A punto de entrar en 2025, la mayor celebración que anhelamos es el fin del genocidio de Israel

Iman Alhaj Ali, Middle East Eye, 26 diciembre 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Iman Alhaj Ali es una periodista independiente, escritora y traductora que sobrevive en Gaza.

Querido 2024, a medida que te acercas a tu fin, te tiendo la mano desde la devastada tierra de Gaza, un lugar donde los ominosos sonidos de los aviones no tripulados sobrevuelan y los ensordecedores ecos de las bombas llenan nuestro aire de desesperación.

Nuestras vidas se han transformado en una pesadilla despierta desde que comenzó el genocidio de Israel en octubre de 2023.

Tú, querido año, no has tenido piedad; has sido una marea implacable de agonía y desesperación, barriendo nuestras esperanzas, sueños y la esencia misma de la normalidad que una vez conocimos.

Aún no puedo deshacerme de los atormentadores recuerdos de aquellos angustiosos días en los que se nos ordenó abandonar nuestros hogares y buscar refugio en Rafah, una ciudad que se ha convertido para nosotros tanto en un santuario como en una prisión.

Nuestras vidas, repletas de recuerdos y comodidades, estaban descuidadamente apiñadas en endebles mochilas que sentíamos cada vez más inadecuadas a medida que nos enfrentábamos a lo desconocido.

Cada día trae consigo una nueva oleada de inquietud, pero recuerdo vívidamente la desgarradora despedida de mi dormitorio, antaño acogedor y lleno de libros queridos, el olor a papel viejo mezclado con el calor de los recuerdos entrañables.

Ahora, esos días han sido sustituidos por una realidad fría y poco acogedora, un mar de incertidumbre y miedo que nos envuelve.

Angustia colectiva

Enero nos trajo el horror de las evacuaciones forzosas, momentos grabados para siempre en mi mente: el lúgubre silencio que envolvía a mi familia mientras nos aferrábamos unos a otros en un camión, rodeados por los rostros ansiosos de extraños, niños y adultos por igual, todos aterrorizados por lo impensable que se avecinaba.

El peso de su miedo flotaba en el aire, una angustia colectiva que trascendía las palabras.

Mientras presenciábamos la escalofriante realidad de los refugios improvisados que surgían a lo largo del paisaje, sentía el frío penetrar en mis huesos.

Las noches pasadas en el duro e implacable suelo provocaron lágrimas de dolor y escalofríos de hambre, nuestros cuerpos y espíritus se deterioraban bajo el implacable peso de las enfermedades y la indignidad de los abarrotados baños compartidos.

La ausencia de intimidad se convirtió en una cruel vuelta de tuerca a nuestro sufrimiento, agravando nuestro malestar físico con una sensación de impotencia.

Cada día, la inanición se cernía ominosamente sobre nosotros, royéndonos el estómago y la esperanza, a menudo abocados a la impensable disyuntiva de comer o simplemente sobrevivir.

Las evacuaciones se convirtieron en una sombría rutina, el único hilo de existencia al que nos aferrábamos en un paisaje pintado de miedo a la muerte y anhelo de mera supervivencia. El Ramadán, un mes sagrado tradicionalmente lleno de reflexión, familia y oración, pasó de largo como una sombra, eclipsado una vez más por la brutalidad de nuestra realidad actual.

Desesperación creciente

El ciclo de masacres siguió avanzando, invadiendo lo que deberían haber sido momentos de celebración y alegría. Nuestros Eids se llenaron de tristeza y dolor susurrado, al enfrentarnos en su lugar a nuestra propia matanza.

Al reflexionar sobre los horrores del genocidio, todavía puedo oír los pasos de mi padre sobre el duro suelo mientras recogía leña para el pan, con el aire de la mañana plagado de ensordecedores sonidos de artillería.

Con cada explosión, nuestras opciones se volvían más urgentes, y nuestro mundo se rompía más con cada signo de creciente violencia. Aprendimos a apresurarnos mientras cogíamos las pocas cosas que podíamos salvar; cada vez que teníamos que marcharnos, dejábamos atrás trozos de nosotros mismos, pedazos de una vida que parecía cada vez más fuera de nuestro alcance.

En nuestro desarraigo, nos vimos reducidos a meros hilos de lo que una vez fuimos. Montamos tiendas improvisadas junto al implacable mar, las vibrantes aguas que una vez aprecié ahora se volvían turbulentas, resonando con nuestra angustia colectiva cuando las olas chocaban violentamente contra la orilla.

El sol, antes fuente de alegría y calor, se convirtió en otro adversario, golpeando sin piedad las tiendas que se habían convertido en nuestro único refugio. Mi mente se tambalea al pensar en cómo solía pasear por la playa, riendo con la familia y los amigos, al verla ahora ahogada de una tristeza y desesperación que retuerce el corazón y la mente de formas que nunca imaginé posibles.

Este año nos ha arrastrado a través de las pruebas de cada estación, cada una de ellas un doloroso recordatorio de lo que hemos perdido.

En noviembre, cuando me acercaba a otro cumpleaños marcado más por la tristeza silenciosa que por la alegría, no pude evitar reflexionar sobre la creciente desesperación que eclipsaba nuestros momentos de felicidad y celebración.

Los temores de otro año que pasa pesan sobre mis hombros, amenazando con aplastar mi espíritu mientras cuento los días llenos de pérdidas en lugar de risas.

Mientras la gente de todo el mundo se prepara para las celebraciones, ansiosa por dar la bienvenida al nuevo año, nosotros nos encontramos sumidos en el luto; en el duelo por las vidas perdidas y los futuros robados.

Llega diciembre, cargado con el peso del sufrimiento, incluso cuando el mundo se da un festín de abundancia y alegría, ajeno a la difícil situación de Gaza, una tierra huérfana ahíta de guerra y caos, despojada de sueños y dignidad.

Otros decoran exuberantemente sus hogares, comparten comidas e intercambian regalos mientras nosotros luchamos contra un enemigo invisible, combatiendo el aislamiento y la desolación.

Tan marcado contraste es difícil de soportar; mientras que la esperanza llena el aire para algunos, sigue siendo una sombra esquiva para nosotros, ya que los sueños de paz y vida tranquila parecen resonar débilmente en nuestros corazones, casi olvidados entre los escombros.

Poner fin al genocidio

Tal vez la mayor ironía resida en el hecho de que el mundo se entrega a la alegría, inconsciente de que nuestra propia supervivencia depende de los efímeros momentos de esperanza y solidaridad que nos esforzamos por preservar en medio de nuestro dolor codificado.

Al entrar en 2025, la mayor celebración que nos atrevemos a esperar es el fin de este genocidio y la promesa de un futuro más brillante renacido de las cenizas de la desesperación.

Anhelamos el amanecer de un nuevo año, no marcado por el tic-tac del reloj ni por el resplandor de las luces, sino iluminado por los destellos de la paz que tan desesperadamente buscamos.

Que en el próximo año encontremos la fuerza para salir de las profundidades de nuestra lucha y recuperar nuestra identidad, dignidad y humanidad, definidas no por la tragedia, sino por la resiliencia.

Esta es mi plegaria mientras las sombras de 2024 se alejan, con la esperanza de que nuestras historias no pasen desapercibidas en un mundo distraído, sino que resuenen en aquellos que tienen el poder de escuchar y actuar en favor del cambio.

Foto de portada: Una niña palestina espera una ración de comida en un centro de distribución al sur de Jan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza, el 17 de diciembre de 2024 (AFP).

Voces del Mundo

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