El camino a los campos de concentración: Los ecos de un pasado fascista

Henry Giroux, CounterPunch.org, 26 septiembre 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Henry A. Giroux ocupa actualmente la cátedra de Estudios de Interés Público de la Universidad McMaster en el Departamento de Estudios Ingleses y Culturales y es Paulo Freire Distinguished Scholar in Critical Pedagogy. Sus libros más recientes son: The Terror of the Unforeseen (Los Angeles Review of books, 2019), On Critical Pedagogy, 2ª edición (Bloomsbury, 2020); Race, Politics, and Pandemic Pedagogy: Education in a Time of Crisis (Bloomsbury 2021); Pedagogy of Resistance: Against Manufactured Ignorance (Bloomsbury 2022) e Insurrections: Education in the Age of Counter-Revolutionary Politics (Bloomsbury, 2023), y, en coautoría con Anthony DiMaggio, Fascism on Trial: Education and the Possibility of Democracy (Bloomsbury, 2025). Giroux es también miembro de la junta directiva de Truthout.

Históricamente, las cosas más terribles, como la guerra, el genocidio y la esclavitud, no han sido resultado de la desobediencia, sino de la obediencia. – Howard Zinn

La ironía es insoportable. Trump ha saturado la vida pública de mentiras, ha convertido a los inmigrantes y a los ciudadanos negros en blanco de su desprecio y ha hecho de la corrupción y la violencia la gramática del gobierno. Jura lealtad a dictadores, se rodea de aduladores y matones y utiliza el poder del Estado para secuestrar a estudiantes extranjeros, perseguir a inmigrantes y declarar la guerra a la llamada izquierda, culpándola grotescamente de la muerte de Charlie Kirk, incluso antes de que se detuviera a ningún sospechoso. Lo que debería ser un momento de duelo por la muerte de Charlie Kirk se ha convertido en un espectáculo armado, con Trump y sus aliados apresurándose a presentar el asesinato como una prueba del extremismo izquierdista.

Como observó Jeffrey St. Clair: «Los líderes de la derecha no perdieron mucho tiempo aconsejando a sus filas que se limitaran a ‘pensamientos y oraciones’ por el asesinato de Charlie Kirk. Incluso antes de que se identificara al asesino o se descubriera el motivo, culparon a la ‘retórica violenta’ de la izquierda por la muerte de Kirk». Esto no es duelo, es el truco más antiguo del manual autoritario: acusar primero, no investigar nunca, utilizar la tragedia como arma para consolidar el poder.

En esta narrativa venenosa, los verdaderos «enemigos internos» no son los racistas, los insurrectos, las empresas corruptas y los extremistas de derecha que asaltaron el Capitolio, sino los críticos del poder autoritario y los grupos designados como «otros».

En contraposición, Trump y sus aliados libran una guerra contra la Primera Enmienda, convirtiendo la libertad de expresión, que es uno de los pilares de la democracia, en su objetivo. En su visión, la libertad de expresión no es un baluarte de la democracia, sino su enemigo.

Desde comediantes y periodistas hasta estudiantes, educadores y grupos independientes, todas las voces disidentes son tachadas de conspiradoras en delitos imaginarios, cuando su verdadera ofensa no es más que hablar en contra de la crueldad cuando se les exigía silencio. O cometer el delito de no ser lo suficientemente leales a Donald Trump. Como advirtió Hannah Arendt, bajo el totalitarismo, el pensamiento mismo se vuelve peligroso. El autoritarismo en sus múltiples formas surge en parte del fracaso del pensamiento, una advertencia premonitoria en la era de la ignorancia fabricada. La normalización de la ignorancia, la irreflexión y la ceguera moral en la era de Trump es fundamental para crear sujetos fascistas que no pueden distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira o la justicia del mal.

 Esta advertencia es aún más urgente hoy en día, ya que existe una ignorancia aterradora en Trump que desata pasiones depredadoras, que van desde su aceptación de los criminales de guerra y la amnesia histórica hasta los ataques mortales que ordenó contra tres presuntos barcos de tráfico de drogas. Para Trump, la legalidad de tales actos es irrelevante. La violencia, junto con la criminalización de la disidencia, es fundamental para la lógica de aniquilación que constituye el núcleo de la política fascista.

Esta es la maniobra característica del fascismo. Hitler lo hizo en 1933 tras el incendio del Reichstag, culpando a los comunistas e invocando poderes de emergencia para suspender las libertades civiles. Mussolini lo hizo en 1925 tras el asesinato de Giacomo Matteotti, convirtiendo un momento de crisis en una justificación para ilegalizar a la oposición y silenciar a la prensa. Orbán ha perfeccionado la táctica en Hungría, utilizando como chivos expiatorios a los «izquierdistas financiados por Soros» para desmantelar las universidades, criminalizar las protestas y destripar a la prensa.

Trump no es una excepción. Explota la muerte de Kirk no para llorar su pérdida, sino para consolidar su poder. Su mensaje es contundente: la disidencia es violencia, la crítica es terrorismo, la deslealtad es un delito y la libertad de expresión en sí misma es una amenaza para el panóptico ideológico de Trump. La amplificación viciosa de esta línea de pensamiento tóxico es evidente en la declaración de Elon Musk de que «la izquierda es el partido del asesinato» y en la exigencia de la consejera de Trump, Laura Loomer, de que el Estado «cierre, retire la financiación y procese a todas y cada una de las organizaciones de izquierda… La izquierda es una amenaza para la seguridad nacional». Alcanza cotas histéricas en la retórica anticomunista de Stephen Miller, subjefe de gabinete de la Casa Blanca, que ha comparado a la izquierda con una «vasta red terrorista nacional», que se ha comprometido a erradicar y desmantelar. La retórica es escalofriante no sólo por su crueldad, sino por su abierta aceptación de la represión y la amenaza de la violencia como política.

Las consecuencias del ataque de Trump a la disidencia brillan como un letrero de neón en Times Square imposible de ignorar. Bajo su reinado sin ley, incluso la sátira se reconvierte en traición, tildada de «delito de odio», como si la risa en sí misma se hubiera convertido en traición. Las instituciones académicas que mantienen vivo el recuerdo de la historia y las luchas por la libertad son acosadas con amenazas de tipo mafioso, extorsiones disfrazadas de patriotismo e intimidaciones que se hacen pasar por lealtad.  Los ciudadanos canadienses están siendo amenazados con la revocación de sus visados simplemente por hacer lo que Marco Rubio, Stephen Miller, Pam Bondi y otros definieron como comentarios críticos sobre la muerte de Kirk. Esto envía un mensaje escalofriante: el alcance autoritario de Trump cruza ahora las fronteras, extendiendo su poder silenciador más allá del territorio estadounidense. En esta lógica retorcida, el simple hecho de hacer un comentario crítico sobre Kirk se tilda de «celebración», una distorsión perversa muy alejada de la realidad. Hay que lamentar la muerte de Kirk, pero eso es distinto de condenar sus creencias ideológicas de extrema derecha.

Estos actos de silenciamiento nunca son aislados. Son instrumentos de poder que legitiman formas más amplias de violencia estatal. La censura, la propaganda y la glorificación de la crueldad convergen para normalizar la represión como algo necesario e inevitable. Las empresas y las universidades se doblegan por miedo y codicia, sacrificando hasta la última pizca de responsabilidad pública para alimentar un hambre insaciable de poder y capital. En ningún lugar es esta rendición más vergonzosa que en la educación superior, donde las universidades aplastan la disidencia y traicionan a sus propios estudiantes al entregar a la administración Trump los nombres de quienes protestan contra el genocidio, repitiendo trágicamente la cobardía de los campus de la era fascista. Peor aún, Ken Klippenstein informa que «la administración Trump se está preparando para designar a las personas transgénero como ‘extremistas violentos’ a raíz del asesinato de Charlie Kirk y está considerando elaborar una lista de vigilancia de personas trans».

Es un escalofriante eco de las complicidades de la era fascista, un colapso moral disfrazado de neutralidad institucional. El eco es inquietante y ha dado lugar a un nuevo macartismo de informantes en los campus, una repetición de las vergonzosas complicidades de las universidades de la era fascista. Como argumentó el periodista David French en el programa All In with Chris Hayes de MSNBC, los actuales ataques a la libertad de expresión y a los disidentes críticos con Trump son peores que el macartismo, porque son «más amplios y de mayor alcance. Son más agresivos. Se extienden a todos los aspectos de la sociedad estadounidense». No se trata sólo de un fracaso institucional, sino de un colapso moral, un repudio del conocimiento, la conciencia y los compromisos democráticos que deberían definir el propósito de la academia. Lo que estamos presenciando es el renacimiento del macartismo con saña: vigilancia, informantes, listas negras. La educación superior lleva mucho tiempo inquietando a la derecha, especialmente desde las luchas democratizadoras de los años sesenta. Hoy en día, ese temor se ha convertido en algo más oscuro: no se trata sólo de esfuerzos por debilitar su papel crítico, sino de la imposición de una tiranía pedagógica que convierte a las universidades en laboratorios de adoctrinamiento.

Trump, Rubio, Miller, Bondi y su cohorte de enemigos de la democracia amenazan ahora con retirar el pasaporte a los estadounidenses disidentes, revocarles la ciudadanía y criminalizar la libertad de expresión. Gritan indignados cuando se les compara con los fascistas, aunque sus acciones reflejan el mismo sombrío guion: militarizar la sociedad, aplastar la disidencia, concentrar el poder en manos de un líder sectario y reanimar el legado de la supremacía blanca y la limpieza étnica.

Trump aclama a Netanyahu, un criminal de guerra, como un héroe de guerra. Con grotesca ironía, denuncia a la izquierda como los verdaderos perpetradores de la violencia. En casa, su venganza es igual de corrosiva: se jacta de haber presionado a la ABC para que despidiera a Jimmy Kimmel. Este mezquino acto de venganza equivale a su propio ataque a la Primera Enmienda y es un escalofriante recordatorio de lo frágil que se vuelve la libertad de expresión bajo el capricho autoritario. Sin embargo, no se da la voz de alarma cuando el presentador de Fox News Brian Kilmeade sugiere casualmente exterminar a las personas sin hogar mediante «inyecciones letales involuntarias». Tampoco se indigna la administración Trump, ni gran parte de la prensa dominante, por la complicidad de Estados Unidos en la guerra genocida de Israel contra Gaza, donde, según informa la Quds News Network, «al menos 19.424 niños han muerto en los ataques israelíes durante 700 días de genocidio en Gaza, lo que equivale a un niño cada 52 minutos. Entre las víctimas hay 1.000 bebés menores de un año». El silencio en este caso no es neutralidad, es complicidad con la barbarie.

Cuando se criminaliza la conducta de los cómicos, no se trata simplemente de una cuestión de gusto, decoro o incluso indignación moral fuera de lugar, sino de un ataque directo al principio de la libertad de expresión. La comedia siempre ha servido como un espacio donde se desenmascara la hipocresía, se ridiculizan los abusos de poder y se ponen al descubierto las absurdidades de la política autoritaria. De hecho, cuando Vladimir Putin llegó al poder en 2000, uno de los primeros objetivos de su represión cultural fue el programa de televisión satírico «Kukly» (Куклы, que significa muñecas), un programa de marionetas producido por el canal independiente NTV. Al parecer, ser llamado la pequeña marioneta del zar era demasiado para él. Este despiadado acto de censura fue ampliamente considerado como un punto de inflexión en la consolidación del poder de Putin. Por supuesto, la verdadera cuestión aquí es que vigilar o castigar a los cómicos por hacer lo que hacen es una señal de que el Estado ahora busca controlar incluso los espacios de la risa y la ironía.

Esta criminalización es más que censura; es una señal de alarma para medir el avance del fascismo. Cuando las bromas se reclasifican como delitos, la advertencia no puede ser más clara: lo que comienza con los comediantes no terminará con ellos. Marca la prueba de los límites, la normalización de la represión y el silenciamiento de una de las formas más antiguas y eficaces de disidencia. La medida revela la fragilidad de los regímenes que no pueden tolerar las críticas, por muy juguetonas o irreverentes que sean, y supone un proyecto más amplio para reducir el espacio público hasta que sólo queden las voces oficiales.

En este sentido, el ataque a la comedia no debe descartarse como una cuestión trivial o secundaria. Se trata de una escalada simbólica y práctica de la política autoritaria, que pone de manifiesto el desprecio de los movimientos fascistas por el humor, la ironía y el discurso disidente. Si la risa se convierte en delito, entonces la resistencia en sí misma ya está siendo juzgada. La represión de la disidencia tiene una larga historia en Estados Unidos, que se remonta a la «caza de brujas» de los años veinte y se prolongó con la represión interna que siguió a la guerra contra el terrorismo de Bush. Los ataques actuales contra la disidencia son más generalizados, dañinos y descontrolados que gran parte de lo que hemos visto en el pasado. Parafraseando a Terry Eagleton, Trump y sus secuaces del MAGA están ebrios «de fantasías de omnipotencia» y se deleitan en actos de violencia, destrucción y el ejercicio de un poder estatal ilimitado.

Los paralelismos con la historia fascista no podrían ser más inquietantes. El decreto del incendio del Reichstag suspendió las libertades civiles y encarceló a los comunistas; hoy, Trump declara que la disidencia merece ser censurada y, si nos atenemos a las declaraciones de Pam Bondi, será calificada como discurso de odio y objeto de represión estatal. Benito Mussolini utilizó el asesinato de Giacomo Matteotti para consolidar aún más su propio poder; hoy, Trump utiliza la muerte de Kirk para silenciar a estudiantes, educadores y periodistas. Orbán desmanteló la prensa libre y las universidades de Hungría inventándose enemigos; hoy, Trump y Miller invocan a «la izquierda radical» como amenaza existencial.

La violencia en las calles militarizadas de Estados Unidos se fusiona ahora con lo que John Ganz denomina «una protesta santurrona […] por los mártires muertos, se aviva la histeria sobre el terrorismo y el desorden público y se ejerce el poder del Estado contra las figuras públicas que se oponen y critican al régimen». El miedo se ha convertido en el arma preferida del régimen, que se utiliza junto con una política de borrado, amnesia histórica y negación despiadada.

Jeffrey St. Clair señaló con sombría precisión que el asesinato de Kirk es «horrible, repugnante y tan estadounidense como puede serlo», pero la hipocresía radica en el silencio de Trump tras los anteriores actos de violencia de MAGA: «Cuando dos legisladores demócratas y sus cónyuges fueron asesinados por un partidario de Trump en Minnesota hace unas semanas, Trump no dijo nada. Nada. Nada de nada». La violencia cometida por la derecha no provoca indignación, pero una sola muerte utilizada como arma contra la izquierda se convierte en la justificación para una guerra contra la disidencia. Como relata St. Clair, el registro de la violencia de la derecha entre 2018 y 2025 se lee como un réquiem: el asalto a la sede de los CDC, el asesinato del agente David Rose, el complot para secuestrar a la gobernadora Gretchen Whitmer, la masacre de 23 personas en un Walmart de El Paso y la matanza de 11 fieles en la sinagoga Tree of Life de Pittsburgh. Cada acto llevaba el ritmo de la crueldad; cada atrocidad golpeaba como una advertencia escrita con fuego y sangre.

A pesar de las infames afirmaciones de Trump, Miller, Bondi y otros funcionarios de que la izquierda es responsable de la muerte de Charlie Kirk, los hechos cuentan una historia diferente. NBC News informa que «la investigación federal sobre el asesinato del activista conservador Charlie Kirk aún no ha encontrado ningún vínculo entre el presunto autor de los disparos, Tyler Robinson, de 22 años, y los grupos de izquierda contra los que el presidente Donald Trump y su administración se han comprometido a tomar medidas enérgicas». El régimen de Trump se niega a reconocerlo, borra las pruebas y fabrica una narrativa diseñada para demonizar a sus críticos. Esta distorsión sigue un patrón histórico familiar, pero lo que la administración Trump se niega a admitir y oculta desesperadamente es que, según la Liga Antidifamación, «desde 2002, las ideologías de derechas han alimentado más del 70% de todos los ataques extremistas y complots de terrorismo interno en Estados Unidos».

No se trata simplemente de una negación, sino de un engaño calculado. Al invertir la realidad y culpar a los disidentes de la violencia impulsada en su mayor parte por sus propios aliados ideológicos, la administración Trump libra una guerra contra la verdad misma, utilizando las mentiras como arma para justificar la represión. Esta es la herramienta más antigua del autoritarismo: un guion sacado del manual fascista en el que los regímenes fabrican enemigos internos para enmascarar su propia violencia.

Esta es la maquinaria del fascismo: la búsqueda de chivos expiatorios, la amnesia histórica y la fabricación de una «amenaza interna» para movilizar el miedo y borrar la responsabilidad. Permanecer en silencio ante tales mentiras es permitir que se repitan los patrones más oscuros de la historia. El siniestro traqueteo de los vagones de mercancías ya no es una mera metáfora, es un ensayo. Los mismos trenes que en su día transportaron a los enemigos del Estado, judíos, comunistas, romaníes y otros, a los campos de concentración resuenan en el discurso actual de vigilancia, detención y deportación. Estos ecos en el extranjero hacen imposible ignorar el peligro en casa. Los primeros objetivos son siempre los vulnerables, los inmigrantes, los refugiados, los estudiantes y las personas sin hogar. Pero la maquinaria de la represión, una vez puesta en marcha, se extiende más allá. Lo que comienza en los márgenes siempre se traslada al centro.

Primero, los matones enmascarados del terror patrocinado por el Estado se abalanzaron sobre los inmigrantes, luego sobre los estudiantes que se manifestaban; ocuparon barrios, convirtieron ciudades en escenarios militarizados y normalizaron la violencia como lenguaje del imperio de la ley. Ahora, la maquinaria de represión está endureciendo su control, acercándose cada vez más a los ciudadanos comunes. La sombra de un pasado autoritario se ha extendido sobre la república y, a menos que se le haga frente, el futuro se convertirá en un eco de los sombríos escenarios de represión que ya se están desarrollando en Hungría, la India y Argentina.

En todos estos países, incluido Estados Unidos, los líderes del nuevo fascismo hablan con vómito en la boca y sangre en las manos. Comparten un lenguaje que Toni Morrison denomina «lenguaje muerto». Es un «lenguaje opresivo que hace más que representar la violencia; es violencia». Trump y sus secuaces trafican con un lenguaje represivo impregnado de poder, censurado y censurador. Despiadado en sus funciones policiales, no tiene otro deseo ni propósito que mantener el libre albedrío de su propio narcisismo narcótico, su propia exclusividad y dominio. Ofrece espectáculos masivos, un sonambulismo moral y un enamoramiento psicótico para aquellos que buscan refugio en el poder sin control. Forja una comunidad basada en la codicia, la corrupción y el odio, empapada en un escándalo de satisfacción hueca.

En el momento histórico actual, marcado por una política basada en la venganza, el racismo sistémico y la construcción de un Estado policial, el lenguaje se utiliza como arma, funcionando como una poderosa fuerza para fabricar ignorancia. La administración Trump convierte el dolor en un grito de guerra para la represión. La imaginación radical se ve ahora empapada de teorías conspirativas e ignorancia cívica. Una política hueca de crueldad encuentra ahora su contrapartida en la despiadada violencia del terrorismo de Estado. En el ámbito nacional, Trump y sus secuaces políticos se imaginan a sí mismos como víctimas mientras propagan la violencia, la miseria, la crueldad y la decadencia moral tanto en el país como en el extranjero. Lo que está en juego no podría estar más claro: el silencio es complicidad, y hablar, responder y participar en acciones no violentas es ahora la condición previa más urgente para construir modos poderosos de resistencia colectiva. Las luces se están apagando rápidamente, pero aún hay tiempo para hacer de la justicia, la igualdad y la libertad los cimientos de una democracia radical; la resistencia ya no es opcional, sino la tarea política y moral urgente de nuestro tiempo.

Foto de portada de Nathaniel St. Clair: La historia tiene ojos, quédate en el lado correcto.

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