George Capaccio, Common Dreams, 28 diciembre 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

George Capaccio es un escritor y activista que vive en Arlington, Massachusetts. Durante los años de las sanciones impuestas por Estados Unidos y el Reino Unido a Iraq, viajó allí en numerosas ocasiones, llevando artículos prohibidos, entablando amistad con familias de Bagdad y profundizando en su comprensión de cómo las sanciones afectaban a la población civil. Email: Capaccio.G@gmail.com. Agradece los comentarios e invita a los lectores a visitar su sitio web: http://www.georgecapaccio.com
Es extraño pensar ahora en ti mientras leo las palabras de un poeta judío desaparecido hace tiempo en su barco de metáforas y flores para el latido constante del tiempo y todo lo que trae consigo. Pienso en ti y en cómo una vez floreciste junto al mar a pesar de las restricciones cada vez más estrictas que te imponían los odiosos dioses de Sión. Intentaron que te sometieras a la opresión. Te quitaron la libertad. Arrebataron vuestra tierra, parcela a parcela. Incendiaron vuestros olivos, quemaron vuestras cosechas, arrasaron vuestras casas, agredieron sexualmente a vuestros hombres y mujeres, mataron a vuestros niños, invadieron vuestras ciudades y aldeas, mientras el mundo miraba y desviaba la mirada y excusaba los crímenes contra vosotros, vuestra destrucción gratuita como actos necesarios de un pueblo perseguido que se defiende de los terroristas que hay entre ellos: de vosotros, el pueblo de Gaza.
Dijeron que vuestros hijos están destinados a convertirse en terroristas, por lo que incluso los recién nacidos son objetivos legítimos. También lo son las madres que los han traído al mundo y los convertirán en asesinos y odiadores de los judíos israelíes, así decretaron los dioses de Sión. Pero nunca desapareceréis, no importa cuántos mártires hagan, no importa cuántos seres queridos os arrebaten mientras su pueblo aplaude la matanza, saluda a los asesinos, los trata como héroes, lleva a sus hijos a veros morir, les enseña a veros como alimañas, animales, subhumanos que no merecen ni un siclo de piedad. Hay días en los que puedo entender cómo Aaron Bushnell, miembro de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, pudo prenderse fuego frente a la embajada israelí en Washington D.C. El genocidio era más de lo que podía soportar. Y su ardiente salida de nuestro mundo fue una expresión de su oposición de principios a este genocidio.
Quién puede dudar de que su muerte por autoinmolación fue también un grito del corazón por el sufrimiento de tu pueblo, Gaza. Las llamas que envolvieron a Aarón son las mismas llamas que crecen entre las familias de Gaza, familias refugiadas en tiendas de campaña o acurrucadas en cualquier casa que aún no haya sido bombardeada o alcanzada por un misil Hellfire. Como Aarón, como tantos otros, me aflijo. Me llena de rabia lo que sólo puede ocurrir con la plena aprobación y el respaldo de mi propio gobierno, cómplice voluntario del genocidio.
Mientras todo un pueblo está siendo inexorablemente exterminado, yo sigo con mi vida sintiéndome impotente para marcar alguna diferencia significativa en las vidas de los palestinos despojados de dignidad, hacinados en enclaves donde los asesinos pueden completar más fácil y cómodamente sus tareas sin límite en la cantidad de sufrimiento que pueden infligir. Puedo despotricar contra los asesinos y sus amos y contra quienes los animan desde Washington a Tel Aviv. Pero de qué sirven las protestas cuando hay tantos hambrientos, desangrándose en los hospitales, en el punto de mira de francotiradores y aviones teledirigidos, despedazados o incinerados en las llamas de un ataque con misiles mientras duermen en una tienda de campaña.
Son los niños los que más pesan en mi corazón. Tus niños, Gaza. Ni siquiera sus tiernas e inexpertas vidas están a salvo de la ira de la bala, del aliento ardiente de la bomba, del odio que brota de las propias almas de esas personas que afirmamos que sólo se defienden. Los niños. Como los niños que veo todos los días en la ciudad donde vivo. Los observo en la panadería local, gritando de alegría ante las muestras de bollería bellamente elaborada. Algunos vienen directamente de sus clases de baile, todavía con zapatillas, leotardos y faldas adornadas con brillantes joyas de fantasía. Y los padres, con sus tarjetas de crédito a punto, se apresuran a complacer a los niños más golosos.
Casi no quedan panaderías en tus ciudades y pueblos, Gaza, donde los niños puedan elegir su dulce o pastel favorito y sostenerlo en la mano como hacen los niños aquí, sabiendo que cuando se acabe, siempre habrá otro. Las panaderías que no han sido destruidas han tenido que cerrar sus puertas debido a la escasez de harina y combustible provocada por el bloqueo de Israel. En el norte, había una panadería donde las familias podían encontrar pan. Y entonces los israelíes bombardearon el almacén donde se guardaba la harina. En marzo, mataron a tiros a hombres y mujeres que esperaban un convoy de camiones para entregar valiosísimos sacos de harina y otras formas de ayuda. Cómo no pensar en ti, Gaza, cada vez que corto una hogaza de pan o me llevo un bollo dulce a los labios. Veo a tus niños sosteniendo cuencos y ollas vacías mientras se agolpan en torno a una cocina de caridad y empujan para conseguir una ración de la comida del día. Pero puede llegar el día en que no haya más cocinas ni calderos de sopa o menestra. Ya se está extendiendo una hambruna de un extremo a otro de vuestra tierra, y el hambre, el arma elegida por los guerreros santos de Sión, puede muy bien «terminar el trabajo». Y si eso ocurriera, los equipos de limpieza de la Tierra Prometida fregarán las piedras hasta que no quede ni rastro de sangre. Toneladas de escombros darán lugar a altas torres y apartamentos de lujo. En vacaciones, las familias de colonos llevarán a sus hijos al mar y les dejarán buscar baratijas en la playa: una muñeca, una pulsera, un anillo brillante. Cosas de una época en la que otros niños, desaparecidos hace tiempo de Gaza, jugaban en las olas y volaban sus cometas con la brisa marina como signos de su presencia y de los ángeles que los amaban. Mientras los fantasmas de todos los mártires, sacados de sus tumbas, rondarán el viento con un largo lamento por la vida que perdieron cuando llegaron los asesinos.
¿He llegado al lugar al que llegó Aaron Bushnell, el lugar en el que supo que no podía seguir aceptando la inmolación deliberada de familias por parte del aliado más cercano de Estados Unidos y la negativa de la mayor potencia del mundo a mover un dedo en defensa de la vida palestina? No. Sigo caminando, aún avergonzado de ser ciudadano de este lugar, mi país. Como me avergonzaba a los 25 años de viajar al extranjero con un pasaporte recién impreso mientras mi país estaba en guerra en Vietnam, una guerra que el Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra consideró en 1967 que cumplía la definición de genocidio. Y de nuevo, 25 años después, en los hospitales públicos de Iraq, la misma vergüenza me perseguía cuando visitaba las salas de pediatría. Las salas estaban extrañamente silenciosas. Las madres y las abuelas no podían hacer otra cosa que sostener las manos de sus seres queridos o secarse la frente con un paño húmedo porque no iban a llegar medicinas y sólo era cuestión de tiempo que todos los niños murieran. Aquella vez, en Iraq, no fue Israel quien retuvo la ayuda, sino Estados Unidos, y al igual que en Gaza, fueron los jóvenes, los ancianos, los enfermos y los pobres los primeros en sufrir y morir.
Sigo adelante, sabiendo que no hay justificación para lo que Israel ha hecho y está haciendo a tus hijos, Gaza. Desde lejos, veo a unos hombres buscando supervivientes de otro ataque. Uno de ellos encuentra a una niña junto a una pila de escombros. Cuando la levanta, los brazos se le caen a los lados. Su cabeza cae hacia atrás. Sus ojos, que una vez brillaron con la vida y la luz de la infancia, miran fijamente al cielo, donde no reside ningún dios y los únicos habitantes son asesinos fríos como la piedra que lanzan lo que sea para privar a tu pueblo, Gaza, de la voluntad de vivir… de la vida misma.
Así que, sí, me enfurezco. Me aflijo. Pero mi dolor no es nada al lado de quienes encuentran a sus cónyuges o a sus hijos envueltos en sudarios ensangrentados y abandonados entre los muertos. Mi dolor no es nada al lado de la madre cuyo hijo se está marchitando, su cuerpo un mero contorno de huesos, su corazón una bandera hecha jirones que pronto será liberada, sus brazos demasiado débiles incluso para alzar su voz más allá de un susurro. Pero ella no tiene comida que darle. Todo le ha sido arrebatado como parte de un glorioso plan al que Yahvé ha dado su sello de aprobación, o eso es lo que se ha contado, y los generales de Sión están de acuerdo. ¿Qué haría yo si me refugiara en una escuela entre docenas de familias que esperan sobrevivir una noche más bajo un bombardeo incesante? Y si la escuela fuera alcanzada, y hombres, mujeres y niños despedazados, decapitados, ¿cómo me afligiría en medio de esta carnicería? Es más, si las personas que más quiero estuvieran entre los muertos en lo que quedara de este refugio, ¿tendría fuerzas para seguir adelante o mi dolor, como un ave de rapiña, hundiría sus garras en mí y no me soltaría hasta dejarme caer en un pozo de mi propio olvido?
Aquí, en esta habitación llena de sol, no temo al invierno. Por mucho frío que haga, no tengo más que ajustar el termostato de mi casa o poner otra manta en la cama. Pero para ti, Gaza, no hay termostatos ni acogedoras reuniones de familias y amigos bajo techo, compartiendo vasos de humeante té caliente y rebanadas de crujiente y azucarado knafeh. El 90% de tu población está desplazada y se enfrenta a otro invierno de lluvias torrenciales y descenso de las temperaturas, sin cobijo adecuado, mantas calientes, fuentes de calor ni alimentos suficientes para evitar la desnutrición. Las familias que viven en tiendas de campaña a lo largo de la costa no tienen defensa contra las mareas crecientes que pueden inundar las tiendas y arrastrar las prendas y la ropa de cama, e incluso arrastrar a los niños pequeños mar adentro. Por muy empobrecida que esté la población de Gaza, por mucho que tiemble noche tras noche de invierno en tiendas de campaña agujereadas y remendadas, su sufrimiento nunca es demasiado para las fuerzas armadas de Sión. Las bombas siguen cayendo, los misiles siguen dando en el blanco y familias enteras siguen siendo destrozadas en nombre de la lucha contra Hamás, esa entidad escurridiza que cambia de forma y cuyos centros de mando pueden adoptar mágicamente la forma de una escuela o un hospital y, con la misma facilidad, transformarse en un mercado al aire libre o en un edificio de apartamentos donde pueden estar refugiadas familias enteras.
Vi imágenes de una excursión en la que unos estudiantes acudieron a la ciudad israelí de Sderot para «observar el genocidio» desde una plataforma de observación. Con unos prismáticos que funcionaban con monedas, los estudiantes buscaron señales del sufrimiento que se está produciendo en el norte de Gaza, donde miles de palestinos están atrapados y muriendo deliberadamente de hambre. Pero el horror no era visible, y los estudiantes salieron decepcionados. Necesitarían un par de ojos diferentes para ver por lo que estás pasando, Gaza. Y, aun así, puede que no lo entiendan ni se conmuevan.
Catorce meses de guerra han dejado tras de sí unos 46 millones de toneladas de escombros. Eso se puede ver a simple vista. Lo que no se ve son las 10.000 víctimas -desde niños hasta ancianos- enterradas bajo losas de hormigón, varillas de metal retorcidas, tejados de hojalata, amianto y otros contaminantes. La cantidad de escombros es tan grande que, si se pudieran amontonar en una enorme pila, habría material suficiente para llenar 11 veces la pirámide más grande de Egipto. Es posible que los cuerpos de los hombres, mujeres y niños sepultados en esa tierra devastada nunca se recuperen ni reciban una sepultura adecuada.
Parafraseando una frase del poeta Wallace Stevens, están los escombros que podemos ver y los que no podemos ver. Estoy muy, muy lejos del sufrimiento extremo al que tu pueblo se enfrenta cada día de su vida, Gaza. Sólo puedo imaginar que en sus corazones existe ese otro tipo de escombros: una gran extensión de fuegos humeantes, montones de sueños rotos, fragmentos irregulares de traumas y pérdidas, pedazos ensangrentados de una vida que una vez estuvo completa. Y no hay lugar seguro al que ir, ni siquiera en las profundidades más recónditas de la propia alma. No hay máquinas que puedan limpiar este tipo de escombros o convertirlos en estructuras nuevas, vivificantes, que apoyen la vida, donde las esperanzas y las aspiraciones puedan volver a echar raíces y florecer. Pero existe la compasión y la misericordia, la promesa de paz y el camino hacia la justicia reparadora.
Si algún día llegara el momento en que Netanyahu, sus generales y sus cómplices en Berlín y Washington D.C. tuvieran que rendir cuentas por sus crímenes, un dios digno de ese nombre tendría que mirar muy profundamente en el corazón de quienes han destruido Gaza. ¿Encontraría dentro de su ser de otro mundo la capacidad de perdonar a los soldados israelíes que asesinaron a niños a sangre fría, asaltaron los hospitales, ordenaron la evacuación de pacientes, incluidos los que apenas podían caminar o estaban desesperadamente enfermos? ¿Perdonaría a los pilotos de aviones no tripulados o de aviones reales que bombardearon deliberadamente objetivos civiles, ya fueran escuelas, hospitales o incluso tiendas de campaña en las que se refugiaban familias que no tenían otro lugar al que ir que una «zona segura» designada, de hecho, una zona de exterminio? ¿Perdonaría a los cerebros militares que elaboraron los planes de batalla, a los miembros de la Knesset que sancionaron el genocidio y lo llamaron legítima defensa? ¿Perdonaría a Joe Biden y a otros dirigentes occidentales que siguieron armando a Israel mientras cometía crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad? ¿Y qué hay de los ciudadanos israelíes para quienes las masacres diarias de tu pueblo, Gaza, son ocasiones para celebrar, para regocijarse en el poder y la gloria de sus soldados y en el bendito patrimonio entregado por Dios al pueblo elegido, según la Torá y otros textos judíos sagrados?
Planteo estas preguntas, pero no tengo respuesta. Tampoco puedo proclamar la grandeza de Dios como lo haría si fuera un judío religioso recitando el kaddish por alguien que ha muerto. Sin embargo, puedo proclamar la grandeza del pueblo palestino, sus fuertes lazos con la tierra de sus antepasados y su negativa a someterse a la ocupación y la opresión. Alabo a las familias de Gaza que han soportado hambre, enfermedades, desplazamientos, traumas y la crueldad del asalto israelí que no perdona a nadie, ni siquiera al recién nacido, ni al anciano o anciana que se ve obligado a evacuar el refugio que se ha convertido en su hogar. No puedo ni siquiera imaginar la profundidad del sufrimiento de estas familias ni las reservas de valor y fe que deben sostenerlas. Pero puedo imaginar que, dentro de su sufrimiento, debe haber una fuerza mucho mayor, que extrae su poder de la tierra y la cultura que los ha formado. Y es esta fuerza, este fuego, lo que no debe extinguirse, porque es lo que da esperanza a las personas marginadas y desposeídas.
Elogio y admiro a los numerosos médicos, enfermeras, sanitarios y socorristas palestinos que arriesgan sus vidas cada día para que otros puedan vivir. Elogio y admiro a los maestros de Gaza que siguen montando aulas improvisadas para que los niños puedan continuar su educación, incluso cuando las escuelas han sido sistemáticamente destruidas por el ejército israelí. Alabo y admiro a los periodistas palestinos que no permiten que el asesinato de sus colegas les impida informar de la verdad sobre el reino del terror de Israel. Alabo y admiro a Fadel Nabhani, un joven de Gaza. Además de cuidar de su familia, hace todo lo que puede para proporcionar comida a gatos y otros animales que, de otro modo, morirían de hambre. Fadel también trata de cuidar a los gatos enfermos a pesar de que las medicinas, al igual que los alimentos, son cada vez más escasas.
Elogio y admiro a Luay y Najah, hermanos adultos que son agricultores de toda la vida. Originarios del norte de Gaza, han sido desplazados cuatro veces con sus respectivas familias. Un día, mientras buscaban leña en la ciudad meridional de Rafah, a Najah se le ocurrió que ella y su hermano podían seguir haciendo lo que siempre había dado sentido a sus vidas: la agricultura. Con las semillas que habían traído de Beit Lahiya, en el norte, plantaron rábanos, ajos silvestres, acelgas, judías, tomates y hierbas aromáticas, como menta y tomillo. Najah ha dicho que cada vez que pone una semilla en la tierra reza a Dios para que alimente a sus familias y también a los pájaros. A pesar de la amenaza constante de los misiles israelíes, su duro trabajo produjo una cosecha abundante, suficiente para mantenerse a sí mismos, a sus familiares y a sus vecinos. Eso les importaba más que vender su cosecha en el mercado.
La cuarta vez que fueron desplazados, Najah, Luay y sus familias acabaron viviendo en tiendas de campaña en un terreno estéril compuesto principalmente de arena. Podrían haberse dado por vencidos y depender de cualquier suministro de alimentos que pasara por los puestos de control israelíes. En lugar de eso, se pusieron manos a la obra, recitando una oración por cada semilla que plantaban. Una vez más, su devoción por la tierra, su amor por la agricultura y su deseo de mantener a tanta gente como pudieran… dieron sus frutos.
Esto también ejemplifica el espíritu de resistencia que se levanta contra los tanques, las bombas, los misiles y la crueldad sin fondo del Estado israelí, su violación de la legislación internacional sobre derechos humanos y su actual programa de limpieza étnica en Gaza. Estoy con quienes reconocen esta flagrante disparidad, apoyan el derecho de los palestinos a resistir la anexión de su tierra y la destrucción de su sociedad, y se oponen al papel de Estados Unidos en armar al perpetrador del genocidio.
Amén.
Foto de portada: Familiares lloran mientras cuerpos de palestinos son sacados de la morgue del Hospital Nasser para las oraciones fúnebres y el entierro tras los ataques israelíes en la zona de Al-Mawasi, en Jan Yunis, Gaza, el 5 de diciembre de 2024 (Foto: Abed Rahim Khatib/Anadolu vía Getty Images).