Daniel Beaumont, CounterPunch.org, 20 septiembre 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Han pasado trece años desde que la Revolución de 2011 en Egipto derrocó a Hosni Mubarak. Mubarak había sido presidente de Egipto durante treinta años. Un artículo reciente, que en parte relataba la revolución, me impulsó a escribir lo que sigue, que es en parte una crítica de los relatos de los acontecimientos en Egipto propagados en los medios de comunicación estadounidenses en ese momento, pero también un relato de mis experiencias en El Cairo durante y después de esos acontecimientos.
Mubarak llegó a la presidencia de Egipto tras el asesinato de su predecesor, Anuar el Sadat, en 1981. Sadat se convirtió en una especie de héroe en Estados Unidos y Europa tras firmar los Acuerdos de Camp David con Israel en 1978. Ganó el Premio Nobel de la Paz, junto con su compañero activista antibélico Menachem Begun. Hollywood incluso hizo una película laudatoria sobre Sadat.
Por eso, cuando Sadat fue asesinado, a los periodistas estadounidenses les resultó difícil comprender la reacción de los egipcios ante su muerte, que no fue ni mucho menos una efusión de dolor. La perplejidad de los periodistas se debía al hecho de que precisamente por lo que celebraban a Sadat era por lo mismo que los egipcios estaban resentidos con él: los Acuerdos de Camp David. Para los egipcios había también otra cuestión que echaban en cara a Sadat. Había desmantelado gran parte de las características socialistas de la economía que Naser había puesto en marcha tras la revolución de 1952. Estos cambios causaron penurias a todos los egipcios, excepto a la clase más adinerada. Para decirlo más claramente, tal y como lo veían los egipcios, primero Sadat vendió la economía egipcia al capital financiero internacional y luego vendió a los palestinos a Israel y a Estados Unidos [1].
Casualmente dejé Estados Unidos tres días después del asesinato de Sadat para ir a trabajar en un proyecto en Libia. Aunque entonces no lo sabía, ese proyecto inició mi compromiso con el mundo árabe, con el árabe y la literatura árabe, y con muchas otras cosas.
Antes de que Mubarak fuera derrocado, toda mi implicación con Oriente Medio y mi carrera académica como profesor de árabe habían coincidido exactamente con su presidencia. Durante esos treinta años había empezado a estudiar árabe y había pasado tiempo en El Cairo estudiándolo. Obtuve un máster y me casé con una mujer que enseñaba árabe en la Universidad Americana de El Cairo. Luego me fui a Princeton a hacer un doctorado. Mientras estudiaba en Princeton pasé un año en El Cairo con una beca Fulbright. Cuando terminé el doctorado, conseguí un puesto en la Universidad de Rochester enseñando lengua y literatura árabes. Durante mi estancia en Rochester, fui director de un curso de verano de lengua árabe en El Cairo en 2006 y 2007. Y en todos esos años hubo algo que nunca cambió. Hosni Mubarak era el presidente de Egipto. En nuestra época, sólo los Rolling Stones han durado más.
Lo que sigue a continuación fue provocado por el artículo del 16 de agosto en CounterPunch, «Was Egypt’s Al-Sisi Serving as a Cut-Out for Israel to Bribe Trump? (¿Sirvió el egipcio Al-Sisi como tajada de Israel para sobornar a Trump?)». Andie Stewart, la autora de ese artículo saca a la luz varias cosas. A saber, que al-Sisi puede haber sido básicamente un recadero del Likud para ayudar a Trump a capear un déficit de efectivo durante su campaña presidencial de 2016 [2].
Para entender por qué los militares, entonces dirigidos por al-Sisi, derrocaron a Morsi y luego frustraron la revolución en Egipto, es necesario situar estos acontecimientos en el contexto de la región. Y para ello hay que remontarse hasta la invasión estadounidense de Iraq en 2003.
Aquella invasión trastornó la desvencijada estructura política de la región y acabó desembocando en la llamada Primavera Árabe. Egipto fue uno de los países árabes -Túnez, Libia, Siria, Líbano y Yemen- que se sumieron en la agitación y la revolución. Sin embargo, el papel de los militares en la revolución egipcia fue diferente al de los militares en las otras revueltas de los Estados árabes. En los demás países árabes, los militares apoyaron al gobierno. No fue así en Egipto. Allí se limitaron a observar el desarrollo de los acontecimientos. Las razones de ello radican en la historia del ejército egipcio.
El ejército egipcio moderno fue creado por el gobernador otomano nominal de Egipto, Muhammad Ali, a principios del siglo XIX. Su fuerza como institución se refleja en su resistencia en todas las guerras de Egipto, incluso en las guerras con Israel. Tanto si ha ganado como si ha perdido, el ejército egipcio nunca ha mostrado amenaza alguna de desintegración como algunos ejércitos árabes. Hay otro factor que también es significativo. Desde su fundación, el ejército egipcio ha sido algo más que un simple ejército. Ha desempeñado un papel central en la modernización de la sociedad egipcia. Por todo ello, el ejército ha sido respetado durante mucho tiempo por los egipcios como una institución de progreso y la menos corrupta del país. Estas cosas explican cómo reaccionaron los militares a la revolución de 2011.
Cuando comenzaron las manifestaciones masivas en Egipto en enero de 2010, los militares no estaban entre las fuerzas de seguridad que Mubarak desplegó para sofocar el levantamiento. La presencia militar en las calles de El Cairo aumentó, pero los militares nunca se movieron contra los predominantemente liberales e izquierdistas que pusieron las cosas en marcha. Esto sería decisivo. Mubarak dependía de la policía y de las fuerzas de seguridad. Además de la policía regular, había otros tipos de fuerzas policiales en Egipto. Está, por supuesto, la mujabarat o policía secreta. Luego hay dos fuerzas cuasi militares, conocidas popularmente como «las hormigas blancas» y «las hormigas negras» por sus uniformes. Estas policías se encargan de tareas medianas, vigilancia de embajadas, control de disturbios, etcétera. Incluso hay policías turísticos que vigilan las antigüedades y acompañan a los grupos grandes de turistas -cuando estuve allí por última vez, «grande» en el caso de los estadounidenses significaba más de cuatro personas-. Pero cuando comenzó la revolución, todas estas fuerzas de seguridad se vieron controladas en cierta medida por la neutralidad inicial de los militares.
Al parecer, el 29 de enero de 2011 se ordenó a los militares que dispararan con munición real contra los manifestantes de Tahrir, pero se negaron a hacerlo. Dos días después, el Mando Supremo de las Fuerzas Armadas, MSFA, emitió un comunicado en el que afirmaba que los militares reconocían «la legitimidad de las demandas del pueblo». Además, el MSFA dijo que los militares «no recurrirán al uso de la fuerza contra este gran pueblo».
Las fuerzas de seguridad hicieron un último intento desesperado de sofocar la revuelta. El 2 de febrero de 2011 atacaron a los manifestantes en la plaza central de El Cairo, Midan Tahrir, que significa Plaza de la Liberación. Algunos de los matones de la policía secreta -o baltagis– se lanzaron a lomos de camellos contra la multitud de manifestantes tratando de disolver su manifestación y doblegar su voluntad. Esto se conocería como la Batalla del Camello. Era una alusión a uno de los acontecimientos más famosos de la historia islámica: la batalla entre Alí, cuarto califa y yerno de Mahoma, y la viuda de Mahoma, Aisha. Durante la batalla, Aisha estaba sentada en un palanquín a lomos de un camello y observaba la batalla a su alrededor mientras su ejército se enfrentaba al de Alí.
El 11 de febrero, Mubarak dimitió y fue detenido por los militares. Se formó un gobierno provisional bajo la supervisión del MSFA hasta que se pudiera crear una nueva constitución y celebrar nuevas elecciones.
Para entonces, sin embargo, había entrado en escena un tercer partido, los Hermanos Musulmanes. Al principio, la Hermandad, o Ijwan, no sabía qué postura adoptar ante el levantamiento contra Mubarak de los izquierdistas, en su mayoría laicos. Pasaron uno o dos meses antes de que los ijwan se reagruparan y vieran la oportunidad de hacer realidad lo que había sido su objetivo desde su fundación en 1928: un Egipto islámico. Pero para conseguirlo, los ijwan se enfrentaron a un obstáculo formidable.
El ejército egipcio
Los militares no consideraban a la Hermandad como parte del «gran pueblo». Desde la fundación de la Hermandad en 1928, los militares egipcios la consideraban su enemigo mortal. Sin embargo, los miembros de la Hermandad no tardaron en incorporarse a las manifestaciones, sin duda bajo la atenta mirada de los militares.
El día que Mubarak fue derrocado, los tanques entraron en la plaza Tahrir y los manifestantes, exultantes, se subieron a ellos y regalaron flores a los soldados. Coreaban el lema «El ejército y el pueblo son uno». Fue una época embriagadora pero también violenta en Egipto. Lo que antes parecía imposible ahora parecía posible. Había más libertad de expresión y un debate público sobre qué tipo de gobierno se ocuparía de la pobreza, el desempleo, la corrupción y otros males sociales. Las mentes más escépticas de la izquierda egipcia sabían que lo más difícil aún estaba por llegar.
Sin embargo, muy pronto surgió un nuevo conflicto entre los Hermanos Musulmanes y las fuerzas laicas liberales y de izquierda. Hubo contramanifestaciones de ambos bandos, que a menudo se convirtieron en enfrentamientos violentos. Los militares, que ahora dirigían el país, no se quedaron de brazos cruzados. Intervinieron, y con su implacable hostilidad hacia los ijwan, no como árbitro neutral que separaba a los dos bandos. Los términos de la lucha cambiaron. De ser un conflicto entre una autocracia y una democracia liberal, se convirtió en un conflicto entre un Estado religioso y un Estado laico.
Durante este mismo periodo, los militares también intentaron llevar a cabo una transición, canalizando el caos de la revolución hacia un proceso pacífico de redacción de una nueva constitución que contemplara un proceso electoral.
Tras la caída de Mubarak, el gobierno militar anunció que habría nuevas elecciones parlamentarias a finales de 2011 y elecciones presidenciales en la primavera de 2012. En este periodo, los militares contaron con un amplio apoyo público. Una encuesta realizada en octubre de 2011 mostraba que el 92% de los egipcios pensaba que los militares celebrarían elecciones libres y justas. Puede que esa encuesta exagerara el apoyo popular a los militares, pero lo cierto es que era considerable.
Cuando se celebraron las elecciones parlamentarias en la primavera de 2012, los resultados no resultaron prometedores para el objetivo de restablecer la paz en Egipto. El partido de la Hermandad obtuvo el 44% de los escaños. Un partido salafí obtuvo el 25% de los escaños; los salafíes son incluso un caso más de desarrollo detenido que los ijwan, ya que pretenden imponer lo que consideran la versión del islam del siglo VII. Sea como fuere, los islamistas ocupan ahora el 69% de los escaños del nuevo Parlamento. Los islamistas no representan ni de lejos el 70% del pueblo egipcio. Egipto cuenta con una clase intelectual numerosa y sofisticada que se inclina hacia la izquierda. Los cristianos coptos representan el 10% de la población. Y luego está el resto de Egipto. Campesinos que intentan ganarse la vida a duras penas en el campo con poco tiempo para la actividad política y una amplia clase media de gente secular y occidentalizada. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Cómo acabó el resto del pueblo egipcio con los islamistas ocupando el 69% de los escaños del nuevo parlamento?
La respuesta corta es que los islamistas formados por los ijwan y los salafies dejaron más o menos de lado sus diferencias políticas y teológicas, mientras que las fuerzas laicas liberales y de izquierdas permanecieron divididas. También debe ser que seguía habiendo un número significativo de partidarios del «mubarakismo» sin Mubarak. Nadie puede gobernar un país tan grande como Egipto sin un número significativo de partidarios.
En la primera y la segunda vuelta de las elecciones, las fuerzas liberales de izquierda presentaron demasiados candidatos en una situación que exigía un «Frente Popular».
Morsi y el candidato salafista obtuvieron el 42% de los votos, Morsi el 25% y el candidato salafista el 17%. Aunque los tres candidatos laicistas obtuvieron el 56%, el resto de candidatos pueden ser ignorados. De nuevo se puso de manifiesto la falta de un frente popular. La mayor parte de los votos laicistas, el 24%, fueron a parar a Ahmed Shafik, un oficial retirado de las Fuerzas Aéreas que había sido ministro de Aviación Civil con Mubarak. El resultado fue que los dos candidatos para la ronda final eran el hombre de la Hermandad, Mohamed Morsi, y el aferrado a Mubarak, Ahmed Shafik, que hay que decir que era ampliamente considerado como uno de los miembros más corruptos del gobierno en la era de Mubarak.
Llegué a El Cairo unos días antes de la ronda final de votaciones. No era un plan premeditado. Llevaba tiempo planeando ir a El Cairo, pero mi plan se había retrasado por asuntos personales. A lo largo de la semana siguiente, en mis conversaciones con conocidos y amigos, casi todos expresaron una gran decepción por cómo se había desarrollado el proceso electoral. Pocos de ellos tenían intención de votar. No votar era su forma de impugnar la validez de las elecciones.
El viernes por la noche, dos días antes de que se anunciaran los resultados de las elecciones, estaba en mi habitación del hotel President viendo por televisión la manifestación de Tahrir. El hotel President está a veinticinco minutos a pie de Tahrir. Había al menos 300.000 personas en Tahrir. He leído a Marx, Lenin, Gramsci, Adorno y otros, y pensé que esto era una verdadera revolución. Debería verlo con mis propios ojos…
Caminé hasta el puente de Qasr al-Nil para entrar en Midan Tahrir. No busqué un taxi porque el conductor pensaría que estaba loco por querer sumergirme en aquel caos. Los carriles del puente estaban abarrotados de gente que iba y venía. Pero las aceras del puente estaban repletas de gente haciendo lo que haría cualquier viernes por la tarde en verano. La gente se apoyaba en las barandillas, disfrutaba de la brisa del río, pescaba, observaba los barquitos decorados con luces de neón que subían y bajaban por el río, llenos de gente bebiendo y escuchando a los músicos.
Cuando llegué al midan no había seguridad. Unos pocos buenos ciudadanos intentaban dirigir el tráfico peatonal para que pudiera pasar una moto o, en caso necesario, una ambulancia. Había barreras de desfile atendidas por personas cuya autoridad no estaba clara. Un hombre comprobaba la identidad de dos hombres que, por su aspecto y vestimenta, eran sin duda egipcios. Le pregunté a un joven si podía pasar. Me dijo que sí. Pasé junto a los dos hombres que habían sido retenidos.
Lo primero que vi fue un gran pabellón montado por los ijwan con miembros en mesas repartiendo panfletos y hablando con los visitantes. En la pared contigua a su pabellón había una pintada que decía: «Al-Ijwan Kadhibin» (Los ijwan son unos mentirosos).
Me detuve muy cerca de lo que parecía una rave frente a un escenario donde había oradores hablando en vano porque nadie podía entender lo que decían por el jaleo que había a su alrededor. Había músicos callejeros que entretenían a pequeñas audiencias mientras grupos de veinte o treinta personas serpenteaban a su lado coreando eslóganes. En los márgenes de la multitud había gente que había traído sillas plegables y bocadillos y que lo observaba todo como si fuera un partido de fútbol.
Al cabo de unos minutos, una de las tres mujeres que llevaban velo de pies a cabeza me vio. Eso era algo que no se veía en El Cairo cuando fui por primera vez. La mujer me señaló al joven que estaba con ellas. Por primera vez en treinta y tantos años en Egipto me encontré con cierta hostilidad por parte de alguien que no fuera un taxista.
El joven, visiblemente enfadado, se acercó a mí y me dijo: «¿Por qué estás aquí?». Me tomé un momento para responder. Le dije -como si fuera obvio-: «Quiero ver esto». Me miró con el ceño fruncido, pero no supo qué decir y se reunió con las mujeres que me miraron antes de seguir adelante.
Cuando me fuí, fue fácil encontrar un taxi. El conductor tenía unos cuarenta años. Me saludó en árabe y yo le respondí en árabe. Luego se levantó la manga de la camisa para mostrarme una pequeña cruz tatuada en el brazo y que yo supiera que era copto. Estábamos a unos diez minutos en coche del hotel y enseguida nos hicimos grandes amigos, como suelen ser estas cosas. Me dijo que se llamaba Albert, que pronunciaba a la francesa -los coptos prefieren los nombres franceses-, y yo le dije cómo me llamaba. Le dije que era estadounidense y que ya había estado muchas veces en El Cairo. Le dije que tenía amigos coptos y que los coptos eran gente maravillosa, etcétera.
Cuando paró cerca del hotel, me bajé, saqué unos cuantos billetes de los vaqueros y me incliné para pagarle. Entonces me dijo en inglés: «You are beautiful. ¿Cuál es tu número? Lo que, en plena revolución, me pilló un poco por sorpresa. Me reí y le dije: «Bon Soir, Albert».
Lo que faltaba en la cobertura televisiva centrada únicamente en Tahrir era el aire carnavalesco de la ciudad que la rodeaba, la gente en sillas plegables contemplando el espectáculo, los barcos con su decoración de neón y la música que salía de ellos… un aire carnavalesco perfectamente resumido en el intento del taxista Albert de recogerme en otro sentido.
Dos días después, el domingo 24 de junio, se anunció que Morsi había ganado las elecciones con el 51% de los votos frente al 48% de Shafik. Ese día, Wael Ghonim, uno de los principales activistas de izquierdas, declaró a Christiane Amanpour en la CNN que las elecciones no eran legítimas. Subrayó que la mitad del pueblo egipcio no había votado como protesta contra la legitimidad de las elecciones. Amanpour, sentada en la cabina de la CNN sobre Tahrir, se quedó perpleja y la CNN interrumpió la entrevista con Ghonim. La CNN ya tenía su historia: Morsi era el primer presidente de Egipto «elegido democráticamente». Pero la realidad era que Morsi sólo contaba con el apoyo de una cuarta parte del pueblo egipcio. Para Ghonim y quienes como él habían iniciado la revolución, Morsi no había sido «elegido democráticamente».
La lucha por el poder entre los militares y Morsi se intensificó de inmediato. Morsi pidió una «nueva» constitución con la ley islámica como base. Cualquier intromisión de la religión en el gobierno de Egipto era intolerable para los militares. Pronto se produjeron enfrentamientos entre manifestantes ijwan y soldados por esa constitución, y también entre izquierdistas por el papel ahora dominante del MSFA en todas las facetas de la política y el gobierno. Al mismo tiempo, los manifestantes ijwan también se enfrentaron a los manifestantes laicistas. En otoño de 2012, una lucha a tres bandas entre el MSFA, Morsi y sus partidarios islamistas, y la izquierda laica tenía lugar en las calles, en la Asamblea y entre bastidores. Todo el tiempo, la economía egipcia empeoraba, ya que el turismo, el pilar de la economía, que había estado sufriendo desde enero de 2011, ahora era inexistente.
El otoño de 2012 me pidieron que diera una charla en el campus sobre mi viaje de verano a Egipto. Dije que las elecciones en Egipto no habían decidido nada. La mitad de la población no consideraba legítimas las elecciones. Los militares egipcios nunca dejarían que la Hermandad se hiciera con el poder en Egipto. La revolución no había terminado.
Al parecer, en enero Al Sisi, ahora jefe del MSFA, se reunió con Morsi y le dijo que tenía seis meses para dar la vuelta a la situación en Egipto. Es decir, que se deshiciera de los miembros de ijwan en su gobierno. Como si no tuviera suficientes problemas en Egipto, Morsi se dedicó a enemistarse con otros países árabes con sus declaraciones contradictorias sobre los diversos conflictos y disputas a largo plazo en la región, tratando de apaciguar tanto a sus seguidores como a Estados Unidos y el mundo árabe, una tarea imposible. En resumen, la presidencia de Morsi era un caos, con manifestaciones masivas en todo Egipto pidiendo su dimisión. El único apoyo que tenía era el de la Hermandad. El enfrentamiento entre la Hermandad y los militares estaba ya en marcha. Mientras la Hermandad consideraba la revolución como su oportunidad de tomar el poder, los militares la veían como su oportunidad de saldar cuentas con la Hermandad de una vez por todas.
En julio -más o menos según lo previsto- las Fuerzas Armadas dieron a Morsi 48 horas para satisfacer las demandas del pueblo egipcio. Todos los miembros de su gobierno que no pertenecían a la Hermandad dimitieron.
El 3 de julio, Al Sisi anunció que Morsi ya no era presidente de Egipto. En la televisión, detrás de él estaban el líder de Tamarod y los dirigentes de los otros grupos juveniles que habían iniciado la revolución. También estaban detrás de Al Sisi miembros del sindicato de periodistas, el más alto clérigo musulmán de Egipto, el jeque de al-Azhar y el Papa copto. Tras la intervención de Al-Sisi, hablaron los demás y respaldaron lo que habían hecho los militares. Los militares habían apostado a que la mayoría de los egipcios querían un Estado laico y ganaron. En vista de ese apoyo, el golpe del 3 de julio puede considerarse una forma de democracia. Democracia por otros medios.
Pero las dudas de los izquierdistas egipcios resultaron estar justificadas. El gobierno de Al-Sisi comenzó a tomar medidas enérgicas contra los activistas que habían puesto en marcha todo el proceso. Esa represión continúa hoy.
Los estudiantes egipcios que conozco dicen que la represión es peor que bajo Mubarak. Al-Sisi ha traicionado a los egipcios como lo hizo Sadat. Esto incluye su postura hacia la guerra de Israel contra Gaza y muchas otras cosas en la región. Pero ahora -como en 1978- la lamentable situación de Egipto no puede achacarse simplemente a al-Sisi. Egipto es un país pobre. Depende de Estados Unidos y de Estados reaccionarios como Arabia Saudí y sus amigos golpistas. Esa dependencia restringe el poder y la influencia de Egipto a todos los niveles y dicta sus posturas en la guerra de Gaza y en muchas otras cosas.
La economía está aún en peores condiciones. Lo único que frena otra revuelta es el conocimiento de los egipcios de que la próxima sería, casi con toda seguridad, la más sangrienta de la historia.
Cuando volví en 2016 le pregunté al taxista que me recogió en el aeropuerto sobre la situación actual. Me dijo que regular. Pero recalcó que seguía siendo un hombre de la Revolución. Me preguntó si yo la apoyaba. Le respondí que sí. Quería lo mejor para mis amigos egipcios.
Ahora, más de una década después de la revolución, han aparecido varios artículos que analizan la revolución como un fracaso. Hay más descontento que nunca. Un estudiante egipcio me dijo esta primavera que Egipto parecía acercarse de nuevo al punto de ebullición. La inflación es salvaje y para las familias de clase media incluso comprar un pollo está ahora por encima de sus posibilidades. Ahora, el ataque israelí contra Gaza y Cisjordania también ha aumentado la ira de los egipcios. Si estallara la guerra regional que Netanyahu intenta provocar, las consecuencias para al-Sisi y su gobierno serían nefastas.
Notas:
[1] Una descripción de las reacciones de los egipcios ante la era Sadat y los Acuerdos de Camp David puede encontrarse en la novela “El día que mataron al líder”, del escritor egipcio Naguib Mahfouz. Está ambientada en los días inmediatamente anteriores al asesinato de Sadat. Mahfouz ganó el Premio Nobel de Literatura en 1988.
[2] «Was Egypt’s Al-Sisi Serving as a Cut-Out for Israel to Bribe Trump?» Andie Stewart, CounterPunch, 16 de agosto de 2024.
Foto de portada de Jbarta – CC BY-SA 2.0