gobiernos árabes hacia sus poblaciones reprimidas a cambio de diversos favores estadounidenses.
Estos acuerdos -en los que Marruecos, los EAU y Bahréin «normalizaban» las relaciones con un gobierno israelí fanático y totalmente impenitente que había explicado claramente sus intenciones de no reconocer nunca una autodeterminación palestina significativa- tipificaban el significado del «proceso de paz» dirigido por Estados Unidos, que vació cualquier sensación de necesidad de legitimidad popular árabe para la aceptación del sionismo colonial.
La política estadounidense de obligar a los árabes a aceptar la derrota parecía haber tenido éxito a nivel superficial. Pero se basaba en la ilusión de que los palestinos aceptarían su destino como pueblo colonizado a perpetuidad; de que los pueblos árabes simplemente olvidarían que Palestina era fundamental para su ética y su visión del mundo; de que el sionismo colonial podía imponerse en su forma más racista a los pueblos nativos del Oriente árabe; y de que el poder estadounidense e israelí eran irresistibles.
Estados Unidos convenció a los líderes árabes autoritarios de estas nociones y de que la República Islámica de Irán, y no Israel, era su principal enemigo, pero no convenció a los pueblos de la región.
El dominio estadounidense sobre el mundo árabe oficial -es decir, la mayoría de los Estados árabes que pertenecen a la Liga Árabe- acabó con la resistencia militar árabe formal a Israel. Pero también vio inevitablemente cómo el manto de la resistencia árabe al sionismo colonial era asumido por partidos no estatales, como Hizbolá y Hamás, y más recientemente los hutíes (conocidos oficialmente como Ansar Allah) en Yemen, después de que la OLP hubiera llegado al final del camino.
Estas organizaciones formaron un «eje de resistencia» respaldado por Irán, cuyas propias consideraciones geopolíticas e ideológicas le han inducido a apoyar activamente la resistencia militar a Israel. Los partidos islamistas han librado con éxito una guerra asimétrica contra Israel, y su desafío sostenido a la brutalidad israelí les ha granjeado un enorme apoyo popular, una popularidad que elude a los gobiernos árabes.
Han sido capaces de resistir una cantidad de bombardeos israelíes mucho mayor que la que jamás haya soportado ningún Estado árabe y, hasta ahora, han parecido mucho más capaces que cualquier ejército árabe convencional. Mientras que los ejércitos árabes de Egipto, Jordania y Siria capitularon ante Israel tras seis días en 1967, Hizbolá expulsó a Israel del Líbano en 2000, la primera vez que se liberaba un territorio árabe mediante la lucha armada.
Hizbolá soportó entonces un mes de implacable guerra israelí en 2006, para salir victoriosa y echar por tierra la idea de que Israel no podía ser derrotado. Hamás ha soportado hasta ahora casi 150 días de bombardeos israelíes indiscriminados y, sin embargo, en el momento de escribir estas líneas, sigue luchando.
Cuestión global
Hoy, a pesar de que el asalto genocida de Israel se retransmite en directo en todo el mundo, los principales Estados árabes no han llevado a cabo sanciones diplomáticas o económicas contra Israel, y mucho menos han enviado fuerzas militares para defender al pueblo palestino, como hicieron sus antepasados en 1948.
Mientras que países latinoamericanos como Brasil, Bolivia, Chile y Colombia han retirado a sus embajadores o han roto o reducido sus lazos diplomáticos con el Estado sionista, ni un solo Estado árabe que se haya «normalizado» con Israel lo ha hecho.
Estos Estados árabes actúan como si no tuvieran recursos, ni influencia, ni capacidad para hacer otra cosa que suplicar a los estadounidenses, que abrazan en voz alta y belicosamente el sionismo colonial y permiten la guerra contra Palestina.
Es más, estos Estados están ahora convencidos de que sus intereses se encuentran firmemente dentro del statu quo antidemocrático que incluye a Israel. En este sentido, estos Estados ya no ven a los palestinos como un pueblo afín que sufre una profunda injusticia, sino como un problema anacrónico que afecta a la estabilidad regional y obstaculiza la prosperidad económica.
En la Conferencia de Seguridad de Múnich, celebrada el 17 de febrero, mientras los palestinos eran bombardeados sin piedad por Israel en la asediada Gaza, el ministro e Asuntos Exteriores egipcio, Sameh Shoukry, se mostró de acuerdo con la exministra de Asuntos Exteriores israelí, Tzipi Livni, y fustigó a Hamás por su falta de representatividad y por estar fuera del consenso que pedía un «reconocimiento de Israel».
La reciente petición de Sudáfrica a la Corte Internacional de Justicia para detener el genocidio de Israel contra el pueblo palestino estuvo repleta de simbolismo. Pero también fue reveladora las reticencias de Egipto y Arabia Saudí -los supuestos líderes del mundo árabe- a apoyar firmemente la petición de Sudáfrica.
El 10 de enero, la Liga Árabe publicó una serie de tuits tardíos y superficiales en los que afirmaba que era «natural» apoyar a Sudáfrica. La reticencia oficial árabe constituye su propia acusación, pero también envía un mensaje claro al mundo: mientras que los pueblos árabes, desde Marruecos hasta el Yemen, no han aceptado la derrota y apoyan abrumadoramente la liberación de Palestina, los dirigentes árabes oficiales, despóticos y escleróticos, sí han abrazado la derrota en la cuestión de Palestina.
Esto satisface en gran medida a Israel y a Estados Unidos, justo cuando, irónicamente, Palestina se ha convertido de nuevo en una cuestión global.
Foto de portada: Desolación entre los escombros de la casa familiar destruida en un mortal ataque israelí, en Rafah, Franja de Gaza, el 9 de enero de 2024 (Reuters).