Chris Hedges, The Chris Hedges Report, 17 mayo 2025
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Chris Hedges es un escritor y periodista ganador del Premio Pulitzer. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.
EL CAIRO, Egipto – Hay unos 320 kilómetros desde donde estoy en El Cairo hasta el paso fronterizo de Rafah con Gaza. Aparcados en las áridas arenas del norte del Sinaí egipcio hay 2.000 camiones llenos de sacos de harina, tanques de agua, comida enlatada, suministros médicos, lonas y combustible. Los camiones están inactivos bajo un sol abrasador, con temperaturas que alcanzan los 90 grados.
A pocos kilómetros de distancia, en Gaza, decenas de hombres, mujeres y niños, que viven en tiendas de campaña o en edificios dañados entre los escombros, son masacrados a diario por las balas, las bombas, los ataques con misiles, los proyectiles de los tanques, las enfermedades infecciosas y el arma más antigua de la guerra de asedio: el hambre. Una de cada cinco personas se enfrenta a la inanición tras casi tres meses de bloqueo israelí de alimentos y ayuda humanitaria.
El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, que ha lanzado una nueva ofensiva que está matando a más de 100 personas al día, ha declarado que nada impedirá este asalto final, bautizado como Operación Carros de Gedeón.
No habrá «ninguna manera» de que Israel detenga la guerra, anunció, incluso si se devuelven los rehenes israelíes que quedan. Israel está «destruyendo cada vez más casas» en Gaza. Los palestinos «no tienen adónde regresar».
«El único resultado inevitable será el deseo de los gazatíes de emigrar fuera de la Franja de Gaza», dijo a los legisladores en una reunión a puerta cerrada filtrada. «Pero nuestro principal problema es encontrar países que los acojan».
La frontera de 14 kilómetros entre Egipto y Gaza se ha convertido en la línea divisoria entre el Sur Global y el Norte Global, la demarcación entre un mundo de salvaje violencia industrial y la lucha desesperada de los desechados por las naciones más ricas. Marca el fin de un mundo en el que importan el derecho humanitario, las convenciones que protegen a los civiles o los derechos más básicos y fundamentales. Da paso a una pesadilla hobbesiana en la que los fuertes crucifican a los débiles, en la que no se excluye ninguna atrocidad, incluido el genocidio, en la que la raza blanca del Norte Global vuelve al salvajismo y la dominación atávicos y sin restricciones que definen el colonialismo y nuestra larga historia de siglos de saqueo y explotación. Estamos retrocediendo en el tiempo hasta nuestros orígenes, unos orígenes que nunca nos abandonaron, pero que se enmascararon con promesas vacías de democracia, justicia y derechos humanos.
Los nazis son los cómodos chivos expiatorios de nuestra herencia común europea y estadounidense de matanzas masivas, como si los genocidios que llevamos a cabo en América, África y la India no hubieran tenido lugar, notas a pie de página sin importancia en nuestra historia colectiva.
En realidad, el genocidio es la divisa de la dominación occidental.
Entre 1490 y 1890, la colonización europea, incluidos los actos de genocidio, fue responsable de la muerte de hasta 100 millones de indígenas, según el historiador David E. Stannard. Desde 1950 se han producido casi dos docenas de genocidios, entre ellos los de Bangladesh, Camboya y Ruanda.
El genocidio de Gaza forma parte de un patrón. Es el presagio de genocidios venideros, especialmente a medida que el clima se desmorona y cientos de millones de personas se ven obligadas a huir para escapar de sequías, incendios forestales, inundaciones, disminución del rendimiento de las cosechas, Estados fallidos y muertes masivas. Es un mensaje ensangrentado de nosotros al resto del mundo: Nosotros lo tenemos todo y si vosotros intentáis quitárnoslo, os mataremos.
Gaza acaba con la mentira del progreso humano, el mito de que evolucionamos moralmente. Sólo cambian las herramientas. Donde antes matábamos a las víctimas a garrotazos o las descuartizábamos con espadas, hoy lanzamos bombas de 1.000 kilos sobre campos de refugiados, rociamos a las familias con balas de drones militarizados o las pulverizamos con proyectiles de tanques, artillería pesada y misiles.
El socialista del siglo XIX Louis-Auguste Blanqui, a diferencia de casi todos sus contemporáneos, rechazó la creencia central de Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Karl Marx de que la historia humana es una progresión lineal hacia la igualdad y una mayor moralidad. Advirtió que este positivismo absurdo es perpetrado por los opresores para desempoderar a los oprimidos.
«Todas las atrocidades del vencedor, la larga serie de sus ataques se transforman fríamente en una evolución constante, inevitable, como la de la naturaleza… Pero la secuencia de las cosas humanas no es inevitable como la del universo. Puede cambiarse en cualquier momento», advirtió Blanqui.
El avance científico y tecnológico, más que un ejemplo de progreso, podría «convertirse en un arma terrible en manos del Capital contra el Trabajo y el Pensamiento.»
«Porque la humanidad –escribió Blanqui- nunca está inmóvil. Avanza o retrocede. Su marcha progresiva la conduce a la igualdad. Su marcha regresiva retrocede por todas las etapas del privilegio hasta la esclavitud humana, última palabra del derecho de propiedad». Además, escribió: «No soy de los que afirman que el progreso puede darse por sentado, que la humanidad no puede retroceder».
La historia de la humanidad está definida por largos periodos de esterilidad cultural y represión brutal. La caída del Imperio Romano condujo a la pauperización y la represión en toda Europa durante la Edad Oscura, aproximadamente desde el siglo VI hasta el XIII. Se perdieron conocimientos técnicos, como la construcción y el mantenimiento de acueductos. El empobrecimiento cultural e intelectual condujo a la amnesia colectiva. Las ideas de los antiguos eruditos y artistas se borraron. No hubo renacimiento hasta el siglo XIV y el Renacimiento, un desarrollo posible en gran medida gracias al florecimiento cultural del islam, que, mediante la traducción de Aristóteles al árabe y otros logros intelectuales, impidió que desapareciera la sabiduría del pasado.
Blanqui conocía los trágicos reveses de la Historia. Participó en una serie de revueltas francesas, incluido un intento de insurrección armada en mayo de 1839, el levantamiento de 1848 y la Comuna de París, un levantamiento socialista que controló la capital de Francia desde el 18 de marzo hasta el 28 de mayo de 1871. Los trabajadores de ciudades como Marsella y Lyon intentaron, pero fracasaron, organizar comunas similares antes de que la Comuna de París fuera aplastada militarmente.
Estamos entrando en una nueva era oscura. Esta edad oscura utiliza las herramientas modernas de la vigilancia masiva, el reconocimiento facial, la inteligencia artificial, los drones, la policía militarizada, la revocación del debido proceso y las libertades civiles para infligir el gobierno arbitrario, las guerras incesantes, la inseguridad, la anarquía y el terror que fueron los denominadores comunes de la Edad Oscura.
Confiar en el cuento de hadas del progreso humano para salvarnos es volverse pasivo ante el poder despótico. Sólo la resistencia, definida por la movilización de masas, por la perturbación del ejercicio del poder, especialmente contra el genocidio, puede salvarnos.
Las campañas de asesinatos masivos desatan las cualidades salvajes que yacen latentes en todos los seres humanos. La sociedad ordenada, con sus leyes, etiqueta, policía, prisiones y reglamentos, todas las formas de coerción, mantiene bajo control estas cualidades latentes. Si se eliminan estos impedimentos, los seres humanos se convierten, como vemos con los israelíes en Gaza, en animales asesinos y depredadores, que se deleitan en la embriaguez de la destrucción, incluso de mujeres y niños. Ojalá fueran conjeturas. Pero no lo son. Es lo que he visto en todas las guerras que he cubierto. Casi nadie es inmune.
A finales del siglo XIX, el monarca belga Leopoldo ocupó el Congo en nombre de la civilización occidental y contra la esclavitud, pero saqueó el país, provocando la muerte -por enfermedad, hambre y asesinato- de unos 10 millones de congoleños.
Joseph Conrad plasmó esta dicotomía entre lo que somos y lo que decimos ser en su novela «El corazón de las tinieblas» y en su relato «Un puesto avanzado del progreso».
En «Un puesto avanzado del progreso» cuenta la historia de dos comerciantes europeos, Carlier y Kayerts, que son enviados al Congo. Estos comerciantes afirman estar en África para implantar la civilización europea. El aburrimiento, la rutina asfixiante y, sobre todo, la falta de toda restricción exterior, convierten a los dos hombres en bestias. Intercambian esclavos por marfil. Se pelean por la escasez de alimentos y provisiones. Finalmente, Kayerts asesina a su compañero desarmado Carlier.
«Eran dos individuos perfectamente insignificantes e incapaces», escribió Conrad sobre Kayerts y Carlier, «cuya existencia sólo es posible gracias a la elevada organización de las multitudes civilizadas. Pocos hombres se dan cuenta de que su vida, la esencia misma de su carácter, sus capacidades y sus audacias, no son más que la expresión de su creencia en la seguridad de su entorno. El valor, la compostura, la confianza; las emociones y los principios; cada pensamiento grande y cada pensamiento insignificante pertenecen no al individuo sino a la multitud: a la multitud que cree ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y de su moral, en el poder de su policía y de su opinión. Pero el contacto con el puro salvajismo sin paliativos, con la naturaleza primitiva y el hombre primitivo, trae repentinos y profundos problemas al corazón. Al sentimiento de estar solo en la propia especie, a la clara percepción de la soledad de los propios pensamientos, de las propias sensaciones, a la negación de lo habitual, de lo que es seguro, se añade la afirmación de lo inusual, que es peligroso; una sugerencia de cosas vagas, incontrolables y repulsivas, cuya intrusión perturbadora excita la imaginación y pone a prueba los nervios civilizados tanto del necio como del sabio».
El genocidio de Gaza ha hecho implosionar los subterfugios que utilizamos para engañarnos a nosotros mismos e intentar engañar a los demás. Se burla de todas las virtudes que decimos defender, incluido el derecho a la libertad de expresión. Es un testimonio de nuestra hipocresía, crueldad y racismo. Tras haber proporcionado miles de millones de dólares en armas y perseguido a quienes denuncian el genocidio, ya no podemos hacer afirmaciones morales que se tomen en serio. Nuestro lenguaje, a partir de ahora, será el lenguaje de la violencia, el lenguaje del genocidio, el aullido monstruoso de la nueva era oscura, una en la que el poder absoluto, la codicia sin control y el salvajismo sin paliativos acechan la Tierra.
Imagen de portada: ¡Guau, qué futuro tan brillante! (por Mr. Fish).