Stephen F. Eisenman, CounterPunch.org, 26 agosto 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Stephen F. Eisenman es profesor emérito de la Universidad Northwestern. Su último libro, con Sue Coe, se titula «The Young Person’s Guide to American Fascism», y se publicará próximamente en OR Books. Email: s-eisenman@northwestern.edu
Los no tan buenos
La Convención Nacional Demócrata que acaba de celebrarse en el United Center de Chicago ha sido todo un éxito. El lunes, la primera noche, Joe Biden pronunció su discurso de despedida, tras el cual el público respiró aliviado. No sólo porque la larga y autocomplaciente perorata había terminado, sino porque Biden por fin estaba fuera: un hombre menos, otro más. Dos días después, los delegados estatales celebraron una votación nominal en la que designaron formalmente a Kamala Harris y Tim Walz como candidatos del Partido Demócrata a la presidencia y la vicepresidencia.
El martes, sus Majestades los Obama y los Clinton pronunciaron discursos no tan buenos. Michelle habló elogiosa e interminablemente de su madre y de todas las madres. (Como los perros, no hay madres malas). Pero también pronunció el mejor chiste de la convención. Recordando a los oyentes la metedura de pata de Trump en la conferencia de la Asociación Nacional de Periodistas Negros, dijo: «¿Quién le va a decir que el trabajo que busca actualmente podría ser uno de esos ‘trabajos para negros’?». El discurso de Barak, que siguió inmediatamente al de su esposa, fue pesado y desenfocado. (Debería estudiar las cadencias e inflexiones del gobernador de Pensilvania, Josh Shapiro). La única frase que llamó la atención se refería a la peculiar (por no decir «extraña») preocupación de Trump por comparar el tamaño de su público con el de Harris. En un momento dado, Obama juntó las manos para indicar el tamaño comparativamente pequeño de Trump. Le restó gracia al chiste avergonzándose de su propia vulgaridad.
Bill Clinton estuvo paternal, pero confuso: ya no era el «secretario del “Esplendor”», como le llamó Obama en 2012. Hilary estuvo pomposa, como era de esperar, y estropeó sus metáforas: «Como vicepresidenta, Kamala se sentó en la sala de información y defendió los valores americanos». ¿Sostenía alguien la silla de la vicepresidenta mientras ella hacía todo eso de sentarse y levantarse? «Juntas», continuó Hilary, autorreferencial y orante, “pusimos muchas grietas en el techo de cristal más alto y duro”. Continuó en la misma línea: «Esta noche, estamos muy cerca de romperlo, de una vez por todas». Y aún más: «Quiero deciros lo que veo a través de todas esas grietas. Veo libertad». ¿Por qué necesitaba mirar a través de las grietas para verla? ¿Estaba sucio el cristal? ¿Nadie le habló del Windex? Pero Hilary no había terminado: Kamala podría por fin «abrirse paso», momento en el que estaría «al otro lado de ese techo de cristal». ¿Fue sentarse y levantarse rápidamente -y golpearse la cabeza- lo que finalmente rompió el techo? ¿Quién reparó el piso de arriba? ¿Puede darme su número? Es difícil encontrar buenos contratistas.
Oprah habló con seriedad, pero con poca sustancia. Hizo hincapié en la unidad y condenó a los que quieren «dividirnos y conquistarnos». Habló a favor de los libros, el derecho al aborto y las «conversaciones adultas» en lugar de tuits ridículos. Acabó siendo la única persona en los cinco días que mencionó los derechos de los animales, cuando dijo: «Cuando se incendia una casa, no preguntamos por la raza o la religión del propietario, no nos preguntamos quién es su pareja o qué votó. No, simplemente hacemos lo que podemos para salvarlos. Y si resulta que la casa pertenece a una mujer sin hijos pero con gatos, pues también intentamos sacar a esos gatos».
La expresidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi, otra de las grandes figuras demócratas, pronunció un discurso de seis minutos en el que destacó los logros de Biden y de los demócratas durante los cuatro años anteriores, como la Ley de Reducción de la Inflación, la Ley de Infraestructuras y las medidas legislativas y ejecutivas en favor de los veteranos, las personas mayores y los estudiantes. Fue un discurso repetitivo, memorable sólo por una cosa: la entusiasta ovación que recibió Pelosi al subir al estrado. La diminuta legisladora de 84 años del Área de la Bahía fue, según todos los indicios, la persona más responsable de la expulsión de Joe. Ninguna cantidad de «Gracias, Joe» borrará la mancha de ese acto de benevolencia política.
Otras dos actuaciones decepcionantes corrieron a cargo de los principales progresistas del Partido Demócrata, la representante Alexandria Ocasio-Cortez, de 34 años, y el senador Bernie Sanders, de 82 años. La primera dio las gracias a Biden, bendijo a Harris y cortó enérgicamente el aire con las manos y los dedos índices. Habló eufemísticamente, al principio, como hacen los políticos estadounidenses, de la clase media estadounidense. Igual que no hay malas madres, no hay clase obrera estadounidense, sólo una clase media ahogada en su aspiración a convertirse en… clase media. (De hecho, casi el 70% de la población estadounidense es de clase trabajadora; excluyendo la propiedad de la vivienda, no tienen más activos que sus salarios). A continuación, AOC cambió confusamente de marcha y empezó a hablar de la clase trabajadora estadounidense, pero sin ir más allá de las generalidades. El presidente de United Auto Workers, Shawn Fain, fue más directo y más internacionalista en su breve discurso. Comenzó diciendo: «Buenas noches a la gente que hace que este mundo se mueva, ¡la clase trabajadora!». Casi me esperaba que se pusiera a cantar la Internacional.
Bernie estuvo mejor que AOC, aunque algo lento: cada vez se parece menos a la imitación que hace de él Larry David. Como de costumbre, Sanders habló en listas, pidiendo un gobierno activista que aumente el salario mínimo, amplíe Medicare y Medicaid y aumente los pagos de la Seguridad Social a los ancianos. También apoyó la legislación para aumentar la afiliación sindical, crear la financiación pública de las elecciones y aumentar los impuestos a las empresas y a la clase multimillonaria. Una de las razones por las que el discurso fue tan aburrido, paradójicamente, es que estas posiciones ya no son controvertidas entre los votantes y políticos demócratas. Sin embargo, el hecho de que sigan siendo una aspiración revela la brecha existente entre la retórica del partido y las prioridades legislativas demócratas.
Puede que me haya perdido a alguien, pero por lo que pude ver, la única artista o figura literaria que tuvo tiempo en el podio de la convención fue Amanda Gorman. En la toma de posesión de Biden en 2021, interpretó un sentimental y aplaudido poema hip-hop titulado «The Hill We Climb». Para la CND, leyó «This Sacred Scene», que comenzaba: «Nos reunimos en este lugar sagrado porque creemos en el sueño americano». ¿El United Center? La única deidad a la que podría estar invocando es Michael Jordan, cuyos Bulls ganaron seis campeonatos de la NBA entre 1991 y 1998. Pero si Jordan es Dios, me preocupan Harris y Walz; los Bulls acabaron novenos en su división en 2023-24.
Los mejores discursos
Los mejores discursos de la convención, en mi opinión, no fueron los de las estrellas A, sino los de las estrellas B. El senador Raphael Warnock comenzó su discurso diciendo que Georgia hizo historia el 5 de enero de 2020, al elegirlo a él, un hombre negro, y a Jon Ossoff, un hombre judío, como senadores de Estados Unidos; pero esa historia se vio empañada al día siguiente por una insurrección inspirada por Trump para anular los resultados de las elecciones presidenciales. En medio de su discurso de 15 minutos, Warnock divagó un poco -hubo el inevitable y desinflado elogio a Biden-, pero recuperó el ritmo cuando dijo: «Donald Trump es una plaga para la conciencia estadounidense». Fue un epíteto nuevo. Luego se lanzó a una serie de afirmaciones -ojalá fueran ciertas- de que los demócratas estaban avanzando rápidamente en derechos reproductivos, derechos de los trabajadores y derechos de voto. Luego habló de la bondad de los padres, en particular del suyo propio, ya fallecido, «un predicador y un chatarrero que, de lunes a viernes, levantaba viejos coches rotos y los ponía en la parte trasera de un viejo camión». Pero el domingo por la mañana, el hombre que levantaba coches rotos levantaba a gente rota… y les decía que eran alguien de Dios». Siguió diciendo: «Estoy convencido de que podemos levantar a los rotos incluso cuando escalamos… podemos curar cuerpos enfermos, podemos curar las heridas que nos dividen, podemos curar un planeta en peligro…». Grandes palabras de un predicador convertido en senador.
En su breve pero entusiasta discurso, el gobernador de Pensilvania, Josh Shapiro, invocó Filadelfia, la ciudad más grande de su estado y sede del primer Congreso Continental (1774-1781), para contar una historia de progreso continuo de Estados Unidos en el avance de la libertad y la justicia. Todo eso fue frustrado, dijo, por Donald Trump en su único mandato y volvería a serlo si fuera elegido una vez más. Trump y los republicanos, dijo Shapiro, se envuelven en la retórica de la libertad, pero la socavan a cada paso. «No es libertad decir a nuestros hijos qué libros leer», dijo, con la antigua cadencia de Obama y una inflexión de inglés negro. «Y no es libertad decir a las mujeres lo que pueden hacer con sus cuerpos». Haciendo una breve pausa para recibir los vítores del público, apretó los labios y negó con la cabeza, añadiendo: «No, no lo es».
Luego, mezclando la retórica del predicador baptista -Shapiro es judío- y la del líder sindical, continuó, señalando a la cámara: «Y escúchenme bien, seguro que no es libertad decir: ‘Tú puedes votar, pero él elige al ganador». «La verdadera libertad», continuó, es “cuando un niño puede ir y volver andando del colegio y llegar a casa sano y salvo con su mamá”. Shapiro desplegó entonces con pericia lo que los retóricos llaman anáfora. Repitió la frase «la verdadera libertad es» seguida de una serie de libertades positivas: la libertad de «unirte a un sindicato», casarte «con quien amas», formar una familia «en tus propios términos», «respirar aire limpio, beber agua pura… y vivir una vida con propósito en la que tú eres respetado por quién eres». Shapiro comprendió que un orador eficaz no hace una pausa tras los aplausos, sino que habla por encima de ellos, construyendo un crescendo. Aunque trató vergonzosamente a los manifestantes antiisraelíes en los campus de Pensilvania, lo cierto es que da un buen discurso.
Y, por último, el discurso de aceptación de Kamala Harris. Lo bueno es que fue breve y bien pronunciado. Empezó hablando de su madre, Shaymala, inmigrante india y más tarde investigadora del cáncer. Harris dijo poco sobre su padre, el destacado economista marxista Donald J. Harris, nacido en Jamaica, excepto que él y su madre crearon un ambiente hogareño de amor y apoyo. Tras decir que aceptaba con orgullo la candidatura de su partido a la presidencia, pasó a describir las características fundamentales de un buen presidente, entre ellas el sentido común y la capacidad de escuchar, y dijo que ella las poseía, mientras que Donald Trump carecía de ellas.
A partir de ahí, como la fiscal que era, Harris procedió a construir el caso de su presidencia bloque a bloque. En los tribunales de Oakland, se enfrentó a los depredadores que abusaban de mujeres y niños. Como fiscal general de California, «se enfrentó» a los bancos que ejecutaban ilegalmente las hipotecas de inquilinos y propietarios pobres, y apoyó las leyes que protegían a los consumidores. Sin embargo, omitió en su historia el hecho de que, como fiscal y fiscal general, defendió condenas manifiestamente injustas, apoyó el trabajo forense de técnicos de laboratorio condenados por corrupción, mantuvo la pena de muerte, se opuso a un proyecto de ley que exigía investigaciones estatales de los tiroteos policiales y desafió una ley que obligaba al uso correcto de las cámaras corporales de la policía.
Harris se pasó la mitad de su discurso atacando a Trump -no hace falta recitar aquí la letanía- y luego pasó a cerrar la argumentación a favor de su propia elección. Sin duda, para mí el caso está abierto y cerrado. Pero hubo varios pasajes en su discurso que deberían moderar el entusiasmo de todos por su candidatura. El primero fue su firme apoyo a la «ley bipartidista de seguridad fronteriza» propuesta por Biden y respaldada por destacados republicanos hasta que fue rechazada por Trump, ya que podría arrebatarle su tema estrella. Dijo que la devolvería al Congreso y, una vez aprobada, la convertiría en ley. El proyecto de ley es un soplo a la extrema derecha; entre otras cosas, establecería límites arbitrarios a las solicitudes de asilo en contravención de la legislación estadounidense e internacional vigente.
La segunda fue su apoyo incondicional a la seguridad de Israel, independientemente de su liderazgo o sus políticas. Habló de Gaza en voz pasiva, como si el genocidio fuera un desastre natural: «Al mismo tiempo, lo que ha ocurrido en Gaza en los últimos diez meses es devastador. Demasiadas vidas inocentes perdidas. Personas desesperadas y hambrientas que huyen una y otra vez en busca de refugio, la magnitud del sufrimiento es desgarradora». Pero su respuesta a la parodia es simplemente seguir el mismo camino hacia la paz que han bloqueado una y otra vez el presidente israelí Netanyahu y su gabinete de guerra. No propuso simplemente seguir la ley estadounidense -la Enmienda Leahy- que niega armas y suministros estadounidenses a cualquier régimen que viole impunemente los derechos humanos. No apoyó a la Corte Penal Internacional en su búsqueda de órdenes de detención contra dirigentes israelíes y de Hamás.
La tercera frase que me hizo estremecer -dejando a un lado los bromuros sobre el excepcionalismo estadounidense- fue la siguiente: «Debemos ser firmes en el avance de nuestros valores y nuestra seguridad en el extranjero…. Como comandante en jefe, me aseguraré de que Estados Unidos tenga siempre la fuerza de combate más fuerte y letal del mundo». Que Estados Unidos tiene el ejército más letal del mundo está fuera de toda duda. Pero ése es el problema, no la solución a la violencia global. El genocidio de los nativos americanos, las guerras contra Corea y Vietnam, y las intervenciones militares en Afganistán, Iraq y otra docena de naciones han matado a millones de personas. Las guerras que se libran actualmente en Ucrania y Gaza tienen el sello de la incompetencia, la indiferencia y la especulación de Estados Unidos por todas partes.
Los elogios al «poderío militar» de Estados Unidos son ya un acto reflejo. Todos los candidatos los repiten para parecer fuertes y atraer votos. Pero esa reflexividad es, repitiendo la formulación anterior, el problema mismo que debe afrontar un buen presidente. Al repetir el juramento a la letalidad y la guerra de forma tan prominente en un discurso visto por 30 millones de estadounidenses -mucho más que el discurso de aceptación de Trump, pero ¿quién lleva la cuenta?-, Harris corre el riesgo de hacer que su promesa se autocumpla. ¿Está ya, incluso antes de su posible (ahora probable) elección, sembrando las semillas de su propia desaparición política, al igual que hizo Lyndon Johnson en 1968 con Vietnam y Biden en 2024 con Gaza?
Imagen de portada: Kamala Harris habla en la Convención Nacional Demócrata, 22 de agosto de 2024, Canadian Broadcasting Company (Captura de pantalla).