Resistir el lenguaje letal del fascismo estadounidense

Henry Giroux, CounterPunch.org, 11 julio 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Henry A. Giroux ocupa actualmente la cátedra de Estudios de Interés Público de la Universidad McMaster en el Departamento de Estudios Ingleses y Culturales y es Paulo Freire Distinguished Scholar in Critical Pedagogy. Sus libros más recientes son: The Terror of the Unforeseen (Los Angeles Review of books, 2019), On Critical Pedagogy, 2ª edición (Bloomsbury, 2020); Race, Politics, and Pandemic Pedagogy: Education in a Time of Crisis (Bloomsbury 2021); Pedagogy of Resistance: Against Manufactured Ignorance (Bloomsbury 2022) e Insurrections: Education in the Age of Counter-Revolutionary Politics (Bloomsbury, 2023), y, en coautoría con Anthony DiMaggio, Fascism on Trial: Education and the Possibility of Democracy (Bloomsbury, 2025). Giroux es también miembro de la junta directiva de Truthout.

Introducción: El lenguaje en la era de la política fascista

En la era de la expansión del fascismo, el poder del lenguaje no sólo es frágil, sino que se ve cada vez más amenazado. Como ha señalado Toni Morrison, «el lenguaje no es sólo un instrumento a través del cual se ejerce el poder», sino que también da forma a la voluntad y capacidad política y funciona como un acto con consecuencias. Estas consecuencias se propagan por el tejido mismo de nuestra existencia. Porque en las palabras que pronunciamos, el significado, la verdad y nuestro futuro colectivo están en peligro. Cada sílaba, frase y oración se convierte en un campo de batalla donde la verdad y el poder chocan, donde el silencio genera complicidad y donde la justicia pende de un hilo.

En respuesta a ello, nos encontramos con la necesidad desesperada de un nuevo vocabulario, capaz de nombrar la marea fascista y el lenguaje militarizado que ahora inunda Estados Unidos. No se trata de una cuestión de estilo o de floritura retórica, sino de supervivencia. El lenguaje necesario para afrontar y resistir esta catástrofe en curso no vendrá de la prensa tradicional, que sigue atada a las mismas instituciones que debería denunciar. Tampoco podemos recurrir a los medios de comunicación de derechas, liderados por Fox News, donde los ideales fascistas no sólo se defienden, sino que se exhiben como patriotismo. Ante esta crisis, la visión de Toni Morrison extraída de su discurso del Nobel se vuelve aún más urgente y deja claro que el lenguaje de los tiranos, encarnado en la retórica, las imágenes y los modos de comunicación característicos del régimen de Trump, es un lenguaje muerto.

Para ella, «un lenguaje muerto no es simplemente aquel que ya no se habla ni se escribe», sino un lenguaje inflexible «satisfecho con admirar su propia parálisis». Es un lenguaje represivo impregnado de poder, censurado y censurador. Despiadado en sus funciones policiales y deshumanizador en su lenguaje, no tiene otro deseo ni propósito que mantener el libre albedrío de su propio narcisismo narcótico, su propia exclusividad y dominio. «Aunque moribundo, no carece de efecto», ya que frustra activamente el intelecto, paraliza la conciencia y «suprime el potencial humano». Poco receptivo al cuestionamiento, no puede formar ni tolerar nuevas ideas, dar forma a otros pensamientos, contar otra historia o llenar silencios desconcertantes. Este es el lenguaje del poder oficial, cuyo propósito es sancionar la ignorancia y preservarla. Bajo su espectáculo deslumbrante y su actuación vulgar, se esconde un lenguaje «tonto, depredador y sentimental». Ofrece espectáculos masivos, un estado mental de sonambulismo moral y un enamoramiento psicótico para aquellos que buscan refugio en el poder sin control. Forja una comunidad basada en la codicia, la corrupción y el odio, empapada en un escándalo de satisfacción vacía. Es un lenguaje sin adornos en su crueldad y adicción a crear una arquitectura de violencia. Esto es evidente en el discurso de ocupación de Trump, en su militarización de la política estadounidense y en su uso de un ejército de troles para convertir el odio en un espectáculo de arrogancia y crueldad en las redes sociales.

A pesar de los diferentes tonos y efectos políticos, los discursos de la extrema derecha y la corriente liberal convergen en su complicidad: ambos trafican con espectáculos sin sentido, absorben mentiras como moneda de cambio y elevan la ilusión por encima de la perspicacia. La corriente liberal dominante envuelve la maquinaria de la crueldad en un lenguaje de civismo, enmascarando la brutalidad del régimen de Trump y la lógica depredadora del capitalismo gánster, mientras que la extrema derecha se deleita en ella, exhibiendo su violencia como virtud y su odio como patriotismo. El lenguaje, que en su día fue un poderoso instrumento contra el silencio impuesto y la crueldad institucional, sirve ahora con demasiada frecuencia al poder, socavando la razón, normalizando la violencia y sustituyendo la justicia por la venganza. En la cultura oligárquica y autoritaria de Trump, el lenguaje se convierte en un espectáculo de poder, un teatro del miedo creado, televisado y representado como una lección cívica de adoctrinamiento masivo. Si el lenguaje es el vehículo de la conciencia, entonces debemos forjar uno nuevo: feroz, inquebrantable y sin miedo a romper el tejido de falsedad que sustenta la dominación, la desechabilidad y el terror. El difunto y famoso novelista Ngũgĩ wa Thiong’o tenía razón al afirmar que «el lenguaje era un lugar de control colonial», que indujo a las personas a lo que él llamó «colonias de la mente».

Las visiones utópicas que sustentan la promesa de una democracia radical y evitan la pesadilla distópica de una política fascista están siendo atacadas en Estados Unidos. Cada vez más producidas, amplificadas y legitimadas en un lenguaje tóxico de odio, exclusión y castigo, todos los aspectos de los valores sociales y democráticos fundamentales para una política de solidaridad están siendo blanco de los extremistas de derecha. Además, las instituciones que producen las culturas formativas que alimentan la imaginación social y la propia democracia están ahora bajo ataque. Las señales están a la vista en una política de limpieza racial y social alimentada por una ideología nacionalista y supremacista blanca que se encuentra en el centro del poder en los Estados Unidos, marcada por fantasías de exclusión y acompañada de un ataque a gran escala contra la moralidad, la razón y la resistencia colectiva arraigada en la lucha democrática. A medida que más personas se rebelan contra este proyecto distópico, la ideología neoliberal y los elementos de una política fascista se fusionan para contener, distraer y desviar la ira que se ha materializado a partir de las quejas legítimas contra el gobierno, las élites privilegiadas que controlan y las dificultades causadas por el capitalismo neoliberal. La actual crisis de agencia, representación, valores y lenguaje exige un cambio discursivo que pueda cuestionar y derrotar la cultura formativa y el andamiaje ideológico a través del cual se reproduce un capitalismo neoliberal salvaje. Este uso distorsionado del lenguaje alimenta directamente las políticas de desechabilidad que definen el régimen de Trump.

El terror de Estado y la política de desechabilidad de Trump

A medida que el régimen de Trump concentra el poder, invoca una escalofriante convergencia de ley, orden y violencia, piedra angular de su política de desechabilidad. Sus actos de crueldad y anarquía, secuestrando y deportando a personas inocentes, tildando a los inmigrantes de «parásitos», afirmando que están «envenenando la sangre» de los estadounidenses e incluso proponiendo la legalización del asesinato durante doce horas, dejan claro que sus metáforas violentas no son solo florituras retóricas. Son planos políticos. En manos de Trump, la retórica se convierte en un preludio armado de la atrocidad, en una herramienta de gobierno. Las amenazas, el odio y la crueldad se transforman en instrumentos de gobierno.

No se trata de palabras imprudentes, sino de una expresión brutal y calculada de poder. Las amenazas de Trump de arrestar y deportar a críticos como Zohran Mamdani revelan su disposición a utilizar la maquinaria del Estado para el exterminio político. Sus objetivos son predecibles: inmigrantes, personas negras, educadores, periodistas, personas LGBTQ+ y cualquiera que se atreva a desafiar su visión nacionalista cristiana blanca, neoliberal y supremacista blanca. Su lenguaje no sólo ofende, sino que incita al daño, promulga la represión y abre las puertas a la violencia sancionada por el Estado. Extiende el reinado del terror por todo Estados Unidos al tildar a los manifestantes de terroristas y desplegar el ejército en ciudades estadounidenses, tratándolas como si fueran «territorios ocupados».

Ahora vivimos en un país en el que la guerra de clases y racial, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, se ha intensificado, dejando al descubierto la máquina asesina del capitalismo mafioso en su forma más cruda y punitiva. Trump apoya la guerra genocida librada por un Estado dirigido por un criminal de guerra. Se está masacrando a niños en Gaza. Millones de estadounidenses, incluidos niños pobres, están a punto de perder su asistencia sanitaria. Se están recortando los fondos para alimentar a los niños hambrientos, sacrificados para llenar los bolsillos de los ultrarricos. Miles morirán, no por accidente, sino por diseño. El terror, el miedo y el castigo han sustituido a los ideales de igualdad, libertad y justicia. El infanticidio se ha normalizado como ley del país. Las luces se están apagando en Estados Unidos, y lo único que queda son las sonrisas engreídas e ignorantes de la incompetencia fascista y los cuerpos desprovistos de empatía y solidaridad.

El capitalismo mafioso y la muerte de la empatía

El capitalismo mafioso sienta las bases para la política racista y fascista de Trump. Como he señalado en otras ocasiones, Estados Unidos ha caído en un estado de psicosis política, económica, cultural y social, en el que desde la década de 1970 prevalecen políticas crueles, neoliberales y contrarias a la democracia. En el centro de este giro autoritario se encuentra una guerra sistémica contra los trabajadores, los jóvenes, los negros y los inmigrantes, cada vez más marcada por la violencia masiva y un Estado punitivo tanto a nivel nacional como internacional. Estados Unidos se ha transformado en un imperio dominado por una clase multimillonaria insensible y codiciosa que ha desmantelado cualquier vestigio de democracia, al tiempo que abraza la ideología fascista del nacionalismo cristiano blanco y la supremacía blanca. El fascismo ahora desfila no sólo bajo la bandera, sino también bajo la cruz cristiana. Estados Unidos ha pasado de celebrar el individualismo sin límites, como se describe en Atlas Shrugged, de Ayn Rand, a la glorificación de la codicia defendida por Gordon Gekko en Wall Street y la avaricia psicótica de Patrick Bateman en American Psycho. Este descenso a la barbarie y la obsesión psicótica por la violencia queda aún más patente en Justin Zhong, un predicador de derechas de la Iglesia Bautista Sure Foundation de Indianápolis, que pidió la muerte de las personas LGBTQ+ durante un sermón. Zhong defendió sus comentarios citando justificaciones bíblicas y tildando a las personas LGBTQ+ de «terroristas domésticos». Y la cosa empeora. Durante una Noche de Predicación para Hombres en la Iglesia Bautista Sure Foundation, el socio de Zhong, Stephen Falco, sugirió que las personas LGBTQ+ deberían «pegarse un tiro en la nuca» y que los cristianos deberían «rezar por su muerte». Otro miembro, Wade Rawley, abogó por la violencia, afirmando que las personas LGBTQ+ deberían ser «golpeadas y pisoteadas en el barro» antes de recibir un disparo en la cabeza. El fascismo en Estados Unidos, alimentado por las raíces tóxicas de la homofobia, ahora se envuelve no sólo en la bandera confederada, sino también en la sagrada cruz cristiana.

Bienvenidos a los Estados Unidos de Trump, donde la empatía se considera ahora una debilidad y la fría ley del mercado es el modelo para juzgar todas las relaciones sociales. Un ejemplo notable lo encontramos en las palabras del multimillonario Elon Musk, aliado intermitente de Trump, quien descarta la empatía como una fuerza ingenua y perjudicial que socava el espíritu competitivo e individualista que él defiende. En una entrevista con Joe Rogan en su podcast, Musk afirmó específicamente que «la debilidad fundamental de la civilización occidental es la empatía». Como observa Julia Carrie Wong en The Guardian, lo que está en juego va mucho más allá de considerar la empatía como una «plaga parasitaria». El verdadero peligro de la empatía radica en su papel como facilitadora, ya que permite deshumanizar a los demás y restringe la propia «definición de quién debe ser incluido en un Estado democrático». Esta es una receta para la barbarie, que permite tanto a los Estados como a los individuos hacer la vista gorda ante la violencia genocida que se está desarrollando en Gaza y más allá.

Nombrar las raíces profundas del Estado policial

Ruth Ben-Ghiat ha advertido que «Estados Unidos va camino de convertirse en un Estado policial», señalando la aprobación de la Ley Brutal y Belicosa (BBB, por sus siglas en inglés), que otorgó al ICE (siglas en inglés del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) un presupuesto mayor que el de los ejércitos de Brasil, Israel e Italia juntos. Pero las raíces de esta violencia estatal son más profundas. Los cimientos se sentaron bajo Bush y Cheney, cuya guerra contra el terrorismo dio lugar a Guantánamo, Abu Ghraib, la vigilancia masiva y las entregas extraordinarias. Lo que ha hecho Trump es despojar a estas prácticas autoritarias anteriores de toda pretensión, elevándolas a la categoría de principios de gobierno.

El Estado policial no comenzó con Trump, sino que evolucionó a través de él. Ahora vemos su aterradora madurez: limpieza étnica disfrazada de política de inmigración, odio normalizado como discurso político, disidencia criminalizada, ciudadanía por nacimiento amenazada y vida cotidiana militarizada. Esto no es política como de costumbre, es fascismo en tiempo real.

La política fascista de Trump se vuelve aún más peligrosa cuando reconocemos que su lenguaje de colonización y dominación ha contribuido a transformar la sociedad estadounidense en lo que Ngũgĩ wa Thiong’o describe de manera escalofriante como una «zona de guerra». Esta zona de guerra se extiende ahora por el terreno digital -a través de Internet, los podcasts, las redes sociales y las plataformas educativas- convirtiéndose en un caldo de cultivo fértil para los símbolos fascistas, los valores reaccionarios, las identidades fabricadas y el resurgimiento tóxico de la lógica colonial. En este campo de batalla de significados, el lenguaje de la colonización no sólo oscurece la verdad, sino que erosiona el pensamiento crítico, silencia la memoria histórica y desarma la posibilidad misma de una agencia empoderada. Lo que queda a su paso es una nación marcada por el sufrimiento, atormentada por la soledad, atada por miedos compartidos y anestesiada por los rituales adormecedores de un Estado castigador.

La transformación de Estados Unidos en una zona de guerra encuentra su expresión más visible en el auge del omnipresente Estado policial de Trump. Esta maquinaria autoritaria se revela a través de los mecanismos del terror patrocinado por el Estado, una fuerza ICE fuertemente militarizada que opera como ejecutores enmascarados y la rápida expansión de centros de detención que se asemejarán cada vez más a una red de posibles campos de trabajos forzados. Como advierte Fintan O’Toole, el despliegue de tropas de Trump en las calles de Los Ángeles no es meramente simbólico, sino que es «un ejercicio de entrenamiento para el ejército, una forma de reorientación». En esta reorientación, los soldados ya no son defensores de la Constitución, sino que están siendo reentrenados como instrumentos del poder autoritario, regidos no por ideales democráticos, sino por la obediencia a una voluntad singular.

Sin embargo, nos resistimos o nos negamos a nombrar la amenaza fascista y la arquitectura ideológica y económica de su política. Aun así, nos resistimos a llamar al régimen de Trump por lo que es: un Estado fascista dedicado al terrorismo interno. A pesar de ello, seguimos ciegos ante el hecho de que la desigualdad económica, el militarismo global y la lógica genocida del imperio no son cuestiones periféricas, sino que son el centro. ¿Por qué es tan difícil admitir que vivimos en una era de fascismo estadounidense? ¿Por qué los crímenes de los poderosos, tanto en el país como en el extranjero, suelen pasar desapercibidos, mientras que se culpa o se borra a las víctimas?

El colapso de la imaginación moral

Lo que enfrentamos no es sólo una crisis política, en parte por el colapso de la conciencia y el coraje cívico, sino un profundo colapso moral. La guerra que libra el régimen de Trump en el país no es sólo contra los inmigrantes o los pobres, es una guerra contra el pensamiento crítico, contra la memoria histórica, contra el coraje de disentir. Es una guerra contra todas las instituciones que defienden el pensamiento crítico, el conocimiento informado y la alfabetización cívica. Se trata de una guerra genocida contra la posibilidad misma de un futuro justo, una guerra no sólo contra, sino a favor de la estupidez, de la muerte de la moralidad y de la aniquilación de cualquier noción sólida de democracia. Viktor Klemperer, en su obra seminal La lengua del Tercer Reich, ofrece una lección crucial de la historia: «Con gran insistencia y un alto grado de precisión hasta el último detalle, Mein Kampf de Hitler enseña no sólo que las masas son estúpidas, sino que hay que mantenerlas así, intimidadas para que no piensen». El análisis de Klemperer revela que la política nazi no surgió de la nada, sino que se cultivó en una cultura en la que el propio lenguaje era el caldo de cultivo de la crueldad y el control.

La retórica del miedo y el odio racial de Trump no surge de la nada. Resuena porque se nutre de una larga y violenta historia, una historia empapada de sangre, construida sobre el genocidio, la esclavitud, el colonialismo y la exclusión. Su lenguaje recuerda las campañas genocidas contra los pueblos indígenas, los afroamericanos, los judíos y otros grupos considerados prescindibles por los regímenes autoritarios. Es un léxico necrótico, resucitado al servicio de la tiranía. Da lugar a políticos con sangre en la boca, que utilizan la nostalgia y la intolerancia como armas, encubriendo la brutalidad con falsas promesas de patriotismo y «ley y orden».

El lenguaje como guerra y el retorno del fascismo al estilo estadounidense

Esto no es sólo retórica cruel, es una llamada a las armas. Las palabras de Trump no sólo protegen a los fascistas, sino que los convocan. Silencian la disidencia, normalizan la tortura y se hacen eco de la lógica de los campos de exterminio, los campos de internamiento y el encarcelamiento masivo. Su discurso, cargado de odio y mentiras, está diseñado para convertir a los vecinos en enemigos, la vida cívica en guerra y la política en un culto a la muerte y una zona de exclusión terminal. Los inmigrantes indocumentados, o aquellos que buscan registrarse para obtener la tarjeta de residencia o la ciudadanía, son separados de sus familias e hijos, y enviados a prisiones como Alligator Alcatraz, una manifestación grotesca del Estado punitivo. Como escribe Melissa Gira Grant en The New Republic, se trata de «un campo de concentración estadounidense… construido para encerrar a miles de personas detenidas por el ICE», construido en una escalofriante muestra de desprecio colonial y erigido en tierras tradicionales de los miccosukee sin siquiera consultar a la tribu.

Este es el rostro de la crueldad moderna: el lenguaje utilizado como herramienta para orquestar un espectáculo de violencia, diseñado para degradar, dividir y borrar. La cultura ya no es una fuerza periférica en la política; se ha convertido en el arma central del auge del terrorismo de Estado. El lenguaje de la guerra y la complicidad normaliza la transformación de Estados Unidos en un monstruoso Estado carcelario, un símbolo del terror patrocinado por el Estado, donde se suspende el debido proceso y el sufrimiento no es sólo una consecuencia, sino el objetivo en sí mismo. Una cultura de crueldad se fusiona ahora con el terror racial patrocinado por el Estado, funcionando como una insignia de honor. Un ejemplo de ello es la asesora de Trump, Laura Loomer, quien comentó de forma ominosa que «los animales salvajes que rodean el nuevo centro de detención de inmigrantes del presidente Donald Trump… tendrán «al menos 65 millones de comidas»». Change.org, junto con otros como el copresentador de Pod Save America, Tommy Vietor, señaló que su comentario «no sólo es racista, sino que es un ataque emocional directo y una amenaza velada contra las comunidades hispanas. Este tipo de discurso deshumaniza a las personas de color y normaliza el lenguaje genocida».  Su comentario racista no sólo revela el profundo desprecio por la vida humana que existe en el círculo íntimo de Trump, sino que también pone de relieve cómo la crueldad y la violencia se utilizan estratégicamente como herramienta política y espectáculo público. El comentario de Loomer no es una aberración, es un síntoma de la lógica fascista que anima a esta administración, donde la muerte misma se convierte en un mensaje político. Su discurso sangriento es sintomático de la política criminógena fundamental para el funcionamiento del régimen de Trump.

Los paralelismos con la historia son inconfundibles. La invocación de Loomer de la muerte como resultado de la detención recuerda la designación nazi de ciertos campos como Vernichtungslager, campos de exterminio, donde, como señaló el superviviente del Holocausto Primo Levi, el encarcelamiento y la ejecución eran inseparables. Del mismo modo, el internamiento de los japoneses-estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, aunque a menudo se ha suavizado en la memoria pública, funcionó bajo una lógica similar de sospecha racial y castigo colectivo. El mensaje en cada caso es claro, como ha señalado Judith Butler en sus escritos: algunas vidas se vuelven invisibles, se consideran indignas de protección legal, de familia, de dignidad, de la vida misma. En los regímenes fascistas, esos espacios funcionan no sólo como instrumentos de castigo, sino como teatros simbólicos del poder, destinados a infundir terror, imponer la obediencia y declarar qué cuerpos ha marcado el Estado para su eliminación.

Para Trump, J. D. Vance y otros como ellos, el fascismo no es un espectro que hay que temer, sino una bandera que hay que enarbolar. El espíritu de la Confederación y las doctrinas caducas de la supremacía blanca, el militarismo y el autoritarismo neoliberal han regresado, esta vez potenciados por las tecnologías de vigilancia, el capital financiero y las cámaras de eco de las redes sociales. En el espíritu del régimen de Trump, los símbolos de la Confederación se han normalizado. Las banderas confederadas son ahora ondeadas por neonazis en plazas públicas y desfiles, mientras que Trump da nuevos nombres a buques de guerra y a siete bases militares estadounidenses en honor a oficiales confederados, reforzando una peligrosa nostalgia por un pasado arraigado en el racismo y la rebelión contra los ideales de unidad e igualdad que esta nación dice defender.

No debería sorprendernos que el público estadounidense se haya vuelto insensible ante el constante eco del terrorismo de Estado que se reproduce en múltiples lugares de ataque. Las poderosas maquinarias de la desinformación, los medios de comunicación convencionales, las plataformas de propaganda de la derecha y los multimillonarios tecnológicos han inundado la conciencia pública con teorías conspirativas, amnesia histórica e imágenes espectaculares de inmigrantes y otras personas deportadas a prisiones, gulags extranjeros y agujeros negros modernos. No se trata simplemente de medios de entretenimiento, sino de armas pedagógicas de distracción masiva que fomentan el analfabetismo cívico y la parálisis moral. Bajo su influencia, el pueblo estadounidense ha sido sumido en un coma moral y político.

Nacionalismo blanco y control reproductivo

En ningún lugar es esto más evidente que en la incapacidad de los medios de comunicación convencionales para abordar los fundamentos raciales e ideológicos de la agenda de Trump. Sus ataques a los inmigrantes haitianos, la prohibición de viajar a EE. UU. a los ciudadanos de siete países africanos, el cierre de los programas de refugiados y su política de puertas abiertas para los afrikaners blancos de Sudáfrica no son simplemente racistas, sino explícitamente nacionalistas blancos. La misma ideología impulsa los ataques a los derechos reproductivos de las mujeres, revelando las profundas ansiedades raciales y de género de un movimiento obsesionado con el declive demográfico blanco. No se trata de escaramuzas aisladas, sino de estrategias de dominación interconectadas.

Estos ataques convergentes, el nacionalismo blanco, la supremacía blanca, el control patriarcal y la vida militarizada se manifiestan de forma más vívida en la guerra contra la libertad reproductiva. Los nacionalistas blancos animan a las mujeres blancas a reproducirse, para frenar el cambio demográfico, mientras castigan a las mujeres de color, a las personas LGBTQ+ y a los pobres. Es un cálculo violento, animado por fantasías de pureza y control.

El ataque sistémico a la democracia

Se trata de un ataque en toda línea a la democracia. Cada acto de crueldad, cada ley racista, cada metáfora violenta socava el contrato social. Ahora se utiliza una cultura de autoritarismo para degradar a quienes se consideran diferentes, tanto ciudadanos como no ciudadanos, críticos e inmigrantes, ciudadanos naturalizados y quienes buscan ese estatus. Se les tacha de indignos de la ciudadanía, que ahora el régimen de Trump define como un privilegio en lugar de un derecho. Mientras tanto, un ecosistema mediático basado en el clickbait y el borrado legitima a los fascistas y oculta las raíces del sufrimiento masivo y el miedo, al tiempo que convierte la opresión en espectáculo y el silencio en complicidad.

En esta niebla, el lenguaje mismo se vacía de significado. La verdad y la falsedad se difuminan. Como advirtió Paulo Freire, las herramientas del opresor suelen ser adoptadas por los oprimidos. Ahora vemos que la lógica del fascismo se ha infiltrado en la cultura, erosionando la sensibilidad cívica, destruyendo la imaginación moral y haciendo que la resistencia sea casi inmencionable.

La normalización de la tiranía

Las fantasías autoritarias de Trump no alienan a su base, sino que la galvanizan. Lo que antes era impensable ahora es política. Lo que antes era marginal se ha convertido en mainstream. La crueldad no es algo que deba deplorarse y evitarse a toda costa, sino que es una característica central del poder, ejercido con una brutalidad teatral y espectacular. Bajo el actual director en funciones del ICE, Todd Lyons, esta lógica punitiva se ha intensificado: Lyons supervisa un aparato de Operaciones de Ejecución y Expulsión de 4.400 millones de dólares, con más de 8.600 agentes en 200 localidades nacionales, que utiliza tácticas militarizadas, redadas sorpresa y ataques agresivos contra las comunidades de inmigrantes para mantener un régimen de miedo. La presencia del ICE es el núcleo del hiper-Estado policial de Trump, y su financiación se ha ampliado considerablemente hasta alcanzar los 170.000 millones de dólares en el nuevo proyecto de presupuesto de Trump, creando lo que el periodista Will Bunch denomina «el propio archipiélago gulag de campos de detención de Trump en unos Estados Unidos que cada vez son más difíciles de reconocer».

Mientras tanto, figuras como Tom Homan, que dirigió el ICE durante el primer mandato de Trump, sentaron las bases con operaciones al estilo de la Gestapo, redadas nocturnas, separaciones familiares y declaraciones públicas en las que afirmaba que los inmigrantes indocumentados «deberían tener miedo». Como «zar de la frontera» bajo el mandato de Trump, Homan ha puesto en marcha políticas de deportación aún más agresivas, violentas y crueles que las que se aplicaron durante el primer mandato presidencial de Trump.  Como señala Bunch, tomemos el caso de «Donna Kashanian, una mujer de 64 años de Nueva Orleans que huyó de un Irán convulso hace 47 años, se ofreció como voluntaria para reconstruir su maltrecha comunidad de Luisiana tras el huracán Katrina, nunca faltó a una cita con los funcionarios de inmigración de Estados Unidos y fue secuestrada por agentes del ICE en vehículos sin distintivos mientras trabajaba en su jardín y enviada a un famoso centro de detención». Estas historias de horror se repiten a diario en ciudades que van desde Los Ángeles hasta Providence, Rhode Island.

Una figura central en este actual régimen de terrorismo de Estado, racismo sistémico, secuestros masivos, deportaciones y criminalización de la disidencia es Stephen Miller, subjefe de gabinete de Trump en la Casa Blanca. Durante el primer mandato de Trump, Miller fue la fuerza impulsora detrás de la prohibición de entrada a los musulmanes, la política de separación de familias y los ataques a la ciudadanía por nacimiento, todo ello basado en una visión del mundo abiertamente supremacista y eugenista. En el segundo mandato de Trump, Miller se ha convertido en el artífice de medidas aún más draconianas, impulsando las deportaciones masivas, la abolición de la ciudadanía por nacimiento y la revocación de la ciudadanía naturalizada para aquellos que no encajan en su visión cristiana blanca de quién merece ser llamado estadounidense.

Los nacionalistas blancos de extrema derecha como Miller, Tom Homan y Todd Lyons no consideran la crueldad como un efecto secundario lamentable. Para ellos, la crueldad es la moneda de cambio del poder. El sufrimiento se convierte en un espectáculo y la violencia en un ritual de la política estatal. La tiranía no avanza lentamente en silencio, sino a toda velocidad, animada por aquellos que tratan el miedo como un principio de gobierno y el dolor como una política pública.

No se trata de una tormenta pasajera. Es la agonía de un sistema que durante mucho tiempo ha glorificado la violencia, mercantilizado todo y se ha alimentado de la división. El lenguaje de Trump no es una actuación, es una preparación. Sus palabras están sentando las bases para una sociedad sin empatía, sin justicia, sin democracia.

Recuperar el lenguaje de la resistencia, recuperar la democracia

En una sociedad decente, el lenguaje es el alma de la democracia, un vehículo de solidaridad, verdad y esperanza. Pero en los Estados Unidos de Trump, el lenguaje se ha convertido en un arma, deshumanizadora, excluyente y dominante. Su visión no es una advertencia, es un plan. Debemos resistir o corremos el riesgo de perderlo todo. Lo que está en juego es nada menos que la supervivencia de la democracia, la recuperación de la verdad y el rechazo a vivir en un mundo donde la crueldad es política y el silencio es complicidad. Lo que se necesita ahora no es sólo una ruptura en el lenguaje, sino una ruptura en la conciencia, una que reúna la iluminación crítica del presente con una visión premonitoria de lo que nos espera si la dinámica fascista sigue sin control. Como insistía Walter Benjamin, debemos cultivar una forma de iluminación profana, un lenguaje que perturbe el espectáculo de las mentiras y nombre la crisis con toda su violenta claridad. Al mismo tiempo, como sostiene A. K. Thompson, debemos comprender el futuro implícito en el presente. Su noción de premoniciones nos insta a leer los acontecimientos que se desarrollan a nuestro alrededor como advertencias urgentes, como señales de la catástrofe que nos espera si no afrontamos y revertimos los caminos políticos y culturales en los que nos encontramos. Nos exige que veamos las conexiones que unen nuestro sufrimiento, rechazando la realidad fragmentada que nos impone el neoliberalismo. El tiempo de la complacencia ha pasado. Ha llegado el momento de un lenguaje nuevo y más vibrante, un lenguaje de crítica, resistencia y esperanza militante. Un lenguaje capaz no solo de denunciar el presente, sino también de imaginar un futuro arraigado en la justicia, la memoria y la lucha colectiva.

Como señaló Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel: «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos». Lo que está claro es que estos síntomas mórbidos han llegado. Sin embargo, junto con la desesperación que generan, también presentan nuevos retos y oportunidades para revitalizar las luchas. Aquí es donde entra en juego el poder del lenguaje: este es el reto y la oportunidad para aquellos que creen en el poder transformador de la cultura, el lenguaje y la educación para abordar no sólo la naturaleza de la crisis, sino también sus raíces más profundas en la política, la memoria, la voluntad y capacidad políticas, los valores, el poder y la propia democracia.

Foto de portada de Nathaniel St. Clair.

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