Campos de concentración estadounidenses

Chris Hedges, The Chris Hedges Report, 17 abril 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Chris Hedges es un escritor y periodista ganador del Premio Pulitzer. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.

Nuestros campos de concentración en el extranjero están, por ahora, en El Salvador y Guantánamo, Cuba. Pero no esperen que permanezcan allí. Una vez que se normalicen, no sólo para los inmigrantes y residentes deportados de Estados Unidos, sino también para los ciudadanos estadounidenses, emigrarán a la patria. De nuestras prisiones, ya plagadas de abusos y malos tratos, a los campos de concentración, donde los retenidos están aislados del mundo exterior -«desaparecidos»-, se les niega la representación legal y se les hacina en celdas fétidas y superpobladas, hay un salto muy corto.

Los presos de los campos de El Salvador se ven obligados a dormir en el suelo o en régimen de aislamiento en la oscuridad. Muchos padecen tuberculosis, infecciones fúngicas, sarna, desnutrición grave y enfermedades digestivas crónicas. Los reclusos, entre ellos más de 3.000 niños, son alimentados con comida rancia. Soportan palizas. Son torturados, incluso mediante ahogamiento simulado u obligados a introducirse desnudos en barriles de agua helada, según Human Rights Watch. En 2023, el Departamento de Estado calificó el encarcelamiento de «amenaza para la vida», y eso fue antes de que el gobierno salvadoreño declarara el «estado de excepción» en marzo de 2022. La situación se ha visto «exacerbada» en gran medida, señala el Departamento de Estado, por la «adición de 72.000 detenidos bajo el estado de excepción». Unas 375 personas han muerto en los campos desde que se estableció el estado de excepción, parte de la «guerra contra las pandillas» del presidente salvadoreño Nayib Bukele, según el grupo local de derechos humanos Socorro Jurídico Humanitario.

Estos campos -el «Centro de Confinamiento del Terrorismo», conocido como CECOT, al que se está enviando a los deportados estadounidenses, alberga a unas 40.000 personas- son el modelo, el presagio de lo que nos espera.

El trabajador del metal y miembro del sindicato Kilmar Ábrego García, que fue secuestrado delante de su hijo de cinco años el 12 de marzo de 2025, fue acusado de ser miembro de una banda y enviado a El Salvador. El Tribunal Supremo dio la razón a la jueza de distrito Paula Xinis, que consideró que la deportación de García fue un «acto ilegal». Los funcionarios de Trump culparon de su deportación de García a un «error administrativo». Xinis ordenó a la administración Trump «facilitar» su regreso. Pero eso no significa que vaya a volver.

«Espero que no estén sugiriendo que introduzca de contrabando a un terrorista en Estados Unidos», dijo Bukele a la prensa en una reunión con Trump en la Casa Blanca. «¿Cómo puedo introducirlo de contrabando? ¿Cómo puedo devolverlo a Estados Unidos? ¿Voy a introducirlo de contrabando en Estados Unidos? Pues claro que no lo voy a hacer… la pregunta es absurda».

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se reúne con el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, en el Despacho Oval de la Casa Blanca, en Washington D.C., el 14 de abril de 2025 (Foto de Brendan Smialonwski/AFP vía Getty Images).

Este es el futuro. Una vez que se demoniza a un segmento de la población -incluidos los ciudadanos estadounidenses a los que Trump califica de «criminales de cosecha propia»-, una vez que se les despoja de su humanidad, una vez que encarnan el mal y son vistos como una amenaza existencial, el resultado final es que estos «contaminantes» humanos son eliminados de la sociedad. La culpabilidad o la inocencia, al menos ante la ley, es irrelevante. La ciudadanía no les ofrece ninguna protección.

«El primer paso esencial en el camino hacia la dominación total es matar a la persona jurídica en el hombre», escribe Hannah Arendt en «Los orígenes del totalitarismo». «Esto se hizo, por un lado, poniendo a ciertas categorías de personas fuera de la protección de la ley y forzando al mismo tiempo, mediante el instrumento de la desnacionalización, al mundo no totalitario a reconocer la anarquía; se hizo, por otro lado, situando el campo de concentración fuera del sistema penal normal, y seleccionando a los internos fuera del procedimiento judicial normal en el que un delito definido conlleva una pena predecible».

Quienes construyen campos de concentración construyen sociedades del miedo. Lanzan implacables advertencias de peligro mortal, ya sea de inmigrantes, musulmanes, traidores, delincuentes o terroristas. El miedo se extiende lentamente, como un gas sulfuroso, hasta que infecta todas las interacciones sociales e induce a la parálisis. Lleva su tiempo. En los primeros años del Tercer Reich, los nazis explotaron diez campos con unos 10.000 reclusos. Pero una vez que consiguieron aplastar todos los centros de poder rivales -sindicatos, partidos políticos, prensa independiente, universidades e iglesias católica y protestante-, el sistema de campos de concentración se disparó. En 1939, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, los nazis dirigían más de 100 campos de concentración con cerca de un millón de reclusos. Le siguieron los campos de exterminio.

Los que crean estos campos les dan amplia publicidad. Están diseñados para intimidar. Su brutalidad es su argumento de venta. Dachau, el primer campo de concentración nazi, no fue, como escribe Richard Evans en «The Coming of The Third Reich» «una solución improvisada a un problema inesperado de hacinamiento, sino una medida planeada desde hacía tiempo que los nazis habían previsto prácticamente desde el principio. Fue ampliamente publicitada y difundida en la prensa local, regional y nacional, y sirvió de dura advertencia a cualquiera que se planteara ofrecer resistencia al régimen nazi».

Agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), vestidos de paisano y circulando por los barrios en coches sin matrícula, secuestran a residentes legales como Mahmoud Khalil. Estos secuestros reproducen los que presencié en las calles de Santiago de Chile bajo la dictadura de Augusto Pinochet, o en San Salvador, la capital de El Salvador, durante la dictadura militar.

El ICE se está convirtiendo rápidamente en nuestra versión nacional de la Gestapo o del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD). Supervisa 200 centros de detención. Es una formidable agencia de vigilancia nacional que ha acumulado datos sobre la mayoría de los estadounidenses, según un informe elaborado por el Centro de Privacidad y Tecnología de Georgetown.

«Al acceder a los registros digitales de las administraciones estatales y locales y comprar bases de datos con miles de millones de datos a empresas privadas, el ICE ha creado una infraestructura de vigilancia que le permite elaborar expedientes detallados sobre casi cualquier persona, aparentemente en cualquier momento», dice el informe. «En sus esfuerzos por detener y deportar, el ICE ha accedido -sin ningún tipo de supervisión judicial, legislativa o pública- a conjuntos de datos que contienen información personal sobre la inmensa mayoría de las personas que viven en Estados Unidos, cuyos registros pueden acabar en manos de las fuerzas de inmigración simplemente porque solicitan permisos de conducir, circulan por las carreteras o se dan de alta en los servicios públicos locales para tener acceso a la calefacción, el agua y la electricidad».

A los secuestrados, entre ellos la turca y estudiante de doctorado en la Universidad de Tufts, Rümeysa Öztürk, se les acusa de comportamientos amorfos como «participar en actividades de apoyo a Hamás». Pero esto es un subterfugio, acusaciones no más reales que los delitos inventados bajo el estalinismo, cuando se acusaba a la gente de pertenecer al viejo orden -kulaks o miembros de la pequeña burguesía- o se les condenaba por conspirar para derrocar el régimen como trotskistas, titoístas, agentes del capitalismo o saboteadores, conocidos como «demoledores». Una vez que una categoría de personas está en el punto de mira, los delitos de los que se les acusa, si es que se les llega a acusar, son casi siempre invenciones.

A los presos de los campos de concentración se les separa del mundo exterior. Desaparecen. Borrados. Se les trata como si nunca hubieran existido. Casi todos los esfuerzos por obtener información sobre ellos se topan con el silencio. Incluso su muerte, si mueren bajo custodia, se convierte en anónima, como si nunca hubieran nacido.

Quienes dirigen los campos de concentración, como escribe Hannah Arendt, son personas sin curiosidad ni capacidad mental para formarse opiniones. Ya ni siquiera saben, señala, «lo que significa estar convencido». Simplemente obedecen, condicionados a actuar como «animales pervertidos». Están embriagados por el poder divino que tienen para convertir a los seres humanos en temblorosos rebaños de ovejas.

El objetivo de cualquier sistema de campos de concentración es destruir todos los rasgos individuales, moldear a la gente en masas temerosas, dóciles y obedientes. Los primeros campos son campos de entrenamiento para guardias de prisiones y agentes del ICE. Dominan las brutales técnicas diseñadas para infantilizar a los reclusos, una infantilización que pronto deforma a la sociedad en general.

A los 250 presuntos miembros de bandas venezolanas enviados a El Salvador, desafiando a un tribunal federal, se les denegó el debido proceso. Se les metió sumariamente en aviones, que ignoraron la orden del juez de dar marcha atrás, y una vez que llegaron, se les desnudó, golpeó y afeitó la cabeza. Las cabezas afeitadas son una característica de todos los campos de concentración. La excusa son los piojos. Pero, por supuesto, se trata de la despersonalización y de uniformizarlos e identificarlos con números.

El autócrata se deleita abiertamente en la crueldad. «Estoy deseando ver cómo condenan a 20 años de cárcel a los enfermos matones terroristas por lo que le están haciendo a Elon Musk y Tesla», escribió Trump en Truth Social. «¡Quizá podrían cumplirlas en las cárceles de El Salvador, que tan famosas se han hecho últimamente por sus encantadoras condiciones!».

Los que construyen campos de concentración están orgullosos de ellos. Los exhiben ante la prensa, o al menos ante los aduladores que se hacen pasar por la prensa. La secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, que publicó un vídeo de su visita a la prisión de El Salvador, utilizó a los reclusos sin camiseta y con la cabeza rapada como atrezo escénico para sus amenazas contra los inmigrantes. Si algo hace bien el fascismo es el espectáculo.

La Secretaria de Seguridad Nacional de EE.UU., Kristi Noem, habla durante un recorrido por el Centro de Reclusión de Terroristas (CECOT) mientras los presos permanecen de pie, mirando desde una celda, en Tecoluca, El Salvador, el 26 de marzo de 2025 (Foto de Alex Brandon / POOL / AFP vía Getty Images).

Primero vienen a por los inmigrantes. Luego vienen a por los activistas con visados de estudiante extranjero en los campus universitarios. Luego vienen a por los titulares de la tarjeta verde. Después vienen a por los ciudadanos estadounidenses que luchan contra el genocidio israelí o el fascismo rastrero. Luego vienen a por ti. No porque hayas infringido la ley. Sino porque la monstruosa máquina del terror necesita un suministro constante de víctimas para sostenerse.

Los regímenes totalitarios sobreviven luchando eternamente contra amenazas mortales y existenciales. Una vez erradicada una amenaza, inventan otra. Se burlan del Estado de derecho. Los jueces, hasta que son purgados, pueden denunciar esta anarquía, pero no tienen ningún mecanismo para hacer cumplir sus sentencias. El Departamento de Justicia, entregado a la aduladora de Trump Pam Bondi, está, como en todas las autocracias, diseñado para bloquear la aplicación de la ley, no para facilitarla. No quedan impedimentos legales para protegernos. Sabemos adónde va esto. Lo hemos visto antes. Y no es bueno.

Imagen de portada: Exportaciones estadounidenses (por Mr. Fish).

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