Henry Giroux, CounterPunch.com, 23 mayo 2025
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Henry A. Giroux ocupa actualmente la cátedra de Estudios de Interés Público de la Universidad McMaster en el Departamento de Estudios Ingleses y Culturales y es Paulo Freire Distinguished Scholar in Critical Pedagogy. Sus libros más recientes son: The Terror of the Unforeseen (Los Angeles Review of books, 2019), On Critical Pedagogy, 2ª edición (Bloomsbury, 2020); Race, Politics, and Pandemic Pedagogy: Education in a Time of Crisis (Bloomsbury 2021); Pedagogy of Resistance: Against Manufactured Ignorance (Bloomsbury 2022) e Insurrections: Education in the Age of Counter-Revolutionary Politics (Bloomsbury, 2023), y, en coautoría con Anthony DiMaggio, Fascism on Trial: Education and the Possibility of Democracy (Bloomsbury, 2025). Giroux es también miembro de la junta directiva de Truthout.
La violencia, empapada en sangre y despojada de vergüenza, se ha convertido en el lenguaje que define la gobernanza en la era de Trump y el resurgimiento global del autoritarismo. En todo el mundo, la democracia está en retirada, y con ella, la noción misma de responsabilidad moral y social. En su lugar, encontramos una gramática política brutal escrita por bárbaros modernos, discípulos de la codicia, la corrupción, la pureza racial, el ultranacionalismo y la guerra permanente. La compasión se ridiculiza como debilidad. El Estado social es vilipendiado y vaciado, ridiculizado en el lenguaje de un anticomunismo desquiciado. Y las políticas que producen sufrimiento masivo, diseñadas por los poderosos y protegidas por los mitos de la meritocracia y el darwinismo social, no sólo se consideran aceptables, sino inevitables.
Entre la élite de MAGA, la democracia ya no es un ideal apreciado, sino un blanco de desprecio y desdén. Haciéndose eco del húngaro Viktor Orbán, la democracia se sustituye ahora por la democracia antiliberal, con su llamamiento a eliminar la mezcla racial y a desatar un torrente de represión contra la libertad de expresión, las universidades, la prensa y la disidencia organizada. En este caso, las políticas y estrategias fascistas se han convertido en la nueva norma de gobierno. Adoptando el libro de jugadas de dictadores despiadados como Putin y Orbán, Trump amplía el poder presidencial, declara la guerra al Estado de derecho y desmantela las instituciones democráticas, especialmente las que fomentan el pensamiento crítico, todo ello mientras finge incertidumbre sobre si la Constitución se le aplica a él.
Los patrocinadores financieros y aliados ideológicos de Trump, como Peter Thiel, apoyan abiertamente el autoritarismo, y Thiel declara sin rodeos que la libertad y la democracia ya no son compatibles. Los aduladores de Trump, Elon Musk y Steve Bannon, rinden un homenaje vacío a la democracia ofreciendo a sus seguidores saludos nazis. Como observa astutamente Judith Butler, demasiados en posiciones de poder, políticos, abogados poderosos, administradores académicos y la élite financiera, se rinden al miedo, la codicia o la corrupción, permitiendo que la cobardía silencie su conciencia. Al hacerlo, «proclaman el inevitable fin de la democracia a manos del autoritarismo, renunciando de hecho a la lucha de antemano». Sin ningún sentido de la ironía, Theil, Musk, Bannon y otros se proclaman campeones de la libertad, pero la única libertad respaldada por este grupo es la de los nacionalistas cristianos blancos y los multimillonarios ricos, una noción de libertad arraigada en impulsos autoritarios racializados. Son autoritarios ebrios de poder al servicio de la violencia y la dominación. Lo que desprecian es cualquier aceptación o articulación del poder como fuerza moral y de cambio radical.
No estamos a la deriva en un momento de ambigüedad histórica, ni suspendidos en una mera transición entre épocas, como algunos quieren hacernos creer. La noción de incertidumbre se ha hecho añicos en una época alimentada por la movilización apasionada del fascismo. Esta fuerza embriagadora ha seducido a millones de personas con sus mentiras y su racismo cargado de emociones, redirigiendo sus ansiedades económicas hacia una vorágine de odio y la falsa estafa de la plenitud. El fascismo de abajo no se funde con el de arriba, sino que prospera en el abismo de una rabia fuera de lugar. La otrora nublada visión de en qué se ha convertido Estados Unidos es ahora tan clara como el día. Los fantasmas del pasado han regresado, cubiertos de sed de sangre y armados con un lenguaje de deshumanización. Les impulsa la visión de un nuevo Reich unificado, poblado por súbditos totalitarios desprovistos de verdad, moralidad, pensamiento crítico o capacidad democrática. El largo descenso de la democracia liberal al abismo del neoliberalismo, más brutalmente, al capitalismo de gánsteres, con su culto a los mercados, la crueldad y la supervivencia del más fuerte, ha llegado a su punto terminal. Una alianza impía con el fascismo está ahora a la cabeza, consagrando la limpieza racial, el poder sin ley y la eliminación de la disidencia como principios rectores.
Eugenesia dura frente a eugenesia blanda en la era del fascismo actualizado
Para entender el devastador impacto del actual clima político y social en las comunidades marginadas, es esencial distinguir entre dos formas de eugenesia que han dado forma a la era moderna: la eugenesia dura y la eugenesia blanda. La eugenesia dura, con su aplicación violenta y anárquica, está históricamente vinculada a la violencia manifiesta, las políticas de esterilización, el genocidio y la eliminación forzosa de los considerados «indeseables». Los métodos brutales que definieron esta versión de la eugenesia aún resuenan en la historia, recordándonos la violencia que puede ejercerse en nombre de la pureza racial y los ideales nacionalistas.
En cambio, la eugenesia blanda opera a través de medios más encubiertos y sistémicos. No requiere violencia física ni anarquía abierta, sino que utiliza políticas integradas en las estructuras jurídicas y económicas de la sociedad. La eugenesia blanda es la militarización de la política y la ley para crear condiciones de exclusión y sufrimiento, dirigiéndose a las poblaciones vulnerables con medidas de austeridad, acceso limitado a la educación y la sanidad, y despojándolas de derechos. En muchos sentidos, es la forma más silenciosa e insidiosa de violencia estatal, que no elimina físicamente a los «indeseables», sino que garantiza su marginación a largo plazo y, en algunos casos, su lenta destrucción.
Esta distinción es crucial cuando nos centramos en las políticas de la administración Trump, donde las formas duras y blandas de la eugenesia convergen para dar forma a una nueva maquinaria de gobierno, una que normaliza la desechabilidad y afianza las jerarquías raciales. No se trata de doctrinas abstractas; se promulgan a través de la erosión diaria de la asistencia sanitaria, la criminalización de la disidencia y el abandono de los más vulnerables. En ninguna parte es esta lógica más visible que en la guerra contra los niños, donde los jóvenes de color son sacrificados a la brutal aritmética de la austeridad, la privatización y el abandono neoliberal.
Sin embargo, este proyecto eugenista no termina con los niños. Se profundiza y se expande a través de la política de inmigración, donde el mismo cálculo cruel se utiliza para preservar una visión supremacista blanca de la nación. En este caso, la pertenencia no sólo se regula por ley, sino que se rediseña mediante la ideología. Los inmigrantes de color son considerados contaminantes, mientras que los refugiados blancos son acogidos como preservadores de un ideal racial. En este contexto, la eugenesia reaparece no como pseudociencia, sino como política, un arma política esgrimida para remodelar el futuro genético de la nación bajo el pretexto de la seguridad nacional y el control demográfico.
Aunque la crueldad tiene profundas raíces en la historia de Estados Unidos, ahora está inextricablemente vinculada a una cultura de deshumanización y violencia que no cesa de acelerarse. Esta cultura alimenta el auge de la política fascista y amenaza a las personas mediante la militarización del miedo, junto con políticas de privación y pauperización extremas. Estas fuerzas despojan a individuos y comunidades enteras de su poder, haciéndolos no sólo impotentes sino también despolitizados.
Lo que diferencia este momento del pasado es el lenguaje que lo sustenta, un lenguaje que reproduce jerarquías raciales, sociales y financieras impregnadas del discurso tóxico del darwinismo social. Se alinea con el credo neoliberal de la «supervivencia del más fuerte», donde la responsabilidad personal se anuncia como el único determinante del éxito, cuando no, de hecho, de la propia existencia.
Además, la crueldad que encierra esta retórica, ejemplificada en el proyecto de presupuesto del Partido Republicano, hace algo más que llenar los bolsillos de los ricos con enormes exenciones fiscales. Cobra un precio salvaje a los pobres, con recortes de prestaciones tan severos que costarán vidas. Paul Krugman se refiere acertadamente a este asalto a las prestaciones sociales como un «ataque de los zombis sádicos», pero su descripción sólo araña la superficie. Lo que estamos presenciando, especialmente con los recortes draconianos a Medicare y Medicaid, es una forma de sadismo endémico del capitalismo gansteril. ¿Cómo se puede ser indiferente a la eliminación del seguro médico para millones de personas pobres o a la desfinanciación de las residencias de ancianos? Se trata de un sadismo que extrae su poder del mismo pozo que la muerte y la miseria impuestas por las SS en los campos de concentración, y la indiferencia de quienes arrojaban a los estudiantes disidentes desde los aviones durante el régimen de Pinochet. Es la crueldad sin límites. Es la crueldad de los monstruos, acelerada por el resurgimiento neoliberal del ethos de la «supervivencia del más fuerte», una crueldad que se hace eco de lo peor de la historia de la humanidad. Es lo que una vez llamé la política zombi en la era del capitalismo de casino, donde las vidas humanas no son más que mercancías desechables en el despiadado e implacable juego colonial del imperio.
Esta era de crueldad desenfrenada marca el resurgimiento de la eugenesia. La eugenesia en sus versiones más violentas tiene una amplia historia en Estados Unidos y está vinculada a la esterilización forzada de mujeres negras y a formas de prácticas y experimentos médicos inmorales aplicados a esclavos y, más adelante en el siglo, a hombres negros. Un ejemplo particularmente horrendo de apartheid médico tuvo lugar en lo que se conoce como el Estudio Tuskegee, en el que se dejó sin tratar a 600 hombres negros con sífilis para ver cómo progresaba la enfermedad.
La eugenesia blanda ha resurgido en Estados Unidos, convirtiéndose en un motivo central tanto para la administración Trump como para los ideólogos de extrema derecha, alimentada por el resurgimiento del nacionalismo blanco. Esta ideología, arraigada en la creencia de la superioridad racial, exige que el poder y el control blancos sean salvaguardados a cualquier precio por la élite gobernante y se basa en políticas de privación para acortar o eliminar a aquellos que no están a la altura de lo que constituye un ethos nacionalista blanco y un modo de superioridad.
La noción profundamente arraigada de la supremacía blanca está históricamente entrelazada con la insidiosa lógica de la eugenesia blanda, un concepto que sustenta políticas a menudo arraigadas en la deshumanización y el darwinismo social. Esta peligrosa ideología se encarna en la retórica de figuras como Robert F. Kennedy Jr., quien, como secretario de Salud y Servicios Humanos, ha promovido la idea de que la resistencia a enfermedades como el sarampión forma parte de un proceso natural de supervivencia. En esta visión del mundo, los vulnerables son abandonados a su suerte, sin apoyo ni protección. Esta visión es una idea organizativa central detrás de muchas de las políticas de Trump. La postura de Kennedy refleja una brutal mentalidad neoliberal de supervivencia del más fuerte, sugiriendo que, en lugar de proteger a los más vulnerables con vacunas, simplemente se les debería permitir «adaptarse» o «luchar» contra la enfermedad, eliminando así cualquier sentido de compasión o responsabilidad hacia los más necesitados de protección. Esta retórica no es sólo una postura política, es un reflejo escalofriante de una visión más amplia y deshumanizadora que descarta a los débiles en favor de una falsa y cruel meritocracia.
Esta misma ideología también refleja la visión de Kennedy sobre los niños autistas a los que estigmatiza como una carga para el Estado social cuando afirma que «Estos son niños que nunca pagarán impuestos, nunca tendrán un trabajo, nunca jugarán al béisbol o escribirán un poema, nunca tendrán una cita. Muchos de ellos nunca irán al baño sin ayuda». Jakob Simmank, citando a Volker Roelcke, catedrático de Historia de la Medicina de la Universidad de Giessen, afirma con razón: «Esto es darwinismo social». Roelcke explica además que afirmaciones como «Nunca pagarás impuestos» reflejan lo que describe como «una retórica de silbato de perro típicamente darwinista social». Esto refleja la visión eugenésica blanda de que aquellos incapaces de sobrevivir sin intervención médica deben ser abandonados a su suerte. Kennedy no está solo en esta creencia, ya que otras figuras de la administración Trump culpan de manera similar a los débiles de su sufrimiento, insistiendo en que la salud es una responsabilidad personal, que no debe ser gestionada por el gobierno.
La inmigración como eugenesia: Diseñando el futuro genético de la nación
Una versión del pensamiento eugenésico también alimenta la línea dura de la administración Trump en materia de inmigración, vinculada a la preservación de una visión supremacista blanca de la composición genética de Estados Unidos. Merece la pena citar extensamente a Beres sobre esta cuestión. Escribe:
El creciente frenesí en torno a la inmigración parece alimentado por el deseo de moldear la composición genética de la población. Los recortes de Elon Musk a la ayuda exterior ya están provocando un aumento de la mortalidad infantil y de los casos de VIH y malaria en África (el otro compromiso político principal de la administración Trump con África ha sido ofrecer a los sudafricanos blancos el estatus de refugiados). En el corazón de todas estas políticas está el pensamiento eugenésico blando: la idea de que si se quita a los vulnerables la asistencia sanitaria y los servicios que salvan vidas, entonces se puede dejar que la naturaleza siga su curso y sólo sobrevivirán los fuertes.
Cuando el capitalismo gangsteril se encuentra al borde de una crisis de legitimación, recurre al oscuro poder de la eugenesia blanda, convirtiéndola en arma para convertir a las comunidades racializadas en chivos expiatorios con el fin de «justificar sus proyectos imperialistas», desmantelar el Estado del bienestar y proporcionar un barniz de legitimidad a sus políticas más virulentas. Esto no es mero teatro político; es una estrategia deliberada arraigada en un lenguaje tóxico de crueldad y violencia sancionada por el Estado. Figuras supremacistas y nacionalistas blancas, como Stephen Miller, han llevado esta retórica a la vanguardia, ejemplificada por su afirmación en un mitin de Trump de que «Estados Unidos es para los estadounidenses y sólo para los estadounidenses». En esta peligrosa narrativa, los inmigrantes son vilipendiados como alimañas y criminales, el debido proceso es despojado de los estudiantes internacionales que protestan contra el genocidio, y los críticos son demonizados como comunistas o matones de izquierda. En este clima, los horrores del pasado no se olvidan, sino que resucitan, ahora revestidos de un lenguaje deshumanizado y de una imaginable violencia que impulsa una máquina de muerte moderna, propulsando los capítulos más oscuros de la historia hacia el presente.
¿Cómo si no explicar la incendiaria afirmación de Trump de que los inmigrantes son criminales que han invadido el país y están envenenando la sangre de los estadounidenses? Esta retórica no es solo incendiaria; encarna una visión del mundo de supremacía blanca profundamente arraigada en Estados Unidos y alimentada por los delirios del imperio. Es una visión del mundo cada vez más unida a la creciente ola de fascismo, que se basa en gran medida en las premisas tóxicas de la eugenesia para legitimar un nuevo orden de jerarquías raciales y de clase. Estas jerarquías van acompañadas, como siempre, de una potente mezcla de borrado histórico, deshumanización y censura, herramientas utilizadas para cimentar el poder de los de arriba mientras se silencia la disidencia de los de abajo.
Esta ideología no se limita a los márgenes, sino que está entrelazada en el tejido de la política nacional, especialmente en su trato a los negros. Actualizada por la peligrosa retórica de la teoría de la sustitución de los blancos y una cruda visión neoliberal de la supervivencia del más fuerte, atenta contra los fundamentos mismos de la justicia racial. La guerra contra la Diversidad, la Equidad y la Inclusión (DEI) es un claro ejemplo de ello, un asalto ideológico destinado a borrar la historia de los negros y a desmantelar las políticas diseñadas para prevenir la discriminación racial contra las personas de color. Las pruebas son innegables: la prohibición de libros sobre la historia del racismo, el señalamiento de lo smithsoniano por su «ideología centrada en la raza» y la desfinanciación de lo que se tilda de ideologías «antiestadounidenses», todo ello forma parte de una campaña más amplia para suprimir las voces y las historias de las comunidades marginadas, en particular de la gente de color, de los espacios públicos y federales.
El lenguaje eugenésico y la política del borrado
La muerte de la historia, la memoria y la política del recuerdo forma parte de una política fascista establecida desde hace tiempo para debilitar el poder de la conciencia histórica como fuente de conocimiento y verdad. David Corn tiene razón al afirmar que los autoritarios no pueden tolerar la disidencia, el libre pensamiento y los modos de investigación que responsabilizan al poder. En este contexto, no es sorprendente que Trump quiera borrar «vetas oscuras de la historia estadounidense, racismo, sexismo, genocidio y otros asuntos desagradables, que han sido componentes cruciales de la historia nacional». Añade que Trump se ha nombrado a sí mismo como «el árbitro último de la historia, con derecho a vigilar el pensamiento». En su versión blanqueada de la historia, no hay «trapos sucios, ni referencias al asesinato en masa de indígenas, la supresión de trabajadores, las leyes Jim Crow, el encarcelamiento de estadounidenses de origen japonés, el maltrato de trabajadores chinos, las feas intervenciones en América Latina y otros lugares, etcétera. Sólo las glorias de Estados Unidos serán reconocidas, es decir, veneradas».
A escala mundial, este lenguaje eugenista adopta una forma más punitiva y violenta. A menudo se utiliza para justificar la política del abandono social, la exclusión terminal y la violencia genocida. Una táctica que utiliza es etiquetar a grupos específicos como infrahumanos. Por ejemplo, al analizar cómo destacados israelíes utilizan el lenguaje para deshumanizar a los palestinos y promover una política de limpieza étnica, Yumna Fatima escribe:
Al anunciar un «asedio total» sobre Gaza dos días después del ataque de Hamás a Israel, el ministro de Defensa de este último, Yoav Gallant, fue directo sobre su opinión de los palestinos. «No habrá electricidad, ni alimentos, ni agua, ni combustible, todo estará cerrado. Estamos luchando contra animales humanos y actuaremos en consecuencia». Incluso esto es un retroceso a comparaciones anteriores. En un discurso ante la Knesset en 1983, el entonces jefe del Estado Mayor de las FDI, Raphael Eitan, declaró: «Cuando hayamos colonizado la tierra, todo lo que los árabes podrán hacer al respecto será escabullirse como cucarachas drogadas en una botella». Cuando se enseñan a la sociedad estereotipos de odio, arraigados en el miedo, la deshumanización no es ninguna sorpresa. No sorprende que los israelíes de derechas griten en la marcha anual de la bandera de Jerusalén: «Un árabe bueno es un árabe muerto».
La retórica de la deshumanización, tal y como se explora en el análisis de Fátima, no es un hecho aislado, sino que forma parte de un patrón global más amplio e inquietante, en el que la lógica de la eugenesia blanda se convierte en arma para justificar la violencia y la marginación. Este lenguaje de deshumanización, empleado por los funcionarios israelíes para despojar a los palestinos de su humanidad, refleja las tácticas utilizadas por la administración Trump, en particular en su caracterización de los inmigrantes de color como violadores y criminales. Este tipo de retórica no solo incita a la violencia genocida, sino que también legitima políticas que desmantelan la protección de las poblaciones vulnerables, tanto a nivel nacional como internacional.
La violencia de este tipo de lenguaje se materializa en órdenes ejecutivas que retiran el Estatus de Protección Temporal a miles de venezolanos, haitianos y afganos. Al mismo tiempo, los estudiantes internacionales, en su mayoría personas de color, están siendo secuestrados y encarcelados por sus opiniones políticas, un claro ejemplo del ataque deliberado de la administración a las comunidades marginadas. Las deportaciones, la suspensión del debido proceso y el uso incontrolado del terrorismo policial se dirigen desproporcionadamente a las personas de color, revelando un sesgo racial profundamente arraigado en la aplicación del poder estatal. A medida que la administración Trump despoja de sus derechos a los inmigrantes, se involucra en un escalofriante proceso de desechabilidad, enviando a aquellos considerados prescindibles a prisiones similares a gulags bajo el control de dictadores, encarnando una anarquía maligna que subraya la creciente brutalidad del poder estatal.
¿Cómo explicar si no las crueles deportaciones y la suspensión de derechos de miles de inmigrantes de color en Estados Unidos, al tiempo que se ofrece el estatuto de refugiado a los granjeros blancos sudafricanos? La defensa de Trump de esta política se basa en la afirmación de que «algunos afrikáners que son víctimas de ‘asesinatos en masa’ y sufren la violencia y la discriminación de los sudafricanos negros vengativos». Esto es una completa mentira, y no hay ninguna prueba que respalde esta ridícula afirmación de «genocidio blanco», que cuenta con el apoyo de Elon Musk, entre otros. Por el contrario, esta afirmación es una ficción delirante de victimización blanca que se encuentra en el corazón de la mentalidad autoritaria. Esta política descaradamente engañosa no es sólo una decisión política, es una expresión abierta de la supremacía blanca, en la que las vidas de las personas negras y morenas se tratan como desechables, mientras que las vidas de los blancos se protegen y se priorizan. El racismo implícito en estas políticas es elocuente: no se trata de una mera postura política, sino de una aceptación sin paliativos de la jerarquía racial, que contrasta claramente el carácter desechable de las personas de color con el santuario privilegiado de los refugiados blancos.
La guerra contra los niños y la política eugenésica
En Estados Unidos, el descenso al fascismo ya no se oculta en los márgenes. El proyecto neofascista ocupa ahora el centro de la vida política. Las fantasías de poder sin control, la normalización de la anarquía, la criminalización de la protesta y la expulsión violenta de los considerados desechables se han convertido en política. El Estado punitivo se expande mientras las instituciones destinadas a defender la justicia, la igualdad y la verdad se ven asediadas. En el centro de esta transición radical se encuentra una cultura de abandono social y de inmensa crueldad que hace que lo impensable no sólo sea imaginable, sino rutinario. En el centro de esta crueldad se encuentra una resurgente ideología eugenista que pregona la noción de que las razas mixtas representan el azote de la democracia y deben ser eliminadas. En ninguna parte es más visible esta muerte de la moralidad y el pensamiento militarizado, o más horrible, que en la escalada de la guerra contra los niños, tanto en casa como en el extranjero, y el silencio que ensombrece su sufrimiento.
Estamos siendo testigos de una guerra contra la juventud, contra los jóvenes pobres, negros y morenos de Estados Unidos y contra los niños de Gaza, librada mediante el brutal cálculo de un darwinismo social resucitado. En esta despiadada visión del mundo, la pobreza es un defecto moral, la vulnerabilidad es un delito y la supervivencia es un privilegio reservado a los fuertes y favorecidos. Es la lógica eugenista que en su día alimentó los campos de exterminio de la Alemania nazi y que ahora resurge en la violencia silenciosa de la política y la ruidosa indiferencia del imperio. En Estados Unidos, adopta la forma de los despiadados recortes de la administración Trump a los programas sociales, el desmantelamiento de la educación y la sanidad y la militarización de la vida cotidiana bajo un Estado castigador.
En el extranjero, la guerra contra la juventud se manifiesta en el lenguaje que describe a los niños de Gaza como daños colaterales, sus vidas consideradas desechables en la maquinaria de la guerra permanente. Bajo el férreo dominio de la crueldad neoliberal, estas jóvenes vidas son sacrificadas a una economía política que comercia con el sufrimiento y considera la compasión como debilidad. Sin embargo, quizá lo más escalofriante sea el silencio que acoge esta guerra contra los niños, un silencio que no sólo traiciona la inocencia de sus víctimas, sino que señala una peligrosa complicidad, revelando cómo la maquinaria del fascismo no sólo está regresando, sino que ya está funcionando a plena vista, tanto en casa como en el extranjero.
Esta guerra contra los niños no se libra únicamente con bombas y balas, ni sólo bajo el resplandor del espectáculo político; se ejecuta mediante la lenta violencia de la política, la crueldad calculada de futuros abandonados y el borrado del sufrimiento tras el lenguaje burocrático y las racionalizaciones económicas. Funciona a través de lo que sólo puede llamarse la política del descarte, en la que generaciones enteras son descartadas como daños colaterales en la despiadada búsqueda del beneficio, el poder y la pureza ideológica. En esta maquinaria de abandono, las políticas se convierten en armas, y el silencio se convierte en el cómplice que permite que esta violencia proceda sin control. Para comprender todo el alcance de esta guerra, debemos examinar las políticas específicas y las fuerzas culturales que hacen invisible el sufrimiento de los niños, normalizando su dolor como el precio inevitable de un orden social que se hunde cada vez más en las sombras del autoritarismo. El dolor y el sufrimiento de los niños tanto en Gaza como en Estados Unidos se informan mutuamente al conectar una cultura de desechabilidad y exterminio que ya no considera a los niños como un recurso ni su cuidado como una medida de la propia democracia. Se trata de una crisis compartida que deja claro qué aspecto tiene el horror del fascismo cuando la violencia estatal se ejerce contra los niños. En la era del fascismo neoliberal, con Trump como su corrupto habilitador, la violencia ya no es banal, se sustenta en la erosión sistémica interrelacionada de la verdad, el juicio moral y el coraje cívico. La crueldad ya no se disfraza de progreso, ahora se celebra como Walter Benjamin señaló una vez, como un documento de barbarie.
Las políticas de desechabilidad y el ataque global a la infancia como crisis compartida
La guerra contra los niños está oculta a plena vista, incrustada en el tejido de la política interior y exterior, donde se legisla el sufrimiento y se regatea la inocencia para obtener beneficios políticos. En Estados Unidos, comienza con el desmantelamiento sistemático de la red de seguridad social. Bajo la administración Trump y sus soldados tecnológicos adolescentes MAGA, se han recortado miles de millones de los programas federales esenciales para las familias pobres y marginadas, Medicaid, asistencia para la vivienda y el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP, por sus siglas en inglés), dejando a innumerables niños vulnerables al hambre, la falta de vivienda y las enfermedades crónicas. Eloise Goldsmith afirma que sólo los recortes a Medicaid «matarán a la gente». Los recortes propuestos a Head Start, que atiende a casi 800.000 niños con bajos ingresos, ya han provocado cierres de programas y reducciones de servicios, aunque la administración afirma haber dado marcha atrás en los recortes. Si se promulgan, estas políticas podrían quitar la cobertura sanitaria a más de 500.000 niños y denegar la asistencia alimentaria a más de 2 millones. No se trata de descuidos burocráticos ni de efectos secundarios desafortunados, sino de decisiones políticas deliberadas que tratan a los niños pobres como prescindibles en la despiadada aritmética de la austeridad neoliberal. Cómo si no explicar que la administración Trump detenga la investigación «para ayudar a los bebés con defectos cardíacos», sobre todo teniendo en cuenta que, como señala Tyler Kingkade, «uno de cada 100 bebés en Estados Unidos nace con defectos cardíacos, y alrededor de una cuarta parte de ellos necesitan cirugía u otros procedimientos en su primer año para sobrevivir…. Además, en todo el mundo, se estima que 240.000 bebés mueren dentro de sus primeros 28 días debido a defectos congénitos de nacimiento».
«No se trata de fracasos políticos; son actos deliberados de violencia», decisiones calculadas arraigadas en la fría aritmética de una pulsión de muerte neoliberal, en la que las vidas de los niños pobres, negros y morenos se sopesan frente a los recortes fiscales para los ultra ricos y se consideran prescindibles. Las políticas sanitarias de Trump revelan aún más las profundidades de esta desechabilidad. Los recortes al Programa de Seguro Médico Infantil (CHIP, por sus siglas en inglés) y a los servicios de salud mental han dejado a millones de niños sin acceso a la atención básica, incluso cuando las tasas de ansiedad, depresión y suicidio entre los jóvenes, especialmente los marginados, siguen aumentando. El Estado castigador no se limita a desatender a estos niños; los vigila, los disciplina y los abandona, haciendo de su sufrimiento una condición permanente de vida bajo el dominio del capital.
La educación, una vez imaginada como vehículo para la emancipación, también ha sido utilizada como arma en esta guerra. Las escuelas públicas están cada vez más desfinanciadas, convertidas en lugares de vigilancia y castigo en lugar de aprendizaje y esperanza. La vía de la escuela a la cárcel se estrecha, con niños negros y morenos criminalizados de forma desproporcionada a través de políticas de tolerancia cero y la presencia policial en las escuelas. Como he mencionado antes, los ataques de la derecha a las iniciativas de Diversidad, Equidad e Inclusión, la prohibición de libros y la eliminación de historias críticas de los planes de estudio roban a los jóvenes las herramientas intelectuales necesarias para comprender y resistir su propia opresión.
Merece la pena volver a insistir en que, en el extranjero, la guerra contra los niños alcanza una de sus expresiones más brutales en Gaza, donde el lenguaje de los «daños colaterales» se ha convertido en una coartada grotesca para la matanza masiva de inocentes. Esta lógica de abandono alcanza su forma más violenta en Gaza, donde la destrucción no es solo material sino existencial, cuerpos jóvenes mutilados, niños a los que se dispara a propósito, que son objetivo de los soldados de las FDI, torturados y sometidos a bombardeos interminables y a inanición forzada
Bajo Trump, la política exterior de Estados Unidos abandonó incluso la pretensión de preocupación humanitaria, recortando toda la financiación a la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos en Oriente Próximo (UNRWA), que había proporcionado servicios vitales de salud, educación y alimentación a los niños palestinos. Mientras tanto, las operaciones militares israelíes respaldadas por Estados Unidos han desatado una campaña de escolasticidio, la destrucción sistemática de escuelas y universidades, que ha reducido a escombros el futuro de los niños de Gaza. Más de 200 escuelas han sido atacadas deliberadamente, desplazando a más de 625.000 estudiantes y aniquilando cualquier atisbo de continuidad educativa. A principios de 2024, más de 13.000 niños habían muerto, lo que representa casi el 44% de todas las víctimas mortales del conflicto, mientras que Naciones Unidas ha advertido de que 14.000 bebés podrían morir en 48 horas si no reciben ayuda médica y nutricional urgente.
Aquí convergen la lógica brutal de la eugenesia y el imperio. Los niños no son meras víctimas de la guerra, son obstáculos que hay que borrar, víctimas de la limpieza étnica, destruyendo intencionadamente su capacidad de recordar, imaginar o resistir. Definidos como cargas, drenaje de recursos o símbolos de poblaciones desechables indignas del ideal nacionalista blanco de ciudadanía, se les considera indignos de compasión, justicia o libertad. No se trata sólo de una guerra. Es la política del desplazamiento y la limpieza étnica, una construcción deliberada de jerarquías raciales y de clase. Se trata de un plan de exterminio y erradicación sistemática de los niños pobres de color, llevado a cabo con una precisión escalofriante y justificado a través de una cultura de ignorancia fabricada, borrado histórico, censura y silencio.
La excesiva brutalidad y violencia de la guerra de Trump contra los niños ha suscitado críticas incluso de la élite financiera multimillonaria. Bill Gates, al escribir en el Financial Times, acusó a Elon Musk, el hombre más rico del mundo, de «matar a los niños más pobres del mundo» al cerrar la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Gates afirmó que «los abruptos recortes dejaron caducar en los almacenes alimentos y medicinas que salvan vidas». Señaló que tales recortes podrían desencadenar el resurgimiento de enfermedades como el sarampión, el VIH y la polio. Gates condenó específicamente la decisión de Musk de cancelar las subvenciones a un hospital de la provincia de Gaza (Mozambique) que previene la transmisión del VIH de madres a hijos, espoleado por la creencia infundada de que los fondos estadounidenses estaban apoyando a Hamás en Gaza. «Me encantaría que fuera y conociera a los niños que ahora están infectados por el VIH porque él recortó ese dinero», dijo Gates. Se trata de una crueldad sin remordimientos, que indica no sólo la muerte de la conciencia moral y la responsabilidad social, sino el nacimiento de una política que resucita los horrores de un pasado genocida.
La violencia masiva contra los niños cruza ahora las fronteras y sus máquinas de muerte llenas de sangre operan a través de la militarización de políticas diseñadas para producir hambre, emergencias sanitarias y pauperización masiva. La guerra contra los niños no se limita a campos de batalla lejanos; reverbera dentro de nuestras propias fronteras, producida a través de políticas que erosionan los cimientos del bienestar infantil. Los paralelismos entre la difícil situación de los niños de Gaza y los de Estados Unidos son crudos e inquietantes. Ya sea en el país o en el extranjero, la lógica es la misma: aplastar la posibilidad de agencia y dignidad despojando a los jóvenes de los recursos, derechos y sueños que alimentan la esperanza y la disidencia. Y el silencio que rodea a estas atrocidades es quizá la acusación más condenatoria de todas. No sólo indica un colapso moral, sino también complicidad. Revela cómo es el giro hacia el fascismo, no sólo en la política, sino en el adormecimiento de la conciencia.
Estas decisiones de política interna, al igual que los conflictos externos, afectan de manera desproporcionada a los niños de las comunidades marginadas, haciéndolos invisibles y prescindibles. La erosión de las redes de seguridad y de las oportunidades educativas es un reflejo de la destrucción física que se observa en las regiones asoladas por la guerra, y subraya una indiferencia sistémica por el bienestar de los más vulnerables.
La convergencia de estas crisis revela una inquietante tendencia mundial: la mercantilización y la desechabilidad de los niños frente a las agendas políticas y la austeridad económica. Es imperativo reconocer y cuestionar estas políticas, tanto extranjeras como nacionales, que perpetúan los ciclos de sufrimiento y niegan a los niños sus derechos fundamentales a la seguridad, la salud y la educación.
La cultura del silencio y la crueldad neoliberal: normalizar lo impensable
Si la política proporciona la maquinaria para esta guerra contra los niños, la cultura suministra su anestesia moral. En una sociedad atenazada por la lógica implacable del neoliberalismo, la compasión se considera debilidad y los valores del mercado invaden todos los rincones de la vida pública. Ya no se ve a los niños como portadores de esperanza o como la promesa de un futuro más justo; se les redefine como cargas financieras, riesgos para la seguridad o, en el frío cálculo del imperio, daños colaterales. Este paisaje cultural se nutre de la amnesia histórica, borrando las lecciones de las atrocidades del pasado incluso cuando las repite en tiempo real.
El orden neoliberal mercantiliza la empatía, reduciendo la atención y la preocupación a actuaciones huecas en el mercado de la virtud. La filantropía sustituye a la justicia, y los actos aislados de caridad sustituyen al cambio sistémico, permitiendo que la violencia estructural continúe sin ser cuestionada. El sufrimiento de los niños se convierte en un espectáculo que se consume al pasar, que se lamenta brevemente y se olvida con rapidez en un entorno mediático obsesionado con el escándalo, la celebridad y las distracciones interminables de las crisis fabricadas.
No se trata simplemente de una cultura del olvido, sino de una cultura de parálisis moral, en la que la gente está entrenada para mirar hacia otro lado, normalizar lo insoportable y aceptar la crueldad como precio de la comodidad personal y la seguridad nacional. Mientras los niños de Gaza son masacrados y los niños pobres de Estados Unidos se marchitan y mueren bajo el peso de la pobreza, el hambre y la desesperación, el silencio que rodea su sufrimiento se convierte en una forma de complicidad. Es un silencio peligroso, que no sólo traiciona a los más vulnerables, sino que también despeja el camino para el resurgimiento del fascismo, vestido no siempre con botas y uniformes, sino con trajes de negocios, eslóganes políticos y el lenguaje tecnocrático de la eficiencia y el orden.
En un mundo así, la cuestión ya no es si el fascismo está en el horizonte, sino si ya ha llegado, vistiendo el rostro de la indiferencia y operando tras las puertas cerradas de las cámaras legislativas, los consejos de administración de las empresas y los imperios mediáticos. Romper este silencio no es simplemente un imperativo ético, es un acto de resistencia política contra un futuro en el que la maquinaria del abandono se hace permanente e irreversible.
Conclusión: Romper el silencio, defender el futuro
La guerra contra los niños, ya sea mediante bombas en Gaza o recortes presupuestarios en los barrios más pobres de Estados Unidos, es la acusación más condenatoria de nuestros fracasos políticos y morales. Pone al descubierto un orden social que ha dado la espalda a los más vulnerables, cambiando el futuro de los jóvenes por promesas vacías de beneficios, poder y orgullo nacionalista. Pero esta guerra no sólo produce sufrimiento, sino que señala el ascenso de un proyecto político que considera la democracia como un obstáculo, la memoria histórica como una amenaza y las vidas de los niños marginados como prescindibles. Estados Unidos ya no está al borde del fascismo: hemos cruzado el umbral de un capítulo oscuro que traiciona no sólo los gritos angustiados de los muertos que una vez soportaron sus terrores, sino también la promesa desvanecida de que nuestros hijos se librarían de una crueldad tan indescriptible.
Permanecer en silencio ante esto es convertirse en cómplice de la maquinaria del fascismo que se abre paso a través de la historia y del presente. Romper ese silencio exige algo más que dar testimonio; exige que llamemos a estas atrocidades por su nombre, que rechacemos el falso consuelo de la neutralidad y que luchemos sin descanso por un futuro en el que todos los niños, independientemente de su raza, nación o clase, tengan no sólo el derecho a vivir, sino el derecho a florecer.
Jeffrey St. Clair ha afirmado con razón que el silencio mata y se hace aún más impensable ante la matanza masiva de mujeres y niños en Gaza. «El problema de escribir sobre Gaza», escribe, «es que las palabras no pueden explicar lo que está ocurriendo en Gaza. Tampoco pueden hacerlo las imágenes, ni siquiera las más desgarradoras y desgarradoras. Porque lo que hay que explicar es lo inexplicable. Lo que hay que explicar es el silencio ante el horror». Ese silencio ahueca el propio lenguaje, despojando a las palabras de su poder cuando no logran nombrar la atrocidad, cuando Israel mata de hambre a los niños, cuando los alimentos se convierten en armas y los aviones no tripulados destrozan cuerpos mientras propagan un clima de terror sin fin. Este silencio no es neutral; es deshumanizador. Es complicidad, complicidad no sólo con la muerte de niños en Gaza, sino con los que en Estados Unidos y en todo el mundo perecen por falta de alimentos, medicinas y los cuidados más esenciales.
En la era del fascismo, los crímenes de guerra se normalizan, el terror de Estado se convierte en un modo de gobierno y los muertos vivientes aclaman el regreso de viejas consignas empapadas en sangre e impulsadas por el ansia de aniquilación. El llamamiento de St. Clair a romper el silencio que asfixia la conciencia es más que una exigencia moral, es una advertencia que sugiere que lo que está ocurriendo en Gaza, como ya advirtió el presidente colombiano Gustavo Petro en diciembre de 2023, es un «ensayo del futuro». Y ese futuro está más cerca de lo que pensamos dado que el fascismo ya ha encontrado terreno fértil en Estados Unidos.
Estados Unidos ya no se acerca al fascismo, estamos viviendo dentro de su arquitectura, con cada ladrillo puesto en silencio, complicidad y miedo. Nos hemos alejado de los gritos de los muertos que una vez fueron testigos de sus horrores y de la frágil promesa de que nuestros hijos nunca verían su regreso. Esa promesa no puede localizarse en los obscenos niveles de desigualdad, en el odio al Otro, en la bruma narcótica del consumismo o en la violencia barata y seductora del chivo expiatorio. Como advirtió James Baldwin, nada puede cambiarse hasta que no se afronta. Y como enseñó Hannah Arendt, el peligro no reside sólo en los actos monstruosos, sino en la lenta y silenciosa erosión del pensamiento, la memoria y la imaginación moral. Recordar es resistir. Requiere mantenerse despierto en un mundo que insta al sueño, negarse a mirar hacia otro lado, estar «despiertos», como diría Edward Said, atreviéndonos a imaginar el dolor infligido a los niños. Significa permitir que la empatía se convierta en indignación, y dejar que esa indignación encienda la acción. Nombrar este momento no es una elección, sino una obligación moral. Y luchar por los vivos, por su dignidad, su futuro, su derecho a simplemente existir, es la única promesa que vale la pena hacer, y la única que vale la pena mantener.
Ha llegado el momento de romper el silencio, de hablar con claridad moral y de organizarnos con la feroz urgencia que exige la justicia. Debemos recuperar las instituciones que una vez fueron portadoras de la promesa de una democracia radical, reimaginada más allá de las garras del capitalismo y basada en la solidaridad, el cuidado y el bien público. Debemos proteger y luchar por aquellos a los que se considera desechables, reavivar el poder de la alfabetización cívica y reunir el valor para enfrentarnos a la maquinaria de la crueldad y el terror sancionado por el Estado. No se trata de una mera tarea política, sino de un imperativo moral. El fascismo anula el futuro, pero la historia observa y el futuro no tiene por qué imitar al presente. Y el destino de innumerables niños, en nuestro país y en todo el mundo, pende de lo que decidamos hacer ahora.
Foto de portada de M ZHA.
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