Los afganos temen vivir a ambos lados de la Línea Durand

Somaiyah Hafeez y Ali M. Latifi, The New Humanitarian, 22 mayo 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Somaiyah Hafeez es una periodista independiente afincada en Islamabad especializada en derechos humanos y sociedad.

Ali M Latifi es un periodista afgano-estadounidense que pasó ocho años trabajando en Afganistán, tras regresar a Kabul, donde nació, en 2013. Pasó más de una década informando sobre la situación en Afganistán, habiendo viajado a más de 15 provincias y siguiendo a los refugiados afganos en Turquía, Grecia e Italia. Su trabajo ha aparecido en Al Jazeera English, Los Angeles Times, The New York Times, CNN, Deutsche Welle, VICE News y otros medios internacionales de primera línea.

CHAMÁN, Pakistán/KANDAHAR, Afganistán

Cada día siguen llegando a las provincias afganas de Kandahar y Nangarhar cientos de familias procedentes de Pakistán, muchas de las cuales nunca antes habían vivido en su patria. Mientras tanto, con los esfuerzos para expulsarlos avanzando a marchas forzadas, muchos afganos que aún permanecen en Pakistán están llenos de temor ante la idea de tener que reiniciar sus vidas en Afganistán.

The New Humanitarian informó recientemente desde ambos lados de la Línea Durand -la frontera de la época colonial trazada en la década de 1890 para delimitar la entonces India británica de Afganistán- tras entrevistar a afganos que están siendo presionados u obligados a regresar a su país de origen y con aquellos que intentan permanecer en Pakistán en medio de un creciente clima de miedo.

«Crecimos aquí y pasamos toda nuestra vida aquí», dijo a The New Humanitarian Usman, de 30 años, padre de seis hijos y nacido en Pakistán de padres afganos, en la ciudad paquistaní de Chaman, fronteriza con Afganistán.

Como la mayoría de los afganos con los que habló The New Humanitarian, Usman sólo dio su nombre de pila por motivos de seguridad. «Aunque la situación es terrible también para nosotros aquí, al menos conocemos el país y lo consideramos nuestro», dijo. «En Afganistán, no conocemos a nadie».

La vida se ha vuelto inestable y llena de miedo para afganos como Usman desde que Pakistán anunció por primera vez que deportaría a «todos los extranjeros ilegales» el pasado octubre. Desde entonces, las expulsiones se han convertido en algo habitual, y la gente regresa por su cuenta para evitar que las autoridades pakistaníes los detengan y los obliguen a marcharse.

Se calcula que en Pakistán viven 3,5 millones de afganos. El total exacto se desconoce porque muchos están indocumentados, y la cifra ha fluctuado en las décadas transcurridas desde que la ocupación soviética de Afganistán en la década de 1980 obligó por primera vez a la gente a marcharse en masa.

Entre mediados de septiembre y principios de mayo, más de 575.000 afganos fueron deportados o devueltos a Afganistán, según la OIM, la agencia de la ONU para las migraciones.

En marzo, el gobierno pakistaní anunció planes para ampliar las expulsiones a los afganos que tuvieran tarjetas de registro de prueba, que técnicamente otorgan a las personas el derecho a vivir en Pakistán. Las deportaciones debían comenzar el 15 de abril, pero la validez de las tarjetas se ha prorrogado hasta finales de junio.

Una vez transcurrido ese plazo, al menos otros 800.000 afganos correrán peligro de ser deportados, según Amnistía Internacional. Antes de que venza el plazo, se han recibido informes de redadas policiales en barrios donde viven refugiados afganos y de detenciones de afganos con tarjetas de registro de prueba.

En el proceso de deportación, grupos de derechos humanos y medios de comunicación han documentado casos de redadas nocturnas de la policía en los domicilios de afganos. Se ha acusado a la policía de confiscar ilegalmente joyas y ganado a familias afganas. También se ha denunciado el derribo de viviendas de afganos y se ha afirmado que mujeres y niñas han sufrido acoso sexual y amenazas de agresión sexual por parte de las autoridades paquistaníes.

Quienes son deportados -o abandonan Pakistán preventivamente- se enfrentan a una difícil situación en Afganistán: El país ha sido golpeado por décadas de guerra y recientes desastres naturales; y tanto la economía como los esfuerzos de ayuda se ven obstaculizados por las sanciones internacionales y las restricciones bancarias.

«Puede que [los retornados] esperen que el gobierno, la ONU o la comunidad internacional les ayuden, pero todavía no hay un plan claro sobre cómo se va a integrar a tanta gente en la ya frágil economía afgana», afirma Dayne Curry, director nacional de Mercy Corps en Afganistán.

No queremos empezar la vida desde cero

Pakistán también atraviesa una grave crisis económica, que ha afectado por igual a los medios de subsistencia de paquistaníes y afganos en el país. Las campañas de deportación de los últimos meses también han hecho más difícil para los afganos viajar de una ciudad a otra para trabajar o incluso salir de sus barrios o casas por miedo a ser detenidos por la policía.

Aun así, todas las familias afganas con las que habló The New Humanitarian en Chaman dijeron que no querían volver a Afganistán.

Desde que regresó al poder en Kabul en agosto de 2021, el gobierno del Emirato Islámico Talibán ha sido acusado en repetidas ocasiones de violaciones de los derechos humanos, especialmente contra las mujeres. Pero los afganos de Chaman también dijeron que les preocupaba no poder ganar suficiente dinero para asegurarse lo mínimo que necesitan para sobrevivir, así como la forma en que serían capaces de readaptarse a vivir en un país en el que muchos han pasado poco tiempo y del que han oído principalmente cosas negativas durante décadas.

«Prefiero morir en Pakistán que volver a Afganistán», dijo a The New Humanitarian Gul, una afgana de 55 años que responde a un solo nombre y que lleva más de 30 años viviendo en Pakistán. «No hay ni carne ni patatas [en Afganistán]. Todo es tan caro que uno ni siquiera puede permitirse comprar verduras».

Hasta hace poco, Gul viajaba con frecuencia a Afganistán para visitar a su familia. Durante décadas, todo lo que se necesitaba para cruzar la Línea Durand era un documento nacional de identidad de cualquiera de los dos países. Pero el pasado noviembre, al tensarse las relaciones entre ambos países, Pakistán restringió los viajes a los afganos que poseyeran pasaportes y visados válidos, documentos que a menudo son difíciles de obtener sin pagar costosos sobornos.

Camiones cargados con las pertenencias de afganos que llegan de Pakistán en el distrito afgano de Spin Boldak, abril de 2024 (Foto:Ali M. Latifi/TNH).

Las restricciones se han cobrado un alto precio entre los jornaleros -muchos de ellos refugiados afganos- de ciudades como Chaman, que dependen de la actividad económica transfronteriza para salir adelante. Los refugiados afganos de Chaman declararon a The New Humanitarian que las restricciones, unidas al temor a la deportación, han aumentado su preocupación. Y los jornaleros y comerciantes llevan a cabo una sentada de protesta en la ciudad desde que se anunció la política de expulsión.

Como muchos, Gul sintió inmediatamente los efectos de las restricciones. El mes pasado, tuvo que arriesgarse a ser detenida para cruzar a Afganistán en secreto y visitar a su hija antes de la festividad musulmana de Eid al-Fitr, que marca el final del mes sagrado del Ramadán. Tampoco pudo llevar a su hija consigo a Pakistán para asistir a una boda familiar.

En los cinco días que Gul pasó en Afganistán antes del Eid al-Fitr, quedó horrorizada por lo que vio: pobreza y lo que parecían precios por las nubes en comparación con Pakistán.

«Pasar una noche en Afganistán equivale a pasar tres años en Pakistán», dijo Gul. «Podría pasar tres años de penurias en Pakistán, pero no sería capaz de sobrevivir allí ni una noche».

Ram Bibi, de 35 años, compartía un sentimiento similar. Bibi llegó a Pakistán desde el distrito de Gereshk, en la provincia afgana de Helmand, hace 20 años. Hace poco dio a luz a un bebé muerto tras haber perdido otros dos en el parto. «No estoy sana por falta de una dieta nutritiva, tengo anemia», dijo Bibi, sosteniendo en su regazo a su hijo menor, de tres años.

Su hijo, dijo Bibi, tampoco tiene cubiertas sus necesidades nutricionales. El marido de Bibi trabaja como jornalero. Pero una reciente enfermedad le ha dejado hospitalizado e incapacitado para mantener a la familia.

«A pesar de la pobreza, nos hemos adaptado a nuestra vida aquí y no queremos empezar de cero», afirma Bibi.

Bibi tiene una tarjeta de registro de prueba, pero pronto podría enfrentarse a la deportación una vez que expire la prórroga de la validez de la tarjeta a finales de junio.

Hilay, otra mujer afgana que vive en Chaman, está indocumentada. Llegó a Pakistán hace tres años desde Kandahar en busca de atención médica para su hijo, que enfermó.

A pesar de que es habitual que los afganos busquen tratamiento médico en Pakistán, el gobierno pakistaní ha dificultado la obtención de visados para estas visitas, y los afganos acaban teniendo que pagar entre 1.000 y 2.000 dólares por persona a intermediarios para conseguir documentos de viaje legales, un precio que pocos pueden permitirse fácilmente.

Hilay se vio obligada a vender su casa y sus pertenencias en Kandahar para poder llevar a su hijo a Pakistán. «No puedo volver a Afganistán. Allí no tengo nada», afirma.

Si no os vais, os obligaremos a marcharos

Al otro lado de la Línea Durand, en Afganistán, Nur Alam, de 36 años, describió el ambiente de miedo en el que viven ahora muchos afganos en Pakistán.

A finales del año pasado -tras el anuncio de la deportación-, Alam dijo que la policía pakistaní empezó a ir casa por casa buscando afganos y profiriendo amenazas. Según Alam, el mensaje dirigido a los afganos indocumentados y a los que tenían tarjetas de registro de prueba (también conocidas como tarjetas amarillas) era el mismo. «Sigan su camino», recuerda que les decía la policía. «Con tarjeta amarilla o sin ella, váyanse ya».

En Chaman (Pakistán) hay una sentada de protesta desde noviembre del año pasado, cuando el gobierno paquistaní impuso restricciones a la circulación transfronteriza, lo que afectó gravemente a la economía de la ciudad (Foto: Somaiyah Hafeez/TNH).

En lugar de esperar a ser detenido y deportado, Alam -que había ido a Pakistán hace cuatro años en busca de trabajo- decidió regresar a Afganistán por su cuenta.

Imran, afgano de 35 años que había pasado toda su vida en Pakistán y sólo dio su nombre de pila, tomó una decisión similar. Él, al igual que otros, describió mezquitas de Pakistán en las que se difundían mensajes en los que se decía a los afganos -documentados e indocumentados- que abandonaran el país.

«[Las autoridades] vinieron a nuestras mezquitas y nos dijeron directamente: ‘Todos los afganos, sin importar nada, tendrán que irse. Si no os vais, os obligaremos a marcharos», dijo Imran.

Los anuncios causaron tanto miedo que Imran se gastó 60.000 rupias paquistaníes (215 dólares) para conseguir un camión que le llevara a él, a su familia y a sus pertenencias desde Chaman hasta el distrito de Spin Boldak, en Kandahar. Como varios otros afganos con los que habló The New Humanitarian, llevaba en la mano una tarjeta de registro de prueba.

Ahora, Imran dice que tendrá que reunir entre 40.000 y 45.000 afganis más (entre 560 y 640 dólares) para llevar a su familia y sus pertenencias a la provincia de Faryab, en el norte de Afganistán, de donde es originaria su familia.

«No sé qué haré cuando llegue allí. Nunca he estado allí», dice. «Lo único que sé es el nombre del distrito del que venimos. Sólo tengo que llegar allí; el resto depende de Dios».

Alrededor del 75% de los retornados que llegan a través del cruce de Spin Boldak acaban quedándose en Kandahar, que es uno de los centros económicos de Afganistán, según Mohammad Ehsan Nazari, coordinador de programas de Mercy Corps en Kandahar.

La gente de la provincia está haciendo lo que puede para ayudar a los retornados, pero esa ayuda sólo puede llegar hasta cierto punto y probablemente no sea sostenible, añadió Nazari: los puestos de trabajo en la precaria economía de Afganistán son escasos, y los alquileres en la ciudad de Kandahar han subido hasta un 30% debido a la afluencia de retornados.

Con este telón de fondo, las probabilidades están en contra de los retornados, especialmente de los que llevan fuera varias décadas. «Realmente no saben cómo enfrentarse al contexto de aquí», afirma Nazari.

Esa es la situación en la que Farzana, una afgana de 32 años que sigue en Chaman, teme acabar atrapada. Sus padres la trajeron a Pakistán cuando sólo tenía unos meses. Todos sus hermanos -seis hermanos y cuatro hermanas- nacieron posteriormente en Pakistán. Sin embargo, dos de ellos han sido deportados recientemente a Afganistán. Lo que le cuentan a Farzana sobre la vida en Afganistán no apacigua sus temores.

«Mi hermano me dice que no hay trabajo y que quiere volver», explica. «He vivido toda mi vida aquí. Volver [a Afganistán] significaría empezar de cero».

Foto de portada: Unos muchachos pasan en bicicleta junto a camiones cargados de pertenencias de afganos que regresan a Afganistán desde el paso fronterizo de Chaman, Pakistán, en noviembre de 2023 (Foto: Naseer Ahmed/Reuters).

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