Fascismo a las puertas

Walden Bello, Foreign Policy in Focus, 11 julio 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Walden F. Bello, columnista de Foreign Policy in Focus, es autor o coautor de 19 libros, los últimos de los cuales son Capitalism’s Last Stand? (Londres: Zed, 2013) y State of Fragmentation: the Philippines in Transition (Ciudad Quezón: Focus on the Global South y FES, 2014).

Dos acontecimientos recientes han echado por tierra la complacencia ante el espectro de una toma del poder fascista a escala mundial sobre la que algunos venimos advirtiendo desde hace tiempo. En Europa, los partidos de extrema derecha obtuvieron unos resultados impresionantes en las elecciones al Parlamento Europeo de junio.  En Alemania, Alternativa para Alemania (AfD) y otros partidos afines obtuvieron el 15,9% de los votos, desplazando al Partido Socialista, que durante mucho tiempo ocupó el segundo lugar, al tercer puesto. En Francia, la alianza centrista del presidente Emmanuel Macron reunió solo el 14,6% de los votos, mientras que la Agrupación Nacional (Rassemblement National) de Marine Le Pen se hizo con el 31,3% de los sufragios. Los resultados llevaron a Macron a tomar la desacertada decisión de disolver inmediatamente el Parlamento francés y convocar elecciones anticipadas, lo que se tradujo en una devastadora victoria del partido de Le Pen en la primera vuelta, por suerte pudo evitarse la debacle en la segunda mediante la unión republicana.

En Estados Unidos, el presidente Joe Biden hizo que una segunda presidencia de Trump estuviera inconmensurablemente más cerca con una horrible actuación en un debate con Trump el 27 de junio, que simplemente confirmó lo que la mayoría de los votantes han discernido desde hace algún tiempo: que Biden es simplemente demasiado viejo para funcionar eficazmente en el que es posiblemente el puesto más poderoso del mundo.

Esto ha hecho temer a muchos progresistas y liberales que el enemigo está a las puertas. Y tienen razón. Gramsci describió su época, las primeras décadas del siglo XX, como una época en la que «el viejo mundo está muriendo y el nuevo mundo lucha por nacer. Ahora es el tiempo de los monstruos». Esa frase bien podría describir la situación actual de nuestro mundo.

Cómo me interesé por el fascismo

Mi interés por el fascismo comenzó cuando viajé a Chile en 1972 para realizar una investigación de campo durante la presidencia de Salvador Allende, truncada por un golpe militar el 11 de septiembre de 1973. Llegué a la capital, Santiago, en pleno invierno chileno, recibido por gases lacrimógenos y escaramuzas de grupos políticos enfrentados tras una manifestación. Con dos maletas a cuestas, llegué con gran dificultad desde la estación de autobuses hasta el histórico Hotel Claridge.

Había ido a Chile para estudiar cómo la izquierda estaba organizando a la gente de las barriadas o callampas para la revolución socialista que había iniciado el gobierno de la Unidad Popular. Unas semanas en Santiago bastaron para abrirme los ojos acerca del impulso revolucionario que había ido recogiendo al leer sobre los acontecimientos de Chile en las publicaciones de izquierdas de Estados Unidos. La gente de izquierdas se movilizaba constantemente para marchas y concentraciones en el centro de Santiago y, cada vez más, el motivo era contrarrestar las manifestaciones montadas por la derecha. Mis amigos me llevaban a esos actos, en los que cada vez había más escaramuzas con matones de derechas.

Noté cierta actitud defensiva entre los participantes en estas movilizaciones y una reticencia a quedarse solos al salir de ellas, por miedo a ser acosados o algo peor por bandas de derechistas ambulantes. La revolución, me di cuenta, estaba a la defensiva, y la derecha empezaba a tomar el mando de las calles. En dos ocasiones estuve a punto de recibir una paliza por cometer el estúpido error de observar las manifestaciones derechistas con El Siglo, el periódico del Partido Comunista, bajo el brazo. Cuando me pararon unos militantes de las juventudes democristianas, les dije que era un estudiante de posgrado de la Universidad de Princeton que estaba investigando la política chilena. Se burlaron y me dijeron que era uno de los «matones» de Allende importados de Cuba. Podía entender que pensaran que estaba siendo provocador, con El Siglo bajo el brazo. Afortunadamente, la llegada repentina de un amigo mexicano me salvó de una paliza. En otra ocasión, mis ágiles pies hicieron el trabajo.

Cuando miraba las caras de las multitudes de derechas predominantemente blancas, muchas de ellas de cabellos rubios, me imaginaba las mismas caras enfurecidas en las manifestaciones fascistas y nazis que tomaron el control de las calles en Italia y Alemania. Era gente que miraba con desdén a lo que llamaban los rotos, o «rotos», que llenaban las manifestaciones de izquierdas, gente más morena, muchos de ellos claramente de extracción indígena.

Mi experiencia en Chile me influyó en dos cosas. Una, me produjo una fascinación académica permanente por los movimientos contrarrevolucionarios. En segundo lugar, me convirtió en un activista de toda la vida con un profundo odio hacia la extrema derecha y me inculcó el compromiso de luchar contra el autoritarismo y la extrema derecha. En muchos sentidos, estos impulsos contradictorios han determinado mi trayectoria personal, política y académica.

¿Es fascismo?

Avancemos hasta el presente. Cuando empezaron a surgir personalidades y movimientos de extrema derecha en las dos últimas décadas, en algunos círculos se dudaba mucho en utilizar la palabra «fascismo» para describirlos. Con mi experiencia en Chile, Filipinas y otros países a mis espaldas, yo no tenía esos reparos. Al parecer, esta fue la razón por la que fui invitado por la famosa Cambridge Union para un debate sobre el tema: «Esta Cámara cree que estamos siendo testigos de un resurgimiento fascista global» el 29 de abril de 2021, en el que yo hablaría afirmando esa idea. Por supuesto, un gran incentivo para aceptar participar era que uno de mis héroes intelectuales, John Maynard Keynes, había participado en un famoso debate de la Cambridge Union. Esa tarde me acompañaban en el debate por Zoom la profesora de la Universidad de Nueva York Ruth Ben Ghiat, la periodista rusa Masha Gessen, colaboradora del New Yorker, el destacado historiador de la Segunda Guerra Mundial Sir Richard Evans, e Isabel Hernández y Sam Rubinstein, dos estudiantes de la Universidad de Cambridge.

En aquel debate, dije que un movimiento o una persona deben considerarse fascistas cuando reúnen las cinco características siguientes: 1) muestran desprecio u odio por los principios y procedimientos democráticos y progresistas; 2) toleran o promueven la violencia; 3) tienen una base de masas enardecida que apoya su pensamiento y comportamiento antidemocráticos; 4) utilizan como chivo expiatorio y apoyan la persecución de determinados grupos sociales; y 5) están liderados por un individuo carismático que exhibe y normaliza todo lo anterior. Es la forma en que fusionan estas cinco características lo que explica la singularidad de determinados líderes y movimientos fascistas.

No es sorprendente que Donald Trump ocupara un lugar destacado en ese debate. Y uno de mis principales argumentos fue que Donald Trump y la insurrección del 6 de enero de 2021 demostraron que la distinción entre «extrema derecha» y «fascista» es académica. O se puede decir que un «ultraderechista» es un fascista que todavía no ha tomado el poder, porque sólo una vez que están en el poder los fascistas revelan plenamente sus propensiones políticas, es decir, muestran todas las cinco características mencionadas anteriormente. Por cierto, el público de Cambridge estuvo de acuerdo conmigo. El Cambridge Independent publicó al día siguiente la noticia de que «la moción fue aprobada con 38 votos a favor, 28 en contra y 2 abstenciones». Gracias a Dios, no defraudé a Keynes.

Fascistas y contrarrevolucionarios

En mi trabajo sobre la derecha, he usado la palabra «contrarrevolucionario» indistintamente con la palabra «fascista». En este punto me siento muy en deuda con el gran historiador de la contrarrevolución, Arno Mayer, que distinguía entre los tres actores de lo que él llamaba la «coalición contrarrevolucionaria»: reaccionarios, conservadores y contrarrevolucionarios.  «Los reaccionarios», dijo Mayer, «se sienten intimidados por el cambio y anhelan volver a un mundo de un pasado mítico y romántico». Los conservadores no hacen un fetiche del pasado, y sea cual sea la composición de la sociedad civil y política, su «valor fundamental es la preservación del orden establecido».

Los contrarrevolucionarios son más interesantes teóricamente y más peligrosos políticamente. Pueden tener, como los reaccionarios, ilusiones sobre una edad de oro pasada, y comparten con los reaccionarios y los conservadores «el aprecio, por no decir la celebración, del orden, la tradición, la jerarquía, la autoridad, la disciplina y la lealtad».  Pero en un mundo en rápida mutación, donde el viejo orden se ha desquiciado por la aparición de nuevos actores políticos, «los contrarrevolucionarios abrazan la política de masas para promover sus objetivos, apelando a los órdenes inferiores de la ciudad y el campo, inflamando y manipulando su resentimiento hacia los de arriba, su miedo a los de abajo y su distanciamiento del mundo real que les rodea». Los contrarrevolucionarios o fascistas, por retomar a otro gran historiador, Barrington Moore, buscan «hacer popular la reacción».

El fascismo como fenómeno global

El auge del fascismo es un fenómeno global, que atraviesa la división Norte-Sur.

Narendra Modi ha convertido la India laica y diversa de Gandhi y Nehru en cosa del pasado con su proyecto nacionalista hindú, que relega a la gran minoría musulmana del país a ciudadanos de segunda clase. Las elecciones parlamentarias de principios de año devolvieron el poder a su BJP (Bharatiya Janata Party), aunque perdió la mayoría absoluta en la cámara baja. Sin embargo, nada indica que Modi vaya a cejar en su proyecto fascista. Actualmente está llevando a cabo el ataque más sostenido contra la libertad de prensa desde la Emergencia de 1976, encarcelando a periodistas progresistas y presentando cargos contra escritoras destacadas como Arundhati Roy.

En Brasil, Jair Bolsonaro perdió las elecciones presidenciales de 2022 frente a Lula da Silva por un ligero margen, pero sus seguidores se negaron a aceptar el veredicto, y miles de personas de la derecha invadieron la capital, Brasilia, el 8 de enero de 2023, en un intento de derrocar al nuevo gobierno, en una notable réplica de la insurrección del 6 de enero de 2021 en Washington.

En Hungría, Viktor Orban y su partido Fidesz casi han completado su neutralización de la democracia. De hecho, Europa es la región donde los partidos fascistas o de derecha radical han hecho más incursiones. De no tener ningún régimen de derecha radical en la década de 2000, salvo ocasional y brevemente como socios menores en coaliciones de gobierno inestables como en Austria, la región tiene ahora dos en el poder: uno en Hungría y el gobierno de Giorgia Meloni en Italia. La extrema derecha forma parte de coaliciones gobernantes en Suecia y Finlandia. La región cuenta con otros cuatro países en los que un partido de extrema derecha es el principal partido de la oposición. Y tiene siete en los que la extrema derecha se ha convertido en una presencia importante tanto en el parlamento como en las calles.

En Filipinas, escribí a los dos meses de la presidencia de Rodrigo Duterte en 2016 que era un «original fascista«. Fui criticado por muchos creadores de opinión, académicos e incluso progresistas por usar la palabra con «f«. Más de siete años y 27.000 ejecuciones extrajudiciales de presuntos consumidores de drogas después, la palabra «f» es uno de los términos más suaves utilizados para Rodrigo Duterte, y muchos prefieren «asesino en masa» o «asesino en serie.»

No obstante, Duterte terminó su presidencia en 2022 con un índice de aprobación del 75%, y ahora lidera la oposición a la administración del presidente Ferdinand Marcos hijo, al parecer seguro de poder derrocarla.

Carisma y discurso(s) fascista(s)

Permítanme dedicar algo de tiempo a Duterte, ya que es la figura fascista con la que estoy más familiarizado. Al igual que Trump, Bolsonaro, Modi, Orban, Geert Wilders en los Países Bajos, y ahora Javier Milei en Argentina, Duterte es una figura carismática. El carisma, esa cualidad en un líder que crea un vínculo especial con sus seguidores, no es de una única variedad. El carisma de Modi es diferente del de Duterte. Aunque el carisma de Modi es más del tipo inspirador familiar, Duterte tiene lo que yo llamo «encanto de gángster». En su forma de conectar con las masas, en su discurso, Duterte tiene similitudes con Donald Trump, con su afición a decir barbaridades y a pronunciarlas de forma poco ortodoxa, que es precisamente lo que enloquece a sus seguidores.

Sobre el discurso de Duterte mientras fue presidente, me gustaría compartir tres observaciones. En primer lugar, desde un punto de vista progresista y liberal, su discurso era políticamente incorrecto, pero ese era su punto fuerte. Resultaba liberador para su público de clase media y baja. Se consideraba que Duterte decía las cosas como eran, que se burlaba deliberadamente del discurso dominante de los derechos humanos, los derechos democráticos y la justicia social que se había invocado ritualmente, pero que se consideraba cada vez más como un cínico encubrimiento del fracaso del régimen democrático liberal posterior a Marcos a la hora de cumplir su promesa de llevar a cabo una auténtica reforma política y económica democrática.

En segundo lugar, el discurso de Duterte supuso una aplicación única de lo que Bourdieu denomina la estrategia de la condescendencia. Su discurso tosco, pronunciado de forma conversacional y con frecuentes cambios del tagalo, una lengua filipina, a otra, el bisaya, y al inglés, hizo que la gente se identificara con él, provocando risas con su descripción de sí mismo como alguien que andaba a trompicones como el resto de la multitud o que tenía los mismos deseos ilícitos, al mismo tiempo que también recordaba a la audiencia que él era alguien diferente de ellos y por encima de ellos, como alguien con poder. Esto fue especialmente evidente cuando hizo una pausa y pronunció su distintivo, «Papatayin kita«, o «Te mataré», como en «Si destruyes a la juventud de mi país dándoles drogas, te mataré».

En tercer lugar, los discursos de Duterte no seguían una lógica conceptual o retórica, y esta fue otra de las razones por las que pudo conectar con las masas. El mensaje conceptual formal escrito por los redactores de discursos era deliberadamente anulado por una serie de largas digresiones en las que contaba historias en las que él era invariablemente el centro de las cosas que sabía que mantendrían la atención del público, aunque ya lo hubieran oído varias veces. Permítanme confesar aquí que cuando escuchaba las digresiones de Duterte, salpicadas como estaban de comentarios escandalosos, como decir a la audiencia que indultaría a los policías condenados por ejecuciones extrajudiciales para que pudieran perseguir a las personas que los llevaron a los tribunales, mi mente tenía que contener a mi cuerpo para que no se uniera al coro de carcajadas ante el puro descaro cómico de sus palabras. Con Duterte, la digresión era el mensaje.

Duterte, por supuesto, no es único entre los líderes de extrema derecha en su habilidad para conectar con su base pisoteando las convenciones conversacionales aceptadas y admitiendo deseos ilícitos. Una de las fuentes del atractivo de Donald Trump es que, al igual que Duterte, conecta, sin subterfugios ni eufemismos, con el «privilegio profundamente añorado de su base masculina blanca de poder actuar pública y descaradamente sobre cualquier salvajismo o incluso racismo mundano que deseen», como dicen Patricia Ventura y Edward Chan. Para muchos hombres blancos estadounidenses agraviados, resultaba refrescantemente sincero al llamar públicamente violadores a los mexicanos, terroristas a los musulmanes, inmigrantes de color procedentes de «países de mierda» en lugar de la prístina y blanca Noruega, y jactarse de que «cuando eres una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa. Cógelas por el coño. Puedes hacer cualquier cosa».

Economía y fascismo

Los líderes son fundamentales en los movimientos fascistas, pero las condiciones sociales crean las oportunidades para el ascenso de esos líderes. Nunca se insistirá lo suficiente en el papel que han desempeñado el neoliberalismo y la globalización en el nacimiento de los movimientos de la derecha radical. El empeoramiento del nivel de vida y las grandes desigualdades generadas por las políticas neoliberales crearon desilusión entre la gente que sentía que la democracia liberal había sido capturada por los ricos y desconfianza en los partidos de centroderecha y centroizquierda que promovían esas políticas.

Quizá no haya mejor testimonio del papel de las políticas neoliberales que el del expresidente Barack Obama, que representa el ala neoliberal dominante de la «Tercera Vía» del Partido Demócrata, junto con los Clinton. En un discurso pronunciado en Johannesburgo en julio de 2017, Obama señaló que la «política del miedo y el resentimiento» se derivaba de un proceso de globalización que «trastornó los sectores agrícola y manufacturero de muchos países… redujo en gran medida la demanda de determinados trabajadores… contribuyó a debilitar los sindicatos y el poder de negociación de los trabajadores… [y] facilitó que el capital eludiera las leyes fiscales y las regulaciones de los Estados-nación». Señaló además que «los desafíos a la globalización vinieron primero de la izquierda, pero luego llegaron con más fuerza desde la derecha, cuando empezaron a verse movimientos populistas… [que] aprovecharon el malestar que sentían muchas personas que vivían fuera de los núcleos urbanos; el miedo a que la seguridad económica se esfumara, a que su estatus social y sus privilegios se erosionaran; a que sus identidades culturales se vieran amenazadas por forasteros, alguien que no se parecía a ellos o que no sonaba como ellos o que no rezaba como ellos». Estas masas resentidas y descontentas son la base de los partidos fascistas.

Desencantados con el abrazo del Partido Demócrata a las políticas neoliberales que matan empleos, el voto de la clase trabajadora blanca puso al republicano Trump por encima en los estados indecisos tradicionalmente demócratas del Medio Oeste durante las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016. Pero no son solo las políticas neoliberales contra las que protestan los trabajadores blancos al abandonar el Partido Demócrata y entrar en la tienda de Trump; también sienten que las élites profesionales e intelectuales han capturado a su antiguo partido, junto con los negros y otras minorías.

No es solo la clase trabajadora blanca la que ahora forma la base del Partido Republicano. Grandes zonas de la América rural llevan mucho tiempo marcadas por la depresión económica, creando un terreno ideal para la política del resentimiento y la incubación de milicias de extrema derecha, que hicieron sentir su presencia intimidatoria en las ciudades donde se extendieron las protestas contra la brutalidad policial tras el asesinato de George Floyd.

En Francia, el Partido Socialista se hundió, y una parte significativa de sus antiguos adeptos de la clase trabajadora se pasaron a Marine Le Pen y su Frente Nacional (ahora Agrupación Nacional). Sus sentimientos fueron probablemente mejor expresados por un senador socialista que dijo: «Los votantes de izquierdas están cruzando la línea roja porque piensan que la salvación a su difícil situación la encarna Madame Le Pen… Dicen ‘no’ a un mundo que parece duro, globalizado, implacable. Son trabajadores, pensionistas, oficinistas que dicen: ‘No queremos este capitalismo y esta competencia en un mundo en el que Europa está perdiendo su liderazgo'».

Foto de portada: El presidente Rodrigo Duterte y el presidente Donald Trump en el Centro Internacional de Convenciones de Filipinas en Pasay City el 13 de noviembre de 2017 (Robinson Niñal Jr.).

Voces del Mundo

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