Carta desde Roraima: La unidad de fuerzas especiales brasileñas que lucha para salvar la Amazonía

Jon Lee Anderson, The New Yorker Magazine,  1 abril 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Jon Lee Anderson, redactor en plantilla, empezó a colaborar con The New Yorker en 1998. Es autor de varios libros, entre ellos «Che Guevara: A Revolutionary Life”.

En un claro de la Amazonia brasileña, me encuentro con un grupo de hombres armados hablando de un vídeo viral de TikTok. El vídeo, grabado desde un helicóptero lleno de mineros ilegales, mostraba una vasta extensión de selva tropical, con un denso follaje que se extendía en todas direcciones. La única señal de habitación humana estaba debajo: un círculo de tierra rodeado de chozas en forma de abanico hechas de palos de madera y hojas de palmera. Era una maloca, un recinto tradicional de los yanomami, un grupo indígena que habita un territorio remoto en la selva tropical del norte de Brasil.

Mientras el helicóptero planeaba, cinco yanomamis entraron corriendo en el claro, mirando a los intrusos. Varios alzaron arcos y dispararon flechas. Los mineros soltaron una carcajada burlona. «Mirad a los caníbales», gritó uno de ellos. Otro dijo: «Vamos, lanza la flecha», antes de decir a sus amigos: «Vámonos de aquí». Salieron volando, gritando: «¡Montón de maricones!».

Para muchos espectadores, el vídeo era un raro documento de un encuentro con isolados, miembros de una comunidad yanomami que viven sin vínculos con el mundo exterior. Para los hombres armados con los que estaba, era una prueba: una pista potencial en una iniciativa de alto perfil, patrocinada por el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, para desalojar a miles de mineros ilícitos del territorio yanomami.

Los hombres -combatientes con equipo de combate y fusiles de asalto- pertenecían a una minúscula unidad de fuerzas especiales conocida como Grupo Especializado de Inspección, o G.E.F., por sus siglas en inglés. La mayoría de ellos llevaba el rostro cubierto; la minería en la selva tropical está cada vez más infiltrada por delincuentes violentos, lo que hace peligroso que revelen su identidad. El líder y cofundador del G.E.F. era Felipe Finger, un hombre enjuto de unos cuarenta años, con barba poblada. Finger es ingeniero forestal y su unidad depende del Ministerio de Medio Ambiente brasileño. Pero ha pasado gran parte de su vida adulta en operaciones armadas para proteger la naturaleza, y habla como un soldado, con frecuentes referencias a operaciones y objetivos y a neutralizar amenazas. La misión actual era conocida por las autoridades nacionales como Operación Libertad. Finger y sus hombres la llamaban Operación Xapirí, palabra yanomami que designa a los espíritus de la naturaleza.

El grupo formó un círculo mientras Finger exponía los objetivos del día. En un GPS, señaló un círculo amarillo que mostraba el lugar en el que los isolados habían sido acosados en el vídeo de TikTok, y luego puntos rojos, que representaban a los mineros, en un grupo irregular a su alrededor. Los mineros habían sido detectados a unas ocho millas de los isolados, lo que significa que habían penetrado peligrosamente en un ecosistema protegido. «Allá donde van, los mineros lo destruyen todo, sistemas fluviales enteros», dijo Finger indignado. «Y lo hacen a costa de estas personas tan vulnerables».

La Amazonia se enfrenta a muchas amenazas. La constante proliferación de redes de carreteras -legales e ilegales- trae consigo nuevos asentamientos, y las crecientes poblaciones humanas queman los bosques para despejar tierras para el ganado y los cultivos. La selva está sufriendo una sequía sin precedentes, y en Roraima, el estado donde se encuentra el territorio yanomami, los incendios provocados por la tala y la quema se han extendido sin control; este año han ardido más de seis mil kilómetros cuadrados, liberando grandes cantidades de carbono a la atmósfera. Pero la extracción de oro y casiterita, un mineral utilizado en electrónica, agrava los problemas medioambientales con singular ferocidad. Los asalvajados mineros, que utilizan excavadoras gigantes, dragas y mercurio, pueden devastar kilómetros de río y bosque en cuestión de días. Con el precio del oro por encima de los dos mil dólares la onza en el mercado mundial, se ha desatado una fiebre en la Amazonia, y la prospección ilegal representa más de la mitad del suministro de Brasil.

Los mineros ilegales del Amazonas están cada vez mejor equipados, con acceso a los sistemas Starlink que les permiten coordinar el trabajo y avisar de las redadas.

El equipo del G.E.F. viajaba hacia sus objetivos en dos helicópteros. Finger iba en cabeza, junto con otro de los fundadores de la unidad: Roberto Cabral, un hombre de aspecto juvenil de cincuenta y cinco años. Cuando encontraban una mina, su helicóptero entraba primero, por si había disparos.

Mientras los helicópteros se abrían paso por el bosque, Finger avisó por radio de que tenía «una situación». Seguimos las coordenadas de los G.P.S. hasta un recodo del río, donde su helicóptero había aterrizado en un banco de arena. Río arriba había un barco cargado de material y bidones de combustible, una lancha minera de suministro. Finger y varios de sus hombres se dirigieron hacia ella con las armas desenfundadas, pero sus ocupantes habían huido. Mientras nosotros mirábamos, los hombres del G.E.F. incendiaron la lancha y una columna de fuego surgió del agua.

Unos kilómetros río abajo, los helicópteros se detuvieron sobre una parcela de selva llena de cicatrices y un tramo de ribera excavado: una mina que el equipo había destruido en una operación anterior. No había indicios de que se hubiera reanudado la excavación, pero no muy lejos había señales de otro campamento de mineros: un montón de tiendas de plástico apenas visibles bajo las copas de los árboles. En un claro a la orilla del río, los mineros habían clavado en la tierra hileras de troncos cortados, una defensa de baja tecnología contra el aterrizaje de helicópteros. Finalmente, Finger encontró una forma de asentarse y sus hombres arrancaron los palos de la arena y los tiraron a un lado.

El equipo se desplegó y buscó mineros, pero no había nadie a la vista. Cuando el G.E.F. no puede atrapar a los garimpeiros, como se llama a los mineros ilegales, el objetivo es destruir sus campamentos y su equipo: excavadoras, aviones, balsas de dragado del tamaño de una casa utilizadas para excavar el fondo del río. El equipo no tardó en encontrar el pozo de la mina, una fea hendidura de agua fangosa con una bomba, una manguera gigante y una esclusa, junto con el motor de un camión que hacía las veces de generador. Con latas de combustible que habían dejado los mineros, rociaron la maquinaria y le prendieron fuego. Por si fuera poco, uno de ellos acribilló a balazos el generador.

Mientras algunos hombres montaban guardia y vigilaban las lindes del bosque, otros se movían por las tiendas y la zona de cocinas en busca de cualquier cosa que pudiera proporcionar una pista sobre quién controla las minas. (Algunas eran operaciones locales improvisadas; otras estaban dirigidas por sindicatos del crimen o inversores en la sombra de grandes ciudades). Luego amontonaron materiales inflamables y prendieron fuego al resto del campamento.

Mientras observábamos cómo se propagaba el fuego, una avioneta se alejó zumbando por encima de los árboles. Pertenecía a los mineros, dijo Cabral; debían de estar avisados de la llegada de la G.E.F. Señaló una antena rectangular blanca en un poste alto en el centro del campamento y dijo: «Starlink», el sistema portátil de comunicaciones por satélite de Elon Musk. Uno de los hombres golpeó el poste con un machete hasta derribarlo, y Finger rompió la antena y se llevó el módem. Los combatientes del G.E.F. están bien entrenados y equipados con imágenes por satélite, equipo de combate, fusiles de asalto y gafas de visión nocturna proporcionadas por el Departamento de Estado de Estados Unidos. Sin embargo, sus oponentes disponen cada vez más de recursos similares. La redada del día había destruido una instalación que podría haber dado empleo a una docena de mineros. Se cree que el número de personas implicadas en la minería ilegal en la Amazonia brasileña asciende a medio millón.

Durante cuatro años, el predecesor de Lula, Jair Bolsonaro, insistió en que la crisis de la selva tropical era un elaborado engaño. Bolsonaro, exmilitar de extrema derecha que abrazó a Donald Trump como aliado y modelo a seguir, sostenía que los defensores del medio ambiente y de los derechos de los indígenas formaban parte de una conspiración comunista-mundialista. Se presentó a la Presidencia prometiendo desmantelar las salvaguardas medioambientales, y sus partidarios le tomaron la palabra. Asumió el cargo en enero de 2019 y, en cuestión de meses, unos veinte mil garimpeiros trabajaban en tierras yanomami. A pesar de las súplicas de ayuda de los líderes yanomami y de la orden de un juez del Tribunal Supremo de expulsar a los mineros, Bolsonaro no hizo nada.

Lula, un veterano político de izquierdas que fue presidente de Brasil de 2003 a 2010, volvió a ocupar el cargo el año pasado, tras unas elecciones peligrosamente reñidas. Para entonces, los yanomami estaban sufriendo una crisis, con la malaria, el hambre y la desnutrición infantil extendiéndose ampliamente; cientos de niños habían muerto. Los foráneos cometieron un número creciente de violaciones y asesinatos, incluidos incidentes en los que mineros a bordo de lanchas motoras dispararon y lanzaron gases lacrimógenos a los yanomami cuando pasaban a toda velocidad por delante de una comunidad ribereña.

La crisis dio a Lula la oportunidad de presentarse como salvador, y en uno de sus primeros actos como presidente voló a Boa Vista, la capital de Roraima. Recorrió una clínica que trataba a pacientes indígenas, y en emotivas declaraciones posteriores culpó a Bolsonaro de «la negligencia y el abandono de los yanomami». Era «más que una crisis humanitaria», añadió. «Lo que vi fue un genocidio». Prometió acabar con la minería ilegal en tierras indígenas, al igual que había prometido, durante la campaña, lograr «deforestación cero» en la selva tropical para 2030. «El planeta necesita a la Amazonia viva», dijo.

Lula declaró la emergencia sanitaria y ordenó una ambiciosa serie de redadas para expulsar a los mineros. Tras el inicio de las operaciones, en febrero de 2023, aparecieron imágenes dramáticas de las fuerzas de seguridad irrumpiendo y destruyendo equipos, y de los mineros huyendo de la selva. En junio, Lula declaró la tierra yanomami «libre de minería ilegal». Poco después, su gobierno promocionó nuevas estadísticas que mostraban que la deforestación ilegal en la Amazonia se había reducido un 34% en seis meses.

El pasado agosto, en la ciudad de Belém, Lula presidió una reunión de jefes de Estado de la región y les pidió que se unieran a él para hacer realidad «un nuevo sueño amazónico»: un gran plan de conservación vinculado al desarrollo sostenible. Unos meses más tarde, en Dubai, con motivo de la conferencia anual sobre el cambio climático, Lula elogió los avances de Brasil en la conservación de la selva tropical y celebró su elección como sede de la cumbre en 2025.

Pero, a pesar de toda las palabras de Lula sobre un futuro verde, las operaciones a gran escala en Roraima duraron sólo unos meses. Las fuerzas armadas, que se habían unido a la iniciativa del año pasado sólo a regañadientes, dejaron de cooperar. Ni siquiera estaba claro cuánta lealtad podía esperar el nuevo presidente de los militares, un cuerpo mayoritariamente conservador que dirigió el país en dictadura de 1964 a 1985. Tras la toma de posesión, los partidarios de Bolsonaro lanzaron un caótico asalto al palacio presidencial, el Congreso y el Tribunal Supremo, y algunos policías y militares ayudaron a la turba. Posteriormente, Lula expulsó a los mandos del Ejército y de la policía que custodian la capital. Pero los militares siguen siendo considerados hostiles a Lula, por no hablar de la idea de los derechos indígenas.

Cuando visité Roraima, las autoridades afirmaron que los garimpeiros habían regresado al territorio yanomami. Algunos políticos no sólo acogían tácitamente a los mineros, sino que en algunos casos colaboraban con ellos. Para mucha gente en Brasil, el atractivo del dinero fácil superaba con creces las preocupaciones medioambientales. Incluso el juez que había intentado obligar a Bolsonaro a intervenir en la Amazonia, Luís Roberto Barroso, reconoció la persistencia del problema. «Hay una realidad ineludible», me dijo, «y es que tienes gente viviendo en la pobreza sentada encima de una enorme riqueza».

Boa Vista es una ciudad de casas de poca altura de medio millón de habitantes, situada a orillas del río Branco. Aunque Brasil cuenta con una compleja red de leyes para proteger la naturaleza, las comunidades de colonos encuentran inevitablemente formas de sacar provecho de los minerales y la madera de la selva tropical, y Boa Vista está en pleno auge. Las avenidas de nueva construcción están repletas de villas ostentosas, restaurantes y boutiques. En el centro se ha construido un parque acuático infantil junto a una playa artificial, decorada con enormes estatuas pintadas de colores de anacondas, jaguares, osos hormigueros y cocodrilos. Cerca de las oficinas del gobierno, una escultura modernista de piedra representa a un buscador de oro.

Los funcionarios locales no dejan lugar a dudas sobre su apoyo a la minería. En 2022, la asamblea legislativa del estado de Roraima promulgó una ley que prohibía destruir los equipos confiscados a los mineros ilegales dentro de su jurisdicción. Frente a la oficina del gobernador, un aliado de Bolsonaro llamado Antonio Denarium, mineros y ganaderos se reunieron para festejar con una barbacoa y un concierto, bajo una pancarta que decía «Garimpo es legal.» (El año pasado, tras la llegada de Lula al poder, el Tribunal Supremo de Brasil anuló la ley).

Consciente de las actitudes locales, el G.E.F. mantiene en silencio su presencia en Boa Vista. Cuando llegué, me dijeron que me registrara en un hotel y esperara. Casi una semana después, me llamaron para decirme que un coche sin matrícula me llevaría a reunirme con el equipo en una de las plataformas de lanzamiento de helicópteros que utiliza en la ciudad: una zona de césped amurallada en la sede regional de la policía federal. Alrededor del muro había carcasas oxidadas de helicópteros y aviones confiscados a los mineros en redadas anteriores. Un par de años antes, un grupo de indignados había protestado por las confiscaciones intentando incendiar un helicóptero del gobierno.

Los helicópteros de la G.E.F. nos llevaron más allá de los límites de Boa Vista, donde vastos ranchos de ganado sin árboles y granjas de soja se extienden en la distancia. En treinta minutos de vuelo a 200 kilómetros por hora, pudimos ver cómo las llanuras abiertas empezaban a dar paso al bosque, hasta que mi helicóptero aterrizó en un lugar donde la carretera asfaltada se convierte en pista de tierra roja. Era el punto de repostaje del equipo antes de buscar minas en territorio yanomami. Cerca de una granja, un brillante camión cisterna de acero estaba aparcado junto a un árbol de mango. El camión conducía varias horas desde Boa Vista cada mañana con escolta armada.

Durante las incursiones de la primavera pasada, el G.E.F. había podido repostar en una comunidad yanomami donde los militares mantenían un puesto avanzado. Pero, unas semanas antes de mi visita, la Fuerza Aérea había retirado repentinamente el depósito de combustible, sin ofrecer ninguna explicación. El acuerdo en la granja era provisional y parecía poco probable que durara. Uno de los agentes que se encargaban de la seguridad me dijo que unos hombres en una camioneta se habían acercado temprano esa mañana, habían hecho fotos del camión cisterna y de sus guardias, y luego se habían marchado.

A los pocos minutos de reemprender el vuelo, habíamos entrado en territorio yanomami: un ondulante manto verde, puntuado sólo ocasionalmente por las flores amarillo brillante de un árbol ipê. En lo más profundo de la selva, aterrizamos en una zona minera excavada. En un campamento bajo los árboles, encontramos una hoguera aún encendida. Estaba claro que los mineros no estaban lejos.

Los miembros del G.E.F. empezaron a quemar el campamento, vigilando las llamas para asegurarse de que no se propagaran. Mientras los hombres trabajaban, Finger se adentró silenciosamente en el bosque, como un perro de caza que ha captado un rastro. Quince minutos después, reapareció con una mujer a cuestas. Le explicó que había encontrado ropa interior secándose en un tendedero y una pila de tortitas calientes en el comedor, y supuso que la cocinera del campamento debía de estar cerca. La encontró escondida entre unos arbustos. Tenía unos cincuenta años, llevaba un vestido rosa y una bolsa llena de pertenencias. Parecía asustada.

Hablando entrecortadamente, les dijo a Cabral y a Finger que se llamaba Margarida. Era viuda y, tras la muerte de su marido, había tenido problemas para pagar el alquiler y comprar comida. Había llegado a la mina dos días antes, tras un largo viaje por el río, dijo, y no sabía nada de su funcionamiento, ni siquiera cómo se llamaban los mineros. Cabral, escéptico, le preguntó cuál era su salario. Ella dio una cifra que ascendía a unos cuatrocientos dólares al mes. Era una cantidad sospechosamente pequeña, pero las cocineras, invariablemente mujeres, eran las empleadas peor pagadas de las minas; las cocineras más jóvenes ganaban dinero extra como trabajadoras sexuales o eran obligadas a prostituirse.

Nadie puede precisar cuántos mineros han regresado al territorio tras las redadas del año pasado, o si nunca lo han abandonado, pero un ministerio del gobierno estimó recientemente el número en unos siete mil. Muchos de los que trabajaban en las minas eran lugareños empobrecidos que buscaban cualquier trabajo que pudieran encontrar; otros hicieron de ello una carrera. En un campamento, nos encontramos con el currículum de un hombre de treinta y siete años llamado José, que había sido dependiente en una tienda de repuestos de automóviles en Boa Vista y luego se trasladó a la ciudad de Manaos para trabajar en una zapatería. Su historial laboral legal terminó en 2016, presumiblemente cuando se dedicó a la minería ilegal. Finger hizo una distinción entre la gente como Margarida y la gente como José. «Estas personas más sencillas, el cien por cien están ahí para obtener beneficios económicos», dijo. «Pero muchos de los mineros están en esto buscando un mejor estilo de vida. Si pueden ganar cinco mil reales a la semana en las minas, ¿por qué iban a quedarse en la ciudad ganando mil o menos?».

Los pueblos indígenas que se involucraron en la minería tenían incentivos más complejos. Muchos estaban motivados por el miedo, algunos por la necesidad, otros por el atractivo de los bienes de consumo que ofrecían los mineros, incluidos licores, escopetas y nuevos iPhones. “Si un indígena fue cooptado por un criminal, ya sea simplemente para hacer la vista gorda o para participar directamente, es una señal de que el Estado fracasó”, argumentó Finger. “El Estado no está presente y los delincuentes lograron ocupar ese hueco. Y algunos indígenas, al no tener otra forma de ganarse la vida ahí, terminan involucrándose”.

El equipo del G.E.F. mostraba a veces preocupación por los mineros; cuando, durante una redad, encontraron medicamentos recetados, los arrojaron fuera de la zona quemada para que su dueño pudiera recuperarlos. Pero cuando le pregunté a Cabral si íbamos a llevar a la cocinera con nosotros, sacudió la cabeza. “Ella llegó hasta aquí”, dijo. «Ella puede salir sola». Me aseguró que la mayoría de los mineros adscritos al campamento estaban escondidos en el bosque y seguramente emergerían tan pronto como nos fuéramos. Con sus reservas de alimentos destruidas, tendrían que evacuar la jungla y emprender el viaje juntos.

Al regresar a los helicópteros, Finger se sentía frustrado. Esta mina había sido destruida poco antes. «Estuvieron quietos durante un par de meses», dijo. «Pero cuando vieron que las operaciones habían disminuido, regresaron y aprendieron a adaptarse a nuestras tácticas». Señaló un sendero ancho que iba desde la mina hasta el bosque. Era una pista para vehículos todo terreno, construida bajo la cubierta de árboles para impedir la detección desde el cielo. En su GPS, Finger midió nuestra distancia de los isolados. «Menos de cuarenta y ocho kilómetros», dijo. «Están muy cerca, considerando el alcance que algunos yanomami necesitan para cazar».

Durante cuatro décadas, la Amazonia ha existido en un estado de conflicto persistente, protegida por la ley federal pero amenazada por las personas que viven allí. De camino a Boa Vista, almorcé en Brasilia con Sydney Possuelo, quien había visto gran parte de esta historia de primera mano. Possuelo es un sertanista legendario, uno de los exploradores de la jungla que hizo los primeros contactos con personas aisladas. Comenzó a viajar al Amazonas hace seis décadas. Desde entonces, caminó miles de kilómetros a través de una jungla inexplorada, recibió flechazos y fue quien estableció el primer contacto con siete grupos indígenas. Ahora, con ochenta y tres años, ocupa una posición en la conciencia brasileña a medio camino entre Buffalo Bill y John Muir.

Nos reunimos en un restaurante al aire libre y nos sentamos afuera, a petición suya, hasta que un aguacero tropical nos obligó a entrar. Nos acompañó Rubens Valente, autor de “Los rifles y las flechas”, un libro autorizado sobre los movimientos de resistencia indígena. Valente, un hombre de cincuenta y cuatro años de voz suave, es uno de los pocos periodistas brasileños que han hecho carrera informando sobre el Amazonas y sus habitantes indígenas. Esta falta de atención de los medios es sintomática de una negligencia nacional más amplia, que es en parte resultado de la geografía. La selva tropical representa el 78% de la masa terrestre de Brasil, pero contiene menos del 15% de su población. Para los brasileños que viven fuera del Amazonas, puede parecer tan remoto y exótico como para los estadounidenses.

Cuando era joven, Possuelo trabajó para FUNAI, la agencia brasileña para asuntos indígenas. En aquellos días, se pensaba que los indígenas eran “indios salvajes” y el trabajo de Possuelo era iniciar el contacto para “domesticarlos”; el gobierno militar planeó abrir el “infierno verde” del Amazonas al desarrollo mediante la construcción de una carretera a través de él.

A principios de los años ochenta, Possuelo había comenzado a comprender que la exposición al mundo exterior era en gran medida desastrosa para los grupos indígenas. Muchos sucumbieron a las enfermedades; otros padecieron alcoholismo y explotación sexual, y sus bosques eran el objetivo de madereros y mineros sin escrúpulos. Algunos jefes vendieron el acceso a sus tierras y comenzaron a obtener ganancias propias.

En 1987, después de la caída de la dictadura de Brasil, Possuelo creó un departamento en la FUNAI que organizaba expediciones para confirmar la presencia de isolados, para proteger legalmente sus territorios, pero insistió en que se los dejara en paz a menos que iniciaran contacto. “La verdadera importancia de los isolados no está en su número”, me dijo Possuelo. «Está en sus idiomas, culturas y sociedades, de las que sabemos poco, y que hay que respetar». Una nueva constitución, instituida el año siguiente, contenía disposiciones para proteger las tierras indígenas. Poco después, Possuelo encabezó la demarcación del vasto territorio yanomami, un trozo de selva que se extiende por casi veinticuatro millones de acres (un área más grande que Portugal) a lo largo de la frontera con Venezuela.

En aquellos días, los yanomami eran uno de los grupos indígenas más apartados de Brasil; el contacto regular con el mundo exterior había comenzado apenas dos décadas antes. Hoy en día, unos treinta mil yanomami viven en la Amazonía brasileña. Distribuidos en unas trescientas comunidades, viven como siempre, en malocas que albergan grupos comunales de varias docenas de familias. Cazan, pescan y recolectan frutas en el bosque, y también cultivan algunos cultivos (plátanos, yuca, maíz) para su sustento.

El oro en los ríos yanomami ha sido un problema desde que los forasteros se adentraron en la jungla. Possuelo dijo que, a principios de los años noventa, había tal vez cuarenta mil mineros operando allí, pero que él y sus aliados habían expulsado a la mayoría de ellos. Aunque ahora era más difícil. Los indígenas estaban más involucrados en el comercio y los mineros estaban mejor equipados y más organizados. Quizás lo más grave, dijo, es que los militares no estaban ayudando a proteger a los yanomami. Las fuerzas armadas mantenían tres bases en el territorio, pero, dijo, no habían desplegado soldados para detener el tráfico fluvial ni habían utilizado sistemáticamente vigilancia aérea para impedir la entrada de los mineros. Los militares se habían opuesto a la creación del territorio yanomami desde el principio, explicó Possuelo; cuando estaba marcando sus fronteras, el comandante del ejército lo acusó de promover un “imperio yanomami” independiente que se extendía a lo largo de la frontera con Venezuela. Possuelo se rio al recordar las noticias que los militares habían orquestado para difundir la teoría de la conspiración.

Valente dijo que la visión de las fuerzas armadas sobre el Amazonas no había cambiado: “Los militares fundamentalmente no creen en la conservación. Piensan que es necesario que se desarrolle la naturaleza y lo ven inevitable”. Me mostró un libro titulado “La farsa yanomami”, publicado en 1995 por la editorial del ejército. La portada muestra a un hombre rubio y de piel clara sosteniendo una máscara con el rostro de un hombre yanomami con un tocado de plumas. El libro, escrito por un coronel del ejército, sostenía que los yanomami no eran una comunidad indígena real sino la invención de una camarilla internacional que pretendía apoderarse del Amazonas. Bolsonaro promovió la misma idea, acusando a Greenpeace y a celebridades ambientalistas como Leonardo DiCaprio de ser parte de este nefasto plan maestro.

Sin embargo, Possuelo también se mostró escéptico ante la campaña del actual gobierno y señaló que Lula había actuado después de que un juez de la Corte Suprema ordenara al gobierno destituir a los mineros. «El hecho es que al Estado brasileño nunca le han gustado los indios», afirmó. “A la izquierda no le gustan los indios, a la derecha no le gustan los indios y al centro tampoco le gustan los indios”.

Una tarde, mientras nos acercábamos a una mina desde el aire, un grupo de mineros aterrorizados salieron corriendo hacia el bosque. Uno de ellos cayó sobre un tronco, se puso de pie y echó a correr de nuevo. Mientras seguía su avance, algo me llamó la atención: dos guacamayos deslumbrantes se alejaban del alboroto. Después de aterrizar, encontré plumas de guacamayo, amarillas y azules, colgadas de una cuerda de un poste en el campamento. Cabral meneó la cabeza y dijo que los garimpeiros debieron cazar y comerse el pájaro. “Los animales mueren en silencio”, dijo con tristeza.

Para ser un servidor público, Cabral es inusualmente franco, al menos en Instagram, donde su cuenta está dedicada a denunciar la crueldad con los animales. En una publicación reciente, compartió una fotografía del loro mascota de alguien, con plumas verdes teñidas de amarillo. “Esto es maltrato”, escribió. “La pigmentación amarilla indica deficiencia nutricional. Un agente ambiental capacitado se daría cuenta y multaría al responsable”.

En el campamento, Finger le dijo a Cabral que había encontrado señales de un sitio activo en lo más profundo del bosque. Lo seguimos, avanzando silenciosamente por un sendero a través del bosque. A medida que avanzábamos, pudimos escuchar el ladrido de un perro. Finger exploró por delante, luego retrocedió sigilosamente y nos indicó que lo siguiéramos. En un claro había una choza de madera y una cocina, abandonados excepto por una perra negra con las ubres hinchadas que aullaba de angustia. Entonces oímos un peculiar chillido proveniente de una caja al lado de la choza. Cabral levantó una cubierta de plástico y dejó al descubierto una masa de cachorros de apenas unos días de edad que se retorcían. Cogió un par y los sostuvo, luego caminó hacia un estante donde los mineros habían estado secando carne de monte (tapir, supuso). Le arrojó un trozo a la perra, que empezó a devorarlo.

El equipo registró sus pertenencias, pero nadie echó gasolina ni amontonó materiales inflamables. ¿Iban a quemar el lugar? Yo pregunté. Los hombres no respondieron; miraban a Cabral, que mimaba a los cachorros. Finalmente, Finger ladró: «Vámonos». Mientras el equipo entraba, Cabral me dijo que saldrían intactos del campamento debido a los cachorros: “Podríamos sacarlos de la choza, pero la madre podría salir corriendo asustada y no poder encontrarlos después”. Uno de los hombres bromeó diciendo que, si hubiera habido un niño en el campamento en lugar de los cachorros, habrían quemado la choza. Cabral se rio y sacudió la cabeza, pero no protestó.

Al principio de su carrera, Cabral adquirió el apodo de Rambo, pero parecía más bien una broma. Había participado en patrullas armadas únicamente al servicio de la conservación de la vida silvestre, su pasión de toda la vida. Provenía de Juiz de Fora, una ciudad del interior de Brasil, y pasó su infancia inmerso en la naturaleza, viendo programas sobre vida silvestre y leyendo sobre animales. «Esto es todo lo que siempre quise hacer», me dijo. Obtuvo una licenciatura en biología y otra en ecología, luego se unió al IBAMA, una rama del Ministerio de Medio Ambiente que protege los ecosistemas amenazados.

Al trabajar en el Amazonas, Cabral se volvió cada vez más consciente de que los abusos ecológicos convergían con otros delitos: tráfico de armas, tráfico de drogas y homicidios. Pero el gobierno brasileño se enfrentó a estas cosas a través de un mosaico de burocracias federales y agencias policiales, sin ninguna fuerza que tuviera tanto el conocimiento científico como el entrenamiento de estilo militar necesarios. En 2013 Cabral obtuvo la aprobación para construir una unidad de guardabosques comprometidos con salvar el medio ambiente, por la fuerza si fuera necesario. Al año siguiente, recibió un disparo en el hombro cuando él y sus hombres sorprendieron a madereros ilegales en el bosque; volvió al trabajo en menos de dos meses.

Los miembros del G.E.F. son friquis de la biología que se encontraron portando armas: una pandilla de Cazafantasmas de la jungla. Reciben una formación intensiva, desarrollada por una unidad policial especializada que lucha contra el crimen organizado. “Hay cursos sobre armamento y tiro, supervivencia en entornos operativos, actividades verticales y operaciones aéreas”, dijo Finger. “Tuvimos un curso de entrada táctica, pero adaptado a nuestra realidad: ellos se enfocan principalmente en operaciones urbanas, mientras que nosotros nos enfocamos en áreas rurales y entornos forestales”. El IBAMA tiene dos mil ochocientos empleados, pero muy pocos solicitan la formación y menos aún la superan. De los aproximadamente veinte que probaron más recientemente, dijo Finger, sólo cuatro fueron aceptados.

Finger tenía el físico y el temperamento de un atleta nato. Al crecer en la ciudad de Cuiabá, en la zona agrícola de Brasil, había jugado al fútbol lo suficientemente bien como para considerar una carrera, pero terminó emulando a su padre, que dirigía el departamento de ingeniería forestal de la universidad local. Incluso trabajando en ecología, se sintió atraído por la acción. “Si me hubiera quedado en el fútbol, habría jugado a la ofensiva”, dijo riendo. Después de la universidad, encontró su camino hacia IBAMA y ayudó a establecer el G.E.F.

Los agentes del GEF destruyen un campamento minero, mientras una cocinera empleada allí rescata sus pertenencias.

Roberto Cabral, fundador del G.E.F., atiende a un cachorro descubierto en un campamento después de que los mineros huyeran.

La mayoría de los miembros de su equipo tenían títulos de posgrado en ciencias. Renato, un hombre musculoso de treinta y cuatro años con la cabeza rapada, se había especializado en ecología de peces. Durante las redadas, hacía gran parte del trabajo pesado, manteniendo un ritmo alegre mientras destruía el equipo minero; otras veces arreglaba motores. Alexandre, de cuarenta y ocho años y padre de dos niñas, había trabajado en un parque nacional y en la regulación pesquera antes de realizar el examen G.E.F. para el curso de entrenamiento. “Nunca imaginé trabajar con armas”, dijo, pero había demostrado una aptitud inesperada. Generalmente era un guardia que examinaba tranquilamente el bosque circundante con una pistola al hombro.

El único que no era científico era Marcus, un exabogado, de cuarenta y dos años, alto y esbelto, de modales tranquilos. En el cuartel general, en Brasilia, consiguió armas y municiones para el grupo; en el campo, a menudo era guarda. Creció en la provincia interior de Goiás y aspiraba a ser fotógrafo para revistas de skate, hasta que sus padres lo convencieron de ir a la facultad de derecho. A mitad de camino asistió a una ceremonia de la União do Vegetal, una secta cristiana que incorpora la ayahuasca en sus sacramentos. “Durante el canto inicial, dejé mi cuerpo”, recordó. “Comencé a ver la selva amazónica y me encontré caminando a través de ella en uniforme con un equipo, mientras los indígenas cantaban detrás de mí. Ese momento me llenó de alegría y allí descubrí la misión de mi vida”.

En Brasilia conocí a Lula en su oficina, una habitación espaciosa con una esquina con vista a la ciudad. Reconoció que su administración había permitido que la situación en Roraima volviera a deteriorarse. «Deberíamos haber hecho algo y no lo hicimos», afirmó. Sin embargo, parecía cauteloso a la hora de criticar a los militares, cuyo apoyo necesita para permanecer en el poder. Aunque admitió que las fuerzas armadas “podrían haber cometido errores”, dijo, “no creo que necesitemos señalar a alguien como responsable”. Todos los ministerios involucrados habían fracasado, sugirió: “Aquí en Brasil solíamos decir que un perro que tiene demasiados dueños morirá de hambre, porque todos piensan que el otro dueño le dio comida”. (También señaló que las fuerzas armadas habían realizado novecientas cuarenta misiones para distribuir ayuda a los yanomami, y que “ninguno arrojó cargamentos sobre la cabeza de nadie, como ha ocurrido en Gaza”).

Parte del problema de la vigilancia policial en el territorio era su enorme tamaño, afirmó. También estaba el hecho de que algunos de los mineros son venezolanos que cruzaron la frontera, lo que significaba que arrestarlos y hacer estallar sus barcos corría el riesgo de crear un incidente internacional. «Si enviamos al ejército a emprender tales acciones, podría enfrentar problemas», dijo.

El mayor problema, según contó Lula, era que Bolsonaro lo había dejado todo hecho un desastre. “Se desmanteló la maquinaria estatal, todo lo que tiene que ver con el cambio climático, todo lo que tiene que ver con los pueblos indígenas, todo lo que tiene que ver con la conservación del medio ambiente”, dijo. Bolsonaro había reducido el personal de guardabosques del IBAMA en un sesenta por ciento y había impuesto recortes similares en las agencias de asuntos indígenas y medio ambiente. Las agencias que trabajaban en la Amazonía fueron entregadas a militares archiconservadores. El Ministerio de Medio Ambiente fue entregado a un defensor de la desregulación, quien luego renunció tras ser acusado de participar en un plan de tala ilícita. (El ministro negó haber actuado mal.) El departamento de extensión indígena de la FUNAI acudió a un predicador evangélico que anteriormente había buscado grupos aislados para convertirlos. El director al que reemplazó, Bruno Pereira, continuó su trabajo de forma independiente. En 2022 fue asesinado, junto con un periodista británico llamado Dom Phillips, mientras investigaba intrusiones ilegales en el valle de Javari.

Durante los años de Bolsonaro, el G.E.F. luchó contra la interferencia política y durante un período de ocho meses estuvo confinado en la base. Ahora contaba con la bendición pública del gobierno, pero aún no contaba con el apoyo que necesitaba. Existían limitaciones molestas para realizar arrestos. “Si atrapamos a alguien en el acto de cometer un delito, podemos arrestarlo y llevarlo a la policía federal”, dijo Finger. Pero la ley brasileña hacía casi imposible encarcelar a los trabajadores mineros, por lo que el G.E.F. detuvo sólo a aquellos que tenían lo que Finger llamó “interés estratégico relevante”: personas de mayor rango en la estructura de mando, que rara vez están en el campo. «Si se trata sólo de un trabajador de la mina, lo identificamos, pero normalmente lo dejamos allí».

Los mineros eran descaradamente conscientes de los límites del G.E.F. En una incursión sobrevolamos un campamento en una colina boscosa, donde un hombre observaba alegremente mientras dábamos vueltas. Cabral explicó que probablemente había deducido, correctamente, que no teníamos ningún lugar donde aterrizar los helicópteros. La tecnología proporcionó otro tipo de cobertura. «Dondequiera que los mineros tengan Starlink, estamos en verdadera desventaja», me dijo Finger. «Pueden avisarse mutuamente de que se está realizando una redada en el territorio y pueden organizar mejor su trabajo».

Las pistas de aterrizaje en el bosque permiten a los mineros transportar equipos y escapar cuando los agentes se acercan.

Algunos miembros del G.E.F. sentían cada vez más que la administración de Lula estaba haciendo sólo lo necesario para preservar su imagen. “Hay pocas personas en este gobierno que realmente se preocupen por la conservación de la naturaleza”, me dijo uno. “Lula no es realmente un ambientalista; más bien está preocupado por la opinión pública internacional”. Cabral lamentó que, aparte de la crisis yanomami, se estuvieran ignorando soluciones obvias a los problemas ambientales. Si los aserraderos tuvieran las licencias y el control adecuados, por ejemplo, se reduciría enormemente la tala ilegal.

Por supuesto, dijo Cabral, las cosas habían mejorado desde la administración anterior. El IBAMA estaba siendo reconstruido y sus filas de guardabosques activos se habían ampliado ligeramente. Sin embargo, había aproximadamente ochocientos guardabosques responsables de todas las regiones de Brasil, incluido no sólo el Amazonas sino también los humedales del Pantanal y la inmensa costa atlántica. El país necesitaba al menos cinco mil más, dijo Cabral; sin embargo, los salarios eran miserables, y los guardabosques más experimentados no ganaban más que un novato en la policía federal. El propio Cabral ganaba unos dos mil quinientos dólares al mes. Aun así, no cambiaría de trabajo, afirmó: “Amo lo que hago”. Pero otros estaban perdiendo la paciencia; poco después de mi visita, los empleados del IBAMA y otras agencias ambientales comenzaron a protestar negándose a realizar operaciones de campo.

Cabral me dijo cuántos miembros tiene el G.E.F. Sólo lo hizo después de hacerme juramento de guardar el secreto. Era un número sorprendentemente bajo. Finger, que estaba escuchando, explicó: “Es difícil encontrar personas que quieran este tipo de vida. La gente quiere sentarse en un escritorio, trabajar unas horas y luego volver a casa”. Le pregunté a Cabral cómo tendría que ser de grande el equipo para expulsar a los mineros del territorio yanomami. “Con treinta y seis hombres podría hacer dos operaciones simultáneamente, lo cual sería ideal”, respondió. Seguiría siendo un equipo pequeño, pero con el tipo de respaldo adecuado, dijo, podría lograr mucho. Para abordar todos los puntos críticos de minería alrededor del Amazonas, supuso, el G.E.F. necesitaría al menos trescientos veinte hombres, muchas veces más de los que tenía.

Mientras caminábamos por el bosque en las incursiones, estábamos a la sombra de enormes árboles, y cuando salimos a los espacios despejados alrededor de las minas hubo una repentina explosión de calor. Los signos de la extracción eran siempre los mismos: tierra excavada, árboles talados y quemados, el suelo del bosque reducido a tierra desnuda. Los campamentos solían ser toscos: empalizadas de palos, cubiertas con lonas negras o azules, y cocinas abiertas llenas de ollas y latas de sardinas carbonizadas. En una mesa de comedor vi una Biblia, un soplete de acetileno con una botella de mercurio y un libro de suministros con una lista de aspirinas, ungüentos para las llagas y medicamentos para el estómago. En otro vi cartuchos de escopeta y un par de rifles de asalto negros. A menudo se percibía el olor de la comida cocinada y consumida cerca de agua estancada y de lugares donde la gente hacía sus necesidades.

En una mina, Finger dirigió la columna hasta el rastro de un vehículo todo terreno que se adentraba en el bosque y, cuando salimos del campamento, la luz se hizo más tenue y el estridular de las cigarras aumentó. A unos cientos de metros a lo largo del camino, dos disparos resonaron entre los árboles. Todos nos tiramos al suelo y esperamos tensos, hasta que llegó la noticia de que había sido Finger quien había disparado. Cuando lo alcanzamos, todavía estaba escaneando el bosque con su arma lista. Había visto a un hombre con un arma y había disparado antes de que su oponente pudiera hacerlo. El hombre había huido, aparentemente ileso.

En cierto modo, las redadas que Lula ordenó el año pasado sólo habían aumentado el peligro para Finger y sus hombres. La mayoría de los lugareños empobrecidos que trabajaban en las minas habían huido, y muchos de los que habían tomado su lugar estaban mejor armados y mejor financiados, a menudo porque estaban vinculados a grupos criminales. El más temible era un sindicato criminal con sede en São Paulo conocido como PCC, de una frase portuguesa que significa «Primer Comando de la Capital». El PCC, fundado en un anexo de la prisión conocido como Gran Piraña, se había convertido en la empresa criminal más grande de Brasil, con conexiones con la mafia de Calabria y una presencia significativa en el tráfico mundial de cocaína. La prospección de oro ofrecía a la banda tanto ingresos como oportunidades para lavar dinero de la droga.

A principios de 2023, el G.E.F. había llegado a Roraima y comenzó a recolectar información de inteligencia. “En tres meses ininterrumpidos actuando diariamente sobre el terreno, pudimos recopilar mucha información precisa sobre cómo el P.C.C. estaba operando”, dijo Finger. La pandilla suministró equipos y armas a los mineros, y también envió a sus miembros para supervisar y brindar seguridad. Vi un video, tomado por un hombre yanomami aterrorizado y susurrante, de hombres fuertemente armados subiendo por el lecho de un río devastado mientras él se escondía entre los arbustos a unos metros de distancia. Los pandilleros ayudaban a transportar oro fuera del territorio y en los asentamientos vendían drogas y dirigían redes de prostitución.

El 30 de abril, los miembros del G.E.F. se unieron a un grupo de policías federales de carreteras para asaltar un campamento ocupado por el P.C.C. “La operación se realizó durante el día, un domingo”, me dijo un agente involucrado. «Fue en helicóptero, la única forma de llegar quirúrgicamente al área». Una incursión en el río habría sido arriesgada: los mineros conocían mejor el terreno.

Los helicópteros que el IBAMA proporcionó para la misión no eran a prueba de balas, por lo que dejaron caer a los hombres y se marcharon lo más rápido que pudieron: “una infiltración muy rápida para evitar ser alcanzados”. Mientras la patrulla avanzaba por la jungla, se escucharon disparos desde fuera del camino varias veces. «Sabíamos que el riesgo de un enfrentamiento armado era real», dijo el agente. «Nos habíamos preparado para ello». Sin embargo, la primera ráfaga fue discordante: “Pensé: tenemos que aplicar las técnicas que hemos aprendido y volver con vida. Tenemos que cuidar de nuestras familias”. En los cursos de formación, dijo, “hay una campana que tocas cuando te rindes. En plena guerra no hay campana”.

Cuando cesaron los disparos, los agentes del gobierno estaban a salvo y cuatro delincuentes habían sido asesinados. Entre ellos estaba Sandro Moraes de Carvalho, un gánster conocido como el presidente, comandante del PCC en la zona. El tiroteo fue noticia nacional, llamó la atención sobre el Amazonas, y el ministro de Justicia de Brasil anunció que enviaría a más de doscientos oficiales armados. “Fue la acción más importante en la historia del G.E.F.”, me dijo Finger.

Finger evitaba hablar de sus misiones más peligrosas con su esposa. “No sé si ella no pregunta para evitar conocer los detalles, por razones psicológicas, pero ella no pregunta y yo no se lo cuento”, dijo. “Si mi madre lo supiera, no dormiría”. Pero mostró pocas reservas sobre el uso de la fuerza. “La idea de que grupos criminales puedan apoderarse del territorio y mantener como rehenes a los pueblos indígenas es más que una emergencia humanitaria: es una guerra”, afirmó. “Los pueblos indígenas son como nosotros, y tal vez mejores que nosotros. Pero sus vidas están siendo destruidas. El Estado debe intervenir, protegerlos y tratarlos como brasileños”.

Los yanomami no tienen un líder único, pero Davi Kopenawa, un chamán de unos sesenta años, es ampliamente reconocido como su representante ante el mundo exterior. Kopenawa, a quien a veces se hace referencia como “el Dalai Lama de la jungla”, tiene una casa en el bosque, pero pasa gran parte de su tiempo en Boa Vista, creando conciencia sobre las preocupaciones de su pueblo desde las oficinas de la Asociación Hutukara Yanomami.

Una mañana visité el recinto de la asociación, que daba al Río Branco y estaba asegurado con cámaras de vigilancia y un muro rematado con alambre electrificado de púas. Más allá de la puerta, encontré a Kopenawa inspeccionando una pequeña franja de jardín que se extendía entre el muro de seguridad y la casa, que estaba pintada de un gris institucional. Descalzo, en pantalones cortos y camiseta, Kopenawa tenía tapones de madera en los lóbulos de las orejas y un palo en la mano. Se quedó mirando con el ceño fruncido una hilera de pequeños arbustos que habían sido plantados recientemente junto a la pared. En un portugués entrecortado, refunfuñó: “Esto no es un jardín de verdad. Es el tipo de cosas que los blancos plantan para decir que les gustan las plantas”.

En un refugio en Boa Vista, los yanomami se reúnen para buscar ayuda.

Un parque acuático en Boa Vista, donde las ganancias de la minería y la tala en el Amazonas han ayudado a alimentar una nueva prosperidad.

En el interior de las paredes de su oficina colgaban fotografías de los yanomami, tomadas por algunos de los primeros visitantes: una visión de la vida antes de la incursión de los forasteros. Kopenawa se sentó en una silla y jugó con una pluma de guacamayo en su escritorio mientras hablábamos. Le pregunté si había pensado en ir con Lula a la conferencia sobre el clima en Dubai. Kopenawa agitó su bastón e hizo una mueca. «Eso es sólo para los blancos». Le agradaba Lula, dijo, pero Lula no comprendía toda la magnitud de lo que estaba sucediendo en el territorio yanomami. Ni siquiera había estado allí (sólo en Boa Vista, dijo en tono de reprimenda) y poco había cambiado desde que declaró la emergencia sanitaria. En un lugar, dijo Kopenawa, los mineros habían construido un camino directo a su tierra. En otro, rodearon una comunidad y arrasaron su bosque; ahora, algunos yanomami trabajaban para los mineros y se habían vuelto adictos a las drogas.

Kopenawa sugirió que los militares estaban siendo engañosos. «Simplemente vienen para que parezca que todo está bien», dijo. «Pero no están eliminando a los mineros, sino que los están apoyando». Me pidió que le pasara un mensaje al presidente: “Dígale a Lula que los problemas del pueblo yanomami no se han resuelto, que la minería ilegal continúa, que estoy preocupado por nuestros hijos. Dígale que delincuentes armados se han unido a los mineros y que la policía tiene miedo de ir allí”. Y añadió: “Lula ha viajado mucho por todo el mundo. Pero debería venir aquí, a nuestra tierra, que ha sido invadida. Nosotros también necesitamos su ayuda”.

Las autoridades locales fueron peores, dijo Kopenawa: “No les agradamos ni nos respetan. Lo único que quieren es explotar nuestra tierra y saquear nuestro bosque”. Había recibido amenazas de muerte, por lo que se había reforzado su muro de seguridad. La casa contigua a la de la asociación pertenecía a un influyente senador llamado Chico Rodrigues, quien, al igual que el gobernador del estado, era aliado de Bolsonaro. Rodrigues había sido noticia en 2020, cuando la policía federal allanó su casa como parte de una investigación sobre la malversación de fondos de ayuda por la COVID-19. Los agentes lo registraron y encontraron más de cinco mil dólares en efectivo brasileño escondidos en su ropa interior. Rodrigues había sido multado anteriormente por arrasar ilegalmente más de mil quinientas hectáreas de selva tropical y convertirlas en pastos para ganado, pero nunca pagó. (Ha mantenido su inocencia en ambos cargos).

De regreso a la calle, cuando me subí a un auto, una camioneta salpicada de barro se detuvo frente a mí. Un grupo de jóvenes de aspecto rudo se apeó y llamó a la puerta de seguridad de la casa de Rodrigues, un imponente lugar blanco de varios niveles que se alzaba sobre el recinto de la asociación. Cuando los mostraron, un hombre yanomami que iba conmigo en el auto susurró: “Garimpo”.

Cuando me reuní con Lula, me dijo que esperaba regresar a Roraima. «Es importante volver a ese punto», dijo, y añadió: «Tenemos la obligación humana de resolver este problema». A pesar de los crecientes problemas en la región, habló enérgicamente de sus planes. Su administración aprobó recientemente una medida de emergencia que asignó más de doscientos millones de dólares a esfuerzos en el territorio yanomami. “Vamos a contratar más policías federales”, dijo. «Vamos a contratar más fuerzas armadas». Para facilitar una respuesta más coherente, su administración había establecido un “centro de coordinación” multiinstitucional en Boa Vista, dirigido por uno de sus leales más cercanos; abrió a mediados de marzo. “Dentro de seis meses volverás a Brasil y tendremos una conversación diferente”, me aseguró Lula.

Marina Silva, ministra de Medio Ambiente de Lula, sugirió que sería difícil abordar todas las preocupaciones. Cuando visité su oficina, ella se estaba preparando para la última cumbre sobre cambio climático, donde aparecería junto a Lula. Parecía agotada. Silva, hija de un siringuero del Amazonas, es una mujer con gafas y una presencia etérea que ha pasado décadas liderando esfuerzos para salvaguardar la naturaleza de Brasil. Fue ministra de Medio Ambiente de Lula durante su primer mandato y, aunque logró luchar contra la deforestación, surgieron diferencias entre ellos sobre una serie de proyectos de infraestructura, que incluían una enorme represa hidroeléctrica y una carretera importante en la selva tropical. Finalmente renunció, alegando “la creciente resistencia de importantes sectores del gobierno y la sociedad”. Aun así, después de la calamitosa presidencia de Bolsonaro, había aceptado reunirse con Lula, con la esperanza de reparar el daño.

En su oficina, Silva eligió cuidadosamente sus palabras y dijo: “Ha habido algunos avances y también desafíos”. El primer avance de Lula, obviamente, fue el “restablecimiento de la democracia”. Inmediatamente después de asumir el cargo, recordó, firmó cinco decretos para proteger el medio ambiente. Sin embargo, su administración también había subastado derechos de perforación de petróleo y gas en casi doscientas áreas; se habla de que Lula podría autorizar la pavimentación de una carretera de quinientas millas de longitud a través de la selva tropical.

Una gran parte de las exportaciones de Brasil dependen de la agricultura y la extracción de recursos naturales, y la implementación de una política de “deforestación cero” requeriría reconstruir la economía. Silva reconoció que no existe “una clave mágica” para cambiar un modelo de desarrollo que tiene trescientos años. «Requerirá presión, políticas sostenidas y también inversión sostenida», dijo. A menos que el gobierno encuentre formas de brindar soluciones económicas a sus ciudadanos, sus planes estarán condenados al fracaso, sugirió. El único camino a seguir era ser “sostenible” y “crear una conciencia ambiental entre los brasileños”. En efecto, estaba hablando de un cambio revolucionario en la forma en que los ciudadanos de su país imaginaban sus vidas.

En la mañana de nuestra última incursión, la lluvia en la jungla era demasiado fuerte para volar, por lo que tuvimos que esperar a que pasara la tormenta en un nuevo punto de reabastecimiento de combustible: una granja ubicada más hacia el interior del bosque. El último lugar se había derrumbado; el propietario, presionado por sus vecinos garimpos, había dicho al equipo que repostara combustible en otro lugar. La nueva granja tenía una conexión Starlink y, cuando las lluvias amainaron, un piloto dijo que estaba seguro de que el administrador de la granja avisaría a los mineros de que íbamos a llegar.

Tenía razón: en el primer lugar objetivo, los garimpeiros se alejaban a toda velocidad en vehículos todo terreno cuando nos acercamos. Encontramos una cadena de minas, conectadas por senderos, con dos pistas de aterrizaje excavadas en el bosque. Un tramo de orilla del río de unos dos kilómetros de longitud había quedado destrozado y arruinado. Marcus, el exabogado, dijo que los miembros del G.E.F. se decían a menudo a sí mismos: «No pondremos fin a la degradación del Amazonas; sólo pospondremos el fin del Amazonas». Mientras caminábamos alrededor de una de las minas, confesó que temía que “la selva yanomami se volviera como Río, toda ella en manos de organizaciones criminales”.

A medida que los mineros invaden tierras yanomami, sus propiedades tradicionales son cada vez más vulnerables.

En nuestro vuelo de regreso, mi piloto, Franke, encontró una frecuencia de radio donde hablaban pilotos garimpos. Mientras escuchábamos, uno le dio sus coordenadas a otro. El copiloto de Franke los rastreó hasta una pista de aterrizaje en el bosque, a sólo unas pocas millas del nuevo punto de repostaje del equipo del G.E.F. Franke le pasó la información a Finger, en el otro helicóptero, y acordaron intentar interceptar el avión antes de que pudiera despegar.

Las leyes relativas a la interceptación de aviones son complejas. “Puedo incendiar pistas de aterrizaje clandestinas, pero no derribar aviones”, me dijo Finger. Los aviones descubiertos en tierra pueden ser destruidos o trasladados a Boa Vista, aunque no había forma de saber si estaban en buenas condiciones para realizar el viaje de forma segura. La mejor esperanza era detener a las personas a bordo. “Cuando logramos ponerle las manos encima al piloto, lo detenemos”, dijo Finger.

A medida que nos acercábamos a la pista de aterrizaje, el avión garimpo, un Cessna, despegó rápidamente, adentrándose más en territorio yanomami. Finger y Franke corrieron tras él, mientras el piloto del garimpeiro tomaba medidas evasivas: giraba bruscamente hacia la izquierda y luego descendía hasta que su avión casi rozaba las copas de los árboles.

Mientras el Cessna aceleraba sobre el bosque, lo perseguimos, escuchando a su piloto gritar por radio: «¡Está a mi espalda!». Pero el garimpeiro se mantuvo burlonamente delante de nosotros; como explicó Franke, la velocidad máxima de nuestro helicóptero era la misma que la del Cessna. Franke observó ansiosamente el indicador de combustible mientras volaba. Habíamos comenzado la persecución sin mucha más gasolina de la que necesitábamos para regresar a la base y la aguja bajaba rápidamente. Finalmente, Finger tuvo que despegarse, y poco después nosotros también. Mientras mirábamos, el avión se adentró en la jungla.

A pesar de este tipo de frustraciones, el equipo del G.E.F. mantuvo una resolución obstinada. Alexandre, el experto en pesca, me dijo: “En las zonas remotas donde trabajamos, nuestros esfuerzos tienen consecuencias: logramos detener la invasión. Aunque sea el trabajo de una pequeña hormiga, es posible ver el progreso”. Pero Finger describió sus esfuerzos como un juego de suma cero. Mientras el G.E.F. expulsaba a los mineros de Roraima, otros estaban invadiendo el territorio Kayapó y tierras protegidas Munduruku. Un asentamiento indígena llamado Sararé, en la frontera con Bolivia, era cada vez más preocupante. “La sensación de librar una batalla perdida es constante”, dijo Finger.

En una incursión, Franke desaceleró los rotores y trazó un amplio círculo sobre el bosque, indicándome que mirara por la ventana. Debajo de nosotros había un claro, con un círculo de cobertizos en el centro. Según el GPS de Franke, era la misma maloca sobre la que los mineros habían sobrevolado dos semanas antes, aterrorizando a los isolados en el video de TikTok. Ya no había señales de vida; la maloca parecía abandonada.

Mientras nos alejábamos, Franke volvió a señalar hacia abajo. Pude ver un río, con sus orillas fangosas excavadas y perforadas, con brillantes charcos de agua estancada: los signos de una operación minera. Le pregunté a qué distancia estábamos de la maloca. “1,7 kilómetros”, dijo. La mina estaba desierta y los mineros se habían ido, por ahora. Pero al parecer también lo habían hecho los yanomami.

Foto de portada: El G.E.F. quema campamentos mineros como parte de una larga contraofensiva contra la depredación medioambiental. «Allá donde van, los mineros lo destruyen todo», afirma Felipe Finger, líder de la unidad. (Todas las fotos del reportaje son de Tommaso Protti para The New Yorker.)

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