La caída de la Siria de Asad

Rania Abouzeid, The New Yorker, 8 diciembre 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Rania Abouzeid es una periodista afincada en Beirut y autora de No Turning Back: Life, Loss, And Hope in Wartime Syria. Lleva más de 15 años cubriendo cuestiones relativas a Oriente Próximo y el sur de Asia, y ha recibido numerosos premios de periodismo internacional, entre ellos el Michael Kelly Award y el George Polk Award for Foreign Reporting. Periodista de prensa escrita y televisión, ha publicado en The New Yorker, Time Magazine, National Geographic y otros medios, y ha recibido varias becas, entre ellas las del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores y New America.

Durante cincuenta y cuatro años, generaciones de sirios vivieron y murieron en un país conocido coloquialmente como la Siria de Asad. Era un lugar donde a los niños se les enseñaba que los muros tenían oídos y que una palabra inapropiada podía conducir a la desaparición. El régimen tenía múltiples ramas de policía secreta, denominadas colectivamente mujabarat, que contribuían a apuntalar su gobierno de partido único, familia única y hombre único. El presidente Bashar al-Asad y su difunto padre y predecesor, Hafez, eran fuerzas omnipresentes, que miraban desde las numerosas vallas publicitarias, carteles y estatuas que fueron derribadas esta semana con toda la exuberancia, rabia y dolor de los oprimidos durante mucho tiempo.

El fin de la Siria de Asad ha sido tan sorprendente como rápido. Los opositores armados de Asad tardaron once días en derribar el régimen. La caída de la capital, Damasco, el domingo por la mañana marcó el clímax de una campaña de casi catorce años que comenzó en marzo de 2011, cuando las protestas pacíficas se transformaron en una guerra desordenada que enfrentó a una miríada de grupos rebeldes armados (y otros, incluidos combatientes yihadistas extranjeros) contra el ejército sirio y entre sí. Desde aproximadamente 2018, el conflicto se había estancado en gran medida, y Siria ha sido un Estado unificado sólo de nombre. Su provincia noroccidental de Idlib estaba controlada por los islamistas suníes de Hayat Tahrir al-Sham (HTS), una coalición liderada por el grupo anteriormente conocido como Yabhat al-Nusra, la rama siria de Al Qaida. Su noreste, rico en petróleo, estuvo dominado primero por el ISIS y después por las Fuerzas Democráticas Sirias, dirigidas por kurdos y apoyadas por Estados Unidos. El noroeste, en torno a la ciudad de Azaz, albergaba al Ejército Nacional Sirio, respaldado por Turquía. Grupos rebeldes de influencia jordana dominaban algunas zonas del sur. El resto era lo que quedaba de la Siria de Asad.

Este año, el 27 de noviembre, el mismo día en que se firmó un alto el fuego entre Israel y Hizbolá, en el vecino Líbano, el HTS y sus aliados avanzaron bruscamente hacia el sur desde su bastión de Idlib. Las ciudades cayeron rápidamente, una tras otra, sin apenas resistencia por parte de las fuerzas de un Estado que se desmoronaba, vaciado por años de sanciones impuestas por Estados Unidos, la corrupción endémica del régimen y los ataques aéreos israelíes contra infraestructuras militares.

El domingo por la mañana, Asad había huido en un avión privado poco antes de que se cerrara el aeropuerto internacional de Damasco. Fue una notable abdicación de poder por parte del jefe de Estado, que apenas unas semanas antes había asistido a una reunión de la Liga Árabe en Arabia Saudí, donde había sido acogido de nuevo en el redil tras años de amargo distanciamiento. Asad no se dirigió a la nación ni emitió ninguna declaración sobre su marcha. Su primer ministro, Mohammad Ghazi al Yalali, tendió la mano a la oposición. Dijo, en un breve mensaje pregrabado, que permanecía en Damasco y que estaba dispuesto a facilitar una transición ordenada a lo que viniera después. Pidió a los ciudadanos que protegieran los bienes públicos y añadió que estaría trabajando en su oficina a la mañana siguiente. «Creemos en una Siria para todos los sirios», dijo. «Este país merece ser un Estado normal, con buenas relaciones con sus vecinos». (A principios de esta semana, a medida que la oposición cobraba impulso, algunos vecinos de Siria -Líbano, Jordania e Iraq- cerraron sus fronteras con el país).

El traspaso pacífico del poder en Damasco estuvo marcado por escenas de júbilo, de gente vitoreando y arrancando carteles de los Asad, y por escenas de miedo: de ciudadanos llorosos que se apresuraban a atravesar un aeropuerto desierto; de soldados que abandonaban sus puestos, dejando esparcidos por las calles uniforme militar, equipamiento e incluso tanques. Al final, el agotado ejército de reclutas de Asad no estaba preparado para seguir luchando y muriendo por una dictadura. Un amigo que vive en Damasco me dijo que oía disparos desenfrenados -no estaba seguro de si eran o no celebraciones- y explosiones. Las redes sociales se inundaron de vídeos de personas que salían aturdidas y despeinadas de las prisiones estatales de Asad, en muchos sentidos el símbolo más potente de su régimen, que habían sido abiertas de par en par por las fuerzas de la oposición. En un vídeo, supuestamente de Sednaya, un centro cercano a Damasco especialmente conocido por sus ejecuciones y torturas, un hombre vestido de civil y con un kalashnikov abre la puerta de una celda llena de mujeres. Otro hombre, fuera de cámara, dijo: «¡Salid, salid! No tengáis miedo». Una mujer preguntó quiénes eran los hombres. «Revolucionarios», respondió uno de ellos. «Siria es nuestra». Algunas de las mujeres chillaron. «¿Por qué tienes miedo?», le dijo un hombre a una. «¡Bashar al-Asad ha caído! ¡Se ha ido! ¡Ha abandonado Siria! . . . ¡El hermano de una puta se ha ido!».

La ofensiva se produjo en un momento en el que los principales apoyos de Asad estaban atados o debilitados por otros conflictos: los rusos en Ucrania, e Irán y Hizbolá con Israel. La ofensiva fue encabezada por Abu Mohammad al-Yulani, fundador y líder de Yabhat al-Nusra, que hace unos años se rebautizó como parte de HTS, afirmando que renegaba de sus vínculos con Al Qaida y se presentaba como un estadista vestido de uniforme. Otros grupos, sobre todo el Ejército Nacional Sirio, también participaron en el bombardeo, así como combatientes extranjeros de facciones como el Partido Islámico del Turkestán, presente desde hace tiempo en los territorios controlados por los rebeldes. En el complicadísimo campo de batalla sirio, HTS y su anterior encarnación de Al Qaida se opusieron tanto a Asad como a diversos grupos rebeldes, derrotando a muchos durante años de luchas internas dentro de la oposición. En todo caso, el HTS y su conservadurismo de línea dura representaron una contrarrevolución que fue rechazada por la oposición más laica y prodemocrática. No eran tanto «los rebeldes» como las facciones que derrotaron a los rebeldes.

Desde finales de noviembre, Yulani ha emitido declaraciones destinadas a tranquilizar a las numerosas minorías religiosas de Siria, incluidos los alauíes, a los que pertenecen los Asad, asegurándoles que su grupo ha abrazado el pluralismo y la tolerancia religiosa. (Esas propuestas se han hecho a los cristianos y también a otros). Las próximas horas, días y semanas pondrán a prueba esas intenciones. Yulani ha dicho que es un hombre cambiado, pero al menos uno de sus compañeros de lucha, un hombre que conozco desde hace años y que ocupó puestos de liderazgo en Yabhat al-Nusra, me dijo que los cambios eran cosméticos.

Antes del amanecer del domingo, me puse en contacto por teléfono con un antiguo emir de Yabhat al-Nusra, que conoce bien a Yulani. Me dijo: «El hombre no ha cambiado en absoluto, pero hay una diferencia entre estar en batalla, en guerra, matando, y dirigir un país». Yulani había visto la sed de sangre sectaria de otros grupos salafistas yihadistas -antes de llegar a Siria, en 2011, para formar Yabhat al-Nusra, fue miembro del Estado Islámico de Iraq de Abu Bakr al-Baghdadi- y había tomado nota de esos errores. Yulani, prosiguió el exemir, «se considera ahora un estadista». Sin embargo, sigue siendo un terrorista para Estados Unidos, que ofrece una recompensa de diez millones de dólares por su cabeza, lo que sin duda complicará cualquier plan de construcción del Estado.

Son muchos los retos a los que se enfrenta una nueva Siria, entre ellos el sangriento historial de luchas internas de la oposición anti-Asad. Pero el antiguo emir se mostraba esperanzado. Preveía que Yulani disolvería el HTS e incorporaría a éste y a otras facciones a un nuevo ministerio de Defensa. «No puede castigar a todos los sirios», dijo. «Yulani ha sometido a las facciones del norte, que no se atreverán a enfrentarse a él, sobre todo ahora que cuenta con unos cuarenta mil combatientes». Y prosiguió: «El miedo, para ser sinceros, procede de las facciones del sur, una de las cuales recibe apoyo bajo cuerda de los israelíes. Pero tiene unos dos mil o dos mil quinientos combatientes. No hay poder militar local que pueda hacer frente o competir con Yulani». Si fracasa, el escenario alternativo es Libia, un Estado desgarrado por milicias armadas rivales.

Lo que ocurra, en particular, con las comunidades alauíes de Siria, indicará la dirección que puede tomar el nuevo Estado. El domingo circularon vídeos de estatuas de Asad derribadas a bombo y platillo por personas desarmadas en zonas predominantemente alauíes, un recordatorio de que pertenecer al grupo nunca fue un billete hacia un estatus superior ni siquiera una garantía de seguridad: los Asad también detuvieron a opositores alauíes. Queda por ver si las tropas de Yulani tienen la disciplina necesaria para evitar cometer actos violentos contra miembros de una comunidad que fue tachada colectivamente de piedra angular del régimen.

Cualquier confianza, o falta de ella, que tengan los alauíes en cuanto a su lugar en una nueva Siria probablemente también se pondrá de manifiesto cuando se reabran las fronteras, lo que podría precipitar un éxodo masivo a través de la frontera más cercana, hacia el Líbano, un Estado que ya se tambalea por sus propios problemas económicos y que acoge a unos dos millones de refugiados sirios. Hasta hace poco, cientos de miles de ellos, junto con muchos libaneses, regresaban a Siria huyendo de la guerra entre Hizbolá e Israel. Ahora, para algunas comunidades, las direcciones pueden invertirse, incluso cuando muchos sirios en la diáspora planeaban vertiginosamente su regreso a lo que denominaban «Siria libre».

Sigue habiendo incertidumbre sobre la integridad territorial de esta Siria libre. Turquía apoya desde hace tiempo a varios grupos rebeldes y controla de facto franjas del norte. Estados Unidos tiene unas novecientas tropas en el país, que apoyan a grupos dirigidos por kurdos en el noreste. Y luego está Israel, que, pocas horas después de la marcha de Assad, invadió la ciudad siria de Quneitra, cerca de los Altos del Golán, ocupados por Israel. Las consecuencias geopolíticas de la salida de Asad -y de Siria- del debilitado Eje de Resistencia iraní también serán sísmicas. La alianza, formada por Siria, el Hizbolá libanés, algunas facciones armadas iraquíes, los hutíes yemeníes y el Hamás palestino, ha recibido una paliza desde el ataque sorpresa de Hamás contra Israel en octubre de 2023. Siria era una ruta de suministro estratégica crucial para Hizbolá, que ahora se encuentra sin salida al mar, rodeada de enemigos: Israel y una oposición siria a la que combatió para apuntalar el régimen de Asad. Por ahora, sin embargo, lo que reina entre muchos sirios es la euforia y una gran sensación de potencial. El domingo, miles de personas salieron en las ciudades de todo el país, celebrando junto con los millones dispersos por la vasta diáspora. «¡Nuestra alegría es enorme, enorme, enorme!», me dijo a primera hora de la mañana del domingo un refugiado sirio en Alemania, antiguo preso político. Fue un día de alegría para un pueblo fervientemente nacionalista, por los detenidos finalmente liberados, pero también de dolor y tristeza por los cientos de miles de muertos y desaparecidos no sólo en la reciente y brutal guerra, sino en las muchas décadas que la precedieron. Un sirio exiliado llamado Maysara, residente en Bélgica y protagonista de mi primer libro, ya estaba haciendo las maletas tras una noche en vela pegado a la pantalla. Había pasado la mañana coordinándose con otras personas de su ciudad natal, Saraqib, en Idlib, intentando localizar y determinar el destino de sus numerosos detenidos. «No puedo describir mi felicidad y la gran justicia de Dios que nos ha quitado esta opresión de encima», me dijo entre lágrimas. «Levanta la cabeza bien alta. Eres un sirio libre!», cantó, repitiendo un cántico de los primeros días de la revolución de 2011. «Me siento como si hubiera vuelto a nacer. Todos nosotros, los sirios, hemos vuelto a nacer hoy. Recé para vivir lo suficiente para ver este país».

Foto de portada: Una persona ondea una bandera de la oposición siria en el paso fronterizo de Masna, entre Líbano y Siria, tras el anuncio del derrocamiento del presidente Bashar al-Asad (Amr Abdallah Dalsh / Reuters).

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