Gritos de desafío es cuanto les queda a los palestinos y a sus partidarios para mantener viva la esperanza

Nesrine Malik, The Guardian, 13 mayo 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Nesrine Malik es una periodista nacida en Sudán y autora de We Need New Stories: Challenging the Toxic Myths Behind Our Age of Discontent (W&N, 2019). Residente en Londres, Malik es columnista de The Guardian y participó como panelista en el programa semanal de debate informativo Dateline London de la BBC.

En 1988, el poeta sirio Nizar Qabbani, el poeta árabe más célebre de la era moderna, escribió “La trilogía de los hijos de las piedras”. El poema estaba dedicado a los niños de la primera intifada palestina, que, al arrojar piedras a los soldados israelíes, se convirtieron en símbolos de la época. La intifada se desencadenó en 1987 por la frustración ante la ocupación israelí de Cisjordania y la Franja de Gaza, y se caracterizó por la desobediencia civil, las protestas no violentas y, lo más icónico, por aquellos niños.

«Niños de Gaza, no hagáis caso de cuanto decimos», escribió Qabbani, que se consideraba parte de una generación anterior cuyos intentos de compromiso con Israel no habían conseguido la libertad de los palestinos. «No nos escuchéis / Somos la gente del frío cálculo… La era de la razón política hace tiempo que desapareció / Así que, enseñadnos la locura».

Qabbani formaba parte de una tradición artística y literaria árabe que canalizaba la desesperación de los palestinos, y cómo su único recurso era la «locura» de los niños que lanzaban piedras a una fuerza fuertemente armada. Cómo lo único que les quedaba era negarse a aceptar su derrota ni a inclinarse contra los poderosos, sin aliados, con enormes riesgos y sin un plan. Mientras eso ocurría, Palestina seguía existiendo, un lugar que se mantenía vivo gracias a la afirmación de que sus gentes seguían ahí, seguían reclamando su derecho a su identidad, seguían siendo libres simplemente por no haber abandonado nunca esa reivindicación. La primera intifada, seguida de cerca en una región gobernada por autócratas, militares y monarquías absolutas, sembró su mensaje en lo más profundo de la psique popular árabe: los grandes señores políticos podían controlarlo todo menos el derecho de las personas a alimentar una visión de lo que merecen.

Para los de aquella generación, y yo soy una de ellos, la palabra «intifada» significaba precisamente eso: la «sacudida», la convulsión, el levantamiento. A nuestros oídos significaba una reivindicación de derechos civiles en lugar de violencia y derramamiento de sangre. También era una palabra que no tenía un objetivo final explícito, ningún propósito específico más que negarse y resistir: una demostración de arraigo.

Ana dammi falastini («Mi sangre es palestina»), una popular canción de protesta de 2015 que ha sonado durante las protestas en Occidente, se basa en este tema. También es notable que su cantante palestino, Mohammed Assaf, ganara la segunda serie de Arab Idol en 2013 tras un concurso en el que interpretó canciones tradicionales palestinas que cautivaron los corazones y las mentes de los espectadores panárabes.

Protesta estudiantil pro-Palestina en el centro de Londres, 11 de mayo de 2024. Fotografía: Vuk Valcic/Zuma Press Wire/REX/Shutterstock

Junto con muchos otros poemas, obras de arte, obras literarias y fragmentos de citas y eslóganes, estos ejemplos constituyen toda una herencia de identidad palestina forjada no en los campus occidentales ni en los medios de comunicación occidentales, sino en los campos de refugiados, en los muros que quedan de las casas derribadas, en las cárceles y en las poblaciones segregadas, entre quienes han sido expulsados de sus hogares y anhelan el derecho al retorno. Juntos crean un lugar ficticio, desvinculado de la desdichada realidad, que alimenta el consuelo, el desafío y la conexión entre un pueblo disperso y desarraigado que aspira a algo que usted y yo damos por sentado: la condición de Estado.

El paso de esta cultura al discurso dominante en lengua inglesa desde el 7 de octubre ha reducido las palabras que la componen a significados literales, proyectados sobre ellas por observadores con escaso conocimiento de su historia y sus matices. El término intifada ha sido tratado como una declaración inequívoca de guerra santa. La frase «Desde el río hasta el mar, Palestina será libre», que no tiene su origen en el árabe, sino que expresa el anhelo palestino por su patria histórica, se ha estirado para que no implique nada de lo que dice. La entonces ministra británica del Interior, Suella Braverman, dijo que «se entendía, a amplios niveles, como una exigencia de la destrucción de Israel». Pero el pueblo palestino nunca ha tenido el privilegio de especificar exactamente cómo será libre Palestina.

En Oslo, no se les ofreció ni siquiera un esbozo de las fronteras de lo que podría convertirse en una entidad palestina, ni el derecho a regresar a los hogares de los que habían sido expulsados desde 1948. En 2020, el plan de paz de Donald Trump ni siquiera les ofrecía la plena condición de Estado. A la luz del 7 de octubre, es comprensible que, para algunos, las expresiones de levantamiento palestino y las reclamaciones de tierras adquieran un cariz amenazador. Pero la historia de estos términos y cánticos es mucho más larga que la condensada y condenada en los últimos siete meses. La historia palestina de resistencia, que abarca décadas de expulsión, masacre, humillación, segregación y vigilancia, no está representada exclusivamente por Hamás.

También hay algo en la proyección de intenciones escabrosas sobre la solidaridad palestina y los llamamientos a la autodeterminación que malinterpreta la propia naturaleza de la protesta como algo que necesita ser medido y racional (de formas que nunca se especifican del todo) para que sea creíble. Pero la protesta se hace necesaria precisamente porque las autoridades no han respondido. Y se define por la asimetría de poder y el acceso a las herramientas políticas. Los políticos tienen poder ejecutivo, y los manifestantes tienen una cosa: sus voces. Los movimientos de protesta son, por su propia naturaleza, actuaciones de oposición y suelen tener esta cualidad milagrosamente consistente: se expanden rápidamente de los espacios políticos a los comunitarios, incorporan canciones, bailes, poesía y fraternidad protectora entre extraños.

La forma más eficaz de aplastar estos espacios -y las causas que representan- no es mediante la fuerza bruta, sino presentando a los participantes como villanos. De ahí la imagen de estas personas como respaldadas por Putin, favorables a Hamás o dirigidas por infiltrados profesionales. Cuanto más difícil es desacreditar la seriedad y la necesidad de la solidaridad palestina, más salvajes se vuelven esas acusaciones.

Ahora está claro que los cientos de miles de manifestantes que marchan por Gaza, desde Londres a Washington, desde Estambul a Madrid, no son manifestantes del odio. Un estudio publicado la semana pasada reveló que el 97% de las manifestaciones en campus universitarios estadounidenses por Gaza han sido pacíficas. Pero lo que hace más urgente la guerra propagandística contra la solidaridad palestina es el hecho de que las sangrientas acciones de Hamás el 7 de octubre han dejado claramente de ser una coartada creíble para lo que está haciendo Israel. El esfuerzo de difamación se ve constantemente frustrado por las incesantes escenas de muerte y hambruna en Gaza y, de hecho, por las beligerantes palabras de las propias autoridades israelíes: representantes de un poderoso Estado nuclear respaldado por Estados Unidos que no están sujetos a las mismas restricciones que los eslóganes escrutados de los manifestantes que se desvanecen en el aire.

En un mundo tal, mientras Gaza es arrasada, ¿qué queda sino seguir construyendo, de forma más vívida y contundente que nunca, una identidad palestina definida por su derecho a existir y no por su riesgo de ser borrada? ¿Qué nos queda sino seguir rechazando esta época en la que la razón política hace tiempo que ha desaparecido?

Foto de portada: Artistas de Rafah crean un mural en el Día de la Infancia Palestina el pasado 5 de abril (Anadolu/Getty Images).

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