¿Trump o Biden respecto a Israel?

Bob Dreyfuss, TomDispatch.com, 16 junio 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Bob Dreyfuss, periodista de investigación y colaborador habitual de TomDispatch, es redactor colaborador en Nation y ha escrito para Rolling Stone, Mother Jones, American Prospect, New Republic y muchas otras revistas. Es autor de Devil’s Game: How the United States Helped Unleash Fundamentalist Islam.

Hace poco asistí a una manifestación convocada por grupos que se oponen a la carnicería de Gaza, donde ocho meses de ataques aéreos, terrestres y marítimos de las fuerzas ocupantes israelíes han arrasado cuadrantes enteros de ciudades y matado a más de 37.000 palestinos. Muchos de los participantes, justamente indignados por el asesinato masivo en curso desencadenado por la masacre terrorista del 7 de octubre de Hamás, criticaron amargamente al presidente Biden por su continuo apoyo a la guerra del primer ministro Benjamin Netanyahu.

Preguntados sobre la probable elección en noviembre entre Biden y Donald Trump, el consenso entre los manifestantes fue que no votarían al «genocida Joe», y que no había nada que elegir entre Biden y Trump en lo que respecta a la política respecto a Oriente Próximo. Algunos simplemente se quedarían en casa, mientras que otros podrían votar por el Partido Verde u otro tercer partido, e incluso aquellos que eventualmente podrían votar por Biden prometieron votar «sin comprometerse» en cualquier primaria para «enviar un mensaje a la Casa Blanca.»

Sin embargo, a pesar de los horrores -y son horrores- de Gaza y de la guerra de baja intensidad que Israel libra también en la Cisjordania ocupada, y a pesar de la artillería y los bombardeos regulares de Israel contra objetivos en el Líbano, Siria, Iraq e incluso Irán, quienes sostienen que no hay diferencia entre Biden y Trump cuando se trata de Israel están profundamente equivocados.

Biden representa una antigua lealtad a Israel como aliado de Estados Unidos, pero -al igual que otros expresidentes, como George H. W. Bush, Bill Clinton y Barack Obama- desprecia a la extrema derecha israelí procolonos. Y como aprendió durante los años de Obama, el presidente Biden es muy consciente de que Netanyahu hace tiempo que se unió explícitamente al Partido Republicano y, más concretamente, a Donald Trump como su abanderado.

Trump, por su parte -siempre transaccional, con actitudes claramente extrañas hacia los judíos estadounidenses y, en particular, hacia los judíos que apoyan a Israel- ha hecho todo lo posible por cultivar su conexión con Netanyahu y el ala más extrema de los partidos gobernantes de Israel. Para apaciguar a los sionistas cristianos, que constituyen una parte sustancial de su base, él mismo se ha puesto el manto de un über-sionista. Durante su gobierno, de hecho, nombró a su yerno Jared Kushner como su «zar» de Oriente Medio. Kushner tiene vínculos de toda la vida con Netanyahu, quien incluso durmió en su dormitorio cuando Kushner era joven («Jared Kushner una vez le prestó su cama a Benjamin Netanyahu», como expuso el Jerusalem Post).

Así que, mientras los manifestantes propalestinos centran su ira en Biden, podrían, con demasiada ironía, encontrarse en el punto de mira de Donald Trump para ser deportados, en caso de que gane un segundo mandato. «Una cosa que haré, a cualquier estudiante que proteste, es echarlo del país», fue su comentario sobre las protestas de Gaza. «Hay muchos estudiantes extranjeros. En cuanto oigan eso, aprenderán a comportarse».

El historial de Trump sobre Israel-Palestina

Como showman televisivo, playboy y traficante de bienes raíces, Trump no era exactamente un experto en política de Oriente Medio cuando se lanzó a su campaña presidencial en 2016. Sus opiniones sobre Israel eran entonces, en el mejor de los casos, un trabajo en curso, lo que llevó a los partidarios acérrimos de ese país a describirlo como «confuso«. Pero tras ganar la nominación, rápidamente se posicionó en la derecha radical sobre el tema. La plataforma del Partido Republicano de 2016, de hecho, rompió un consenso bipartidista de larga duración al declararse en contra de una solución de dos Estados en la que los palestinos obtendrían, tarde o temprano, un Estado propio en territorio ocupado por Israel. «Rechazamos la falsa noción de que Israel es un ocupante», declaraba esa plataforma, una postura que encajaba perfectamente con las opiniones de la ultraderecha israelí, incluido el gobernante Partido Likud, de que la Cisjordania ocupada -a la que se refieren como «Judea y Samaria»- pertenece únicamente a Israel debido a una antigua herencia bíblica.

Durante la campaña de 2016, los principales asesores de Trump sobre Israel fueron el hasta entonces oscuro abogado David M. Friedman, que había ayudado a Trump a escabullirse de sus quiebras de casinos, y Jason Greenblatt, un abogado inmobiliario de la Organización Trump. Friedman acabaría siendo embajador de Trump en Israel y Greenblatt, alto funcionario de la Casa Blanca. «Si Donald Trump gana la Casa Blanca, probablemente será el primer presidente de Estados Unidos cuyo principal asesor sobre Israel solía hacer guardias en un asentamiento judío en Cisjordania armado con un arma de asalto M-16», escribió The Forward, un importante periódico judío, refiriéndose a Greenblatt. Ambos eran partidarios declarados de ampliar los asentamientos judíos en Cisjordania y permitir que Israel se anexionara formalmente parte de ella. Friedman también había sido presidente de la organización sin ánimo de lucro American Friends of Beth El (AFBE), que había financiado generosamente un puesto de avanzada judío religioso cerca de Jerusalén, en territorio palestino.

Ambos, junto con Jared Kushner y su esposa, Ivanka Trump, promovieron el traslado de la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, lo que efectivamente hizo el presidente Trump. Ese traslado, apoyado por republicanos de la derecha radical, muchos judíos ultraortodoxos y sionistas cristianos, fue una provocación calculada a los palestinos, y sería condenado por el Papa, las Naciones Unidas y gran parte del mundo.

A lo largo de su presidencia, Trump dejó claro que apoyaba una revisión radical de la política estadounidense hacia la cuestión de Israel-Palestina. En 2019, en una medida que provocó indignación y burlas, Trump firmó una orden que reconocía la anexión ilegal por parte de Israel de los Altos del Golán sirios, arrebatados en 1967. Y más tarde ese año, en un «regalo» político a Netanyahu, Trump descartó décadas de política estadounidense al declarar que el proyecto masivo de Israel de construir asentamientos ilegales en Cisjordania no violaba el derecho internacional. «Hemos reconocido la realidad sobre el terreno», fue la forma en que lo expresó el secretario de Estado, Mike Pompeo.

Además, el presidente cerró unilateralmente la oficina en Washington de la Organización para la Liberación de Palestina, al tiempo que paralizó 200 millones de dólares en ayuda directa de Estados Unidos a la Autoridad Palestina y 300 millones de dólares adeudados a la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA), que apoya a los refugiados palestinos en Cisjordania, Gaza, Líbano, Siria y Jordania.

El enfoque de bola de demolición de Trump hacia Oriente Medio culminó en enero de 2020, cuando él y Netanyahu publicaron conjuntamente un «plan de paz para Oriente Medio» elaborado a martillazos por Kushner, Friedman, Greenblatt y Avi Berkowitz (sacado de las empresas Kushner con cero experiencia en la región). Entre otras disposiciones, daba luz verde a la anexión israelí del valle del Jordán y a una red de asentamientos ilegales que albergan a cientos de miles de ocupantes judíos. «Israel no tiene que esperar en absoluto», dijo Friedman. «Lo reconoceremos». Divulgado a bombo y platillo, el plan de paz de Trump suscitó burlas y condenas en todo el mundo, incluidas las de la Unión Europea, la Liga Árabe y Haaretz, un diario liberal israelí, que lo calificó de «broma del siglo”.

Por último, señal de que Trump y su familia siguen teniendo una visión neocolonial de la región como territorio para futuras construcciones hoteleras, en medio de la actual guerra en Gaza, Kushner propuso expulsar a su población palestina y construir allí un complejo turístico junto al mar. «La propiedad frente al mar de Gaza podría ser muy valiosa», dijo. «Hay una situación un poco desafortunada allí, pero, desde la perspectiva de Israel, haría todo lo posible por desalojar a la gente y luego limpiar la zona».

Desalojar a la gente, por supuesto, es un eufemismo para referirse exactamente a lo que los colonos israelíes llevan haciendo a los palestinos desde 1948.

Los vínculos de toda la vida de Biden con el sionismo

La constante reiteración de Joe Biden de su apoyo a la «férrea» alianza entre Estados Unidos e Israel no debería sorprender a nadie que haya seguido su carrera desde 1973 como senador, vicepresidente y presidente. «Soy sionista», proclamó el pasado diciembre en una reunión de janucá en la Casa Blanca, señalando que lleva décadas diciendo lo mismo. Lleva mucho tiempo afirmando que su apoyo a Israel se debe en parte a que su padre comprendió el Holocausto nazi en la Segunda Guerra Mundial. En repetidas ocasiones ha citado -no siempre con exactitud– su reunión de 1973 con la primera ministra de Israel, Golda Meir, como algo que le convenció de que Israel era un refugio vital para los judíos de todo el mundo. Además, Biden cuenta desde hace tiempo con el respaldo de los simpatizantes y donantes estadounidenses de Israel. Según Reuters, citando datos de Open Secrets, durante sus 36 años en el Senado (1973-2009), Biden fue el primer receptor de donaciones de grupos proisraelíes.

Sin embargo, a diferencia de Trump, Kushner, Friedman y Greenblatt, estrechamente vinculados a Netanyahu y a la extrema derecha israelí, Biden (y los demócratas en general) han estado mucho más estrechamente aliados con la corriente dominante y los israelíes de centro-izquierda. De hecho, han mantenido una guerra fría de bajo nivel con Netanyahu desde que fue adquiriendo más importancia en la década de 1990. En 1996, por ejemplo, el presidente Bill Clinton ayudó discretamente a Shimon Peres a derrotar a Netanyahu en unas elecciones israelíes. Del mismo modo, durante la presidencia de Barack Obama (y la vicepresidencia de Joe Biden), la Casa Blanca chocó repetidamente con Netanyahu, que hizo todo lo posible por socavar la exitosa diplomacia del presidente con Irán, al tiempo que aceptaba de forma insultante una invitación para dirigirse al Congreso sin siquiera un gesto de cortesía hacia la Casa Blanca. Ese conflicto culminó en diciembre de 2016 con la decisión de Obama de no vetar una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que condenaba los asentamientos ilegales de Israel en Cisjordania. (En aquel momento, el presidente electo Trump, junto con su polémico asesor de seguridad nacional, el teniente general Michael Flynn, intentó sabotear esa votación).

A pesar de ese historial de roces con Netanyahu, después de que Hamás invadiera Israel y sembrara el caos, asesinando y secuestrando a cientos de personas, el presidente Biden parecía notablemente poco preparado para el feroz contraataque israelí que rápidamente se convirtió en una campaña de tierra quemada en Gaza matando a decenas de miles de personas, incluidos miles de niños, y causando, hasta el momento, al menos 50.000 millones de dólares en daños a esa franja de 25 millas de tierra. Más de la mitad de las estructuras de Gaza han resultado dañadas o destruidas, incluidos 24 hospitales, las 12 universidades y cuatro quintas partes de sus escuelas. Casi dos millones de gazatíes se han quedado sin hogar. A lo largo de esta carnicería, Biden insistió personalmente en seguir suministrando a Israel enormes cantidades de armamento, incluidas las bombas de 1.000 kilos que Israel utilizó para devastar manzanas enteras. Y durante meses luchó contra los republicanos en el Congreso para conseguir un enorme paquete de ayuda militar para Israel, Ucrania y Taiwán.

A pesar de su pasado, al abrazar a Netanyahu mientras se oponía repetidamente a la idea de un alto el fuego y el fin de la matanza, Biden se enfrentó a una creciente revuelta en casa. Los votantes, especialmente los jóvenes, así como los palestino-estadounidenses, árabe-estadounidenses y musulmanes, empezaron a alejarse de los demócratas y a distanciarse de la campaña de reelección de Biden. Muchos judíos liberales y de izquierdas, que normalmente votarían a los demócratas de forma abrumadora, se unieron a las manifestaciones callejeras y a las protestas en los campus universitarios a favor de un alto el fuego. Y un segmento cada vez mayor de los cargos electos del Partido Demócrata, incluidos hasta dos docenas de senadores, empezaron a presionar a Biden para que diera marcha atrás. En marzo, en un discurso que, según la CNN, «envió ondas de choque desde Washington a Jerusalén», el líder de la mayoría del Senado, Chuck Schumer, el funcionario judío de mayor rango del país, exigió que Netanyahu dimitiera.

Sin duda, no les sorprenderá saber que, poco a poco, de forma temerosa, el presidente Biden empezó a cambiar de rumbo. A principios de marzo, advirtió a Israel que había fijado una línea roja oponiéndose al plan israelí de una invasión masiva de la ciudad de Rafah, en el sur de Gaza. «No podemos permitir que mueran otros 30.000 palestinos», dijo. (A medida que las fuerzas israelíes se adentraban cada vez más en Rafah, esa «línea roja» parecía desaparecida en combate). Unas semanas más tarde, insinuó, y luego confirmó, que la entrega de un cargamento de bombas de 1.000 kilos a Israel había sido «pausada», y luego detenida, provocando feroces denuncias del Partido Republicano aliado de Trump, pero enviando una señal inequívoca al gobierno israelí. Y en junio, Biden esbozó un plan de paz en tres partes para Gaza que, insistió, se originó en las conversaciones con los líderes israelíes y estaba destinado a obligar a Netanyahu a cumplir un calendario para reducir el conflicto. «Es hora de que esta guerra termine», dijo el presidente.

Y todo ello, por modesto que fuera, lo hizo a sabiendas de que muchos de los principales financiadores proisraelíes del Partido Demócrata se sentirían, como mínimo, molestos. Haim Saban, un multimillonario israelí-estadounidense que es uno de los mayores patrocinadores financieros del Partido Demócrata y organizó una recaudación de fondos en febrero en Los Ángeles para Biden, reaccionó con indignación ante la decisión del presidente de detener parcialmente el envío de bombas estadounidenses al Estado judío. «Mala, mala, mala decisión a todos los niveles», escribió en un mensaje a Biden, según informó Axios. «No olvidemos que hay más votantes judíos, que se preocupan por Israel, que votantes musulmanes que se preocupan por Hamás». Y Mark Mellman, director general de la Mayoría Demócrata por Israel, una prominente organización prosionista bien financiada (que en febrero había empezado a publicar anuncios de apoyo a Biden en Michigan) se pronunció en contra del alto el fuego. «Hay mucha gente en la comunidad pro-Israel que está muy preocupada, muy disgustada y muy enfadada», dijo, en declaraciones recogidas por Fox News.

Sin inmutarse por los esporádicos estallidos de oposición de los judíos estadounidenses pro-Israel, Biden fue incluso más lejos en una entrevista con la revista Time, diciendo explícitamente que Netanyahu estaba prolongando la guerra por razones políticas -es decir, su propia supervivencia- y reiterando su apoyo a un Estado palestino.

Por supuesto, es justo culpar a Biden por su atroz negativa a frenar la deshumanización de Gaza por parte de Israel. Muchos de sus críticos argumentan que los estadounidenses se están volviendo, de hecho, contra Israel y que las acciones para cortar el grifo a Israel serían populares. Tal vez, pero nadie, incluidos los que denuncian al «genocida Joe», sabe qué precio político habría pagado Biden si, por ejemplo, hubiera suspendido todos los suministros militares a Israel y ordenado a su embajador en la ONU que no vetara las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que condenan la guerra de Israel. Como mínimo, habría desencadenado atronadores ataques de Trump, de los republicanos del Congreso y del enorme arsenal nacional de partidarios proisraelíes, incluido el Comité Estadounidense Israelí de Asuntos Públicos (AIPAC, por sus siglas en inglés), la Mayoría Democrática por Israel (DMFA, por sus siglas en inglés) y la ultraderechista Coalición Judía Republicana (RJC, por sus siglas en inglés). Al mismo tiempo, no está claro que Biden acabe ganando un apoyo adicional significativo de los votantes liberales de izquierda que aplaudirían una acción así.

Lo que es seguro, sin embargo, es que, si es reelegido en noviembre, es probable que Trump renueve su apoyo incondicional al expansionismo israelí, no sólo en lo que se refiere a la anexión de Cisjordania y el reasentamiento de Gaza, sino también a un conflicto regional más amplio que podría desencadenar Israel contra Irán y sus aliados en Iraq, Siria, Líbano y Yemen. Una guerra más amplia y catastrófica de este tipo podría producirse de todos modos, especialmente si Netanyahu decide que la única forma que tiene de sobrevivir políticamente es abrir un nuevo gran frente oriental. Hasta ahora, la administración Biden se ha esforzado, al menos, por contener el conflicto actual. Cuenten con una cosa: Donald Trump, que desató una campaña de máxima presión contra Irán, no lo habría hecho.

En lo que respecta a Oriente Próximo, la elección en noviembre de 2024 está bastante clara. Ojalá pudieran mejorar las expectativas.

Foto de portada de Getty Images.

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