Mosab Abu Toha, The New Yorker, 12 junio 2025
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Mosab Abu Toha es un escritor palestino que ha recibido el Premio Pulitzer 2025 por sus ensayos sobre Gaza publicados en The New Yorker. Entre sus libros se incluya la colección de poesías «Forest of Noise».
El 15 de mayo, desde nuestra casa en Siracusa, Nueva York, mi esposa Maram y yo hicimos una videollamada a su familia en Beit Lahia, la ciudad del norte de Gaza donde ambos crecimos. Estaban comiendo una pequeña ración de arroz blanco sin condimentar. «Es el único tipo de comida de que disponemos desde hace semanas», dijo su padre, a quien yo llamo tío Yalil. En un día normal, una cantidad similar de arroz habría alimentado a unas dos personas, pero, durante setenta y cinco días, Israel no había permitido la entrada de camiones con alimentos en Gaza. Esa comida tendría que alimentar a los padres de Maram y a cuatro de sus hermanos adultos. Pude ver algunos platos y un cuenco cerca. «No hay nada en ellos», dijo el tío Yalil. «Nos imaginamos que hay ensalada, pollo y pepinillos mientras masticamos el arroz».
A menudo, en los últimos diecinueve meses, una situación que difícilmente podía empeorar ha empeorado. A última hora de la noche, uno de mis familiares me llamó y me dijo que las explosiones en el norte de Gaza sonaban como si fuera el fin del mundo. Mis familiares podían oír gritos, seguidos de más explosiones. Mientras tanto, mi amigo Sabir, que lleva refugiado en el sur de Gaza desde octubre de 2023, perdió unas diez llamadas porque su teléfono se estaba cargando. «Sentí pánico», me dijo. Sé lo que se siente, porque lo experimento cada vez que mis familiares me llaman desde Gaza. Cuando Sabir devolvió las llamadas, se enteró de que los ataques aéreos contra la casa de su familia habían matado a su sobrino de cuatro años y a su sobrina de cinco. (Un portavoz de las fuerzas israelíes dijo que el ejército no tenía conocimiento de este ataque. Cuando se le preguntó por los bombardeos sobre la casa del vecino de mi familiar, el portavoz dijo que habían llevado a cabo un ataque contra «infraestructuras terroristas», pero que no tenían constancia de los bombardeos posteriores).
El recuento final de muertos el 15 de mayo fue de 143, lo que eleva el total desde el 7 de octubre a más de 53.000, según las autoridades sanitarias de Gaza. Normalmente puedo saber la gravedad de la violencia por el número de seres queridos que se ven afectados. Esta vez, entre los fallecidos se encontraban un antiguo compañero de trabajo y el padre de un amigo. Muchas familias, incluidas algunas de mis parientes, se vieron obligadas a huir hacia el sur.
Aproximadamente una semana después, Israel finalmente permitió la entrada de unos cien camiones con ayuda humanitaria en Gaza. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, afirmó en X que, desde el 7 de octubre, Israel había enviado 92.000 camiones con ayuda humanitaria a Gaza. Gran parte de la ayuda procedía en realidad de la comunidad internacional, no de Israel. Pero, incluso si las cifras de Netanyahu fueran correctas, seguirían siendo menos de doscientos camiones al día, muy por debajo de lo que las organizaciones humanitarias han dicho que necesitan los hambrientos habitantes de Gaza. Antes del 7 de octubre, varios cientos de camiones al día transportaban todo tipo de mercancías a Gaza. Desde entonces, la mayor parte del ganado de Gaza ha sido sacrificado y la mayor parte de sus tierras de cultivo han sido dañadas o destruidas.
Entonces, la Fundación Humanitaria de Gaza (GHF, por sus siglas en inglés), integrada por contratistas de seguridad privada y patrocinada por Estados Unidos e Israel, comenzó a distribuir alimentos en el sur y el centro de Gaza. Dado que la GHF pasa por alto a otras organizaciones de ayuda y coordina sus acciones con el ejército israelí, gran parte de la comunidad internacional, incluidas las Naciones Unidas, ha condenado y boicoteado estas iniciativas. Anteriormente, en la CNN, el embajador de Estados Unidos en Israel había dicho: «Si realmente te preocupa alimentar a la gente, ¿por qué te importa qué tipo de camión lo lleva allí?». No pude evitar preguntarme: si el embajador e Israel realmente se preocupaban por alimentar a la gente, ¿por qué Israel bloqueaba ante todo la ayuda? Los habitantes del norte de Gaza se veían ahora obligados a huir de la muerte y correr hacia la comida.
La siguiente vez que Maram y yo llamamos a nuestras familias, recibimos más malas noticias. Mi familia subsistía con la harina y el arroz blanco que les había sobrado del último alto el fuego, en enero de 2025. A veces solo comían una vez al día. La harina se había puesto rancia, me dijo mi hermana Aya, por lo que se ponía una mascarilla cuando hacía pan. Pero el sabor era aún peor que el olor.
El marido de una de mis hermanas me contó que dos sobrinos, Abdullah y Mostafa, habían partido recientemente con su amigo Fadi hacia Beit Lahia. Israel había emitido previamente órdenes de evacuación para gran parte del norte de Gaza. Mi cuñado dijo que Abdullah, de veinticuatro años, estaba recogiendo menta y calabacines en el patio trasero de su casa cuando un cuadricóptero israelí lanzó una bomba y lo mató. Otra bomba mató a Fadi, de dieciséis años. Mostafa, de veintiún años, sobrevivió para poder contar su historia sólo porque entró en la casa de un vecino, donde una tercera bomba lo dejó inconsciente y casi le seccionó la pierna. Cuando despertó, se arrastró fuera de los escombros hasta el salón de bodas al-Tayyeb, el lugar donde me casé hace once años. Finalmente, unos transeúntes lo llevaron al hospital al-Shifa. (El ejército israelí volvió a afirmar que ese día habían destruido «infraestructuras terroristas»).
Cuando contactamos por videollamada con la madre de Maram, a quien yo llamo tía Iman, aparecía muy cansada y delgada. Ahora se encontraba en la ciudad de Gaza, viviendo en una tienda de campaña en la calle con los hermanos de Maram. Podíamos oír excavaciones de fondo. «Tu tío Yalil está martillando el asfalto», nos dijo. Me sorprendió cuando nos explicó por qué: lo estaban quemando para cocinar. «Nos hemos quedado sin leña y papel», dijo la tía Iman. «El asfalto contiene petróleo». Su piel parecía oscura por la exposición al calor y al hollín.
Le pregunté si habían recibido comida recientemente. «Nada en absoluto», me dijo.
«¿Ni siquiera de la Fundación Humanitaria de Gaza?».
«Nada», respondió.
Pronto comenzaron a morir palestinos cerca de los puntos de distribución de ayuda de la GHF. El 27 de mayo, miles de personas hambrientas asaltaron uno de esos puntos en Rafah, cerca de la frontera sur de Gaza con Egipto, lo que llevó a los trabajadores de la GHF a retirarse. Los soldados y tanques israelíes, estacionados cerca, abrieron fuego. Días más tarde, el 1 de junio, mi vecino Salim al-Ghandour me contó que había visto a las fuerzas israelíes abrir fuego de nuevo contra personas que buscaban ayuda, esta vez en otro punto de ayuda en el corredor de Netzarim. «Parecía que toda Gaza estaba allí», me dijo. «La muerte estaba muy cerca de nosotros, debido al intenso bombardeo a nuestro alrededor y a los disparos de los soldados israelíes». Nadie recibió comida ese día, dijo.
Empezaron a aparecer vídeos de las secuelas en Internet. Encontré uno en el que aparecía otro vecino, un padre de cinco hijos de 35 años llamado Mohammad Salem, en una cama de hospital. En el vídeo, describe cómo, en la mañana del 1 de junio, las fuerzas israelíes también dispararon contra personas que buscaban ayuda cerca del centro de Rafah. «Si hubiera tenido comida en mi tienda, nunca habría ido a Rafah», dice. «Pero tengo dos bebés que nacieron durante la guerra». Cuando lo llamé al hospital, me dijo que se estaba recuperando de una herida de bala en el pie.
Un joven de veinticuatro años licenciado en Derecho, que me pidió que no utilizara su nombre completo, me escribió a través de las redes sociales diciendo que había sido testigo de los disparos en Rafah. «Venían de más de una dirección», me dijo más tarde por teléfono. Había llegado al lugar de distribución a las 6 de la mañana, demasiado tarde para recibir ayuda. Cuando comenzó el tiroteo, dijo, la multitud era tan grande que no todos pudieron tirarse al suelo y muchos recibieron disparos en la parte superior del cuerpo. Sin embargo, algunos de sus compatriotas de Gaza estaban tan desesperados que aún querían avanzar hacia el centro de distribución para buscar comida.
Durante las últimas dos semanas, las autoridades y el personal médico de Gaza han informado de que decenas de palestinos han muerto y muchos más han resultado heridos en los centros de la GHF. Un portavoz de la fundación cuestionó la forma en que se han informado los acontecimientos del 27 de mayo, pero no dio más detalles; el portavoz del ejército israelí dijo que «las tropas realizaron disparos de advertencia en la zona exterior del recinto». En cuanto a los incidentes del 1 de junio, el ejército declaró a The New Yorker que «no dispararon contra civiles mientras estos se encontraban cerca o dentro del centro de distribución humanitaria», pero añadieron que, a aproximadamente un kilómetro de distancia, «se realizaron disparos de advertencia contra varios sospechosos que avanzaban hacia las tropas». No especificaron si se referían al centro de Rafah o al del corredor de Netzarim.
Cuando leo las noticias y veo los vídeos de personas que buscan ayuda y son asesinadas, pienso en lo que algunos líderes israelíes han dicho sobre el futuro de Gaza. En noviembre de 2024, el general de brigada Itzik Cohen comentó que su unidad no llevaría ayuda humanitaria a la parte más septentrional de Gaza, ya que, según él, ya no quedaba mucha gente en la región. «Nadie va a volver a la zona norte», afirmó Cohen. (El ejército israelí se distanció posteriormente de sus declaraciones, pero lo nombró jefe de la Dirección de Operaciones y anunciaron su ascenso). Al mes siguiente, Moshe Ya’alon, un condecorado exministro de Defensa, acusó a Israel de limpieza étnica en el norte de Gaza. Más recientemente, el ministro de Seguridad Nacional de extrema derecha de Israel, Itamar Ben-Gvir, afirmó que «la única ayuda que debería entrar en Gaza debería ser para la migración voluntaria». Su ministro de Cultura, Miki Zohar, ha hablado de anexionar territorio allí, a menos que Hamás ceda el poder y libere a los rehenes que aún tiene. Las últimas encuestas sugieren que la mayoría de los judíos israelíes apoyan la expulsión de los palestinos de Gaza.
Me preocupa que la última escalada de Israel, así como el enfoque de la GHF respecto a la distribución de la ayuda, sirva a estos fines. James Elder, portavoz de UNICEF, dijo que, si los centros de ayuda sólo están disponibles en el sur de Gaza, obligarán a los gazatíes a elegir entre el desplazamiento y la muerte. «La ayuda humanitaria nunca debe utilizarse como moneda de cambio», declaró Elder a los periodistas en Ginebra. Para llegar a un centro de distribución de la GHF, mi propia familia en Gaza tendría que caminar alrededor de 11 kilómetros hasta el corredor de Netzarim o 48 kilómetros hasta Rafah, después de semanas comiendo muy poco. ¿Y cómo podrían transportar los suministros de vuelta? Para que los esfuerzos de la GHF puedan considerarse humanitarios, tendrían que llegar a todas las ciudades, pueblos y campos de refugiados de la Franja de Gaza. Tendrían que entregar alimentos nutritivos a madres, niños y enfermos todos los días. Tendrían que llevarse a cabo lejos de cualquier soldado y arma.
El tío Yalil, de 55 años, está perdiendo la audición. En diciembre de 2024, cuando estaba sitiado dentro del Hospital Kamal Adwan, desarrolló una grave infección de oído y el mes pasado estuvo diez días postrado en cama con fiebre. Ahora su familia tiene que comunicarse con él mediante el lenguaje de signos. La tía Iman, de cuarenta y ocho años, tiene problemas respiratorios por haber inhalado los humos del asfalto y el plástico quemados. Sin embargo, ambos se mantienen alejados de los puntos de distribución de alimentos. «No queremos ver cómo matan a nuestros hijos mientras intentan conseguir comida», me dijo la tía Iman.
El 3 de junio describió la vida en su tienda de plástico blanco, que se mantiene estable gracias a unos trozos de hormigón. «Un día parece un año», me dijo. «El tío Yalil sale principalmente a buscar nailon y tela para hacer fuego y cocinar. Los niños salen a llenar cubos de agua, cuando hay un camión cisterna, y a buscar comedores sociales». No habían encontrado ninguno, dijo.
Durante una llamada reciente con mi amigo Sabir, me preguntó cómo podía pasar tanto tiempo hablando por teléfono con él. Le expliqué que mi plan telefónico me permitía hacer llamadas internacionales ilimitadas. «Por favor, Mosab, llámame todos los días», me dijo.
Conocí a Sabir en una barbacoa en otoño de 2021. En aquel momento, yo enseñaba inglés en una escuela de Beit Hanun. Sabir enseñaba árabe en una escuela del campo de Yabalia. A él le encantaba leer y a mí escribir. A veces le leía mis trabajos por teléfono. También nos gustaba jugar juntos al Uno. No hace mucho, le recordé nuestros juegos y me dijo que había olvidado cómo se jugaba. Pero me dijo que tal vez, si encontraba una hora de acceso a Internet, descargaría la aplicación del Uno, refrescaría su memoria y jugaría conmigo.
Sabir tiene dos hijos, un niño de tres años y una niña de ocho meses. Su hija padece disentería amebiana, pero lleva cuatro meses sin medicación. Sabir también tiene dificultades para encontrar pañales y me dijo que la escasez de alimentos es peor que nunca. En el pasado, dijo, «los que estaban en el norte pasaban más hambre que nosotros… pero ahora todos pasan hambre». Durante otra llamada, me dijo que estaba tan débil que se había caído dos veces mientras intentaba llevar un cubo de agua.
Le pregunté qué podía hacer para ayudarle. Nada, me dijo, a menos que Estados Unidos quisiera enviar un F-16 a Gaza, bombardear su tienda y poner fin a su sufrimiento.
Tuve que colgar antes de empezar a llorar. No quería que Sabir me oyera llorar. Él es quien debería estar llorando.
El 4 de junio, el Consejo de Seguridad de la ONU votó un proyecto de resolución en el que se pedía el fin de las restricciones a la ayuda, la liberación de todos los rehenes y un alto el fuego en Gaza. Estados Unidos lo vetó a pesar de que todos los demás Estados miembros, incluidos Rusia, China, Francia y el Reino Unido, votaron a favor. Ese mismo día, me puse en contacto con Sabir. Al principio, no respondió a mi llamada porque estaba entre una multitud corriendo detrás de un camión de harina en la carretera de Salah al-Din. «Cuando llegué, el camión ya estaba vacío», me dijo después de devolverme la llamada. En la estampida, alguien se cayó y murió aplastado. «Esto pasa siempre», me dijo Sabir.
Cuando hablamos al día siguiente, eran las 12:30 de la madrugada en Gaza. La esposa y los hijos de Sabir dormían a su lado, pero él no podía pegar ojo. Le pregunté si alguna vez había dormido con hambre. «Desde hace un mes», me dijo. «Duermo y mi estómago me pide comida».
«¿Y los niños?».
Él y su esposa se habían privado de comida para que los niños pudieran comer, dijo. Por eso quería que lo llamara todos los días. Quería hablar y expresar su angustia y su hambre. Quizás eso aliviaría el dolor. Por eso también escribo por el dolor de mi familia, por el de la familia de mi esposa, por el de mi amigo Sabir. Me siento obligado a compartir estas injusticias, porque deben terminar.
Lo que Sabir quiere es comida, medicinas, pañales y una casa digna en lugar de una tienda de campaña. Quiere lo que todos los palestinos quieren: no hacer cola para recibir paquetes de ayuda, no pelearse por la harina, sino comer los alimentos que cultivamos con nuestras propias manos. El tío Yalil es agricultor. Solía traernos fresas, maíz y cebollas. Mis padres le daban naranjas, melocotones y mangos de nuestro jardín. Es hora de que los palestinos disfruten de la autodeterminación y vivan seguros en nuestra patria.
A principios de este año, durante el alto el fuego, Sabir recogió noventa latas de habas. A su familia ya sólo le quedaba una, me dijo. Antes de hablar con él, Sabir había salido a buscar combustible para calentarla. «Mientras buscaba nailon para hacer fuego, vi que algunas personas estaban cocinando sopa de lentejas para cualquiera que se acercara», me contó. Ese pequeño regalo había ayudado a su familia a alargar sus raciones un día más.
Al día siguiente era Eid al-Adha, una festividad musulmana que suele celebrarse con un banquete. Sabir me preguntó qué iba a hacer para celebrarla. «No creo que deba decírtelo», le respondí. «Sé que te entristecerá escuchar mis planes».
«Todo el mundo está triste», me dijo Sabir. «Lo veo en las caras de la gente». Él y sus vecinos solo querían tener un día normal, un Eid normal, por primera vez en más de año y medio. En cambio, su familia iba a compartir su última lata de habas.
Foto de portada de Mahmoud Issa (Reuters).