Socialismo o barbarie

Eric Ross, TomDispatch.com, 30 octubre 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Eric Ross es organizador, educador y candidato a doctorado en el departamento de historia de la Universidad de Massachusetts Amherst.

Hace más de un siglo, desde una celda en una prisión de Berlín, donde estaba confinada por su firme oposición a la carnicería de la Primera Guerra Mundial, Rosa Luxemburgo advirtió: «La sociedad burguesa se encuentra en una encrucijada: o la transición al socialismo o la regresión a la barbarie». Su diagnóstico sigue siendo tan relevante hoy como entonces.

En Estados Unidos, hace mucho tiempo que elegimos el camino de la barbarie. Trump y sus cómplices han sido importantes catalizadores de nuestra decadencia, pero son tanto síntomas como causas. Las crisis acumuladas de nuestro tiempo, desde el colapso ecológico hasta la inmensa desigualdad y la guerra interminable, no son meras aberraciones imprevisibles. Son las consecuencias lógicas de un sistema capitalista construido sobre la explotación violenta y arraigado en la implacable búsqueda de beneficios por encima de las personas.

El orden económico insostenible que ha definido nuestra vida nacional ha corroído nuestra democracia, erosionado nuestro sentido compartido de humanidad y precipitado a nuestras instituciones y a nuestro planeta hacia el colapso. Hoy, nos encontramos peligrosamente avanzados por la autopista que conduce al suicidio colectivo. Nadie puede predecir con certeza qué revelará la autopsia final: aniquilación nuclear, catástrofe climática, apocalipsis provocado por la IA o todo lo anterior.

Sin embargo, el fatalismo no es una opción viable. Un rumbo diferente para el país y el mundo sigue siendo posible, y los estadounidenses aún pueden estar a la altura de las circunstancias y evitar la catástrofe. Si queremos lograrlo, la receta de Luxemburgo, el socialismo, sigue siendo nuestra última y mejor esperanza.

Esa convicción impulsa la campaña socialista democrática de Zohran Mamdani para la alcaldía de la ciudad de Nueva York. En un clima político sombrío, ofrece un rayo de esperanza genuina. Sin embargo, su popularidad ha provocado una notable, aunque predecible, reacción adversa de la élite. Está teniendo que enfrentar difamaciones islamófobas, dinero de oligarcas y acuerdos secretos (esfuerzos que, según observó Mamdani, cuestan mucho más que los impuestos que planea imponer para mejorar la vida en Nueva York). Como era de esperar, Trump se ha sumado con entusiasmo a estos esfuerzos, mientras que el establishment demócrata ha optado por la cobardía y el silencio, o al menos por la ambigüedad.

La indignación en torno a Mamdani no se limita a la etiqueta de “socialista”. Todos los estadounidenses han escuchado el estribillo: el socialismo tiene buena pinta en teoría, pero no funciona en la práctica. El subtexto, por supuesto, es que el capitalismo sí funciona. Y, en cierto modo, así ha sido. Ha funcionado exactamente como se diseñó, concentrando niveles obscenos de riqueza en manos de una clase dominante que utiliza su fortuna para afianzar aún más su poder. Especialmente desde la decisión de la Corte Suprema en el caso de Citizens United de 2010, el capital privado ha ejercido una influencia descomunal en las elecciones, ahogando las voces de la gente común en un torrente de dinero corporativo.

Lo que hace que la campaña de Mamdani resulte tan inquietante para quienes (literalmente) están interesados ​​en este statu quo no es simplemente su crítica al capitalismo, sino su insistencia en una democracia genuina. Su plataforma se basa en la sencilla afirmación de que, en la ciudad más rica del país más rico del mundo (como debería ser cierto en todo el país), toda persona merece una dignidad básica. Y lo que sin duda inquieta al establishment político no es tanto su agenda “radical”, sino la idea de que la política debe servir a la mayoría, no a unos pocos privilegiados, y que la promesa de la democracia podría transformarse de mera retórica en realidad.

Gane o pierda Mamdani en noviembre (y se da por hecho que ganará), ha impulsado el resurgimiento de una larga tradición política de la izquierda estadounidense. Revivir el socialismo en este país también requiere revivir su historia, rescatarla de la histeria del terror rojo del macartismo y de la mentalidad de la Guerra Fría de “mejor muerto que rojo”. El socialismo ha sido durante mucho tiempo parte de nuestra experiencia nacional y de nuestro experimento democrático. Y si la democracia ha de sobrevivir en el siglo XXI, el socialismo democrático debe ser parte de su futuro.

Las raíces del socialismo estadounidense

A finales del siglo XIX y principios del XX, una oleada de inmigración trajo a millones de trabajadores a Estados Unidos, muchos de ellos portadores de las ideas radicales que entonces germinaban en Europa. Sin embargo, tales creencias no eran ajenas al país. El crecimiento de los sindicatos y el auge de la política de izquierdas no fueron importaciones extranjeras, sino que surgieron como consecuencia de las precarias condiciones materiales de la vida bajo el capitalismo industrial en Estados Unidos.

Para 1900, Estados Unidos se había convertido en la principal potencia industrial del mundo, superando a sus rivales europeos en la manufactura y, para 1913, produciendo casi un tercio de la producción industrial mundial, más que Gran Bretaña, Francia y Alemania juntas. Esa proporción ascendería a casi la mitad del producto interno bruto mundial al final de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la inmensa acumulación de riqueza no se compartió con aquellos cuyo trabajo la hizo posible. Los trabajadores estadounidenses sufrieron una pobreza y precariedad extremas, sometidos a jornadas extenuantes por salarios ínfimos. Contaban con escasa protección laboral y sufrían la tasa más alta de accidentes laborales del mundo.

Cuando los trabajadores se alzaron en oposición colectiva a esas condiciones, se enfrentaron no sólo a las corporaciones monopolísticas de la Edad Dorada, sino a toda una economía política estructurada para preservar ese sistema de desigualdad. Las prácticas anticompetitivas concentraron la riqueza de manera extraordinaria. El 10% más rico de los estadounidenses poseía entonces cerca del 90% de los activos nacionales, riqueza que utilizaban para comprar poder mediante la cooptación de un aparato estatal cuyo monopolio de la violencia se ejercía contra los trabajadores y en defensa del capital. Como describió la líder populista Mary Elizabeth Lease en 1900: «Wall Street es dueña del país. Ya no tenemos un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, sino un gobierno de Wall Street, por Wall Street y para Wall Street».

Esto quedó patente ya en 1877, cuando los trabajadores ferroviarios iniciaron una huelga nacional y las tropas federales la reprimieron brutalmente durante semanas, causando la muerte de más de 100 trabajadores. Tal violencia desencadenó una oleada de organización obrera, en particular gracias a los Knights of Labor, de ideología radicalmente igualitaria. Sin embargo, el Incidente de Haymarket de 1886 —cuando una bomba que detonó en una manifestación del Primero de Mayo en Chicago sirvió de pretexto para una sangrienta represión gubernamental— permitió al Estado profundizar la represión y estigmatizar al movimiento obrero, asociándolo con el anarquismo y el extremismo.

Aun así, la izquierda socialista logró reconstituirse en las décadas siguientes bajo el liderazgo de Eugene V. Debs. Su interés por el socialismo no surgió de la teoría abstracta, sino de la experiencia vivida en la American Railway Union. Allí, como recordaba, “en el brillo de cada bayoneta y el destello de cada rifle se revelaba la lucha de clases. Esta fue mi primera lección práctica de socialismo, aunque desconocía por completo que se le llamara así”.

En 1901, Debs ayudó a fundar el Partido Socialista de América. Durante las dos décadas siguientes, candidatos socialistas se convirtieron en alcaldes y representantes en el Congreso, ganando elecciones a cargos locales en todo el país. En su apogeo en 1912, Debs obtuvo casi un millón de votos, aproximadamente el 6% del total nacional, como candidato independiente a la presidencia (y nuevamente desde la prisión en 1920). Durante un tiempo, el socialismo se convirtió en una parte visible y establecida de la democracia estadounidense.

«Esta guerra no es nuestra guerra»

Sin embargo, el socialismo se enfrentó a su prueba más formidable durante la Primera Guerra Mundial. En toda Europa y Estados Unidos, muchos socialistas se opusieron al conflicto, argumentando que era «una guerra de ricos y una lucha de pobres», una visión que caló hondo en amplios sectores de la población estadounidense.

La crítica socialista iba más allá del resentimiento de clase. Durante décadas, los socialistas establecieron una conexión directa entre la explotación parasitaria del trabajo por parte del capitalismo en el país y su expansión depredadora en el extranjero. En la época del auge del imperialismo a finales del siglo XIX, cuando las potencias europeas se repartían el mundo en nombre de la gloria nacional, mostrando un brutal desprecio por la vida de los subyugados, pensadores progresistas y socialistas sostenían que el imperialismo no era en absoluto una traición a la lógica del capitalismo.

El comunista y revolucionario ruso Vladimir Lenin denominó a ese momento “la etapa del monopolio del capitalismo”. (Los capitalistas lo denominaron la causa de la “civilización”). De forma similar, el economista británico John Hobson sostenía que el imperio no servía a los intereses de la nación, sino a los de sus élites, quienes utilizaban el poder del Estado para asegurar las materias primas y los nuevos mercados necesarios para su expansión económica. “El propósito fundamental del imperialismo moderno”, explicó, “no es la difusión de la civilización, sino la subyugación de los pueblos para el beneficio material de los intereses dominantes”. Esa era “la raíz económica del imperialismo”.

De forma similar, en Estados Unidos, W.E.B. Du Bois, destacado defensor de los derechos civiles, situó la guerra en el contexto histórico de la dominación racial y colonial. Remontó sus orígenes al “siniestro tráfico” de seres humanos que había dejado a continentes enteros en un “estado de indefensión que propicia la agresión y la explotación”, haciendo imaginable y, por lo tanto, posible la “violación de África”. La guerra, afirmaba, era la continuación del imperio por otros medios. “¿Qué les importa a las naciones el costo de la guerra”, escribió, “si gastando unos cientos de millones en acero y pólvora pueden obtener mil millones en diamantes y cacao?”.

Otros, como la activista por los derechos de las personas con discapacidad y socialista Helen Keller, miembro fundadora de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), se hicieron eco de estas críticas. En 1916, escribió: “Toda guerra moderna tiene su raíz en la explotación. La Guerra Civil se libró para decidir si los esclavistas del Sur o los capitalistas del Norte debían explotar al Oeste. La guerra hispano-estadounidense decidió que Estados Unidos debía explotar Cuba y Filipinas”. Sobre la Primera Guerra Mundial, concluyó: “A los trabajadores no les interesan los despojos; de todos modos, no recibirán ninguno”.

Una vez que Washington entró en la guerra, criminalizó la disidencia a través de las Leyes de Espionaje y Sedición, la misma «medida de emergencia» que se utilizaría, durante guerras futuras, para procesar a denunciantes como Daniel Ellsberg, Edward Snowden y Daniel Hale. Los socialistas estuvieron entre sus primeros objetivos.

Tras un discurso en 1918 en el que condenaba la guerra, el propio Debs fue encarcelado. “Que la riqueza de una nación pertenezca a todo el pueblo, y no sólo a los millonarios”, declaró. “La clase dominante siempre os ha inculcado la idea de que es vuestro deber patriótico ir a la guerra y dejaros masacrar a sus órdenes. Pero en toda la historia del mundo, vosotros, el pueblo, jamás habéis tenido voz ni voto en la declaración de las guerras”. El llamamiento a un mundo «en el que produzcamos para todos y no para el beneficio de unos pocos» sigue tan vigente como siempre.

El socialismo tras el miedo

El miedo al Temor Rojo de 1919, seguido por el macartismo en la década de 1950 y el clima generalizado de histeria y represión de la Guerra Fría, criminalizó de facto el socialismo, convirtiéndolo en un tabú político en Estados Unidos y excluyéndolo del discurso público estadounidense. Sin embargo, a pesar de la ferocidad de la cruzada anticomunista, varias voces prominentes continuaron defendiendo el socialismo.

En 1949, al reflexionar sobre una guerra que se había cobrado más de 60 millones de vidas y nos había legado Auschwitz e Hiroshima, Albert Einstein argumentó que “la verdadera fuente del mal” era el capitalismo mismo. La humanidad, insistió, “no está condenada, por su constitución biológica, a aniquilarse mutuamente ni a estar a merced de un destino cruel y autoinfligido”. La alternativa, escribió, radicaba en “el establecimiento de una economía socialista”, con un sistema educativo destinado a cultivar “un sentido de responsabilidad hacia el prójimo en lugar de la glorificación del poder y el éxito”.

Martin Luther King Jr. continuó esa lucha contra el capitalismo, el racismo y la guerra. Basándose en el legado de la campaña de la Doble Victoria, abogó por confrontar los males de la supremacía blanca en el país y el imperialismo en el extranjero. Al abordar esas injusticias interrelacionadas, adoptó cada vez más un análisis socialista, aunque no se autodenominara públicamente como tal. Para King, no podía haber media libertad ni liberación parcial: los derechos políticos eran vacíos sin justicia económica y la igualdad racial era imposible sin igualdad de clases.

Como él mismo expresó, se le puede llamar “democracia, o socialismo democrático, pero debe haber una mejor distribución de la riqueza en este país para todos los hijos de Dios”. Rechazando con mordaz claridad el pernicioso mito de la autosuficiencia capitalista, señaló que “está bien decirle a un hombre que se supere por sí mismo, pero es una cruel burla decirle que debería hacerlo a un hombre sin recursos”.

En su discurso de 1967 en la iglesia de Riverside, donde denunció la guerra estadounidense en Vietnam, King dejó clara la conexión. “Una nación que año tras año gasta más dinero en defensa militar que en programas de desarrollo social”, advirtió, “se acerca a la muerte espiritual”. Estados Unidos, añadió, necesitaba una revolución de valores, un cambio de una sociedad “centrada en las cosas” a una “centrada en las personas”. Mientras “las máquinas y las computadoras, el afán de lucro y los derechos de propiedad se consideren más importantes que las personas”, concluyó, “los tres grandes males del racismo, el materialismo y el militarismo son invencibles”.

Un país y un mundo mejores son posibles

El intento de desacreditar a Zohran Mamdani y a otros socialistas demócratas como Bernie Sanders, Alexandria Ocasio-Cortez y Rashida Tlaib, quienes desafían el poder establecido, no es, por supuesto, nada nuevo. Refleja una lucha constante por el significado de la democracia. Para construir una sociedad que realmente sirva a su pueblo, es necesario recuperar una tradición largamente marginada que entiende la democracia no simplemente como la celebración de elecciones, sino como una auténtica forma de vida centrada en la lucha por la mayoría, en lugar de por unos pocos privilegiados. Mamdani y su grupo no pueden ser la excepción a la regla si se pretende que tal visión arraigue en este país.

En la sombría visión de Donald Trump para Estados Unidos, las instituciones democráticas se deterioran a un ritmo vertiginoso, se utiliza al ejército para ocupar ciudades con alcaldes demócratas y la tiranía reemplaza al Estado de derecho. El fascismo nunca ha triunfado sin la aprobación de las élites, que temen más el ascenso de la izquierda que la dictadura. Mussolini y Hitler no llegaron al poder en el vacío; les elevó al poder el establishment de una élite democrática que prefería un orden autoritario a las incertidumbres de la democracia popular.

Afrontar las crisis actuales exige más que reformas parciales. Requiere una reinvención de la vida política. Los siglos de imperialismo que regresan a casa en forma de fascismo no pueden desmantelarse sin confrontar el capitalismo que lo ha sostenido, y el capitalismo mismo no puede transformarse sin democratizar la economía que controla.

Este país se encuentra una vez más en una encrucijada. El capitalismo nos ha llevado al borde de la catástrofe ecológica, económica y moral. Hoy, el 1% más rico controla más riqueza que el 93% más pobre de los estadounidenses en conjunto, una trayectoria simplemente insostenible. La elección sigue siendo la misma que hace un siglo: alguna versión del socialismo como base para una democracia renovada o la barbarie continua como precio de rechazarla. La pregunta ya no es si el socialismo puede funcionar en Estados Unidos, sino si la democracia estadounidense puede sobrevivir sin él.

Foto de portada de Janine & Jim Eden, licencia  CC BY 2.0 / Flickr.

Voces del Mundo

Deja un comentario