Eliza Griswold, The New Yorker, 21 marzo 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Eliza Griswold, colaboradora de The New Yorker desde 2003, escribe sobre religión, política y medio ambiente. Ha escrito y traducido cuatro libros de no ficción y poesía. Es autora, más recientemente, de «Amity and Prosperity: One Family and the Fracturing of America» (Amistad y prosperidad: una familia y la fractura de Estados Unidos), libro destacado por el Times en 2018 y elegido por sus críticos, por el que ganó el Premio Pulitzer de no ficción general en 2019. Griswold ha sido becaria de la Harvard Divinity School, la Universidad de Harvard, la Fundación Guggenheim y la New America Foundation, entre otras, y ha recibido varios premios, entre ellos el J. Anthony Lukas Prize, un PEN Translation Prize y el Rome Prize por su poesía. Su segundo libro de poemas, «If Men, Then«, se publicó en 2020. Actualmente es Escritora Distinguida Residente en la Universidad de Nueva York.
Justo al lado de la autopista bordeada de acacias que lleva a Doha, la capital qatarí, hay un complejo de apartamentos encalados de tres pisos, construido para acoger a los visitantes de la Copa Mundial de la FIFA 2022. Hasta hace poco, el cerrado recinto estaba desocupado. Sin embargo, en los últimos meses, como parte de un acuerdo que Qatar alcanzó con Israel, Hamás y Egipto para evacuar hasta mil quinientos heridos de Gaza que necesitaban atención médica urgente, ha empezado a llenarse. Los nuevos residentes son ochocientos quince evacuados por motivos médicos de la guerra en curso, junto con quinientos cuarenta y dos de sus familiares. La mayoría son mujeres y niños.
Una tarde de febrero, una treintena de niños correteaba por una gran parcela de césped artificial. Algunos iban en bicicleta o patinete. Uno llevaba un juego de palos de golf de la «Patrulla Canina». Los más pequeños empujaban a los más grandes en sillas de ruedas a velocidades preocupantes, chocando contra los sillones verdes y marrones que salpicaban la parcela de tierra artificial. A muchos les faltaban extremidades. Cuando los niños empezaron a pelearse con las niñas por quién tenía más espacio para jugar, unos trabajadores arrastraron hasta la plaza lo que parecía un arco iris desinflado. Se oyó un grito. Había llegado el entretenimiento de la tarde: un tobogán hinchable, junto con carritos de comida que ofrecían helado, chocolate caliente, palomitas, algodón de azúcar y falafel.
Entre los niños estaba Gazal Bakr, una niña de cuatro años que llevaba un chándal Adidas granate en miniatura, con la pernera izquierda metida en la cintura elástica. Saltaba furiosamente sobre su pierna derecha. Aunque el nombre de Gazal significa «hablar dulcemente» o «coquetear» en árabe, era impávidamente directa. «No me gustas», gritó al pasar junto a la silla de ruedas de su vecina de dieciocho años, Dina Shahaiber, que había perdido la pierna izquierda por debajo de la rodilla. Gazal, que acababa de despertarse de una siesta, tenía poco interés en el helado. En cambio, quería hacer lo que hacía casi todas las tardes: jugar al fútbol pateando el balón con el pie derecho y saltando tras él. «¡Dejad de hablar!», dijo a los voluntarios bienintencionados que cacareaban a su alrededor. «Hacéis que me duela la cabeza».
Gazal resultó herida el 10 de noviembre cuando su familia huía del hospital Al-Shifa de la ciudad de Gaza; la metralla le atravesó la pantorrilla izquierda. Para detener la hemorragia, un médico, que no tenía acceso a antisépticos ni anestesia, calentó la hoja de un cuchillo de cocina y cauterizó la herida. Al cabo de unos días, la herida supuraba pus y empezaba a oler mal. A mediados de diciembre, cuando la familia de Gazal llegó al Centro Médico Nasser -entonces el mayor centro sanitario de Gaza-, se había producido una gangrena que hizo necesaria la amputación a la altura de la cadera. El 17 de diciembre, un proyectil alcanzó el pabellón infantil del Nasser. Gazal y su madre vieron cómo entraba en su habitación, decapitaba a su compañera de doce años y provocaba el derrumbe del techo. (Múltiples noticias han descrito el suceso como un ataque israelí. El ejército israelí afirmó que el incidente podría haber sido causado por un mortero de Hamás o por los restos de una bengala israelí). Gazal y su madre consiguieron salir a rastras de entre los escombros. Al día siguiente, sus nombres se añadieron a la lista de evacuados que podían cruzar la frontera con Egipto y volar a Qatar para recibir tratamiento médico. La madre de Gazal estaba embarazada de nueve meses; dio a luz a una niña mientras esperaba el puente aéreo a Doha.
UNICEF calcula que un millar de niños de Gaza han quedado amputados desde que comenzó el conflicto en octubre. «Se trata de la mayor cohorte de amputados pediátricos de la historia», me dijo hace poco Ghasan Abu-Sitah, cirujano plástico y reconstructivo especializado en traumatología pediátrica. Me reuní con él en la sala de espera de su clínica de cirugía plástica de Harley Street, en Londres, y nos dirigimos a un pub cercano para tomar un vaso de agua. Abu-Sitah, palestino británico de 54 años, rostro anguloso y ojos tiernos y penetrantes, lleva treinta años tratando a niños supervivientes de la guerra en Iraq, Yemen, Siria y otros lugares.

Gazal en el patio de recreo del complejo
Abu-Sitah es autor de «The War Injured Child”, el primer libro de texto médico sobre el tema, publicado el pasado mes de mayo. En octubre y noviembre pasó cuarenta y tres días en Gaza, realizando operaciones de urgencia con Médicos Sin Fronteras. Viajó entre dos hospitales: Al-Shifa y Al-Ahli, también conocido como hospital baptista. El número de víctimas era tan elevado que, durante algunos periodos intensos, no salió del quirófano en tres días. «Parecía una escena de una película sobre la guerra civil estadounidense», afirma.
En Gaza, Abu-Sitah realizó hasta seis amputaciones al día. «A veces no tienes otra opción médica», explicó. «Los israelíes tenían rodeado el banco de sangre, así que no podíamos hacer transfusiones. Si un miembro sangraba profusamente, teníamos que amputarlo». La escasez de suministros médicos básicos, debida a los bloqueos, también contribuyó al número de amputaciones. Sin la posibilidad de irrigar una herida inmediatamente en un quirófano, a menudo se producían infecciones y gangrena. «Todas las heridas de guerra se consideran sucias», me dijo Karin Huster, enfermera que dirige equipos médicos en Gaza para Médicos Sin Fronteras. «Eso significa que muchos consiguen un billete para el quirófano».
Para señalar la gravedad de estos procedimientos, y para guardar alguna forma de luto, Abu-Sitah y otros miembros del personal médico colocaron los miembros amputados de los niños en pequeñas cajas de cartón. Etiquetaban las cajas con cinta adhesiva, en la que escribían un nombre y una parte del cuerpo, y las enterraban. En el pub, me enseñó una fotografía que había tomado de una de esas cajas, en la que se leía: «Salahadin, pie». Algunos niños heridos eran demasiado jóvenes para saber sus propios nombres, añadió, y contó la historia de un amputado que había sido rescatado de entre los escombros como único superviviente de un ataque.
El número de niños amputados conlleva implicaciones a largo plazo, me dijo Abu-Sitah, enumerando sus preocupaciones. Las fuerzas israelíes destruyeron la única instalación de Gaza para la fabricación de prótesis y rehabilitación, el hospital Hamad, inaugurado en 2019 y financiado por Qatar. El principal fabricante de prótesis infantiles, la empresa alemana Ottobock, está trabajando para suministrar los componentes necesarios a niños de hasta dieciséis años, con donantes en marcha para financiar el proyecto a través de su fundación. Sin embargo, la adquisición de prótesis es sólo el primer paso. «Los niños amputados necesitan atención médica cada seis meses a medida que crecen», explica Abu-Sitah. Como el hueso crece más deprisa que el tejido blando y los nervios seccionados suelen volver a adherirse dolorosamente a la piel, los niños amputados necesitan intervenciones quirúrgicas continuas. Según su experiencia, cada extremidad requiere entre ocho y doce operaciones más. Para hacer un seguimiento de esta cohorte, Abu-Sitah colabora con el Centre for Blast Injury Studies del Imperial College de Londres y el Global Health Institute de la Universidad Americana de Beirut; su objetivo es crear una base de datos de historiales médicos en la nube que pueda seguir a estos niños allá donde vayan. Durante el resto de sus vidas, estos amputados necesitarán respuestas sobre su historial médico. Abu-Sitah sabe bien cómo funciona esto: durante años, como cirujano traumatólogo pediátrico, ha estado recibiendo llamadas de sus antiguos pacientes.
Abu-Sitah, que había viajado recientemente a Qatar para hacer una consulta, recordaba haber conocido a un chico de catorce años que había perdido una pierna tras quedar atrapado bajo los escombros. Había pasado un día bajo los escombros sosteniendo la mano de su madre muerta. «Son personas vulnerables en medio de una tormenta», dijo.
Para llenar las horas vacías en el complejo, voluntarios y empleados del Ministerio de Desarrollo Social y Familia de Qatar estaban creando clases de arte, música y terapia deportiva para niños. Aun así, muchos residentes pasaban las tardes deambulando por el AstroTurf. Las mujeres llevaban a los niños a una mesa plegable donde un pintor de caras les dibujaba máscaras de Spiderman y banderas palestinas en las mejillas. Luego, las mujeres se acercaban a los puffs y los ponían en círculo, donde la mayoría se sentaba mirando a lo lejos, hasta que llegaba un niño llorando y reclamando atención.
En una tarde soleada, me recosté en los puffs con Iman Sufan, una voluntaria palestina de treinta y tres años que dirigía la terapia artística. Para animar a los niños a conectar con algo positivo, me dijo Sufan, les había pedido que dibujaran su lugar favorito de Gaza. Una niña de ocho años dibujó su casa, grande y feliz y, al lado, añadió un charco de sangre. Sufan me mostró una fotografía del dibujo y el pie de foto, que decía: «La guerra está destruyendo Gaza. Mi padre es un mártir. Mi abuelo es un mártir. Mi abuela es una mártir. Mi tío es un mártir. Mi primo es un mártir».
Mientras hablábamos, los niños, curiosos, se reunían a nuestro alrededor. Cuando un avión pasaba por encima, se quedaban quietos, mirando cómo trazaba un arco en el cielo. Esta reacción era habitual entre los niños que habían sufrido ataques aéreos, según me contó más tarde un psicólogo del complejo. Un grupo de adolescentes, que apenas sabían inglés, se inmiscuyeron en la conversación para plantear cuestiones políticas. Enumeraban los nombres de los líderes mundiales y levantaban las cejas, pidiéndome que les pusiera un pulgar hacia arriba o hacia abajo. «¿Biden?», preguntaban. «¿Blinken?» Pensé en lo improbable que era que chicos estadounidenses de su edad conocieran el nombre del secretario de Estado de Estados Unidos, pero, para estos niños, esas figuras parecían todopoderosas. A algunos no les apetecía hablar con una periodista estadounidense. «¡Masalama!», me gritó un chico llamado Ahmed, con la cara cubierta de cicatrices de metralla, mientras pasaba zumbando en un patinete. «¡Adiós!»
Los más pequeños se subían a nuestro regazo, exigiendo en árabe que Sufan tradujera sus historias. Me habían oído hacer preguntas a otros niños heridos y ahora querían tener su oportunidad. Muhanad, de ocho años, con dos dientes de conejo asomándole por la boca, había rodado sobre sí mismo en su silla de ruedas. Había perdido la pierna derecha al caerle encima un techo durante un ataque israelí, dijo, después de seguir a su padre en una salida para comprar azúcar. Pensó en voz alta que había cometido un error al salir de casa (su padre, dijo Muhanad, también había resultado gravemente herido). Estaba atrapado en Gaza, sin permiso para evacuar. Le pregunté qué era lo que más le gustaba de Qatar. «Me alegro de poder conocer en persona a la gente que me ayudó», dijo Muhanad, sonriendo. Juntó las manos delante del pecho formando un corazón.
Dina Shahaiber, la sufrida vecina de Gazal, de cuatro años, escuchaba desde su silla de ruedas. Vestida con un chándal de terciopelo a juego, en cuya manga se leía «Perfect«, balanceaba distraídamente el muñón izquierdo sobre el brazo de su silla de ruedas. «Si crees que esa historia es triste, tienes que oír la mía», le ofreció. Dina no recordaba cómo se lesionó, sólo que, al igual que Muhanad, creía que había sido culpa suya. «Si me hubiera quedado dentro aquel día», me dijo. Antes de perder la pierna, había sido en gran parte responsable de conseguir agua fresca para su familia, subiendo y bajando las escaleras para rellenar un gran depósito en el tejado. «Yo era la mano derecha de mi madre», dice orgullosa. «Mi tío me preguntó si podía cambiarme por su hijo. Pero ahora mi primo está muerto y yo he perdido la pierna. Me siento tan inútil ahora».

Gazal y una amiga se sientan juntas mientras su madre les sirve la comida.

Gazal y su hermanita Ailin.
Esa misma tarde, me reuní con la madre de Gazal, Ridana Zujara, de veinticuatro años y rostro aniñado, en el salón de azulejos blancos de su impoluto apartamento de dos dormitorios. El marido de Ridana, Bilal, y su hijo de tres años, Yusef, están atrapados en un campo de refugiados en Rafah. Para no preocuparse constantemente, Ridana, que rara vez sale del apartamento, friega los flamantes electrodomésticos de la moderna cocina. Sigue destrozada por la decisión que tomó de evacuar con Gazal y su hija recién nacida, Ailin, mientras su hijo seguía en peligro. «Yusef no entiende por qué me llevé a Gazal y le dejé atrás», dice. Volcó las sillas del comedor sobre la mesa del apartamento para barrer debajo y preparó los canapés cubiertos con mullidos edredones blancos.
Gazal jugaba en el suelo inmaculado del apartamento con Ailin, que ahora tiene tres meses, y observa desde su asiento de cochecito. Regordeta y del tamaño de una barra de pan, Ailin chillaba con buen humor bajo una manta rosa de Hello Kitty mientras Gazal parloteaba con una muñeca Barbie de pelo salvaje vestida de novia. Dobló la pierna izquierda de plástico de la muñeca por detrás y la paseó por el suelo a su derecha. «Ésta es Gazal cuando se case», anunció. Ridana protestó. No quería que Gazal convirtiera a la muñeca en una amputada. Le recordó que pronto tendría una pierna nueva, aunque a la niña de cuatro años le parecía casi imposible comprenderlo.
A veces, cuando Gazal se levantaba de la cama, intentaba usar la pierna izquierda que le faltaba y se caía. Esos momentos eran duros, decía Ridana, pero Gazal lloraba menos por su pierna que por su padre y su hermano. Preguntaba incesantemente a su madre cuándo iban a venir a Doha. «Nos dijeron que podrían venir cuando hubiera un alto el fuego», dijo Ridana, refiriéndose a los funcionarios qataríes. «Pero ¿cuándo será eso?».
En Rafah, Bilal y Yusef viven en una tienda de campaña cerca de la frontera egipcia. «Se están congelando», dice Ridana. No tienen señal telefónica en el campamento, así que, la mayoría de los días, Bilal camina durante horas para enviar a su mujer un vídeo de Yusef. En uno que me mostró Ridana, Yusef se llena los bolsillos de piedras, fingiendo que son dinero. En otro, yace sobre una estera de dormir embarrada, sin reaccionar. «Ha perdido mucho peso y tiene la cara amarillenta», murmura Ridana. Mientras observábamos, llegó un mensaje por WhatsApp de su hermana, que acababa de dar a luz en el campo de refugiados de Rafah. «Habibi, hermana mía, confío en Dios que estéis bien. Por favor, envíame fotos de las niñas. Las echo mucho de menos. ¿Estás en contacto con tu marido?». Rafah es peligroso, pero lo que más preocupa a la familia es el efecto que la separación de Yusef está teniendo en Ridana. Cuando trae bandejas de plástico negro con hummus y pita de los puestos de comida, deja la suya intacta. «¿Cómo puedo comer si mi hijo no tiene comida?», me pregunta.
Para las familias separadas, así como para quienes están atrapados en Gaza, las consecuencias de la crisis para la salud mental siguen aumentando. Durante los primeros meses del conflicto, el Programa Comunitario de Salud Mental de Gaza (PCSMG), la principal organización de salud mental de la Franja, dejó de funcionar. Hace dos semanas, en Rafah, reanudaron algunos de sus programas. «No podemos esperar más a que se produzca un alto el fuego para ocuparnos de la salud mental», me dijo recientemente por teléfono desde Rafah Yaser Abu-Jamei, psiquiatra y director del PCSMG. Abu-Jamei también está desplazado y vive en una tienda de campaña en Rafah. Él y un equipo de profesionales de la salud mental van a los campamentos para hablar con las familias y prestar primeros auxilios psicológicos. Trabajan con niños traumatizados, intentando ayudarles a identificar algún lugar cercano que sea seguro. «Si no podemos encontrar un lugar real, ayudamos a los niños a imaginar un lugar seguro», explica. También trabajan con padres desconcertados por el mal comportamiento de sus hijos y, con la ayuda de la Organización Mundial de la Salud, suministran medicamentos psicotrópicos a los adultos, aunque estos fármacos, como la mayoría de los demás, escasean.
Además de ofrecer tratamiento, el Programa Comunitario de Salud Mental de Gaza ha realizado estudios clínicos sobre el trauma entre los niños. Samir Quta, psicólogo que fundó el departamento de investigación del Programa en 1990, y ahora enseña en el Instituto de Doha, ha investigado temas como los sueños de los niños y la relación entre el trauma y el apego materno, así como los aspectos fundamentales del desarrollo de la resiliencia. «Las experiencias traumáticas no hieren necesariamente a los niños», me dijo Quta una tarde en su despacho de Doha. «Hay muchos factores que mitigan el trauma: la creatividad, la narración de historias y, sobre todo, el fuerte vínculo de un niño con su madre».
Aunque muchos de los residentes del complejo permanecen pegados a sus teléfonos inteligentes y a los grandes televisores de pantalla plana con que Qatar ha amueblado sus apartamentos, siguiendo las noticias que llegan de Gaza para conocer la suerte de sus familias, Ridana mantiene su televisor apagado por el bien de Gazal. «Ya ha visto muchas cosas traumáticas», me dijo Ridana. «Intento limitar lo que oye y ve».
Gazal rara vez habla de sus experiencias en Gaza. Ridana no la anima a ello. Sin embargo, su hija muestra signos de ansiedades y aversiones específicas. No se acerca a nadie vestido de blanco porque le recuerda al personal del hospital. Exige que Ridana duerma en su cama e, incluso dormida, no se separa de su madre. «No puedo ni ir al baño», dice Ridana.
Salsabil Zaeid, psicóloga que trabaja con niños y familias en el complejo, me dijo que esta hipervigilancia es habitual en los niños que han sufrido una pérdida extrema. Muchos de los niños amputados en Doha sufren «depresión, problemas de concentración, inquietud, náuseas, problemas para dormir, ataques de ansiedad, desesperanza», me dijo. «Lloran mucho y se sienten culpables», añade. Los niños sufren una forma de culpa del superviviente, porque, a diferencia de sus amigos y familiares, «han entrado en otro país y sus necesidades básicas están cubiertas».
Ridana había llevado a Gazal a la clínica de salud mental del recinto para ver si le vendría bien hablar con un terapeuta. Pero, en la cita, Gazal se derrumbó, llorando todo el tiempo y diciéndole a su madre que respondiera a las preguntas. «Le causó más dolor», dice Ridana. Recordó lo que el terapeuta le había dicho sobre el apego: que el vínculo materno era esencial para que Gazal pudiera curarse. Ridana dijo: «Por ahora, lo que necesita es a su mamá a su lado».
Foto de portada: Gazal Bakr en el pasillo del complejo de apartamentos de Doha donde vive actualmente (Samar Abu Eluf para The New Yorker).