Ahmed Ahmed, +972.com, 23 octubre 2025
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Ahmed Ahmed es el seudónimo de un periodista de la ciudad de Gaza que ha pedido permanecer en el anonimato por temor a represalias.
«¡Los tanques se han retirado! ¡La gente está regresando a la ciudad de Gaza!».
Era poco después del mediodía del viernes 10 de octubre, y la calle Al-Rashid, la principal vía pública de Gaza, estaba llena de gente silbando, vitoreando y gritando emocionada por sus teléfonos. Yo estaba en la tienda de campaña de mis familiares, cerca de allí, con el corazón latiéndome con fuerza mientras esperaba ansiosamente la noticia de que había comenzado el alto el fuego negociado por Estados Unidos. Sólo una semana antes, me había visto obligado a huir de mi ciudad como consecuencia de la brutal invasión israelí, y estaba desesperado por volver a casa. De repente, había llegado el momento.
Intenté, en vano, parar cualquier vehículo que pasara, pero el número de personas que inundaban la calle -muchas de las cuales habían acampado allí durante la noche- superaba con creces la capacidad de cualquier medio de transporte disponible. Cogí mi bicicleta de la tienda y me uní a la multitud que se dirigía hacia el norte.
Las calles estaban repletas de hombres, mujeres, niños y ancianos que corrían contra el tiempo para llegar a casa. Algunos estaban ansiosos por comprobar si sus casas seguían en pie. Otros se apresuraban a reunirse con sus seres queridos que habían sobrevivido a los últimos días de la operación israelí. Muchos simplemente querían dejar atrás sus tiendas de campaña y volver a respirar dentro de sus propios hogares, aunque estuvieran en gran parte destruidos.
Cuando llegué a la ciudad de Gaza, apenas la reconocí. Las calles estaban llenas de metal retorcido, cristales rotos y escombros de casas y torres derribadas por los bombardeos sistemáticos de Israel contra edificios altos y el uso de robots cargados de explosivos. Muchas carreteras estaban completamente bloqueadas; tuve que bajarme de la bicicleta y llevarla a cuestas parte del camino.

Escombros y restos de enseres llenan las calles de Al-Sabra, en la ciudad de Gaza. (Ahmed Ahmed)
Sólo habían pasado unos días desde que me vi obligado a desplazarme, pero en ese tiempo cada rincón de la ciudad se había convertido en un mapa de recuerdos donde antes se alzaban estructuras físicas: mi escuela, las cafeterías donde me reunía con mis amigos, los restaurantes donde comía con mi familia, las tiendas donde solía comprar ropa.
Cuando finalmente llegué a mi barrio, me invadió una gran sensación de alivio al ver que mi edificio seguía en pie. Saqué la llave de mi bolso y subí las escaleras con una sonrisa, sólo para encontrarme con la puerta abierta de par en par, las ventanas destrozadas y el yeso cayéndose de las paredes. Todos nuestros muebles habían desaparecido. Aun así, me sentía afortunado: tenía un techo sobre mi cabeza, a diferencia de miles de personas que lo habían perdido todo y ahora se veían obligadas a vivir en tiendas de campaña.
Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, me tumbé en el suelo cubierto de escombros y lloré. Estaba en casa.
Un débil pulso de vida
Durante dos años, una pregunta me acechó día y noche: ¿viviría para ver el final de esta guerra genocida?
El mes pasado sentí que la muerte se acercaba a mí cuando las fuerzas israelíes intensificaron sus ataques contra la ciudad de Gaza. Juré que nunca huiría de mi ciudad, pero al final no tuve otra opción cuando los tanques y los cuadricópteros recorrieron las calles y las bombas cayeron a mi alrededor.
Dejé mi hogar entre lágrimas, llevando conmigo los recuerdos de los 29 años que pasé entre sus paredes y una pequeña bolsa con lo esencial: comida enlatada, documentos personales, ropa de invierno y un álbum de fotos familiares. Algunos familiares y amigos tuvieron que permanecer allí, imposibilitados de pagar el transporte, encontrar un lugar adónde ir o superar el agotamiento de meses de desplazamiento; me despedí de ellos antes de partir, sabiendo que en Gaza cada separación podría ser la última.

Palestinos desplazándose entre las ruinas de sus hogares en el norte de la Franja de Gaza, 22 de octubre de 2025. (Khalil Kahlout/Flash90)
Después de la evacuación, seguí trabajando como periodista desde mi tienda de campaña en Deir Al-Balah. Caminaba kilómetros cada día, buscando un lugar donde cargar mis dispositivos o una señal lo suficientemente fuerte como para enviar un informe a mis editores. A veces, trabajaba desde una sencilla tienda de campaña destinada a los periodistas cerca del hospital Al-Aqsa, que Israel ya había bombardeado.
En los días previos al alto el fuego, incluso el más mínimo rumor de progreso tras repetidas rondas de negociaciones fallidas parecía un milagro. Nos aferramos a las declaraciones del presidente estadounidense Donald Trump, que presionaba para liberar a los rehenes israelíes y negociar un acuerdo, aunque los impuestos estadounidenses seguían financiando las bombas de Israel.
Cada mañana comenzaba con los vecinos murmurando sobre las negociaciones. «Volveremos pronto», dijo Um Saib, una anciana que vivía en una tienda cercana, cuando le pregunté qué había oído ese día.
Cuando finalmente se anunció el acuerdo, pareció como si un débil pulso de vida hubiera vuelto a Gaza. A pesar del escepticismo y el temor a otra traición israelí en el último momento, la gente comenzó a celebrar con cautela.
Poco después de regresar a casa, mi amigo Wasim me llamó por teléfono. «¿Cómo está tu casa?», me preguntó. «Está parcialmente destruida, mi casa necesita una casa», le respondí, antes de preguntarle: «¿Y la tuya?». «Estoy buscando algún rastro de ella», dijo en voz baja. «Los tanques arrasaron todo nuestro barrio».
Wasim y sus dos hermanos habían trabajado duro durante años para construir su casa en el barrio de Al-Tuffah, y su familia se negó a abandonarla durante toda la guerra. Pero a finales de junio tuvieron que huir bajo el intenso bombardeo israelí, y desde entonces se han estado desplazando de una parte a otra de la ciudad.

Wasim en su jardín antes de la guerra. (Cortesía)
Su padre, Naser, que padece diversos problemas de salud, solía pasar la mayor parte del tiempo en su jardín, plantando verduras, olivos y flores, incluso durante el apogeo de la hambruna impuesta por Israel en el norte de Gaza. Una vez me regaló unas berenjenas y pimientos de ese jardín, que fueron pequeños pero valiosos obsequios durante los meses de inanición.
Mis amigos y yo, incluidos algunos que más tarde fueron asesinados durante el genocidio, solíamos pasar los fines de semana en casa de Wasim para escapar del caos del centro de la ciudad: hacíamos barbacoas, fumábamos y, a veces, veíamos películas juntos.
Poco antes de la guerra, Wasim tenía planes de casarse, por lo que su madre vendió su collar de oro para ayudarle a construir una segunda planta. Cuando le llamé para consolarle por lo de la casa familiar, no encontré las palabras adecuadas. Ambos lloramos, porque en Gaza las casas no son sólo paredes y techos, sino la encarnación de la seguridad, la memoria y la paz, y ahora todo se había convertido en polvo.
Atrapados de nuevo
Los que sobrevivimos al genocidio estamos empezando ahora a intentar recomponer nuestras vidas. Pero en la ciudad de Gaza, los continuos ataques israelíes y los enfrentamientos entre Hamás y las milicias locales se suman a nuestros problemas.
Después de regresar a casa, los familiares que se habían quedado en la ciudad me advirtieron sobre la presencia de grupos peligrosos en nuestro barrio que habían colaborado con las tropas israelíes durante los últimos días de su operación. Se les ha visto saqueando casas y amenazando con matar a las familias desplazadas que regresaban, además de luchar contra las fuerzas de Hamás. No está claro si estos grupos decidieron quedarse en la zona o si habían sido «abandonados» por las fuerzas israelíes durante la retirada.

Miembros enmascarados de Hamás detienen a varios miembros de la milicia de Yasser Abu Shabab, acusados de colaborar con el ejército israelí, en el sur de la Franja de Gaza, 22 de octubre de 2025. (Said Mohammed/Flash90)
Un día de la semana pasada, mientras limpiaba los escombros y los cristales esparcidos por toda mi casa para preparar el regreso de mis sobrinos y sobrinas del sur, oí disparos cerca. Mis oídos están bien entrenados desde hace dos años: supe que procedían de un rifle Kalashnikov. Corrí a la ventana y vi abajo a un grupo de combatientes enmascarados, identificables como miembros de Hamás por sus cintas verdes en la cabeza y sus uniformes de estilo militar.
Los enfrentamientos entre Hamás y las milicias continuaron durante tres días cerca de mi casa. Una bala de un francotirador de la milicia pasó volando directamente por encima del edificio. Me quedé atrapado dentro, preguntándome una vez más si los disparos y el riesgo constante de muerte cesarían, y cuándo. Finalmente, algunos de los combatientes de la milicia huyeron, mientras que otros fueron capturados o se rindieron a Hamás antes de ser ejecutados.
Al final, el resto de mi familia pudo regresar a casa con suficiente seguridad, pero yo seguía angustiado. Las fuerzas israelíes continuaron bombardeando varias zonas después de que entrara en vigor el alto el fuego, incluido un ataque aéreo el 19 de octubre que mató a 11 miembros de la familia Abu Shaban cuando regresaban a su casa en el este de la ciudad de Gaza.
Foto de portada: Palestinos caminando entre las ruinas de sus hogares en el barrio de Shuja’iya, al este de Gaza, el 16 de octubre de 2025. (Khalil Kahlout/Flash90)