Vds. han salvado a Julian Assange

Chris Hedges, The Chris Hedges Report, 26 junio 2024

Traducido el inglés por Sinfo Fernández


Chris Hedges es un escritor y periodista ganador del Premio Pulitzer que fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.

La oscura maquinaria del imperio, cuya mendacidad y salvajismo Julian Assange expuso al mundo, pasó 14 años tratando de destruirlo. Le cortaron la financiación, cancelando sus cuentas bancarias y tarjetas de crédito. Inventaron acusaciones falsas de agresión sexual para conseguir su extradición a Suecia, desde donde sería enviado a Estados Unidos.

Lo atraparon en la embajada de Ecuador en Londres durante siete años después de que se le concediera asilo político y la ciudadanía ecuatoriana, negándole el paso seguro al aeropuerto de Heathrow. Orquestaron un cambio de gobierno en Ecuador que le privó de su asilo y le sometió a acoso y humillación por parte del dócil personal de la embajada. Contrataron a la empresa española de seguridad UC global en la embajada para que grabara todas sus conversaciones, incluidas las mantenidas con sus abogados.

La CIA debatió si secuestrarle o asesinarle. Consiguieron que la Policía Metropolitana de Londres asaltara la embajada -territorio soberano de Ecuador- y se apoderara de él. Lo retuvieron durante cinco años en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, a menudo en régimen de aislamiento.

Y durante todo ese tiempo llevaron a cabo una farsa judicial en los tribunales británicos en la que se ignoró el debido proceso para que un ciudadano australiano, cuya publicación no estaba radicada en Estados Unidos y que, como todos los periodistas, recibió documentos de denunciantes, pudiera ser acusado en virtud de la Ley de Espionaje.

Intentaron una y otra vez destruirlo. No lo consiguieron. Pero Julian no ha sido puesto en libertad porque los tribunales defendieran el Estado de derecho y exoneraran a un hombre que no había cometido ningún delito. No ha sido liberado porque la Casa Blanca de Biden y la comunidad de inteligencia tuvieran conciencia. No ha sido puesto en libertad porque los medios de comunicación que publicaron sus revelaciones y luego lo echaron a los leones, llevando a cabo una despiadada campaña de desprestigio, presionaran al gobierno estadounidense.

Fue puesto en libertad -gracias a un acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos, según documentos judiciales– a pesar de estas instituciones. Fue liberado porque día tras día, semana tras semana, año tras año, cientos de miles de personas de todo el mundo se movilizaron para denunciar el encarcelamiento del periodista más importante de nuestra generación. Sin esta movilización, Julián no estaría libre.

Las protestas masivas no siempre funcionan. El genocidio de Gaza sigue cobrándose su horrible tributo entre los palestinos. Mumia Abu-Jamal sigue encerrado en una prisión de Pensilvania. La industria de los combustibles fósiles arrasa el planeta. Pero es el arma más potente que tenemos para defendernos de la tiranía.

Esta presión sostenida -durante una vista celebrada en Londres en 2020, para mi deleite, la jueza de distrito Vanessa Baraitser, del tribunal de Old Bailey que supervisa el caso de Julian, se quejó del ruido que hacían los manifestantes en la calle de fuera- hace brillar una luz continua sobre la injusticia y expone la amoralidad de la clase dominante. Por eso los espacios en los tribunales británicos eran tan limitados y los activistas de ojos empañados hacían cola fuera desde las 4 de la mañana para conseguir un asiento para los periodistas que respetaban; mi sitio lo consiguió Franco Manzi, un policía jubilado.

Estas personas son desconocidas.  Pero son héroes. Mueven montañas. Rodearon el Parlamento. Se plantaron bajo la lluvia a las puertas de los tribunales. Fueron tenaces y firmes. Hicieron oír su voz colectiva. Salvaron a Julian. Y ahora que esta espantosa saga llega a su fin, y Julian y su familia, espero, encuentran la paz y la curación en Australia, debemos honrarlos. Avergonzaron a los políticos de Australia para que defendieran a Julian, un ciudadano australiano, y finalmente a Gran Bretaña y Estados Unidos para que se rindieran. No digo que no hicieran lo correcto. Pero esto ha sido una rendición. Deberíamos estar orgullosos de ello.

Conocí a Julian cuando acompañé a su abogado, Michael Ratner, a reuniones en la embajada ecuatoriana en Londres. Michael, uno de los grandes abogados de derechos civiles de nuestra era, subrayó que la protesta popular era un componente vital en cada caso que presentaba contra el Estado. Sin ella, el Estado podría llevar a cabo su persecución de disidentes, su desprecio por la ley y sus crímenes en la oscuridad.

Personas como Michael, junto con Jennifer Robinson, Stella Assange, el redactor jefe de WikiLeaks Kristenn Hrafnsson, Nils Melzer, Craig Murray, Roger Waters, Ai WeiWei, John Pilger y el padre de Julian, John Shipton, y su hermano Gabriel, fueron fundamentales en la lucha. Pero no podrían haberlo hecho solos.

Necesitamos desesperadamente movimientos de masas. La crisis climática se acelera. El mundo, con la excepción de Yemen, asiste pasivo a un genocidio retransmitido en directo. La codicia sin sentido de la expansión capitalista sin límites ha convertido todo, desde los seres humanos hasta el mundo natural, en mercancías que se explotan hasta el agotamiento o el colapso. La aniquilación de las libertades civiles nos ha encadenado, como advirtió Julian, a un aparato de seguridad y vigilancia interconectado que se extiende por todo el planeta.

La clase dominante mundial ha mostrado sus cartas. Pretende, en el norte global, construir fortalezas climáticas y, en el sur global, utilizar sus armas industriales para bloquear y masacrar a los desesperados del mismo modo que está masacrando a los palestinos.

La vigilancia estatal es mucho más intrusiva que la empleada por los regímenes totalitarios del pasado. Los críticos y los disidentes son fácilmente marginados o silenciados en las plataformas digitales. Esta estructura totalitaria -el filósofo político Sheldon Wolin la llamó «totalitarismo invertido»- se está imponiendo por grados. Julian nos lo advirtió. A medida que la estructura de poder se siente amenazada por una población inquieta que repudia su corrupción, su acumulación de niveles obscenos de riqueza, sus guerras interminables, su ineptitud y su creciente represión, los colmillos que le mostró a Julian nos los mostrará a nosotros.

El objetivo de la vigilancia a gran escala, como escribe Hannah Arendt en «Los orígenes del totalitarismo», no es, en definitiva, descubrir delitos, «sino estar a mano cuando el gobierno decida arrestar a cierta categoría de la población». Y dado que nuestros correos electrónicos, conversaciones telefónicas, búsquedas en Internet y movimientos geográficos quedan registrados y almacenados a perpetuidad en las bases de datos gubernamentales, dado que somos la población más fotografiada y seguida de la historia de la humanidad, habrá «pruebas» más que suficientes para detenernos si el Estado lo considera necesario. Esta vigilancia constante y los datos personales esperan como un virus mortal dentro de las cámaras acorazadas del gobierno para volverse contra nosotros. No importa lo trivial o inocente que sea esa información. En los Estados totalitarios, la justicia, como la verdad, es irrelevante.

El objetivo de todos los sistemas totalitarios es inculcar un clima de miedo para paralizar a una población cautiva. Los ciudadanos buscan seguridad en las estructuras que los oprimen. El encarcelamiento, la tortura y el asesinato se reservan para los renegados ingobernables como Julian. El Estado totalitario logra este control, escribió Arendt, aplastando la espontaneidad humana y, por extensión, la libertad humana. La población queda inmovilizada por el trauma. Los tribunales, junto con los órganos legislativos, legalizan los crímenes de Estado. Vimos todo esto en la persecución de Julian. Es un ominoso presagio del futuro.

El Estado corporativo debe ser destruido si queremos restaurar nuestra sociedad abierta y salvar nuestro planeta. Su aparato de seguridad debe ser desmantelado. Los mandarines que gestionan el totalitarismo corporativo, incluidos los líderes de los dos principales partidos políticos, académicos fatuos, expertos y medios de comunicación en bancarrota, deben ser expulsados de los templos del poder.

Las protestas callejeras masivas y la desobediencia civil prolongada son nuestra única esperanza. Si no nos sublevamos -que es con lo que cuenta el Estado corporativo-, seremos esclavizados y el ecosistema de la Tierra se volverá inhóspito para la habitación humana. Aprendamos de los valientes hombres y mujeres que salieron a la calle durante 14 años para salvar a Julian. Ellos nos enseñaron cómo se hace.

Ilustración de portada: Libre como un pájaro (por Mr. Fish).

Voces del Mundo

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