El arte de la distracción en India-Pakistán: Tambores de guerra, dictaduras y la danza de la locura nuclear

Junaid S. Ahmad, Middle East Monitor, 7 mayo 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


El profesor Junaid S. Ahmad enseña Derecho, Religión y Política Global y es director del Centro para el Estudio del Islam y la Descolonización (CSID) en Islamabad, Pakistán. Es miembro del International Movement for a Just World, Movement for Liberation from Nakba, and Saving Humanity and Planet.

Ha ocurrido lo que se temía. India ha lanzado ataques militares en el interior de Pakistán, e Islamabad afirma haber tomado represalias similares. ¿La chispa? Un atentado terrorista perpetrado hace más de una semana en la Cachemira ocupada por India. Como ya es tradición, Nueva Delhi no tardó en acusar a Islamabad, sin ofrecer pruebas concretas, sino el tipo de certeza absoluta que suele acompañar al fervor nacionalista, no a las investigaciones forenses. Pakistán, por su parte, condenó el atentado y se comprometió a cooperar en cualquier investigación, sabiendo perfectamente que sería ignorado. En el teatro de la gestión de crisis del sur de Asia, las pruebas son opcionales; la indignación es obligatoria.

Sin embargo, tras este despliegue teatral de misiles y golpes de pecho nacionalistas se esconde una realidad mucho más cínica. No se trata de un choque espontáneo de civilizaciones o ideologías, sino de una táctica fríamente calculada por dos regímenes que han descubierto la utilidad de la guerra no en la victoria, sino en la distracción. Dos gobiernos, acosados por crisis internas, una legitimidad vacilante y una ira pública creciente, han recurrido al truco más viejo del manual autoritario: provocar un incendio en la frontera para ahogar el fuego en casa. Cuando se acaba el pan, los regímenes recurren al circo. Y nada distrae tanto como la perspectiva de un Armagedón nuclear.

La paradoja pakistaní: Generales en guerra con el pueblo

Empecemos por Islamabad. El estamento militar pakistaní -los eternos guardianes del poder del Estado vestidos de caqui, que tratan el gobierno civil como un capricho temporal- se enfrenta quizá al momento más denostado de su larga e ignominiosa historia. Incluso el Punjab, antaño ciudadela del sentimiento promilitar y perenne receptor de la generosidad del Estado, hierve ahora de resentimiento. En su cruzada para aplastar a Imran Khan y su movimiento político, los generales han forjado sin querer una unidad improbable: el pueblo, dividido durante mucho tiempo, está cada vez más unido no tras los militares, sino contra ellos.

Lo que sigue es la represión con precisión burocrática. Censura, detenciones masivas, torturas, desapariciones: Pakistán ha puesto en práctica el manual del autócrata con tal eficacia clínica que el autoritarismo parece ahora una rutina administrativa. La esfera digital ha sido estrangulada, los periodistas perseguidos, los jueces coaccionados y el parlamento convertido en una cámara de eco ceremonial. No es sólo ley marcial en espíritu; es ley marcial en todo menos en la nomenclatura.

Acorralados y desacreditados, los militares han recurrido a su fórmula más fiable: la confrontación externa. Unas cuantas escaramuzas oportunas a través de la Línea de Control, un puñado de aviones de combate, y la mirada del público se desvía de los hombres de uniforme que realmente ponen en peligro a la república. En una sombría ironía, los pakistaníes pueden sentirse momentáneamente alentados al ver que sus militares finalmente apuntan su arsenal hacia fuera, en lugar de hacia los estudiantes, activistas y jueces del Tribunal Supremo con la temeridad de creer en la independencia constitucional. Por una vez, la bota apunta hacia fuera. ¿Es esto un progreso o una parodia?

El baile demagógico de Delhi

Tampoco se puede exculpar a Nueva Delhi. El primer ministro Narendra Modi, aunque electoralmente seguro, se enfrenta a una fachada deshilachada. El brillo del «modelo Gujarat» se ha desvanecido bajo el peso del aumento del desempleo, la persistente inflación y las constantes magulladuras políticas de las protestas de los agricultores. La clase media india, antaño deferente y deslumbrada, empieza a murmurar su descontento.

Para un demagogo experimentado, esto no representa una amenaza, sino una oportunidad. La mejor manera de neutralizar el descontento interno es con una agresión exterior. Pakistán ofrece un enemigo tan electoralmente conveniente que Nueva Delhi apenas necesita actualizar el guion. Se produce un incidente terrorista, se determina de antemano quién es el culpable y comienza el espectáculo mediático. Como en el pasado -me viene a la mente Balakot-, se proclaman campamentos terroristas destruidos con gran fanfarria y mínimas pruebas. La verdad es irrelevante; el ritmo es primordial. En la India de Modi, la percepción es la política, y la realidad una víctima prescindible.

Los medios de comunicación indios, antaño orgullosamente adversarios, han mutado en un brazo performativo del poder estatal. Los presentadores de televisión juegan a ser soldados, los analistas se ponen el uniforme del patrioterismo y hashtags como #SurgicalStrike2 son tendencia con una previsibilidad coreografiada. El periodismo no sólo se ha marchitado, sino que ha renacido como un teatro autorizado por el Estado. Las redacciones se han convertido en cuarteles y los ciudadanos en espectadores de una guerra cuyo principal campo de batalla es el imaginario nacional.

Mientras tanto, Cachemira sangra silenciosa e invisiblemente. Despojada de su autonomía, inundada de tropas y sometida a experimentos demográficos y vigilancia, su pueblo ha desaparecido de la conciencia moral de la India. Las excavadoras siguen avanzando y el mundo mira hacia otro lado.

Riesgo nuclear: La ruleta del Armagedón

El hecho de que dos Estados con armas nucleares intercambien misiles debería despertar la conciencia mundial. Pero en lugar de ello, ambos gobiernos tratan la política nuclear como un instrumento de relaciones públicas. Pakistán afirma haber derribado cinco cazas indios. India lo niega. En algún lugar de la niebla de la guerra y el frenesí de las redes sociales se esconde una verdad demasiado aterradora para cuantificarla: la disuasión se ha derrumbado en el teatro.

No se trata de una señal estratégica, sino de una apuesta existencial. La lógica de la disuasión supuso en su día la moderación mutua. Ahora se limita a suministrar munición retórica. Los arsenales nucleares, en lugar de estabilizar el subcontinente, se han convertido en atrezo de una macabra representación de virilidad nacional. Ya no asistimos a la coreografía de actores racionales, sino a los espasmos de regímenes que niegan su propia decadencia.

Incluso el agua se ha convertido en un arma. Las amenazas de India de derogar el Tratado de las Aguas del Indo, que en su día se proclamó como una rara proeza de la diplomacia poscolonial, no representan una mera provocación, sino una guerra medioambiental a cámara lenta. Para Pakistán, que carece de seguridad hídrica, una medida semejante sería nada menos que un asedio biológico. Si las bombas no devastan a la población, lo hará la sequía.

Titiriteros globales: El retorno del Gran Juego

Por encima de la teatralidad subcontinental hay un drama geopolítico mucho mayor, en el que el sur de Asia funciona menos como un escenario autónomo y más como un tablero de ajedrez en el que las grandes potencias maniobran con calculado distanciamiento. La crisis actual, aunque ostensiblemente bilateral, está profundamente enredada con los imperativos estratégicos de Washington, Pekín y Moscú. Lo que puede parecer una erupción aislada de hostilidades regionales es, de hecho, una subtrama dentro de la reanimación más amplia de las rivalidades de la Guerra Fría.

Estados Unidos, en su ya habitual registro de subestimación burocrática, reconoció haber tenido «aviso previo» de los ataques de India, una frase que funciona menos como admisión diplomática que como sonrisa geopolítica. Washington, desilusionado desde hace tiempo por el doble papel de Pakistán en la llamada Guerra contra el Terror, ha recalibrado sus cálculos: Islamabad ya no es un socio problemático, sino un lastre demasiado unido a Pekín. En el juego de suma cero de la contención del Indo-Pacífico, la lealtad de Pakistán a China no puede quedar sin respuesta.

En el centro de esta alineación cambiante se encuentra el Corredor Económico China-Pakistán (CPEC, por sus siglas en inglés), un proyecto de infraestructuras multimillonario que, a ojos occidentales, ha pasado de ser una iniciativa de desarrollo a una provocación geoestratégica. El puerto de Gwadar, que en su día se comercializó como puerta de entrada comercial, es visto ahora por los planificadores de defensa estadounidenses como un posible nodo de expansión naval china. Lo que CPEC promete en carreteras y energía, Washington lo ve en vigilancia y submarinos. La paranoia no carece de precedentes: las grandes potencias siempre han temido las infraestructuras de sus rivales como preludio de su invasión.

En respuesta, la élite militar pakistaní ha redoblado sus lazos con Pekín, ofreciendo un cheque en blanco a cambio de salvavidas: los derechos de base, la cooperación en inteligencia y la soberanía infraestructural son todos aparentemente negociables, siempre que el capital chino siga fluyendo y la ira estadounidense se mantenga a raya. La desesperación de Islamabad es palpable; su autonomía estratégica se ha hipotecado a mecenas externos en un último intento desesperado por seguir siendo relevante en la escena mundial.

Esta vulnerabilidad se ve agravada por la pérdida de influencia de Pakistán en Afganistán. Aclamados en su día como los artífices de la «profundidad estratégica», los generales se ven ahora superados por los mismos militantes a los que antes cortejaban. Los talibanes, que han pasado de ser apoderados a agentes de poder, practican ahora una diplomacia transaccional tanto con Washington como con Nueva Delhi. La inversión ideológica de Pakistán en la realpolitik yihadista no ha producido ni lealtad ni dividendos, sólo un cliente voluble que cobra por los servicios prestados y mantiene múltiples líneas telefónicas.

Así pues, la conflagración subcontinental no es simplemente una crisis de fronteras, sino de soberanía en la era de la rivalidad entre grandes potencias. Asia Meridional está siendo reabsorbida en una matriz más amplia de inercia imperial, en la que sus gobiernos ejercen la soberanía mientras subcontratan su futuro al mejor postor.

Cachemira: El centro moral que se desvanece

Entre el estruendo de los misiles y el espectáculo nacionalista, Cachemira sigue siendo la víctima más profunda -y más trágica- de este conflicto. Su población, sometida durante mucho tiempo a la ocupación, la vigilancia y el lento proceso de desposesión, se ha quedado sin voz en un conflicto que pretende tratar sobre ella, pero que la excluye sistemáticamente. La región, antaño central en los discursos diplomáticos y la preocupación humanitaria, ha quedado relegada a una especie de purgatorio geopolítico: invocada cuando conviene, ignorada cuando incomoda y castigada perpetuamente en nombre de la unidad.

Ni Delhi ni Islamabad ofrecen agencia a los cachemires. India continúa su proyecto de reingeniería demográfica y gobernanza militarizada con implacable eficacia, tratando la resistencia como terrorismo y la disidencia como sedición. La revocación del artículo 370, las detenciones masivas, los cortes de comunicaciones… no son anomalías, sino instrumentos de una política que considera la identidad cachemir como un problema que hay que borrar administrativamente. La maquinaria del Estado indio funciona ahora con una precisión escalofriante que haría asentir con sombría aprobación a los administradores coloniales.

Pakistán, por su parte, se dedica a la solidaridad retórica sin ofrecer apenas apoyo sustantivo. Durante décadas, Cachemira ha servido de escudo moral para la duplicidad estratégica de Islamabad: una causa sagrada utilizada para enmascarar una geopolítica cínica. Hoy, esa pretensión está desgastada. El Estado pakistaní invoca la difícil situación de Cachemira en los foros internacionales, pero no ofrece ni la más elemental dignidad a quienes, dentro de sus fronteras, se atreven a disentir.

La comunidad internacional, antaño dispuesta a ofrecer al menos una condena simbólica, mantiene ahora un silencio ensordecedor. Se niega el acceso a las organizaciones de derechos humanos. Se bloquea o intimida a los periodistas. Los organismos multilaterales entierran Cachemira en la letra pequeña de las asociaciones estratégicas y los acuerdos sobre armas. Lo que una vez fue una crisis moral se ha reducido a un inconveniente logístico en los pasillos del poder mundial.

En realidad, los cachemires se han convertido en daños colaterales en una contienda regional que casi nada tiene que ver con ellos. Su sufrimiento es explotado por un bando, borrado por el otro y olvidado por el resto. La suya es una tragedia sin testigos.

Un deseo de muerte en traje de etiqueta

Lo que estamos presenciando no es una nueva crisis, sino la última iteración de un guion peligrosamente familiar. Las salvas militares, los golpes de pecho políticos, las negaciones y contranegaciones, todo sigue un patrón que se vuelve más temerario con cada actuación. Pero a diferencia de enfrentamientos anteriores, éste destila un tipo diferente de desesperación: no se trata de una estrategia calculada, sino de nihilismo disfrazado de nacionalismo. No se trata de un ensayo de guerra, sino de una apuesta por la extinción.

El peligro no reside únicamente en la escalada, sino en la normalización de la política de riesgo. No se puede coquetear continuamente con la catástrofe sin invitarla a entrar. Cada aproximación erosiona las normas que hasta ahora han evitado una conflagración a gran escala. Cada crisis baja el listón para la siguiente. Y cada silencio de la comunidad mundial refuerza la ilusión de que esta región puede seguir jugando con fuego nuclear sin acabar quemándose.

Sin embargo, en Asia Meridional, la supervivencia política depende cada vez más de la distracción. Y pocas distracciones son tan potentes -o tan peligrosas- como la guerra. El pan escasea, pero las banderas abundan. Y tanto en India como en Pakistán, las élites políticas dominan el oscuro arte de fabricar consentimiento mediante el miedo, el espectáculo y la invocación selectiva del patriotismo.

Así pues, esperamos. No por la paz, que hace tiempo que dejó de ser un objetivo serio, sino por la próxima distracción orquestada. Porque en esta región, la distracción no es un síntoma de crisis: es la crisis. Y a menos que los pueblos de ambos países despierten a esta trágica coreografía, seguirán siendo, como Cachemira, pasajeros sin voz en un tren que se precipita hacia la catástrofe.

Foto de portada: Vista de la destrucción en la mezquita de Bilal, en la Cachemira administrada por Pakistán, después de que India lanzara ataques contra Pakistán, en Shawai, Muzaffarabad, Pakistán, el 7 de mayo de 2025. [Chudary Naseer – Agencia Anadolu]

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