Las guerras eternas pueden haber terminado, pero Trump no tiene nada de pacificador

Jonathan Cook, Middle East Eye, 14 marzo 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Jonathan Cook es autor de tres libros sobre el conflicto palestino-israelí. Ha ganado el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Vivió en Nazaret durante veinte años, de donde regresó al Reino Unido en 2021. Sitio web y blog: www.jonathan-cook.net

Cualquiera que intente entender la política de la administración Trump hacia Gaza debería tener ya un fuerte dolor de cabeza.

Inicialmente, el presidente estadounidense Donald Trump pidió la expulsión masiva de los palestinos del pequeño territorio destrozado por Israel durante el último año y medio para poder construir la «Riviera de Oriente Medio» sobre los cuerpos aplastados de los niños de Gaza.

La semana pasada siguió con una amenaza explícitamente genocida dirigida al «pueblo de Gaza», sus más de dos millones de habitantes. Estarán «MUERTOS» si no se libera rápidamente a los rehenes israelíes retenidos por Hamás, una decisión sobre la que la población de Gaza no tiene precisamente ningún control.

Para hacer más creíble esta amenaza de exterminio, su administración ha acelerado la transferencia a Israel de armas estadounidenses por valor de 4.000 millones de dólares adicionales, eludiendo la aprobación del Congreso.

Esas armas incluyen nuevas bombas de mil kilos enviadas por la administración Biden, y que convirtieron Gaza en un «lugar de demolición», como lo definió el propio Trump.

La Casa Blanca también asintió a otra imposición más por parte de Israel de un bloqueo que ha vuelto a estrangular el suministro de alimentos, agua y combustible al enclave, una prueba más de la intención genocida de Israel.

Pero mientras todo esto ocurría, Trump también envió a la región a un enviado especial, Adam Boehler, para negociar la liberación de las pocas docenas de rehenes israelíes que aún permanecen retenidos en Gaza.

Se le dio permiso para romper con 30 años de política exterior estadounidense y reunirse directamente con Hamás, designada desde hace tiempo como organización terrorista por Washington.

«Unos tipos bastante majos»

Al parecer, la reunión se celebró sin el conocimiento de Israel.

Un funcionario israelí observó: «No se puede anunciar que esta organización [Hamás] debe ser eliminada y destruida, y dar a Israel pleno respaldo para hacerlo, y al mismo tiempo mantener contactos secretos e íntimos con el grupo».

En una entrevista concedida a la CNN el fin de semana, Boehler se refirió a Hamás: «No les salen cuernos de la cabeza. En realidad, son tipos como nosotros. Son tipos bastante majos».

Después, en otro movimiento sin precedentes, Boehler concedió entrevistas a canales de televisión israelíes para hablar directamente al público israelí, aparentemente para evitar que el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, tergiversara el contenido de sus conversaciones con Hamás.

En una entrevista, Boehler dijo que Hamás había propuesto una tregua de cinco a diez años con Israel. Durante ese periodo, se esperaría que Hamás «depusiera las armas» y renunciara al poder político en Gaza. Describió la propuesta como «una primera oferta que no está mal».

En otra, se refirió a los prisioneros palestinos como «rehenes».

Su enfoque dejó a Israel furioso pero incapaz de decir mucho por miedo a enemistarse con Trump.

«Ningún agente de Israel»

Paralelamente, el enviado de Trump a Oriente Próximo, Steve Witkoff -quien al parecer le puso las cosas claras a Netanyahu al ordenarle que asistiera a una reunión en sábado-, se dirigió a Doha esta semana para intentar restablecer un acuerdo de alto el fuego que había negociado anteriormente.

Parece decidido a presionar a Israel para que cumpla la segunda fase de ese acuerdo, que exige que el ejército israelí se retire de Gaza y ponga fin a su guerra contra el enclave. Esto allanaría el camino para una tercera fase, en la que se reconstruiría Gaza.

Según informaciones, las condiciones de Witkoff son que Hamás acepte desmilitarizarse y que sus combatientes abandonen el enclave.

Israel se opone firmemente a una segunda fase. Quiere seguir con la primera fase, en la que terminará de intercambiar a los cautivos israelíes que quedan en manos de Hamás por algunos de los muchos miles de palestinos encarcelados en campos de tortura israelíes.

La idea es que, una vez completado, Israel sea libre para reiniciar la matanza.

Boehler reforzó el mensaje de Witkoff, diciendo que la Casa Blanca esperaba «impulsar» las conversaciones y que Estados Unidos no era «un agente de Israel», reconociendo implícitamente que, durante muchas décadas, lo ha parecido.

El propio Trump indicó un cambio de opinión el miércoles, diciendo a los periodistas en la Casa Blanca: «Nadie expulsará a los palestinos».

Espada del castigo

Mientras tanto, aparentemente confundiendo la afirmación de Boehler de que EE. UU. es capaz de tomar sus propias decisiones sobre Oriente Medio, el jueves se informó de que Trump le había apartado de tratar la cuestión de los rehenes tras las objeciones israelíes. Mientras tanto, Trump destrozó ruidosamente las protecciones de la Primera Enmienda sobre la expresión política, específicamente en relación con Israel.

Firmó una orden ejecutiva que facultaba a las autoridades estadounidenses a detener y deportar a los titulares de visados que protestaran por la matanza de Gaza que Israel lleva a cabo desde hace año y medio, o lo que el más alto tribunal mundial está investigando como un genocidio «plausible».

Esto se tradujo rápidamente en la detención de Mahmoud Khalil, uno de los líderes de las protestas estudiantiles de la primavera pasada en la Universidad de Columbia de Nueva York, una de las más destacadas de las docenas de manifestaciones prolongadas en los campus de Estados Unidos el año pasado, que a menudo se saldaron con violencia policial.

El Departamento de Seguridad Nacional acusó a Khalil de «actividades» -en concreto, protestas en el campus- supuestamente «alineadas con Hamás». Estas manifestaciones, alegó, amenazaban «la seguridad nacional de Estados Unidos».

«Este es el primer arresto de muchos que están por venir», escribió Trump en las redes sociales, declarando que su administración perseguiría a cualquiera «involucrado en actividades proterroristas, antisemitas y antiestadounidenses». Axios informó la semana pasada de que el secretario de Estado, Marco Rubio, planeaba utilizar IA para buscar en las cuentas de redes sociales de estudiantes extranjeros indicios de simpatías «terroristas».

Estos desarrollos formalizan la hipótesis de trabajo de Washington de que cualquier oposición a la matanza y mutilación por parte de Israel de decenas de miles de niños palestinos debe equipararse al terrorismo, una opinión cada vez más compartida, al parecer, por las autoridades británicas y europeas.

En sintonía con esto, la Casa Blanca anunció que cancelaba unos 400 millones de dólares en subvenciones y contratos federales para la Universidad de Columbia por su «continua inacción ante el persistente acoso a estudiantes judíos».

Confusamente, la administración de la universidad fue una de las más duras a la hora de llamar a la policía para aplastar las protestas contra el genocidio. Pero los recortes financieros tuvieron el efecto deseado, y Columbia anunció el jueves que infligiría castigos severos, incluidas expulsiones y revocaciones de títulos, a los estudiantes y graduados que habían participado en una sentada en el campus el año pasado.

Al parecer, otras 60 instituciones han recibido cartas en las que se les advierte de que corren el riesgo de sufrir recortes de financiación si no «protegen a los estudiantes judíos», en referencia a los que aplauden los crímenes de guerra de Israel.

Esto tendrá un alto precio para otros estudiantes, incluidos muchos judíos, que han estado ejerciendo su derecho constitucional a criticar los crímenes de Israel.

Una espada de castigo pende ahora sobre todos y cada uno de los centros de enseñanza superior financiados con fondos públicos de Estados Unidos: aplastar cualquier signo de oposición a la destrucción de Gaza por Israel o enfrentarse a graves consecuencias económicas.

Retórica desconcertante

¿Constituye todo esto una estrategia clara? ¿Tiene algún sentido?

Estos mensajes contradictorios encajan en un patrón de la administración Trump. Su estrategia más amplia es, como la llama Francesca Albanese, relatora especial de las Naciones Unidas sobre los territorios ocupados: psicológicamente abrumadora.

«Machacarnos cada día con dosis XXL [extra-extra grandes] de retórica desconcertante y políticas erráticas sirve para ‘controlar el guion’, distraernos y desorientarnos, normalizar lo absurdo, todo ello mientras se perturba la estabilidad global (y se consolida el control estadounidense)».

La Casa Blanca está haciendo algo parecido con Ucrania.

Ahora está hablando directamente con Rusia, cerrando la puerta a la adhesión de Ucrania a la OTAN, humillando públicamente al presidente de Ucrania, al tiempo que amenaza con más sanciones y aranceles a Moscú a menos que acceda a un rápido alto el fuego.

El objetivo de la administración Trump es normalizar sus incoherencias, hipocresías, mentiras y extravíos para que pasen totalmente desapercibidos.

La oposición a su voluntad -una voluntad que puede cambiar de un día para otro, o de una semana para otra- será tratada como traición. La única respuesta segura en tales circunstancias es la aquiescencia, la pasividad y el silencio.

En el tumultuoso paisaje político que Trump ha creado, la única constante -nuestra estrella polar- es el apoyo acrítico de los medios de comunicación occidentales a las industrias bélicas de Occidente.

Pensemos en la administración Biden. La condena más dura de los medios no fue por la destrucción que Washington causó en Afganistán durante sus 20 años de ocupación, sino por poner fin a la guerra, una guerra que había dejado al país en ruinas y al enemigo oficial, los talibán, más fuertes que nunca.

Contrasta eso con la respuesta resueltamente muda de los medios de comunicación a los 15 meses que Biden estuvo armando el genocidio de Israel en Gaza. Al hacerlo, dejaron de lado con entusiasmo sus supuestas preocupaciones humanitarias, incluidos sus guiños rituales al orden global posterior a la Segunda Guerra Mundial y al derecho internacional.

Del mismo modo, los medios de comunicación han criticado abiertamente los acercamientos de Trump a Rusia sobre Ucrania, poniéndose del lado de los líderes europeos que insisten en que la guerra debe continuar hasta el amargo final, independientemente de cuánto aumente el número de muertos ucranianos y rusos como resultado.

Y, como era de esperar, los medios de comunicación han hecho todo lo posible para acomodar la retórica y las acciones abiertamente genocidas de Trump hacia Gaza en apoyo de Israel.

Fue asombroso ver a los medios de comunicación que habitualmente retratan a Trump como una amenaza para la democracia contorsionarse para encubrir su llamamiento explícito a exterminar «al pueblo de Gaza» si los rehenes no eran liberados inmediatamente. En su lugar, sugirieron mendazmente que se refería sólo a los dirigentes de Hamás.

No sólo Trump y su equipo son expertos en las oscuras artes del engaño.

La trampa de la ilegitimidad

Aunque la administración Trump puede estar tomando a la ligera la cultura política de Washington, se está adhiriendo en gran medida al guión tradicional de Occidente sobre Israel y Palestina.

Witkoff y Boehler están desplegando una estrategia trillada, atando a los palestinos a lo que podría llamarse una trampa de ilegitimidad. Condenados si hacen; condenados si no hacen.

Elijan lo que elijan los palestinos -por mucho que sean desposeídos y maltratados- son ellos, y cualquiera que les apoye, los que se convierten en los villanos. Los criminales. Los opresores. Los que odian a los judíos. Los terroristas.

Esto se aplica no sólo a Hamás, sino también a los contemporizadores de Fatah.

Frente a la implacable desposesión provocada por décadas de colonización israelí, las facciones palestinas han respondido principalmente de dos formas.

Una es adoptar la vía consagrada en el derecho internacional como derecho de todos los pueblos ocupados: la resistencia armada. Este es el camino que ha tomado Hamás al gobernar el campo de concentración que es Gaza.

Sin embargo, todas las administraciones estadounidenses, incluida la actual, han condicionado cualquier conversación sobre la creación de un Estado a que los palestinos renuncien desde el principio a la resistencia armada, desestimando su derecho en virtud del derecho internacional como mero terrorismo.

Por ese motivo, hasta ahora, Hamás siempre ha estado excluida de las negociaciones. Las conversaciones que han tenido lugar -por encima de ellos- han funcionado bajo el supuesto de que Hamás debe desarmarse antes de esperar que Israel haga ninguna concesión.

Hamás debe renunciar a sus armas voluntariamente -contra un adversario armado hasta los dientes, cuya mala fe en las negociaciones es legendaria- o será desarmado por la fuerza por Israel o su rival, Al Fatah.

En otras palabras, la paz con Israel se basa en la guerra civil para los palestinos.

Ese parece ser el camino que seguirá la administración Trump. Por ahora, exige que Hamás se «desmilitarice» voluntariamente. Cuando eso fracase, Hamás volverá al punto de partida.

Acuerdos interminables

Ante el plan de Trump de limpiar étnicamente a los palestinos de Gaza, Hamás no tiene precisamente ningún incentivo para desarmarse.

De hecho, tiene un desincentivo adicional. Al Fatah está demasiado visiblemente atrapado en su propia trampa de ilegitimidad, aún más fatal.

La facción de Mahmud Abbas, que encabeza la Autoridad Palestina (AP) en Cisjordania, ha elegido la alternativa a la resistencia armada: la diplomacia y un interminable acomodo político.

El problema es que Israel nunca ha mostrado el más mínimo interés en conceder a los palestinos -incluso a los «moderados» de Fatah- un Estado.

Ni siquiera en la supuesta cúspide de la pacificación -los Acuerdos de Oslo de la década de 1990- se mencionó nunca la estatalidad palestina.

Oslo era simplemente un proceso nebuloso en el que se suponía que Israel se retiraría gradualmente de los territorios ocupados a medida que los líderes palestinos asumieran la responsabilidad de mantener la «seguridad», lo que en la práctica significaba la seguridad de Israel.

En resumen, el concepto de «paz» de Oslo apenas difería del catastrófico statu quo de Gaza antes de que comenzara el genocidio.

Durante su denominada retirada en 2005, Israel apartó a sus soldados hasta un cordón fortificado y desde allí controló todos los movimientos y el comercio dentro y fuera del enclave.

En el espacio desocupado, Israel sólo permitió una autoridad local glorificada, que dirigía las escuelas, vaciaba las papeleras y actuaba como contratista de seguridad para Israel frente a quienes no estaban dispuestos a aceptar esto como su destino permanente.

Hamás se negó a cooperar con eso.

La AP de Abbas, por su parte, aceptó este tipo de modelo para su serie de cantones en Cisjordania, suponiendo que la obediencia acabaría dando sus frutos.

No ha sido así. Ahora Israel se está preparando para anexionarse formalmente la mayor parte de Cisjordania, con el respaldo de la administración Trump. Entre bastidores, la Casa Blanca está negociando el apoyo de los países del Golfo.

Al igual que Hamás, Fatah no puede escapar de la trampa de ilegitimidad que le han tendido Washington y Europa.

Aferrarse al viejo orden

Paradójicamente, los críticos en Washington -respaldados por los medios de comunicación y las élites europeas- tachan las medidas de Trump sobre Ucrania de apaciguamiento de un imperialismo ruso supuestamente resurgente, más que de pacificación.

Estos mismos críticos están igualmente desconcertados por las reuniones de la administración Trump con Hamás.

Todo esto rompe con el consenso de décadas de Washington, que dicta quiénes son los buenos y quiénes son los malos, quiénes son los que hacen cumplir la ley y quiénes son los terroristas.

Como de costumbre, Trump está desbaratando estas antiguas certezas.

La respuesta instintiva y tranquilizadora es tomar partido por uno u otro bando. O bien Trump es un rompedor de moldes, que rehace un orden mundial disfuncional. O es un fascista en ciernes, que acelerará el colapso del orden mundial establecido, derrumbándolo sobre nuestras cabezas.

La verdad es que es ambas cosas.

A pesar de la aparente contradicción, hay una coherencia en el enfoque de Trump hacia Ucrania y Gaza. En ambos casos parece decidido a poner fin a un statu quo que está fracasando. En el primer caso, quiere poner fin a la guerra y la destrucción forzando la rendición de Ucrania; en el segundo, quiere acabar con la llaga de un campo de concentración palestino vaciándolo por la fuerza de sus habitantes.

Esta nueva coherencia sustituye a una más antigua, en la que la élite de Washington perpetuaba guerras eternas contra demonios pintados que justificaban el desvío de la riqueza nacional hacia las arcas de las industrias bélicas de las que dependía la riqueza de esa élite.

Los pretextos para esas guerras eternas se habían vuelto tan desgastados y tan desestabilizadores en un mundo de recursos cada vez más escasos, que las élites detrás de esas guerras estaban totalmente desacreditadas.

La extrema derecha, y muy especialmente Trump, se está subiendo a esa ola de desilusión. Y su éxito proviene precisamente de esta ruptura de reglas, al presentarse como una nueva escoba que barre a la vieja guardia de los belicistas corporativos.

A medida que los Bidens, Starmers, Macrons y Von der Leyens se hunden más en el fango, más desesperadamente se aferran a un sistema que se desmorona. La disrupción de Trump juega en su contra.

Forrarse los bolsillos

Pero la nueva guardia no está más interesada en la paz que la vieja, como deja claro Gaza. Simplemente busca nuevas formas de hacer negocio, nuevos acuerdos que sigan desviando la riqueza nacional de los ciudadanos de a pie a los bolsillos de los multimillonarios. 

Trump prefiere llegar a acuerdos lucrativos con el ruso Vladimir Putin sobre recursos -tanto en Rusia como en Ucrania- antes que invertir más dinero en una guerra inútil que bloquea los enormes beneficios potenciales de la región. 

Y preferiría poner fin a décadas de estatus de Gaza como zona prohibida, y centro de detención para los palestinos, cuando en su lugar podría transformarse en un patio de recreo para los ricos, con sus vastas reservas de gas en alta mar finalmente explotadas. 

La nueva guardia de cleptócratas está menos interesada en guerras eternas, no porque amen la paz, sino porque creen que han encontrado una forma mejor de enriquecerse aún más. 

Foto de portada: Elon Musk escucha al presidente estadounidense Donald Trump en el Despacho Oval de la Casa Blanca en Washington el 11 de febrero de 2025 (Reuters).

Voces del Mundo

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