Ahmed Abu Artema, Middle East Eye, 2 octubre 2025
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Ahmed Abu Artema es un escritor y activista por la paz palestino. Es el fundador e iniciador de la Gran Marcha del Retorno en Gaza. Nacido en Rafah en 1984, Abu Artema es un refugiado de la aldea de Al Ramla. Ha escrito cientos de artículos en sitios web árabes e internacionales. Ha viajado por Estados Unidos y Europa para hablar sobre el derecho al retorno de los palestinos. Es autor del libro «Organized Chaos».
Después de soportar 690 días de genocidio, miedo y hambre en Gaza, sobreviví de una manera inesperada.
Soy uno de los cientos de miles de palestinos de Gaza que lo han perdido casi todo desde el 7 de octubre de 2023.
A las pocas semanas del inicio de la guerra, mi hijo mayor, Abdullah, de 13 años, murió asesinado cuando un ataque aéreo israelí alcanzó nuestra casa familiar en Rafah. El ataque nos hirió a mí y a mis otros hijos y mató a varios de mis familiares.
Poco después, mis hijos supervivientes se marcharon al extranjero. Meses más tarde, el ejército israelí destruyó el edificio residencial donde se encontraba mi apartamento. Las casas de mis familiares también fueron destruidas, junto con toda mi ciudad.
Perdí mi hogar, mi seguridad y todas las condiciones para sobrevivir. No podía hacer nada más en Gaza que esperar desesperadamente.
Después de más de un año y medio de genocidio, un amigo de los Países Bajos se puso en contacto conmigo para ofrecerme un puesto como escritor en De Correspondent. El proceso fue muy sencillo: el periódico solicitó un permiso de trabajo en mi nombre y, en cuestión de semanas, todo estaba listo.
Quedaba el paso más difícil: salir de Gaza.
Mis amigos holandeses y el equipo de De Correspondent trabajaron duro para ayudarme. Se pusieron en contacto con el Ministerio de Asuntos Exteriores holandés, que a su vez se comunicó con las autoridades israelíes y jordanas.
Finalmente, se concedió permiso a 13 personas de Gaza, entre las que me encontraba yo, para viajar a los Países Bajos. La coordinación llevó casi dos meses, una larga espera llena de ansiedad, antes de que la embajada holandesa finalmente confirmara mi día de salida y el punto de encuentro, y me informara de las restricciones impuestas por Israel en el paso fronterizo.
Israel nos prohibió llevar cualquier cosa, ni siquiera ropa que no fuera la puesta, ni bolsos, libros o dispositivos electrónicos, ni siquiera un cargador de teléfono.
No me opuse, ya que había perdido casi todo. De hecho, me parecía mal llevarme mis pocas pertenencias cuando tantos palestinos en Gaza se habían quedado sin nada, así que las repartí entre mis hermanos y familiares.
Sólo había una cosa que me preocupaba: no me permitieron llevarme el último recuerdo de Abdullah. Después de que lo mataran, reuní su ropa y sus juguetes en una habitación especial de mi apartamento para conservar una parte de su recuerdo. Pero cuatro meses después, el ejército israelí destruyó el edificio y, con él, todas sus cosas. Sólo sobrevivieron dos objetos: su ejemplar del Corán y su peine, porque los había guardado en una bolsa fuera del piso.
La fecha de salida se fijó para el miércoles 27 de agosto de 2025.
Dado que las condiciones para salir por el paso fronterizo israelí eran precarias, sólo se lo conté a mi padre. El día anterior lo saludé con una despedida normal y me alejé. Entonces me vino a la mente un pensamiento terrible: ¿podría haber sido esa nuestra última despedida? ¿No se merecía una más cálida? Pero ya no encuentro consuelo en las despedidas.
Mi hijo Abdullah estaba hablando conmigo cuando la bomba cayó sobre nuestra casa y, en un instante, desapareció.
Abdullah nunca pronunció su última palabra y yo nunca pude despedirme de él. Desde entonces, he aprendido a evitar crear vínculos afectivos en la medida de lo posible.
Un viaje peligroso
El punto de encuentro para la salida estaba cerca de la oficina de Unicef en Deir al-Balah.
Cualquier retraso podría significar perder esta oportunidad única que había surgido tras casi dos años de circunstancias imposibles. Ninguno de nosotros pudo dormir la noche anterior, por miedo a que la oportunidad se esfumara.
Otros dos viajeros de la lista, Hazem y su esposa, Amal, se alojaban en Jan Yunis. Al no poder encontrar transporte por la noche, su única opción era viajar a Deir al-Balah la noche anterior y dormir en una tienda de campaña junto a la mía hasta la hora de la salida. Para entonces, la mayoría de nosotros habíamos estado viviendo en tiendas de campaña después de que nuestras casas fueran destruidas.
Desplazarse por la noche era peligroso. El cielo zumbaba con los drones israelíes, que sobrevolaban constantemente y lanzaban ataques de vez en cuando. Pero no teníamos otra opción y esperábamos que esa fuera nuestra última noche bajo el amenazante zumbido de los drones.
Gaza lleva dos años sin electricidad, pero a las 2:30 de la madrugada, los tres nos abrimos paso en la oscuridad hacia el punto de encuentro. Llegamos y esperamos una hora antes de que comprobaran nuestros nombres y subiéramos a un autobús.
Había unos 130 pasajeros en total, repartidos en tres autobuses. Eran estudiantes con becas, familias que se reunían y otras personas con contratos de trabajo. Todos habían recibido autorización para salir de las embajadas europeas.
Ese día, tres autobuses llenos de supervivientes dejarían atrás el genocidio, mientras que otros dos millones permanecían atrapados bajo la muerte.
Esperamos dos horas más en el autobús hasta que el ejército israelí dio la señal para partir. Tras una larga espera, los autobuses se pusieron en marcha hacia el sur. Más allá de Deir al-Balah se encontraba la ciudad de Jan Yunis y, más al sur, Rafah.
Desde allí, continuamos hacia el este hasta llegar al paso fronterizo de Kerem Shalom, controlado por Israel, por el que íbamos a pasar.
Tierra de escombros
A medida que los autobuses avanzaban hacia el sur, la magnitud de la destrucción era cada vez mayor. La escena era aterradora, peor que un terremoto devastador. El ejército israelí había pasado por allí: la mayor parte de Jan Yunis estaba destruida y la ciudad de Rafah había quedado completamente arrasada. Miraras donde miraras, a la derecha, a la izquierda o al frente, no había más que montones de escombros, calles destrozadas y tierra arrasada por las excavadoras.
Israel había abierto nuevas carreteras a través de la devastación para facilitar el movimiento de sus vehículos. Esa escena resumía la esencia misma de Israel: un Estado fundado sobre la destrucción de la vida palestina.
Desde sus inicios, construyó parques públicos sobre las tumbas de sus víctimas. El grupo israelí de derechos humanos Zochrot ha catalogado los bosques, parques y zonas recreativas plantados por el Fondo Nacional Judío sobre las ruinas de las aldeas destruidas en 1948-49.
Era la primera vez en casi dos años que me adentraba tanto hacia el sur.
Antes del genocidio, se podía conducir desde el punto más septentrional de Gaza hasta el extremo sur en menos de una hora. Pero tras la invasión del ejército israelí y el fraccionamiento de Gaza, todo había cambiado.
Me vi obligado a abandonar Rafah en mayo de 2024, antes de la invasión israelí. Desde entonces, como todos los expulsados por orden de Israel, nunca había podido volver. Los gobiernos habían declarado Rafah «línea roja», pero Israel la invadió de todos modos, borrando la ciudad y todos sus puntos de referencia. Irónicamente, al hacerlo, también borró la línea roja que esos gobiernos habían trazado.
Nunca imaginé que volvería a Rafah de esta manera. Ahora sólo pasaba por allí como un viajero en tránsito, sin saber si alguna vez volvería.
A medida que se extendía el paisaje de destrucción, todos los signos de vida habían desaparecido. A mi derecha e izquierda había barrios desiertos, que antes de la invasión israelí estaban llenos de gente. Por ahora, quedarse aquí significaba una muerte segura.
Cuanto más avanzábamos hacia el sur, más extraña se volvía la escena. Empecé a ver grupos de personas en coches y otras esperando a los lados de la carretera destruida. Su número seguía creciendo hasta que parecían ser al menos miles.

Palestinos transportan paquetes de ayuda desde un centro de distribución gestionado por la Fundación Humanitaria de Gaza, respaldada por Estados Unidos e Israel, en el llamado «corredor Netzarim», en Nuseirat, en el centro de la Franja de Gaza, el 30 de septiembre de 2025 (Eyad Baba/AFP).
¿Por qué alguien se reuniría en lugares tan mortíferos y peligrosos? Rápidamente lo comprendí: eran personas que buscaban ayuda.
Impulsados por la desesperación, arriesgaban sus vidas para obtener cajas de ayuda de la denominada Fundación Humanitaria de Gaza, creada por Israel y la Administración estadounidense en estas peligrosas zonas.
Los riesgos eran enormes, ya que, según la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, al menos 2.000 personas que buscaban ayuda habían muerto en sólo tres meses. Aun así, la gente arriesgaba su vida a sabiendas de la alta probabilidad de morir, lo que refleja su desesperación y la ausencia de alternativas.
Muchos eran padres que no podían soportar ver a sus hijos pasar hambre sin tener medios para alimentarlos. Tenían que elegir entre el hambre segura o arriesgar la vida por la pequeña posibilidad de llevar algo de comida a casa.
Más al sur, donde la gente había desaparecido, el camino hacia el cruce estaba lleno de cajas tiradas de ayuda humanitaria rotas y miles de sacos de harina. Hazem, que estaba sentado frente a mí, señaló y dijo: «Mira toda esta comida tirada en la calle. Cuánto la necesita la gente de Gaza».
Los palestinos reconocen que la pequeña cantidad de ayuda que Israel permite entrar no es por preocupación por la población, sino para promover su imagen a través de medios de comunicación favorables.
Una vez que se ha asegurado esa imagen, no importa si la ayuda se desecha en las calles o es saqueada por las bandas, a las que Israel protege. Los hambrientos pueden morir, y a Israel no le importa.
La ley de los colonizadores
A las 9 de la mañana llegamos al paso fronterizo de Karem Abu Salem, rebautizado por Israel como Kerem Shalom, donde Gaza se encuentra con los territorios ocupados desde 1948.
Era la primera vez en mi vida que cruzaba por allí y la primera vez que trataba directamente con el ejército israelí.
Esta había sido la realidad de Gaza desde 1994, cuando yo sólo tenía 10 años. Tras los Acuerdos de Oslo, Israel renunció al control de la administración civil de Gaza, lo que redujo el contacto entre los palestinos y las autoridades israelíes.
En 2005, Israel se retiró de sus asentamientos en Gaza y del paso fronterizo de Rafah, que conecta Palestina con Egipto, y se convirtió en el único paso para los palestinos de Gaza.
Antes de la guerra, viajé varias veces, pero siempre fue a través de Rafah y no implicó ninguna interacción con el ejército israelí. Ahora todo era completamente diferente.
Unos minutos más tarde, por primera vez en mi vida adulta, vería de cerca a un soldado israelí.
El autobús se detuvo y subió un trabajador árabe del paso fronterizo. Parecía ser del Negev. Leyó en voz alta la lista de artículos prohibidos: todo estaba prohibido excepto los documentos y la cartera. Incluso la pequeña bolsa que contenía esos documentos tenía que ser desechada. Después de que se marchara, esperamos en el autobús más de una hora.
Los pasajeros comenzaron a bajarse del autobús, esperando a que los llamaran. Hazem se volvió hacia mí y me dijo: «El aire aquí es fresco y el lugar es muy tranquilo. No se oye el zumbido de los drones en absoluto».
Le respondí: «Este aire fresco proviene de nuestro mar, y este lugar donde ahora se encuentra la base militar era nuestra tierra de cultivo. Esta es siempre la ley de los colonizadores. Roban las partes más hermosas y abundantes de la tierra, confinan a los indígenas en enclaves estrechos y los privan de las necesidades básicas para una vida digna».
Uno de los estudiantes que nos acompañaba, que venía de un punto de distribución cercano, regresó con botellas de agua. Amablemente me ofreció una. Le dije: «No puedo aceptarla del ejército». Él me aclaró: «No es del ejército. Es de la Cruz Roja», así que la acepté.
Un paso en falso
Nos dirigimos a una zona sombreada y nos pusimos en fila para que nos revisaran los documentos de identidad. Otro trabajador árabe estaba sentado allí con un teléfono móvil, hablando con un oficial israelí al otro lado de la línea.
Miró nuestros documentos de identidad y le transmitió los números al oficial, asegurándose de que los nombres coincidieran. Una vez confirmado el nombre, el viajero entraba en una pequeña habitación, se colocaba detrás de una cortina y miraba a una cámara para que los soldados pudieran verlo y verificar su identidad. El siguiente paso era caminar hacia la puerta interior del cruce.
Caminé por un amplio camino rodeado de vallas y muros, con cámaras instaladas y vigiladas por soldados desde sus puestos.
Cuando llegué a un semáforo en rojo, me detuve. Un soldado, atrincherado en una torre militar, habló en un árabe entrecortado a través de un altavoz. Podía oír su voz, pero no verle la cara: «Camina».
Continué solo. Después de unos 200 metros, llegué a un cruce. No sabía si seguir recto o girar a la derecha.
Aquí, un movimiento en falso podía significar la muerte: lo más fácil para un soldado israelí es disparar. ¿Cuántos palestinos han sido asesinados simplemente por la estimación de un soldado? Confundido, me quedé quieto. Sabiendo que me estaba observando, levanté la mano en un gesto para preguntarle qué camino debía tomar. Su voz volvió a crepitar a través del altavoz: «Gira a la derecha».
Respiré hondo, aliviado por estar de nuevo en terreno seguro, y me apresuré a seguir adelante.
La mayor parte del proceso de viaje se llevó a cabo mediante cámaras, sin contacto directo entre los soldados y los viajeros.
No hay duda de que uno siente una sensación de humillación cuando se le reduce a nada más que un caso de seguridad para que lo inspeccione el ejército.
Y, sin embargo, no podía negar que me reconfortaba de alguna manera no enfrentarme directamente a ellos. Hay barreras demasiado importantes y heridas demasiado profundas para superarlas: este ejército ocupó mi tierra, mató a mi hijo, demolió mi casa, destruyó mi ciudad.
Psicológicamente, era más fácil no ver sus caras.
Las caras de los asesinos
En otro puesto de inspección, los trabajadores también eran árabes. No sabía exactamente quiénes eran, probablemente ciudadanos israelíes de segunda clase. Israel emplea a estos trabajadores no judíos para trabajos menores o los empuja a tareas que conllevan un mayor riesgo, mientras que los amos sionistas permanecen detrás de muros fortificados, supervisándolo todo.
Nos registraron con máquinas antes de pasar a la última estación del cruce. Finalmente, nos paramos frente a los soldados israelíes, armados con rifles de asalto.
Un soldado se adelantó con una lista. Comprobó nuestros nombres uno por uno, tachándolos a medida que se confirmaba nuestra salida.
Evitaba mirarnos directamente, y yo tampoco le miraba directamente a él. Le extendí mi pasaporte. Echó un vistazo al nombre y murmuró en hebreo: «Kain», que significa «hecho».
Me senté en un banco cercano, esperando a que terminaran los trámites para poder subir al autobús. Mientras tanto, los soldados se movían a nuestro alrededor, con los rifles al hombro, hablando y riendo.
Hasta ese momento, sólo había conocido a los soldados israelíes a través de los cohetes y la muerte. Ahora estaba lo suficientemente cerca como para verlos hablar, reír y comer. La curiosidad me empujó a mirar rápidamente sus rostros, estudiando sus rasgos.
Una pregunta me rondaba la cabeza: ¿cómo puede un rostro que ríe ser también el rostro de un asesino?
Estos soldados sirven en un ejército que ha cometido genocidio durante casi dos años y ha colonizado y subyugado a un pueblo durante 77 años. Es muy probable que cualquiera de ellos haya participado directamente en asesinatos, y ahí estaban, riendo, comiendo y hablando.
¿Cómo puede una persona conciliar tales contradicciones?
De hecho, los seres humanos son criaturas extrañas, capaces de fingir, mentir y engañarse incluso a sí mismos.
Por mucho que quisiera apartar la mirada, también quería estudiar los rostros de los soldados, como si pudiera penetrar en lo más profundo de su interior. Al mismo tiempo, temía que mirar fijamente durante demasiado tiempo pudiera normalizar a los asesinos al crear una sensación de familiaridad, así que me limité a echarles miradas rápidas y fugaces.
Amargo respiro
Subimos a un autobús que nos llevó más allá del cruce. Al otro lado, nos esperaban los autobuses de las embajadas, con las banderas de los países que habían organizado nuestro viaje.
La delegación holandesa nos dio la bienvenida y nos proporcionó a cada uno un visado de entrada, imposible de obtener dentro de Gaza debido a su completo aislamiento del mundo exterior. También nos ofrecieron comida.
Mientras sostenía la comida en mis manos, sentí una especie de culpa. La comida es una de las necesidades humanas más básicas, pero en Gaza se ha convertido en un sueño lejano para los niños. Antes de marcharme, escuché a un grupo de niños hablar de sus sueños. No eran sobre juguetes, viajes o juegos, sino sólo sobre un tipo de comida que anhelaban pero que no habían probado en muchos meses.
Ahora estaba cumpliendo el sueño de más de dos millones de palestinos que seguían atrapados en Gaza: tener libertad, seguridad y comida. Pero el dolor seguía ahí, igual que ahora. Sólo era una salvación individual. ¿Cómo podía celebrar mi propia huida del infierno cuando todos los demás seguían prisioneros entre sus muros?
Sólo podía decirme a mí mismo que había soportado 690 días de pérdidas, hambre y miedo junto a mi pueblo. Quizás ahora, desde fuera, podría hacer algo para que se escucharan sus voces.
Dejamos atrás Gaza y nos dirigimos hacia el paso fronterizo con Jordania. Era la primera vez en mi vida que entraba en nuestras tierras ocupadas en 1948, que desde entonces se llaman Israel. La gran mayoría de las familias de Gaza, incluida la mía, fueron desplazadas por la fuerza de las ciudades y pueblos de lo que hoy es Israel.
Regresar a sus lugares de origen es un sueño común para los refugiados palestinos, una historia que los abuelos transmiten a sus nietos. Yo llevaba mucho tiempo soñando con visitarlos.
Por fin los vi hoy, pero solo a través de la ventana del autobús. Nos estaban deportando. Estaba prohibido salir de la carretera. El autobús nos llevó al interior del Negev, pasando por Arad y el mar Muerto.
Había una ruta más corta a través de Cisjordania, pero Israel nos la prohibió. Quizás temía que el simple hecho de ver a la gente y las ciudades de Cisjordania despertara un sentimiento de unidad y conexión con otras partes de nuestra patria. No lo sé. Pero con una mentalidad colonial, nada me sorprende.
Camino al exilio
Al otro lado de la carretera, vi que la vida seguía como de costumbre. La gente estaba a sólo unos kilómetros del genocidio perpetrado por su ejército. Algunos de ellos eran soldados, tal vez de permiso tras haber participado en la matanza.
Allí, la muerte se cernía sobre dos millones de personas en un campo de detención al aire libre en condiciones humanitarias catastróficas. Aquí, la vida cotidiana continuaba como si nada pasara. Quizás era porque no veían a las víctimas detrás de la valla como seres humanos iguales a ellos o porque no creían que sus vidas importaran.
Así es como se reconcilian con el genocidio: fingiendo que no existe.
Por el camino, vi interminables tierras baldías. Las zonas residenciales parecían pequeños oasis en un vasto desierto. Entonces, ¿por qué Israel impide a los refugiados palestinos regresar a sus pueblos cuando hay tanta tierra disponible?
Me vino a la mente el estudio del historiador palestino Salman Abu Sitta, que descubrió que más del 80% de la tierra de la que fueron expulsados los refugiados palestinos sigue estando vacía o muy poco poblada, y que la mayoría de los israelíes se concentran en las grandes ciudades.
Esto significa que hay tierra más que suficiente en la Palestina histórica para que todos los desplazados regresen y convivan con la población judía. El problema, claramente, no es la falta de recursos o de espacio, sino la codicia colonial y una ideología supremacista.
El conductor del autobús me sugirió que me sentara cerca de él para que pudiéramos hablar. Me dijo que era de Jerusalén. Los palestinos que viven entre el río y el mar no habitan un espacio geográfico contiguo. Israel ha reforzado deliberadamente esta separación para fragmentar la identidad palestina.
Como la mayoría de mi generación y los más jóvenes, nunca había visitado Jerusalén ni Cisjordania. Me emocionaba conocer a un palestino de Jerusalén.
Intercambiamos algunas historias. El conductor me contó que no había podido viajar durante 20 años debido a problemas de identidad y residencia en Jerusalén. Cada palestino tiene su propia tragedia personal, infligida por la realidad de la ocupación.
Después de unas cinco horas, llegamos al puente que cruza entre Palestina y Jordania. Esperamos dos horas en el autobús antes de que un agente de seguridad jordano, acompañado por un soldado israelí, subiera a bordo para comprobar la lista de pasajeros. Su comunicación era fluida, ya que trabajaban juntos a diario.
Luego nos trasladaron a otro autobús, esta vez conducido por un jordano. El conductor saludó con la mano a una soldado israelí que estaba cerca con una familiaridad casual, seguramente por verse todos los días. En Gaza, los palestinos sólo conocen a los soldados israelíes desde detrás de los muros o desde los aviones de combate que sobrevuelan la zona. Esas escenas no existen en nuestro mundo.
La paz debe crear un sentimiento hermoso, pensé. Pero para que la paz sea duradera, debe basarse en la justicia y en el fin de la opresión.
El autobús nos llevó a un edificio cercano dentro de Jordania, donde esperamos a que nos revisaran los pasaportes. Estuvimos sentados más de cinco horas. Nadie parecía saber el motivo del retraso, y mucho menos por qué eran necesarios esos largos trámites, sobre todo teniendo en cuenta que las autoridades jordanas habían sido informadas con antelación de nuestra llegada y sabían que sólo estaríamos en tránsito durante unas horas.
Los trámites terminaron pasada la medianoche y el autobús nos llevó a un hotel cerca del aeropuerto. El coordinador de la embajada holandesa nos informó de que teníamos que estar en el aeropuerto a las 8 de la mañana, lo que significaba que no podríamos dormir más de cinco horas. Las autoridades jordanas parecían ansiosas de que nos marcháramos, impulsadas por consideraciones políticas.
Los gobiernos de Jordania y Egipto han declarado en repetidas ocasiones su rechazo al desplazamiento de los palestinos de Gaza. En realidad, su papel se ha limitado a vigilar las fronteras para que los palestinos no las crucen, en lugar de ejercer una presión real para poner fin a las masacres y la destrucción, y garantizar que la gente tenga los medios para permanecer en su tierra.
Lo que queda
Esa noche, mientras esperábamos en Jordania, envié un mensaje a mi familia para sorprenderles con la noticia de mi partida. Mi hija Batoul, de 10 años, que está recibiendo tratamiento en el extranjero, me envió un mensaje de voz. Con voz emocionada, me dijo: «Papá, ¿de verdad? ¡No puedo contener mi alegría!». Batoul había estado preocupada por mí mientras yo aún estaba en Gaza.
Compartí una selfie por primera vez desde que comenzó la guerra con mi hermana en Egipto. Ella me respondió con un mensaje de voz entre lágrimas, sorprendida por lo pálido que estaba y lo mucho que había adelgazado.
Una parte de mí se quedó atrás: la tumba de mi hijo Abdullah, que no había podido visitar desde la invasión israelí de Rafah.
Esta es la situación de todos los palestinos en Gaza. Ni una sola persona se ha librado de esta guerra. Dejé atrás a mi familia, a mis amigos y a todo un pueblo que sigue enfrentándose solo a la muerte en todas sus formas.
Cuando el avión finalmente despegó, las fronteras parecieron desvanecerse y el horizonte se amplió. Siempre me ha gustado la sensación de libertad que se siente al volar.
En ese momento, por fin pude decir: he sobrevivido al genocidio, mi cuerpo ya no está en Gaza.
Pero una parte de mí se quedó atrás: la tumba de mi hijo Abdullah, que no había podido visitar desde la invasión israelí de Rafah. Según los informes, el cementerio había sido arrasado, pero con la ciudad bajo control militar, nadie podía llegar hasta allí para confirmarlo.
Recordé sus pertenencias que me había visto obligado a dejar atrás y rompí a llorar. En Gaza nunca había tiempo para llorar.