Lama Khouri, CounterPunch, 30 julio 2025
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Lama Khouri es una psicoanalista intercultural que trabaja con la comunidad de expatriados, estudiantes internacionales e inmigrantes recién llegados. Es directora de Diversidad, Inclusión y Antiracismo en el Institute for Expressive Analysis, Nueva York.
«¿Qué vas a hacer ahora, sacarte un bebé de la chistera?».
La voz del guardia resonó en los pasillos de mármol del Capitolio, y sus palabras me golpearon como una bofetada física. No sólo por su crueldad, sino porque, efectivamente, yo llevaba imágenes de bebés: niños palestinos asesinados en Gaza, fotografías e historias guardadas en mi bolso que creía que cualquier persona con corazón vería y exigiría que se tomaran medidas.
Era enero de 2025. Biden todavía estaba en el cargo. Me encontraba con otros profesionales experimentados en el vestíbulo del Capitolio, planificando nuestro día de defensa de Palestina. El espacio se elevaba sobre nosotros con sus altos techos y suelos de mármol blanco, un monumento de metal negro que se alzaba como una flecha, apuntando hacia arriba, hacia una justicia inalcanzable.
Éramos un grupo tranquilo cuando se acercaron cuatro o cinco guardias. Uno de ellos, bajo, fornido y visiblemente enfadado, empezó a gritar como si espantara a una manada de animales: «Esta es la primera advertencia que os hago. Si no os dispersáis, ¡os arrestaré a todos!». Nos movimos ligeramente, intercambiando miradas de extrañeza, sin saber qué había desencadenado tal furia. Entonces llegó la frase que me perseguiría: «¿Qué vas a hacer ahora, sacarte un bebé de la chistera?».
Con siete palabras, este guardia había expuesto sin saberlo el mecanismo por el cual toda una sociedad puede ver a los niños morir de hambre en sus pantallas y permanecer impasible. Su burla reveló algo más profundo que la crueldad individual; expuso lo que el sociólogo dominicano denominó la «colonialidad del poder», un sistema global que determina qué niños importan, qué lágrimas nos conmueven, qué muertes se registran como pérdidas. Es un sistema basado en la jerarquía racial y potenciado por los intereses económicos, los medios de comunicación dominantes que fabrican el consentimiento (utilizando el marco de Noam Chomsky y Edward Herman) y el principio de que el poder da la razón.
La lógica de los niños desechables
La declaración del agente revela lo que Quijano identificó como la lógica colonial perdurable que organiza nuestro mundo. Aunque el colonialismo formal terminó, su principio organizador, la jerarquía racial, persiste en determinar el valor humano. Los europeos crearon categorías raciales durante la colonización, no como hechos biológicos, sino como lo que Quijano llama «construcciones mentales» para justificar por qué era aceptable esclavizar, matar o desposeer a ciertas poblaciones mientras se concedía plena humanidad a otras.
No se trata de una teoría abstracta. Cuando Winston Churchill defendió los asentamientos sionistas durante las audiencias de la Comisión Real de Palestina de 1937, dejó clara la lógica racial: «No admito que se haya cometido una gran injusticia con los indios americanos o los negros de Australia por el hecho de que una raza más fuerte, una raza superior… haya llegado y ocupado su lugar».
La pregunta del guardia opera dentro de este mismo marco. Los niños palestinos se encuentran en la parte inferior de una jerarquía que los hace fundamentalmente diferentes de otros niños. Son lo que el psiquiatra martinicano Frantz Fanon llamó habitantes de la «zona de no ser»: no son seres humanos marginados, sino seres situados fuera de la categoría de humanos por completo.
Llevé esas fotografías al Capitolio porque una red palestina a la que pertenezco había lanzado lo que pensábamos que sería una campaña innegable: proteger a los niños palestinos. Seguramente, razonamos, cuando los estadounidenses vieran lo que se les estaba haciendo a los niños —niños— exigirían responsabilidades. Nos armamos con la Ley Leahy, que prohíbe la ayuda militar estadounidense a fuerzas extranjeras que cometan graves violaciones de los derechos humanos. Llevamos documentación sobre torturas sistemáticas, redadas nocturnas, niños tiroteados mientras jugaban.
Hacíamos lo que los palestinos se ven obligados a hacer constantemente: pedir que se les trate como al resto de la humanidad. La burla del guardia fue un brutal recordatorio de a qué nos enfrentamos realmente. El poeta y activista palestino Mohammad El Kurd ha escrito con dureza sobre la imposible actuación que se obliga a los palestinos a llevar a cabo: la exigencia de ser «víctimas perfectas»: dóciles, despolitizados, despojados de su identidad religiosa y separados de cualquier conexión con la resistencia. Debemos presentarnos como indefensos en lugar de resilientes, individuales en lugar de colectivos, agradecidos en lugar de dignos. En esta lógica colonial, los niños representan la «víctima perfecta» por excelencia: inocentes, inofensivos, merecedores de la simpatía universal. Sin embargo, la burla del guardia revela la bancarrota incluso de esta estrategia. Cuando los niños palestinos —los sujetos más inexpugnables para la empatía— pueden ser descartados con tanta crueldad casual, se pone de manifiesto la lógica ilógica que describe El Kurd: ninguna actuación de victimismo palestino será nunca lo suficientemente perfecta como para romper la jerarquía racial que nos hace fundamentalmente imposible llorar, como tan elocuentemente expresó Judith Butler. La pregunta del guardia despoja a la ficción liberal de que el sufrimiento palestino simplemente necesita una mejor documentación o una presentación más convincente. Incluso nuestras «víctimas perfectas» siguen siendo imperfectas a los ojos del poder.
Cuando el bebé en la chistera es real
La académica palestina Nadera Shalhoub-Kevorkian tiene un término para describir lo que les sucede a los niños palestinos: «desinfantilización»: la privación sistemática de las protecciones y la inocencia de la infancia para servir a los objetivos coloniales. Esto no es una metáfora. Los niños palestinos son los únicos niños del mundo procesados por tribunales militares. Israel detiene entre 500 y 700 niños palestinos al año. Desde el año 2000, aproximadamente 13.000 niños palestinos han sido detenidos, interrogados y encarcelados por las autoridades militares israelíes, y abundan los informes de tortura y violencia sexual. En Gaza, las estadísticas relativas a los niños han batido todos los récords: Gaza tiene la tasa más alta de niños amputados per cápita del mundo; se ha matado a más niños y mujeres que en cualquier otra guerra de la historia reciente; y las Naciones Unidas han descrito Gaza como un cementerio para niños.
El guardia no podía saber que el «bebé en mi chistera» era estadísticamente real. Gaza tiene ahora la tasa más alta de amputaciones infantiles del mundo. Se ha identificado la muerte de más de 11.300 niños palestinos desde octubre de 2023, aproximadamente el 30% de ellos menores de cinco años. Más de 39.000 niños han perdido a uno o ambos padres. Al menos 17.000 niños están desacompañados o separados de sus cuidadores, muchos de ellos enterrados bajo los escombros o desaparecidos durante el desplazamiento forzoso.
Gaza se ha convertido en lo que UNICEF denomina «el lugar más mortífero del mundo para los niños». Mientras estaba sentada en aquellas oficinas sin ventanas del Congreso, con la mano temblorosa al entregar a los empleados fotografías de niños palestinos —uno asesinado, otro encarcelado—, fui testigo de lo que ocurre cuando la lógica se derrumba ante la jerarquía racial.
La prueba de Bosnia: cuando los niños importan
La diferencia de trato y la lógica se derrumban, y se hacen más evidentes cuando comparamos las respuestas internacionales ante el peligro que corren los niños. En la década de 1990, cuando los niños bosnios se enfrentaban a una muerte inminente en Srebrenica, la comunidad internacional organizó complejas operaciones de evacuación. Entre 8.000 y 9.000 musulmanes bosnios, incluidos niños, fueron evacuados entre marzo y abril de 1993, cuando las fuerzas serbobosnias amenazaron con atacar. La ONU declaró «zonas seguras» y desplegó 25.000 efectivos de mantenimiento de la paz de docenas de países.
Cuando la presión diplomática fracasó, la OTAN respondió con una fuerza abrumadora: 400 aviones, 3.515 salidas y más de 1.000 bombas. El mensaje era inequívoco: los ataques contra civiles tendrían graves consecuencias. Incluso cuando la protección fracasó catastróficamente en Srebrenica, el fracaso generó responsabilidad, lo que dio lugar a dimisiones, tribunales y conmemoraciones.
Gaza presenta realidades geopolíticas diferentes, sin duda. Israel es un poderoso aliado de Estados Unidos con protección de veto en el Consejo de Seguridad y la «lógica» es que el poder da la razón. Pero estos factores interactúan de forma letal con la jerarquía racial que puso de manifiesto la pregunta del guardia. A diferencia de Bosnia, donde se intentaron evacuaciones a pesar de los riesgos, los Estados poderosos no han buscado seriamente corredores seguros para los niños de Gaza. En cambio, el principal proveedor de protección humanitaria, la UNRWA, ha sido sistemáticamente deslegitimada y desfinanciada.
Cuando la ayuda humanitaria se convierte en una trampa mortal
Incluso cuando la comunidad internacional intenta proporcionar sustento básico a una población hambrienta, la lógica de la prescindibilidad de los palestinos transforma la ayuda en ejecución. La Fundación Humanitaria de Gaza (GHF, por sus siglas en inglés), creada en mayo de 2025 como una iniciativa respaldada por Estados Unidos e Israel para distribuir ayuda alimentaria, se ha convertido en lo que el director de la UNRWA, Philippe Lazzarini, denominó «una trampa mortal que cuesta más vidas de las que salva». Desde que comenzaron las operaciones el 27 de mayo de 2025, más de 410 palestinos han muerto y al menos 3.000 han resultado heridos mientras buscaban alimentos en estos puntos de distribución. Cifras más recientes del Ministerio de Salud de Gaza sitúan el número de muertos en 743 palestinos y más de 4.891 heridos mientras buscaban ayuda en los puntos de la GHF.
Han surgido informes de que se ordenó a los soldados israelíes disparar contra multitudes desarmadas cerca de los puntos de distribución de alimentos en Gaza, incluso cuando no había ninguna amenaza. Como dijo un soldado a Haaretz: «Disparamos ametralladoras desde tanques y lanzamos granadas. Hubo un incidente en el que un grupo de civiles fue alcanzado mientras avanzaba al amparo de la niebla». Otro soldado informó de que «entre una y cinco personas morían cada día» en su posición. La Oficina de Derechos Humanos de la ONU condenó esto como «el uso de los alimentos como arma contra la población civil», lo que «constituye un crimen de guerra y, en determinadas circunstancias, puede constituir elementos de otros crímenes según el derecho internacional».
Esta violencia sistemática contra quienes buscan alimentos revela cómo funciona la lógica colonial: el hambre palestina se aborda mediante mecanismos diseñados para maximizar la humillación y la muerte. Mientras que el peligro que corrían los niños bosnios provocó esfuerzos de rescate internacionales, el hambre de los niños palestinos se enfrenta con una distribución militarizada de la ayuda que funciona como práctica de tiro. La misma jerarquía racial que permite a los guardias del Capitolio burlarse del sufrimiento palestino habilita un sistema en el que incluso el acto de proporcionar alimentos se convierte en una oportunidad para eliminar vidas palestinas.
El contraste es devastador. A pesar de que una investigación de la ONU en agosto de 2024 no encontró pruebas suficientes para la mayoría de las acusaciones contra el personal de la UNRWA, Israel procedió a aprobar una ley que prohíbe efectivamente a la agencia operar en el territorio controlado por Israel. Las consecuencias son catastróficas: la UNRWA gestiona 96 escuelas que atienden a 47.000 niños solo en Cisjordania, dirige 43 clínicas y proporciona seguridad social a más de 150.000 residentes. En Gaza, es el principal proveedor de servicios de educación y atención sanitaria para más de un millón de residentes. Como advirtió el comisionado general de la UNRWA, Philippe Lazzarini: «Hoy en día, una de cada dos personas en Gaza es menor de 18 años, entre ellas 650.000 niñas y niños que viven entre escombros, profundamente traumatizados a una edad en la que deberían estar en la escuela primaria y secundaria. Deshacerse de la UNRWA es también una forma de decirles a estos niños que no tendrán futuro».
Es cierto que la comunidad internacional no hizo lo suficiente por Bosnia. Sin embargo, mientras que las muertes de civiles bosnios provocaron represalias militares y un ajuste de cuentas institucional, el asesinato sistemático y la inanición de los niños palestinos se han encontrado con continuas transferencias de armas, vetos a los alto el fuego y la impunidad. La diferencia no radica en la capacidad, sino en la valoración colonial de la vida.
La representación de la humanidad
Desde el 7 de octubre de 2023, he vivido en un constante vaivén, entre la desesperación aplastante y la determinación feroz, entre ser testigo del genocidio retransmitido en directo y la convicción inquebrantable de que Palestina será libre. Pero bajo este activismo se escondía un reconocimiento más oscuro: nos vemos obligados a representar nuestra humanidad.
Debemos coreografiar nuestro dolor, curar nuestro sufrimiento, empaquetar la muerte de nuestros hijos de manera que pueda penetrar en la insensibilidad del poder. La burla del guardia resonaba en cada reunión de defensa: «¿Qué vas a hacer ahora, sacarte un bebé de la chistera?».
En nuestras citas con el Congreso, me encontré traduciendo la humanidad palestina en términos que pudieran ser comprensibles para aquellos a quienes se les ha enseñado a vernos como amenazas. «Nuestros hijos son los únicos niños procesados por tribunales militares», decía, temblando de emoción. «Gaza tiene el mayor número de amputados per cápita del mundo. Por favor, ayúdennos a proteger a nuestros hijos».
Esta defensa constante conlleva su propia violencia. Cuando los funcionarios israelíes llaman a los palestinos «animales humanos» o declaran que «no hay civiles inocentes en Gaza», estas palabras no sólo hieren, sino que redefinen la forma en que los palestinos deben moverse por el mundo. Ese día, mientras caminaba hacia el ascensor en el Capitolio, me crucé con un joven que, al verme, puso una expresión de disgusto en su rostro, se empujó contra la pared para alejarse de mí y me hizo un gesto con el dorso de la mano para ahuyentarme. Esta reacción corporal —automática, irreflexiva, visceral— ejemplifica cómo las jerarquías raciales operan a través de afectos encarnados que eluden el pensamiento racional.
Nos convertimos en receptáculos que soportan el peso del sufrimiento colectivo, nuestras voces defendiendo nuestra causa por la humanidad básica mientras calculamos lo que puede ser digerible para los observadores: «¿Es esta foto lo suficientemente expresiva? No debe ser grotesca ni enfadar a los espectadores por su crueldad. Y, por supuesto, ¿es respetuosa con nuestros hijos? ¿O estamos utilizando a los mismos seres que queremos proteger como accesorios?».
Lo que estaba presenciando era lo que la académica Sherene Razack describe como el colapso de la lógica misma, cómo «nada tiene que tener sentido cuando el sujeto es musulmán». Ahí estaba yo, presentando pruebas de violaciones sistemáticas del derecho internacional, torturas documentadas de niños, claras violaciones de la Ley Leahy. Sin embargo, la respuesta fue un lenguaje político mesurado que comunicaba eficazmente indiferencia.
La producción de la ignorancia
La pregunta del guardia pone de manifiesto cómo se adapta el genocidio a la era digital. No se trata de la cruda eficiencia de la muerte industrial, sino de la sofisticada violencia de la lógica racial que transforma a los niños palestinos de sujetos merecedores de protección en objetos abandonados o daños colaterales. El genocidio opera ahora a través de marcos legales y discursos humanitarios, a través de las mismas instituciones diseñadas para prevenirlo.
Consideremos un ejemplo revelador de 2022: se hizo viral un vídeo en el que una niña rubia de 11 años se enfrentaba a un soldado y le decía que se fuera a su país. Los medios de comunicación aplaudieron a la niña, a la que creían ucraniana, y el vídeo obtuvo 12 millones de visitas. Cuando se reveló que el vídeo en realidad mostraba a la niña palestina Ahed Tamimi enfrentándose a un soldado israelí, la celebración se detuvo. A los 16 años, Ahed fue encarcelada, una violación de los derechos humanos que provocó declaraciones por parte de Estados Unidos, pero ninguna acción. Dentro de la jerarquía racial global, los niños ucranianos merecen ser celebrados por su resistencia; los niños palestinos merecen ser encarcelados.
La burla del guardia opera dentro de esta misma lógica. Su pregunta asume que el testimonio palestino es intrínsecamente manipulador, que el dolor palestino es fingido, que los niños palestinos sólo existen como accesorios en el teatro político, nunca como sujetos que merecen protección.
La pregunta que habla
Pero el intento del guardia de silenciarnos se convierte en la pregunta que habla. Al intentar burlarse de nuestras pruebas, sin darse cuenta dio testimonio de su poder. Sí, llevamos bebés muertos en nuestros bolsos, no como accesorios, sino como prueba. No como manipulación, sino como documentación de la eliminación sistemática.
Las fotografías que llevo son lo que podríamos llamar «contraarchivos»: testimonios que rechazan la violencia del olvido, pruebas que sobreviven a la producción de la ignorancia. Cuando el guardia hizo su pregunta, reveló el mecanismo por el cual ciertas muertes se vuelven imposibles de llorar, ciertos sufrimientos increíbles, ciertos niños «sin infancia».
Esta es la vulnerabilidad del genocidio: su necesidad de burlarse revela su conciencia de culpa. La pregunta que pretendía avergonzarnos para silenciarnos se convierte en evidencia de la infraestructura racial que hace posible el genocidio, la jerarquía que determina qué bebés importan, qué lágrimas nos conmueven, qué muertes se registran como pérdidas.
Rechazo a la eliminación
Los propios niños palestinos rechazan la lógica de lo desechable que supone la pregunta del guardia. En los escombros de Gaza, crean escuelas a partir de edificios destruidos. En los centros de detención, mantienen la solidaridad a pesar de la tortura. En los campos de refugiados, a lo largo de generaciones, conservan relatos, lenguas e historias que se niegan a ser borrados. Cada acto de los niños palestinos que afirman su humanidad —cada dibujo hecho en una tienda de campaña, cada juego jugado en calles destruidas— representa lo que los palestinos llaman sumud (firmeza), resistencia que rechaza la lógica colonial.
Pero la acción palestina por sí sola no puede desmantelar los cimientos estructurales que permiten tal crueldad casual en los centros de poder. La burla del guardia resuena en cada veto del Consejo de Seguridad, en cada investigación bloqueada, en cada transferencia de armas. La protección genuina de los niños palestinos requiere enfrentarse a las estructuras materiales que sostienen la «negación de su infancia»: poner fin a la ayuda militar que facilita su persecución, desmantelar las relaciones económicas que se benefician de su sufrimiento, crear mecanismos de rendición de cuentas que no puedan suspenderse en función de jerarquías raciales.
El guardia asumió que sus palabras nos avergonzarían y nos harían callar. En cambio, se convierten en una prueba, no sólo de la crueldad individual, sino de un sistema global que ha normalizado la desechabilidad de los niños palestinos.
La respuesta que delata
«¿Sacarte un bebé de la chistera?». Esta pregunta pone al descubierto el genocidio en su forma contemporánea. En seis palabras, el guardia reveló cómo funciona la eliminación sistemática a través de la colonización de la propia percepción, a través de instituciones y marcos diseñados para prevenir las atrocidades que ellos mismos permiten.
Pero su pregunta también expone el fracaso definitivo del genocidio. Sí, seguiremos sacando a los niños palestinos de las zonas de abandono en las que han sido colocados, de los archivos de borrado en los que se ocultan sus muertes, de las jerarquías raciales que los convierten en desechables. No como accesorios en un teatro político, sino como testigos de su propia eliminación y agentes de su propia liberación.
La pregunta del guardia pone al descubierto el genocidio. Nuestra respuesta revela a los niños que se niegan a ser borrados y la transformación global necesaria para garantizar que ningún niño, sea cual sea su origen, vuelva a ser objeto de una pregunta así.
Foto de portada de Basil Yazouri, CC BY 2.0