Jonathan Cook, Middle East Eye, 7 marzo 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Jonathan Cook es autor de tres libros sobre el conflicto palestino-israelí y ha ganado el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Sitio web y blog: http://www.jonathan-cook.net
Si uno lee los medios de comunicación del establishment, podría llegar a la conclusión de que Israel y sus más fervientes partidarios están librando una seria batalla para hacer frente a una aparente nueva ola de antisemitismo en Occidente.
En un artículo tras otro, se nos cuenta cómo Israel y los organismos de liderazgo judíos occidentales exigen nuestra preocupación, e indignación, por el aumento de los incidentes de odio antijudío. Organizaciones como la Community Security Trust en el Reino Unido y la Anti-Defamation League en Estados Unidos elaboran largos informes sobre el incesante aumento del antisemitismo, especialmente desde el 7 de octubre, y advierten de que es urgente actuar.
Sin duda que existe una amenaza real de antisemitismo y, como siempre, procede en gran medida de la extrema derecha. Las acciones de Israel -y su falsa pretensión de representar a todos los judíos- sólo contribuyen a avivarlo.
Este pánico moral es claramente interesado. Desvía nuestra atención de las pruebas acuciantes y demasiado concretas de que Israel está cometiendo un genocidio en Gaza, un genocidio que ha masacrado y mutilado a decenas de miles de inocentes.
En su lugar, desvía nuestra atención hacia tenues afirmaciones de una crisis de antisemitismo cada vez más profunda, cuyos efectos tangibles parecen limitados y cuyas pruebas son claramente exageradas.
Después de todo, el aumento del «odio a los judíos» es casi inevitable si se redefine el antisemitismo, como han hecho recientemente los funcionarios occidentales a través de la nueva definición de la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto, para incluir la antipatía hacia Israel, y en un momento en el que Israel parece, incluso para la Corte Internacional de Justicia, estar perpetrando un genocidio.
La lógica de Israel y sus partidarios es más o menos la siguiente: mucha más gente de lo habitual expresa su odio hacia Israel, el autoproclamado Estado del pueblo judío. No hay razón para odiar a Israel a menos que se odie lo que representa, es decir, a los judíos. Por lo tanto, el antisemitismo va en aumento.
Este argumento tiene sentido para la mayoría de los israelíes, para sus partidarios y para la inmensa mayoría de los políticos occidentales y los periodistas de carrera. Es decir: los mismos que interpretan los llamamientos a la igualdad en la Palestina histórica -«desde el río hasta el mar»- como las exigencias de un genocidio contra los judíos.
La cantante Charlotte Church, por ejemplo, fue acusada de antisemitismo por todos los medios de comunicación establecidos tras un «cántico propalestino» para recaudar fondos para los niños de Gaza que mueren de hambre por el bloqueo israelí. La canción ofensiva incluía la letra «From the river to the sea» (Desde el río hasta el mar), que pedía la liberación de los palestinos de décadas de opresión israelí.
El fin de semana, el canciller Jeremy Hunt volvió a sugerir que las marchas que pedían un alto el fuego eran antisemitas porque supuestamente «intimidaban» a los judíos. De hecho, los judíos ocupan un lugar destacado en esas marchas. Se refería a los sionistas que excusan la matanza en Gaza.
Del mismo modo, tras la aplastante victoria electoral de George Galloway «por Gaza» en Rochdale la semana pasada, un periodista de la BBC reprendió al exdiputado laborista Chris Williamson por utilizar la palabra «genocidio» para describir las acciones de Israel.
Al reportero le preocupaba que el término «pudiera ofender a algunas personas», a pesar de que la Corte Internacional de Justicia consideró plausible la acusación de genocidio.
Un fenómeno macabro
Pero la ambición de estos fanáticos de Israel es mucho más profunda que la mera desviación. Parece que los dirigentes israelíes y la mayoría de sus ciudadanos no se avergüenzan de su genocidio, como tampoco lo hacen sus patrocinadores extranjeros.
Si mis noticias en las redes sociales sirven de guía, la matanza de Gaza no desconcierta a estos apologistas, ni siquiera les hace reflexionar. Parecen deleitarse en su apoyo a Israel mientras el mundo observa horrorizado.
Cada cuerpo ensangrentado de un niño palestino, y la indignación que provoca en los espectadores, alimenta su arrogancia. Se atrincheran, no retroceden.
Parecen encontrar una extraña tranquilidad -incluso consuelo- en la ira y la indignación del público en general ante la extinción de tantas vidas jóvenes.
Es un reflejo muy preciso de la reacción de los propios funcionarios israelíes al veredicto de la Corte Internacional de Justicia de que existe un caso plausible de que Israel está cometiendo genocidio en Gaza.
Muchos observadores supusieron que Israel trataría de aplacar a los jueces y a la opinión mundial moderando sus atrocidades. No podían estar más equivocados. Al desafiar al tribunal, Israel se volvió aún más desvergonzado, como atestiguan su espantoso asalto al hospital Naser el mes pasado y su ataque letal contra palestinos que luchaban por alcanzar un convoy de ayuda la semana pasada.
Los crímenes de guerra de Israel –difundidos en todas las plataformas de las redes sociales, incluso por sus propios soldados– están aún más a la vista que antes de la sentencia de la CIJ.
Este fenómeno necesita una explicación. Parece macabro. Pero tiene una lógica interna que arroja luz sobre por qué Israel se ha convertido en una muleta emocional para muchos judíos, tanto dentro del país como en el extranjero, así como para otros.
No se trata sólo de que los judíos y no judíos que suscriben firmemente la ideología del sionismo se identifiquen con Israel. Es algo aún más profundo. Dependen totalmente de una visión del mundo -cultivada durante mucho tiempo en ellos por Israel y por sus propios líderes comunitarios, así como por los establishment occidentales que se dedican a la extracción de petróleo- que sitúa a Israel en el centro del universo moral.
Se han visto arrastrados a lo que más bien parece una secta, y una muy peligrosa, como revelan los horrores de Gaza.
Una maldición, no un santuario
La afirmación que han interiorizado -que Israel es un santuario necesario en una futura época de problemas frente a los impulsos genocidas supuestamente innatos de los no judíos- debería haberse derrumbado sobre sus cabezas en los últimos cinco meses.
Si el precio de la tranquilidad -de tener un refugio «por si acaso»- es la matanza y mutilación de muchas decenas de miles de niños palestinos y la lenta inanición de cientos de miles más, entonces no merece la pena conservar ese refugio.
No es un santuario, es una vergüenza. Es una mancha. Debe desaparecer para ser sustituido por algo mejor para los judíos y los palestinos de la región, «desde el río hasta el mar».
Entonces, ¿por qué estos partidarios de Israel no han sido capaces de llegar a una conclusión tan moralmente evidente para todos los demás, o al menos para aquellos que no están subyugados a los intereses de las instituciones occidentales?
Porque, como todas las sectas, los sionistas acérrimos son inmunes a la autorreflexión. No sólo eso, sino que su razonamiento es intrínsecamente circular.
Israel, la creación del sionismo, no está en absoluto preocupado por proporcionar una solución al antisemitismo, como profesa. Más bien al contrario. Se alimenta del antisemitismo y lo necesita.
El antisemitismo es su alma, la razón misma de la existencia de Israel. Sin el antisemitismo, Israel sería redundante, no habría necesidad de él como santuario.
El culto se acabaría, al igual que la interminable ayuda militar, el estatus comercial especial con Occidente, los puestos de trabajo, las apropiaciones de tierras, los privilegios y la sensación de importancia y victimismo final que permite la deshumanización de los demás, sobre todo de los palestinos.
Como todos los verdaderos creyentes, los partidarios de Israel en el extranjero -que se autodenominan orgullosamente «sionistas» pero que ahora presionan a las plataformas de las redes sociales para que prohíban el término por considerarlo antisemita, a medida que los objetivos del movimiento se hacen más transparentes- tienen demasiado que perder con la duda propia y la comunitaria.
La lucha contra el antisemitismo significa que nada más puede tener prioridad, ni siquiera el genocidio. Lo que, a su vez, significa que no se puede reconocer ningún mal mayor, ni siquiera el asesinato masivo de niños. No se puede permitir que ninguna amenaza mayor, por acuciante y urgente que sea, pase a primer plano.
Y para mantener la duda a raya, hay que generar más antisemitismo, más supuestas amenazas existenciales.
Racismo con nuevos ropajes
En los últimos años, la mayor dificultad a la que se ha enfrentado el sionismo ha sido que los verdaderos racistas -de derechas, a menudo en el poder en las capitales occidentales- han servido también como los aliados más fuertes de Israel. Han revestido sus ideologías racistas tradicionales -que en su día alimentaron el antisemitismo y podrían volver a hacerlo- con un nuevo ropaje: el de la islamofobia.
En Europa y Estados Unidos, los musulmanes son los nuevos judíos.

Niños palestinos desplazados esperan para recibir alimentos en Rafah, Franja de Gaza, 19 de febrero de 2024 (Mohammed Abed/AFP)
Eso es ideal para Israel y sus partidarios. Una supuesta «guerra civilizacional global» -cobertura ideológica para justificar la continua dominación occidental de Oriente Medio, rico en petróleo- siempre coloca a Israel, el perro de presa regional, en el lado de los ángeles, firmemente junto a los nacionalistas blancos.
Como Israel y sus apologistas no pueden desenmascarar a los verdaderos racistas y antisemitas en el poder, deben crear otros nuevos. Y eso ha exigido cambiar la definición de antisemitismo hasta hacerla irreconocible, para referirse a quienes se oponen al proyecto de dominación colonial en el que Israel está profundamente integrado.
En esta visión del mundo al revés, que prevalece no sólo entre los partidarios de Israel sino también en las capitales occidentales, hemos llegado a un sinsentido: rechazar la opresión de los palestinos por parte de Israel -y ahora incluso su genocidio- es supuestamente revelarse como antisemita.
Deshumanización de los palestinos
Esta fue precisamente la posición en la que Francesca Albanese, la relatora especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados, se encontró el mes pasado después de criticar al presidente francés Emmanuel Macron.
Como consecuencia, Israel ha declarado que le prohíbe la entrada a los territorios ocupados para registrar sus abusos contra los derechos humanos.
Pero, sobre todo, como señaló Albanese, nada ha cambiado en la práctica. Israel ha excluido a todos los relatores de la ONU de los territorios ocupados en los últimos 16 años durante su asedio a Gaza, por lo que no pueden ser testigos de los crímenes que protagonizaron el ataque del 7 de octubre.
El mes pasado, Macron hizo una declaración patentemente absurda, aunque promovida por Israel y tratada con seriedad por los medios de comunicación occidentales. Describió el ataque de Hamás contra Israel como la «mayor masacre antisemita de nuestro siglo«, es decir, afirmó que estaba motivado por el odio a los judíos.
Se puede criticar a Hamás por cómo llevó a cabo su ataque, como ha hecho Albanese: sin duda, sus combatientes cometieron muchas violaciones del derecho internacional ese día al matar a civiles y tomarlos como rehenes.
Exactamente el mismo tipo de violaciones, debemos señalar en aras del equilibrio, que Israel ha cometido día tras día durante décadas contra los palestinos obligados a vivir bajo su ocupación militar.
Los prisioneros palestinos, capturados por el ejército de ocupación israelí en mitad de la noche, recluidos en cárceles militares y privados de un juicio justo, no son menos rehenes.
Pero atribuir el antisemitismo como motivación de Hamás pretende borrar esas muchas décadas de opresión. Echa por tierra los mismos abusos a los que se enfrentan los palestinos y para cuya resistencia se crearon Hamás y las demás facciones militantes palestinas.
Ese derecho de resistencia ante la ocupación militar beligerante está consagrado en el derecho internacional, aunque Occidente rara vez lo reconozca.
O como Albanese señaló: «Las víctimas de la masacre del 7 de octubre no fueron asesinadas a causa de su judaísmo, sino en respuesta a la opresión israelí».
El ridículo comentario de Macron también echó por tierra los últimos 17 años de asedio a Gaza, un genocidio a cámara lenta que ahora Israel ha puesto en esteroides.
Y lo hizo precisamente porque los intereses coloniales occidentales -al igual que los intereses de Israel- deben racionalizar la deshumanización de los palestinos y sus partidarios como racistas y bárbaros en la búsqueda de Occidente de la dominación y el control de los recursos a la antigua en Oriente Medio.
Pero es Albanese, y no Macron, quien lucha ahora por salvar su reputación. Ella es la que está siendo calumniada de racista y antisemita. ¿Por quién? Por Israel y los líderes europeos que apoyan el genocidio.
Causa sagrada
Israel necesita el antisemitismo. Y armado con una absurda redefinición adoptada por los aliados occidentales que clasifica como odio a los judíos cualquier oposición a sus crímenes -cualquier rechazo a sus falsas afirmaciones de «autodefensa» mientras aplasta la resistencia a su ocupación y su opresión de los palestinos-, Israel tiene todos los incentivos para cometer más crímenes.
Cada atrocidad produce más indignación, más resentimiento, más «antisemitismo». Y cuanto más resentimiento, más indignación, más «antisemitismo», más pueden Israel y sus partidarios presentar al autoproclamado Estado judío como un santuario contra ese «antisemitismo».
Israel ya no es tratado como un Estado, como un actor político capaz de cometer crímenes y masacrar niños, sino como un artículo de fe. Se transforma en un sistema de creencias, inmune a la crítica o al escrutinio. Trasciende la política para convertirse en una causa sagrada. Y cualquier oposición debe ser condenada como maldad, como blasfemia.
Ese es precisamente el estado al que ha llegado la política occidental.
Esta batalla contra el «antisemitismo» -o, mejor dicho, la batalla que libran Israel y sus partidarios- consiste en darle la vuelta al significado de las palabras y a los valores que representan. Es una lucha para aplastar la solidaridad con el pueblo palestino y dejarlo sin amigos y desnudo ante la campaña de genocidio de Israel.
Es un deber moral derrotar a estos guerreros del «antisemitismo» y afirmar nuestra humanidad compartida -y el derecho de todos a vivir en paz y dignidad- antes de que Israel y sus apologistas allanen el camino para una matanza aún mayor.
Foto de portada: Simpatizantes pro-Israel protestan en Trafalgar Square, Londres, 14 de enero de 2024 (Henry Nicholls/AFP).
Un comentario sobre “De cómo la «lucha contra el antisemitismo» se ha convertido en escudo para el genocidio de Israel”