Enfermedad y guerras interminables

Andrea Mazzarino, TomDispatch.com, 8 julio 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Andrea Mazzarino, colaboradora habitual de TomDispatch, es cofundadora del proyecto Costs of War (Costes de la guerra) de la Universidad de Brown. Ha ocupado diversos puestos clínicos, de investigación y de defensa, entre otros, en una clínica ambulatoria para veteranos con trastorno de estrés postraumático, en Human Rights Watch y en una agencia comunitaria de salud mental. Es coeditora de War and Health: The Medical Consequences of the Wars in Iraq and Afghanistan (Guerra y salud: las consecuencias médicas de las guerras en Iraq y Afganistán).

La guerra mata de muchas maneras. En estos días, los estadounidenses se ven bombardeados con imágenes de Gaza y otros lugares en las que se ve a personas o cuerpos destrozados siendo transportados en camillas desde los escombros de sus casas y hospitales por equipos de rescate cuyos cuerpos delgados y rostros afligidos sugieren que apenas están en mejor situación que aquellos a quienes ayudan. Las redes sociales y los periodistas nos convierten en testigos de niños demacrados demasiado débiles para llorar. Y, sin embargo, en comparación con los ataques aéreos que aplastan y ensangrientan instantáneamente, un desastre más lento, más difícil de captar (especialmente dada nuestra capacidad de atención, hecha para TikTok), consiste en las horas que muchas personas en zonas de guerra pasan consumiéndose por enfermedades infecciosas de un tipo u otro.

Permítanme enumerar algunas de las formas en que esto ocurre.

En Iraq, en 2004, Ali, de tres meses, intenta llorar, pero está demasiado débil para emitir ningún sonido, ya que su cuerpo ha sido devastado por la diarrea. Entre 2003 y 2007, la mitad de los 18.000 médicos de Iraq abandonaron el país debido al deterioro de la situación de seguridad (y pocos tenían intención de regresar). Las instalaciones sanitarias también fueron bombardeadas y destruidas. Para entonces, alrededor de dos tercios de las muertes de niños menores de cinco años, como Ali, se debían a infecciones respiratorias y diarrea agravadas por la desnutrición.

En Pakistán, en 2017, uno de los pocos países que aún no ha eliminado el virus de la poliomielitis, el padre de un niño de cinco años está inconsolable cuando se entera de que su hijo nunca volverá a caminar por sí mismo. Entre las personas desplazadas en la región fronteriza entre Afganistán y Pakistán donde vivían, la preocupación por los ataques aéreos contra la insurgencia por parte de Estados Unidos y, más tarde, del Gobierno pakistaní y las fuerzas de la oposición, las amenazas a la seguridad de los equipos de vacunación en las zonas del país devastadas por el conflicto y las sospechas de padres como el padre de ese niño de que los trabajadores sanitarios habían sido enviados por el Gobierno de Estados Unidos para esterilizar a los niños pakistaníes, impidieron que los niños recibieran las vacunas que necesitaban.

En Burkina Faso, en 2019, Abdoulaye, de tres años, muere tras contraer la malaria mientras se encontraba en un refugio para personas desplazadas internamente por la violencia entre las fuerzas gubernamentales y las milicias islámicas. Desnutrido y anémico, sin acceso directo a un centro de salud, sucumbe a una enfermedad que se podía tratar.

En Fayetteville, Carolina del Norte, en 2020, al igual que en otras ciudades militares de Estados Unidos, las tasas de infecciones de transmisión sexual como la sífilis, el herpes simple y el VIH se encuentran entre las más altas del país. Las bases tienden a aumentar la pobreza entre la población civil al hacer que las poblaciones circundantes dependan de trabajos de servicios con salarios bajos. Y los soldados estadounidenses estresados y traumatizados por la guerra son más propensos a participar en comportamientos sexuales de riesgo que propagan enfermedades entre la población en general.

En Ucrania, en 2023, un soldado tratado por quemaduras graves muere de sepsis, a pesar de haber recibido múltiples antibióticos. Los médicos encontraron klebsiella, un patógeno multirresistente, en su cuerpo. A pesar de los exitosos esfuerzos del Gobierno ucraniano por frenar la resistencia a los antimicrobianos en su población antes de la invasión rusa de 2022, el aumento de las víctimas, junto con la escasez de suministros y personal, hace que los trabajadores sanitarios ucranianos intenten ahora hacer todo lo posible para mantener con vida a los soldados. A largo plazo, ya están empezando a aparecer infecciones resistentes a los antibióticos atribuibles a pacientes ucranianos en lugares tan lejanos como Japón.

En mayo de 2025, en la Franja de Gaza, Yinan, de cuatro meses, muere de diarrea crónica tras perder la mitad de su peso corporal. Necesitaba leche de fórmula hipoalergénica, pero los bombardeos aéreos y los bloqueos de alimentos básicos y suministros médicos han hecho que ese producto, en otro tiempo común, sea ahora escaso. Como señala la antropóloga Sophia Stamatopoulou-Robbins, antes del inicio de la guerra entre Israel y Hamás en octubre de 2023, los casos de diarrea en niños pequeños ascendían a una media de 2.000 al mes. Sin embargo, en abril del año siguiente, esos casos ya superaban los 100.000. Del mismo modo, en la década anterior a la guerra, no se produjeron epidemias a gran escala en Gaza. Sin embargo, sólo en los primeros siete meses de ese conflicto, el hacinamiento en los refugios improvisados, los déficits nutricionales, la escasez de productos de higiene -¡sólo uno de cada tres habitantes de Gaza tiene jabón!- y el agua contaminada han provocado nuevos brotes de enfermedades infecciosas como el sarampión, el cólera, la fiebre tifoidea y la poliomielitis, agravados por la hambruna generalizada.

En cierto modo, no podría ser más sencillo. La guerra destruye demasiadas de las comodidades modernas que hacen posible la vida. Las enfermedades y muertes evitables se producen incluso en entornos industrializados caracterizados por la desigualdad, la falta de información, el trauma psicológico o simplemente el caos del combate que impide pensar a largo plazo. En países pobres y de ingresos medios como Yemen, Siria y Nigeria, las enfermedades infecciosas ya figuraban entre las principales causas de muerte, incluso antes del estallido de conflictos importantes. Sin embargo, su incidencia empeoró considerablemente en tiempos de guerra, especialmente entre la población civil, que no tenía el mismo acceso a médicos y hospitales que los grupos armados.

El cuerpo de un solo niño, consumido por la falta del líquido básico que corre por mi grifo o el suyo, refleja a la perfección cómo las víctimas de la guerra se propagan a lo largo del tiempo y entre la población. Por cada soldado que muere en combate, un número exponencialmente mayor de personas muere por desnutrición, enfermedades o violencia relacionada con traumas, incluso después de que las batallas hayan terminado. Las infecciones prevenibles desempeñan un papel importante en esta historia.

La guerra contra los niños

Los niños son especialmente vulnerables a las enfermedades y la muerte en los conflictos armados debido a la inmadurez de su sistema inmunitario, sus mayores necesidades nutricionales, su tendencia a sufrir deshidratación con mayor facilidad y su dependencia de familias que pueden no estar disponibles para cuidarlos. Un estudio de The Lancet de más de 15.000 conflictos armados en 35 países africanos reveló que los niños menores de 10 años tenían muchas más probabilidades de morir si vivían a menos de 100 kilómetros de una zona de combate que en períodos anteriores de paz. El aumento de la mortalidad osciló entre el 3% y el 27%, dependiendo del número de personas que también murieron en combates cercanos. Sorprendentemente, muchos más bebés menores de un año murieron anualmente en los ocho años posteriores al fin del conflicto que mientras duraron las batallas, siendo las enfermedades infecciosas la principal causa de muerte.

Tomemos Yemen como ejemplo de cómo la guerra puede afectar a los niños pequeños y a sus familias a lo largo del tiempo. Desde el inicio de la guerra civil en ese país en 2015, el cólera, una enfermedad transmitida por el agua que los médicos saben cómo prevenir desde 1954, ha devastado a los miembros más vulnerables de la población de ese país, en particular a los niños, debido a la falta de saneamiento adecuado o de un acceso razonable a la atención sanitaria. En diciembre de 2017, más de un millón de personas habían contraído la enfermedad, casi la mitad de ellas niños, y más de 2.000 habían fallecido a causa de ella. Si comparamos esta cifra con los más de 10.000 yemeníes que se estima que habían muerto en combate directo hasta ese momento, nos hacemos una idea de la importancia de las muertes por enfermedad entre las víctimas de la guerra.

Casi una década después, de hecho cada año, se registran cientos de miles de nuevos casos de esta enfermedad en Yemen y cientos de muertes anuales, lo que supone más de un tercio de todos los casos a nivel mundial. Cuando Rami descubrió que sus hijas, de 10 y 7 años, tenían cólera, consiguió reunir el equivalente a unos 15 dólares para viajar a una clínica y que la familia pudiera recibir líquidos vitales e información para prevenir nuevos casos. Sin embargo, muchas familias como la suya no pueden permitirse ese tratamiento, lo que obliga a muchas de ellas a retrasar la atención médica o incluso a sufrir lo impensable: perder a un hijo.

Piensen en lo que supondría que un ser querido falleciera por haber nacido en el lugar equivocado en el momento equivocado, en medio de la tormenta de la guerra que destruye infraestructuras tan esenciales para nuestras vidas que normalmente ni siquiera notamos su presencia. Espero que ni Vd. ni yo tengamos que pasar por esa experiencia jamás.

Guerra y desplazamiento

Aun así, pienso en estas cosas todos los días, como seguramente hacen muchos de mis colegas relacionados con el proyecto Costs of War. Cuando lanzamos ese proyecto en 2011, las profesoras Catherine Lutz, Neta Crawford y yo nos reunimos con expertos en conflictos armados para discutir cómo abordaríamos el tema de los efectos de la guerra en la salud. Una y otra vez, nos recordaron lo difícil que es hablar de la guerra y la salud sin comprender lo que supone para las familias verse obligadas a abandonar sus hogares en busca de seguridad.

Como era de esperar, los refugiados y los desplazados internos son especialmente vulnerables a las enfermedades. Cualquiera que se haya puesto enfermo durante un viaje sabe que las dificultades para recibir atención médica se ven agravadas por el desconocimiento de la comunidad en la que te encuentras. En el caso de los más de 122 millones de refugiados de guerra o desplazados que hay hoy en día, el estigma y el acoso son compañeros de viaje frecuentes. Según un metaanálisis, más de una quinta parte de las mujeres refugiadas y desplazadas internas han sufrido algún tipo de violencia sexual mientras vivían en entornos de desplazamiento. Un estudio realizado con más de 500 inmigrantes y refugiados en Italia reveló que casi la mitad había sufrido violencia física, abusos sexuales, acoso o discriminación en el lugar de trabajo.

Las historias que cuentan los políticos extremistas sobre los migrantes -pensemos en la fantasiosa historia de Donald Trump sobre los haitianos que supuestamente comen perros y gatos en Springfield, Ohio- nos distraen de los problemas sociales que esos políticos parecen no querer abordar, como la soledad y la pobreza. Las personas desplazadas carecen de influencia política y de poder de voto en los lugares que las acogen y, en las zonas de guerra propiamente dichas, los combatientes rara vez respetan los refugios y campamentos destinados a su supervivencia.

Las personas que huyen de sus hogares también carecen de las cosas básicas y habituales. Sólo el 35% de los refugiados dispone de agua potable en el lugar donde vive, mientras que menos de una quinta parte tiene acceso a aseos. Imagínense cómo afectaría eso a todas las cosas de mayor importancia que valora en su vida, incluidas las reuniones con sus seres queridos, si ni siquiera pudiera encontrar un lugar decente para lavarse las manos o cepillarse los dientes.

Por encima de todo, lo que más me llama la atención, tanto como trabajadora social que como estudiosa de la guerra, es cómo las personas que se ven obligadas a abandonar sus comunidades acaban perdiendo el contacto con los profesionales sanitarios en los que confían. No sabría decir cuántas personas he conocido en entornos clínicos y humanitarios que se han negado a buscar atención médica para la COVID-19, la neumonía, los síntomas graves de la gripe y otras enfermedades porque no confiaban en que los profesionales de sus comunidades de acogida velaran por sus intereses.

El ataque del gobierno de mi país a la salud pública

Mientras los republicanos del Congreso luchan por aprobar una ley que privaría a millones de estadounidenses de su seguro médico a corto plazo, mientras altos funcionarios difunden desinformación sobre las vacunas contra enfermedades que ya se habían erradicado, como el sarampión, y mientras los trabajadores y funcionarios de salud pública se enfrentan a amenazas de violencia, demasiados estadounidenses pobres están empezando a experimentar el tipo de obstáculos para acceder a la atención sanitaria que son habituales en las zonas de guerra.

Mientras tanto, con las decisiones de la administración Trump a principios de este año de despedir al menos a 2.000 trabajadores de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional y congelar los fondos de ayuda exterior utilizados (en parte) para tratar y controlar enfermedades infecciosas en otras partes del planeta, la amenaza de que una pandemia extranjera llegue a este país ha aumentado considerablemente.

Podemos citar lo manifestado por la senadora Joni Ernst (republicana por Iowa) en una reciente reunión con electores preocupados por perder la asistencia sanitaria: «Todos vamos a morir». Si bien eso es cierto, también importa cómo. Una vida larga con acceso a servicios básicos como vacunas y agua potable es una de las diferencias entre morir como un ser humano y morir como uno de los animales salvajes que encuentro en mi zona rural, infectados por bacterias en el agua o agotados por la exposición al calor.

Me pregunto cómo hemos llegado los estadounidenses a una situación en la que muchos de nosotros guardamos silencio o apoyamos el desfile militar de cumpleaños de un hombre fuerte que costó 45 millones de dólares y que cerró las carreteras a los residentes y a los viajeros durante días. ¿Cómo hemos llegado a una época en la que nuestros líderes parecen reacios a invertir en asistencia sanitaria y ni siquiera ocultan su desdén por los pobres, muchos de los cuales son militares y veteranos?

Ya no estoy segura de saber qué representa este país. No sé ustedes, pero últimamente Estados Unidos me parece a veces una desleal tierra extranjera.

Foto de portada: Con sus escasas pertenencias a cuestas, en un intento de huir a zonas más seguras para escapar de los ataques israelíes contra el campo de refugiados de Yabalia, el 30 de mayo de 2025. [Ahmed Jihad Ibrahim Al-arini-Agencia Anadolu]

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