El rostro de Joe Biden durante el debate presidencial

Vinson Cunningham, The New Yorker, 28 junio 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Vinson Cunningham se incorporó a The New Yorker como redactor en 2016. Desde 2018 ha ejercido como crítico de la revista, escribiendo sobre teatro, televisión y más. Fue finalista del Premio Pulitzer de crítica en 2024 y recibió el Premio George Jean Nathan de Crítica Dramática para 2021-2022. Y, en 2020, fue finalista del National Magazine Award por su Perfil del cómico Tracy Morgan. Enseña en la Escuela de Arte de Yale y en la Escuela de Arte de la Universidad de Columbia, y es copresentador de «Critics at Large«, el podcast semanal de The New Yorker sobre cultura y arte. Su primera novela, «Great Expectations«, se publicó en 2024.

El alboroto del día siguiente, lívido como la resaca más lamentable, por la actuación del presidente Joe Biden en el debate del jueves por la noche, se ha centrado en gran medida, comprensiblemente, en las palabras. Demasiadas veces, las frases de Biden serpentearon en extrañas elipsis desde el centro de su significado, o se apagaron suavemente como una cometa que pierde el viento. Habló inanemente de que Roe v. Wade tiene «tres trimestres». Tras una respuesta de Biden sobre la seguridad fronteriza, su homólogo, Donald Trump -como siempre, un cretino- dijo una de las únicas verdades que pasaron por sus labios en toda la noche: «Realmente no sé lo que dijo al final de esa frase. Creo que él tampoco sabe lo que dijo». Es ineludible: la sintaxis, a menudo un reto para Biden, incluso en sus años mozos, le traicionó en el debate.

Sin embargo, el verdadero foco de la humillación de Biden en la CNN no fueron las palabras, sino la serie de lamentables imágenes que ofreció su cara. Mucho después de que se olviden sus malogradas locuciones, recordaré la perdida y brumosa lunación de los ojos de Biden. Cuando Trump hablaba -siempre una oportunidad para su oponente de transmitir una incredulidad franca e identificable ante el torrente de mentiras que inevitablemente vierte-, la cara de Biden estaba a menudo congelada: ojos muy abiertos, expresión vaga, boca floja. Parecía como si acabara de recordar algo de drástica importancia doméstica -la combinación de la caja fuerte del armario de su dormitorio, la ubicación de una llave perdida- y estuviera a punto de olvidarlo de nuevo. Cuando habló, parecía casi sorprendido -¡otra vez aquellos ojos!- de oír el sonido ronco de su propia voz.

Con la esperanza de empaparme de las impresiones de los demás, vi la mayor parte del debate en un bar del centro de Manhattan, rodeado de amigos. Incluso cuando el público o la música subían de volumen y resultaba difícil captar las palabras, podía oír gemidos en la pantalla cada vez que aparecía Biden. A veces hacía acopio de fuerzas para simular asombro o desacuerdo con algo que Trump había dicho; en esos momentos, levantaba las cejas uno o dos centímetros y estiraba las facciones hacia atrás, hacia las orejas, lo que hacía que su nariz pareciera más afilada y sus ojos desaparecieran en largas y finas rayas. No creo que fuera el aspecto que buscaba. Biden se preparó asiduamente para el debate en Camp David. Pero necesitaba a alguien en una sala cercana, vigilando un monitor, con el sonido silenciado, tomando notas únicamente sobre su rostro.

Por supuesto, es posible, dada la edad de Biden, que haya alguna explicación sencilla para sus problemas faciales. Algunos observadores mencionaron la «cara enmascarada», un síntoma del Parkinson caracterizado por una disminución de la expresividad facial. Pero, a falta de un diagnóstico, nos queda un posible destino: todo el mundo sabe ya que la actuación de Biden ha dañado sus perspectivas frente a Trump, quizá de forma irrevocable.

Es cierto que la televisión puede simplificar indebidamente, haciendo que las comparecencias adquieran la falsa impresión de verdad absoluta. Y también es cierto que la opinión pública basada en imágenes puede rebajar una cultura política ya de por sí superficial, sustituyendo la sustancia por la superficie. Pero el cargo en cuestión, la Presidencia estadounidense, ha evolucionado específicamente para ser un motor de producción de imágenes poderosas, un lugar donde la cultura visual demuestra su valía como generadora de poder blando. Desde el famoso primer debate televisado -un Richard Nixon sudoroso y ansioso contra el naturalmente telegénico John F. Kennedy-, este extraño ritual de réplica en persona ha sido tanto un espectáculo como un acto visual y verbal. Gran parte de la tarea de conseguir el puesto consiste en dar la imagen -sea cual sea-, y un rostro debilitado, perdido por sus propios efectos, no va a ser de ninguna ayuda como herramienta en esta campaña, ya de por sí bastante deprimente.

Hablando de depresión: quizá la peor de las tendencias faciales de Biden durante el debate se puso de manifiesto cada vez que miraba solemnemente hacia abajo, tal vez reflexionando sobre el desastre político que se estaba desarrollando en el escenario. En una fotografía de Getty, tomada de perfil, Biden parecía estar mirando directamente al micrófono a unos centímetros de su cara. La piel de su barbilla se embolsaba ligeramente, formando un globo suelto que caía sobre su cuello. Su fino pelo blanco brillaba bajo las luces de la televisión que tan mal le habían tratado. Sus ojos parecían tristes. Podría haber estado mirando el micrófono, contemplándolo como un símbolo del aparato mediático que potencialmente se interponía en el camino de su gran objetivo, la reelección, y que pronto lo atacaría salvajemente. Tal vez ya oía las voces que le pedían que se hiciera a un lado. O tal vez estaba reflexionando.

Puede que estuviera pensando en las injusticias inherentes al sistema político por cuya traicionera pendiente había subido tan lentamente, durante tantos años: Mira, puedes hacer que los precios se disparen; o permitir una guerra tan atroz que la mayoría de los observadores apenas pueden soportar mirar las imágenes -imágenes, ¡tan inconvenientes!- que surgen de la refriega; o ser superado, una y otra vez, por enemigos políticos extranjeros y nacionales; y así sucesivamente. En esto, Biden no es una excepción. Casi todos los presidentes lo hacen. Pero, si te ves bien, el público puede dejarlo pasar. Si no, entonces… bueno, ¡buena suerte!

Foto de portada de Justin Sullivan (Getty).

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