Para los asesinos en serie israelíes de TikTok, es un placer infligir terror racial en Gaza

Sahar Ghumkhor, Middle East Eye, 8 abril 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Sahar Ghumkhor es una académica residente en Australia. Su investigación explora las intersecciones entre racismo, violencia política y psicoanálisis. Es miembro fundador del Observatorio de Australia sobre la Islamofobia.

La escena del genocidio es a menudo la de la víctima de la violencia desnuda y completamente deshumanizada por un estado de encarcelamiento, violación, desmembramiento, inanición y tortura.

En Gaza, esas imágenes son incesantes y te atrapan en una desesperación ineludible: mutilaciones, cadáveres en descomposición, aniquilación de familias enteras, bolsas llenas de partes de cuerpos de seres queridos, padres desconsolados en estado de angustia, niños traumatizados, moribundos y hambrientos, madres que gritan desesperadas; fragmentos de pesadilla de la creciente magnitud de la pérdida tomados de escenas apocalípticas del siglo XXI. 

No hay escasez de imágenes de los horrores que se están produciendo: los palestinos están ofreciendo al mundo imágenes de su genocidio, pero cada día hay un nuevo nivel de criminalidad brutal. Y ninguna imagen o palabra institucional -«terrorismo», «guerra», «violaciones de los derechos humanos», o incluso «genocidio»- puede captar adecuadamente la profundidad de estas atrocidades, o permitirnos comprenderlas. Ni deberían.

A falta de rendición de cuentas, estas escenas son en cambio provocaciones -afirmaciones comprometidas y directas- que envían al mundo el mensaje de que éste es un poder donde ninguna ley se atreve a hablar.

Peor aún, se nos juzga como desesperanzados y patéticos ante el mayor asesinato masivo de nuestros tiempos.

Nuestra conmoción, horror y dolor son castigados como acusaciones de antisemitismo, simpatía por el terrorismo y, en el caso de muchas comunidades ya muy controladas y vigiladas, de criminalidad.

Escenificación de la escena del crimen

Pero mientras los palestinos documentan desesperadamente su genocidio, hay otra escena que te posee por su pura depravación: la retransmisión y exhibición del disfrute de los israelíes de esa violencia.

La puesta en escena transgresora y el testimonio voyeurista tienen un efecto autovalidante. Con insensible indiferencia ante las heridas infligidas, los soldados israelíes comparten con nosotros su inquietante deseo de seguir dominando los hogares, ahora vacíos, de los palestinos desplazados y posiblemente muertos.

Irrumpiendo y exponiendo su mundo privado con alegre abandono, los soldados israelíes exhiben ropa interior femenina en paredes, vehículos militares y en sus propios cuerpos, acariciando juguetonamente la zona de los pezones.

La falta de vergüenza en estas imágenes -desde los embarazosos TikToks de europeos bailando torpemente disfrazados de luchadores indígenas por la libertad hasta el robo descarado en casas abandonadas a regañadientes- es tan burda como inquietante.

La vergüenza sugeriría que hay un público que presencia y juzga. ¿Ante quién se presentan estos soldados? ¿Quién se supone que les observa? Es una pregunta complicada, porque si se trata de una demostración de poder, ¿para quién es? 

Semana tras semana, los funcionarios israelíes hacen apariciones en los medios de comunicación con la sorda demanda de ser vistos como la víctima.

Mientras tanto, en las redes sociales, israelíes de a pie han expresado el racismo más vil que atribuimos a principios del siglo XX, riéndose mientras admiten su deseo de matar palestinos, cuando no de asesinarlos directamente. 

Nos hemos convertido en espectadores involuntarios de estos escandalosos placeres del terror racial que la historia de los asesinatos en serie, desde la esclavitud y las leyes Jim Crow hasta las campañas coloniales militares y de tortura, han atestiguado desde hace mucho tiempo.

En esta historia perversa, enfrentada a la oposición, el terror que se infligía a las comunidades sometidas tenía que ser total.

Fantasías coloniales

En 1492, mientras llevaba la armada de la inquisición al Sur Global, Cristóbal Colón describió la tierra como un seno con el ecuador como «pezón«; el pico más cercano al cielo.

Los escritos coloniales están plagados de estas descripciones eróticas feminizadas de apartadas tierras imaginadas, listas para ser descubiertas y conquistadas por la exploración masculina.

Los hombres europeos viajaban a «Oriente» para redescubrir cómo ser hombres sin límites. Raza y género se entrecruzan en esta fantasía colonial de dominio.

Al identificar las dimensiones de género de la producción cultural y política del colonialismo, el escritor palestino Edward Said describió cómo dicho colonialismo se imaginaba a sí mismo como una fuerza masculina proyectándose hacia un Oriente sexualizado y «femenino» para la penetración y la posesión.

Saqueando mientras violan y se burlan de las vidas que muy probablemente han exterminado o que sin duda huyeron en busca de una seguridad que aún no ha llegado, los soldados israelíes se inmiscuyen y llevan a cabo su agresión de la misma manera.

El robo colonial y la incitación pornográfica marcan escenas históricas de desvelamiento colonial: entrar en el harén colonial, levantar el velo de los cuerpos de las mujeres musulmanas y penetrar la carne. Nos remite a historias invertidas en cuerpos escenificadas por una voluntad colonial de dominio sobre mundos y pueblos.

En la Argelia ocupada por los franceses, Frantz Fanon observó cómo, con su atuendo, la mujer con velo bloqueaba la mirada colonial y negaba su dominio sobre la tierra y los cuerpos. Esto provocaba en el colonizador un deseo enloquecedor e insaciable de descubrir y conquistar los márgenes y exponer lo oculto.

Las autoridades francesas, cautivadas y ansiosas por lo oculto, organizaron ceremonias públicas de «desvelamiento» de mujeres argelinas para descubrir sus misterios, revelar lo que ocultaban y demostrar la sumisión cultural y política de Argelia a Francia castrando y humillando a los hombres argelinos.

Las observaciones de Fanon en la Argelia ocupada pusieron de manifiesto que la lucha por el conocimiento estaba enmarañada en la violencia, el placer y el terror racial.

Décadas más tarde, en Palestina, los colonizadores siguen instalados, excavando e incrustándose en la tierra, extrayéndola para su perpetua excitación y autodescubrimiento.

Una mujer palestina entre los escombros del hospital al-Shifa de Gaza tras un ataque militar israelí contra el complejo del 1 de abril (AFP).

Gaza está siendo revertida a una designación colonial de «tierra vacía» mediante la etapa final del colonialismo de asentamientos, como reflexiona el académico Ahmed Paul Keeler, lo que acelera la violencia en muerte, destrucción y desplazamiento.

Sin embargo, como observa Anne McClintock, el mapa colonial es una tecnología del conocimiento que reivindica una verdad científica sobre la tierra. Pero en los espacios en blanco y los bordes del mapa que marcan los límites del conocimiento abunda la paranoia, por donde amenazan cruzar monstruos, sirenas, bestias y caníbales.

En la frenética ferocidad de Israel en Gaza tras la violación de sus imaginarias fronteras nacionales el 7 de octubre de 2023, ¿no es éste el miedo al cruce de fronteras y a la contaminación? ¿Los peligros de los márgenes? ¿La rabia de su existencia?

Al escribir sobre el terror racial, el antropólogo Michael Taussig sostiene que hay un exceso en la violencia colonial que ningún objetivo económico, militar o político puede explicar plenamente.

El terror infligido es su propio propósito.

Los peligrosos hombres musulmanes

Para que los públicos israelí y occidental centren la violencia y el daño moral en torno al 7 de octubre, deben sortear no sólo una historia de apartheid y ocupación en Palestina, sino también las atrocidades subsiguientes. Esto se justifica por ideas racistas basadas en historias de orientalismo e islamofobia sobre la masculinidad árabe y musulmana.

Considérese el tema altamente sexista de las perversas exhibiciones de los soldados israelíes, junto con la repetida acusación de violaciones masivas el 7 de octubre.

En ciudades occidentales han aparecido obras de teatro de protesta en las que las partidarias de Israel llevan pantalones manchados de sangre falsa en la entrepierna, como otra depravada representación de las supuestas violaciones.

Estas protestas apelan a los hombres blancos y a sus industrias de la muerte para que vayan a la guerra por ellas y los convierten en armas que ponen en peligro a la mujer blanca, deseada por hombres negros, árabes y musulmanes que albergan fantasías sexuales violentas.

Hamás se proyecta como una masculinidad musulmana peligrosa con la que nadie se puede comprometer, sino sólo cazar y eliminar. La entrepierna ensangrentada, como única escena del crimen, se sobrepone no sólo a la ocupación sino incluso a la violencia sexual contra las mujeres y niñas palestinas por parte de soldados israelíes para autorizar la caza vengativa.

Las repetitivas historias de violaciones masivas, pechos mutilados y bebés decapitados invocan estereotipos racistas de árabes y musulmanes como misóginos y truculentamente violentos, y circulan porque hay compra política.

Por lo tanto, las correcciones y pruebas que se exigen a periódicos como The New York Times, que encargó a un escritor gastronómico que informara sobre la historia, no vienen al caso.

La verdad de lo que ocurrió ese día es irrelevante para la historia, ya que hay un público dispuesto a recibir estas historias de violencia bárbara y malvada por parte de árabes y musulmanes y su desviación sexual.

Lo que importa es la narración y la imaginación que despierta sobre los peligros de las masculinidades musulmanas.

¿Cómo si no se explica que los países occidentales hayan cortado la financiación a la UNRWA sin una investigación? La masculinidad palestina –qua árabe y musulmana- es vista como monstruosa en estas acusaciones, que persisten porque son creíbles para el público occidental.

No hay que subestimar la dimensión fóbica de estas fantasías racistas de masculinidad peligrosa.

A diferencia de la masculinidad romantizada de los ucranianos que se oponen a los invasores rusos, la masculinidad de Hamás encarna no sólo la maldad del Estado Islámico, la misoginia y el apartheid de género de los talibanes y la habilidad conspiradora de Al Qaida, sino la voluntad política musulmana como aberración e incompatible con la vida moderna. Es una voluntad que, si no se extingue o se compromete a una sangría periódica, mediante rituales de «siega del césped«, se alzará y pasará a Occidente a cuchillo, una fantasía que la literatura orientalista ha propagado durante mucho tiempo sobre la amenaza existencial que supone el islam.

La mujer blanca en peligro tan central en la narrativa de condena contra Hamás no sólo permite la caza, sino que sanciona la brutal violencia de los soldados sionistas.

Insistir en la entrepierna ensangrentada -real o imaginaria- en un momento en que los soldados israelíes cometen y documentan deliberadamente comportamientos feos, desviados y crueles es tan descarado como desconcertante.

Psicopatía colonial

Más allá del fetiche sexual por los objetos personales de los palestinos, como para burlarse del mundo pervertido de los musulmanes, se dan otras muestras de malicia y desviación.

En innumerables vídeos, se ve a soldados israelíes haciendo muecas, burlándose de los palestinos torturados y desplazados, y mofándose de los hambrientos palestinos  quemándoles o robándoles la comida y cocinándola en sus cocinas abandonadas, imitando un programa de cocina.

Mientras se filman a sí mismos saqueando, hurgando en las vidas personales, escarbando y extrayendo las intimidades de la vida palestina, hay algo caníbal en esta necesidad de consumir todo lo relacionado con el otro enemigo.

Los rostros burlones, juerguistas y regocijados de los soldados recuerdan a los maníacos asesinos o a los arquetipos demoníacos de las películas de terror, que acechan a sus víctimas con mórbido placer.

Típico de los asesinos en serie, hay una omnipotencia -una psicopatía colonial- presente en estos rostros y en el descaro del crimen. Pero en los asesinatos en serie, el derramamiento de sangre rara vez es suficiente. La necesidad de conseguir trofeos como herramienta masturbatoria para revivir la violencia se convierte en una compulsión perversa.

Por eso no es casualidad que las redes sociales se hayan puesto a su retorcido servicio, ya que ofrecen a los asesinos en serie volver a la escena del crimen y facilitan la fantasía del dominio total sobre la víctima, es decir, de asesinar una y otra vez.

Mientras que el estribillo «toda acusación es una confesión» se ha hecho popular entre los partidarios de Palestina que reconocen las afirmaciones israelíes como una proyección de sus propios crímenes en Gaza, la repetición de este relato de violencia puede evocar en el autor el secreto placer de volver a la escena del crimen.

El escabroso registro visual de los crímenes cometidos por los soldados israelíes contra las mujeres palestinas se aleja claramente de la narrativa occidental de hacer la guerra en nombre de «salvar» a las mujeres musulmanas. De hecho, la actualización israelí de esta fórmula vuelve a la naturaleza brutal de su motivo: Las mujeres musulmanas nunca debieron ser salvadas, sino utilizadas como escudos humanos contra cualquier condena que pueda exponer la barbarie lobuna de las democracias liberales occidentales y su deseo de asesinatos en masa.

Masculinidad y guerras culturales occidentales

Ampliando el ámbito político, ¿qué significan estas muestras manifiestas de poder racial y de género en un momento en el que las guerras culturales de Occidente están dominadas por una crisis de percibida masculinidad?

Israel, un país que afirma estar amenazado por un mundo árabe y musulmán hostil, ha lanzado su propio guante al campo de batalla cultural.

En las actuales guerras culturales, los hombres agraviados de todo el espectro político y cultural que no sentían que tuvieran un lugar en el mundo occidental contemporáneo han recurrido a figuras salvadoras como Jordan Peterson, Andrew Tate y a una creciente cultura online de masculinidad defensiva.

En su guerra contra la «izquierda radical» y su percibido asalto cultural a la familia, la derecha alternativa había empezado, en los últimos años, a mirar al islam y a los ideales de la masculinidad musulmana como una defensa decidida contra estas fuerzas. En respuesta a las alabanzas a la «sharia blanca», la emergente manosfera musulmana señaló un nuevo apetito de algunos hombres musulmanes por unirse en torno a la defensa de la masculinidad tradicional.

Pero ¿dónde habría dejado esto a Israel, que durante mucho tiempo se había visto a sí mismo asediado y compitiendo con la violenta masculinidad europea y las fantasías de la masculinidad oriental?

Todas las fantasías nacionales de supremacía racial se ven acechadas por unos márgenes sombríos en los que la fantasía se atenúa, volviéndose menos estable al enfrentarse a sus propios límites; lo que el psicoanálisis describe como castración.

Para Israel, que se ha promocionado a sí mismo como la excepción -la «única democracia» de Oriente Próximo con una defensa de seguridad superior-, la castración aparece en la posibilidad de sustitución por el «Otro» que puede penetrar sus defensas e incluso galvanizar a sus antiguos aliados en la oposición.

Por tanto, no es conspirativo apreciar cómo el desencadenamiento de la violencia contra Gaza tras el 7 de octubre reafirma las fronteras coloniales y devuelve las guerras culturales a la línea racial.

La derecha cristiana de Estados Unidos, que había solicitado el apoyo de los musulmanes en una agenda compartida de preservación de la llamada «familia tradicional», reafirmó su compromiso con Israel frente a las hordas musulmanas. Jordan Peterson ha dejado claro su apoyo a la venganza tras los ataques de Hamás, animando al primer ministro israelí Benjamin Netanyahu a «darles caña».

Para una generación de hombres musulmanes posterior al 11-S, la llamada «crisis de masculinidad» es un síntoma de agravios políticos y económicos más profundos reducidos a «palabrería cultural» y un diagnóstico erróneo para gestionar los antagonismos inherentes a décadas de violencia.

En una escena familiar, grupos de hombres palestinos atados y con los ojos vendados son desnudados hasta la ropa interior, apiñados y vistos como desesperados por utilizar otros cuerpos como cobertura.

La guerra contra el terrorismo perfora estas imágenes de carne árabe y musulmana brutalizada y expuesta.

Otras escenas también nos invadieron: las torturas en la prisión de Abu Ghraib, la bahía de Guantánamo, la prisión de Bagram, los centros de detención, las entregas extraordinarias y las redadas antiterroristas.

En el paisaje cultural actual, en el que se representan las crisis, la redistribución de tales imágenes de deshumanización no sólo restablece la línea racial, sino que sigue racionalizando la imposición de disciplina a la voluntad política musulmana.

El campo de exterminio de la islamofobia

Para sacar fuera al lobo, ¿son siquiera eficaces los paralelismos históricos con otras escenas de subyugación?

¿Cuál es la labor política de historizar la violencia? ¿Cuál es la ética de repetir las compulsiones repetitivas de la historia?

Recordar sugiere que deseamos una memoria perfecta que nos alivie de nuestro momento contemporáneo y le dé un sentido estable, pero la historia no tiene conciencia y está sujeta a los recuerdos de los demás.

Sin embargo, este siglo nos da suficiente historia. Antes de que lleguen los campos, siempre hay palabras.

Décadas de islamofobia han visto una inversión perversa en la problematización de los musulmanes como peligrosos, violentos, sospechosos y misóginos, preparándonos para este momento.

Ha sido testigo de la naturaleza despiadada de la islamofobia en una guerra contra el terror que tenía sus propios objetivos genocidas para exterminar la voluntad política musulmana en todo el mundo, donde han muerto hasta 4,5 millones de personas.

Vilipendiados, detenidos, entregados, torturados, atacados con drones, prohibidos: el embrutecimiento de los cuerpos musulmanes o de aquellos a los que se hace pasar por cuerpos musulmanes se ha convertido en algo de sentido común, pensable, incluso anticipado.

Mientras que los placeres del terror racial siguen siendo inexplicables, es la islamofobia la que arroja luz sobre cómo un público del siglo XXI consiente en ser testigo, durante seis meses, del desarrollo de un genocidio.

Imagen de portada: Fotograma de Tiktok muestra a un soldado israelí cantando el himno nacional en un coche con un prisionero palestino con los ojos vendados y atado en la parte trasera del coche en Gaza.

Voces del Mundo

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