El Partido Demócrata, el mayor aliado de Trump

Chris Hedges, The Chris Hedges Report, 3 noviembre 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernandez


Chris Hedges es un escritor y periodista que ganó el Premio Pulitzer en 2002. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.

La única esperanza para salvarnos del autoritarismo de Trump reside en los movimientos de masas. Debemos construir centros de poder alternativos —incluidos partidos políticos, medios de comunicación, sindicatos y universidades— para dar voz y capacidad de acción a quienes han sido marginados por nuestros dos partidos gobernantes, especialmente la clase trabajadora y los trabajadores pobres. Debemos llevar a cabo huelgas que paralicen y frustren los abusos perpetrados por el naciente Estado policial. Debemos defender un socialismo radical, que incluya recortar el billón de dólares gastado en la industria bélica y poner fin a nuestra autodestructiva adicción a los combustibles fósiles, así como mejorar la vida de los estadounidenses marginados por la devastación de la industrialización, la caída de los salarios, el deterioro de la infraestructura y los asfixiantes programas de austeridad.

El Partido Demócrata y sus aliados liberales condenan la consolidación del poder absoluto por parte de la Casa Blanca de Trump, las reiteradas violaciones constitucionales, la corrupción flagrante y la transformación de las agencias federales —incluidos el Departamento de Justicia y el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés)— en instrumentos de persecución para los opositores y disidentes de Trump. Advierten que el tiempo se agota. Pero, al mismo tiempo, se niegan rotundamente a convocar movilizaciones masivas que puedan desestabilizar la maquinaria del comercio y del Estado. Tratan como parias al puñado de políticos demócratas que abordan la desigualdad social y los abusos de la clase multimillonaria —entre ellos Bernie Sanders y Zohran Mamdani—. Ignoran olímpicamente las preocupaciones y demandas de los votantes demócratas comunes, reduciéndolos a meros instrumentos desechables en mítines, asambleas públicas y convenciones.

El Partido Demócrata y la clase liberal temen a los movimientos de masas, pues presienten, con razón, que acabarán también barridos. Se engañan a sí mismos creyendo que pueden salvarnos del despotismo mientras se aferran a una fórmula política obsoleta: presentar candidatos insulsos y sumisos a las grandes corporaciones, como Kamala Harris o la candidata del Partido Demócrata y exoficial naval que se postula para gobernadora de Nueva Jersey, Mikie Sherrill. Se aferran a la vana esperanza de que oponerse a Trump llene el vacío dejado por su falta de visión y su absoluta sumisión a la clase multimillonaria.

Una encuesta del Washington Post-ABC News/Ipsos, resumida por el Washington Post bajo el titular «Los votantes desaprueban mayoritariamente a Trump, pero siguen divididos en las elecciones de mitad de mandato», reveló que el 68% de los encuestados cree que los demócratas están desconectados de las aspiraciones de los votantes, mientras que el 63% opina lo mismo de Trump.

A un año de las elecciones de mitad de mandato de 2026, hay poca evidencia de que las impresiones negativas sobre la gestión de Trump hayan beneficiado al Partido Demócrata, con un electorado prácticamente dividido entre demócratas y republicanos, según un resumen del Washington Post.

En una democracia capitalista, la clase liberal está diseñada para funcionar como una válvula de escape. Permite reformas graduales, pero, al mismo tiempo, no cuestiona los fundamentos del poder. En este intercambio, la clase liberal actúa como instrumento para desacreditar los movimientos sociales radicales. Por esta razón, la clase liberal es una herramienta útil: otorga legitimidad al sistema y mantiene viva la creencia de que la reforma es posible.

Los oligarcas y las corporaciones, aterrados por la movilización de la izquierda en las décadas de 1960 y 1970 —lo que el politólogo Samuel P. Huntington denominó el «exceso de democracia» en Estados Unidos—, se propusieron construir contrainstituciones para deslegitimar y marginar a los críticos del capitalismo y el imperialismo. Compraron la lealtad de los dos partidos políticos gobernantes. Impusieron la obediencia al neoliberalismo en la academia, las agencias gubernamentales y la prensa. Neutralizaron a la clase liberal y aplastaron los movimientos populares. Desplegaron al FBI contra los manifestantes antibelicistas, el movimiento por los derechos civiles, los Panteras Negras, el Movimiento Indio Americano, los Jóvenes Lords y otros grupos que empoderaban a los marginados. Destruyeron los sindicatos, dejando al 90% de la fuerza laboral estadounidense sin protección sindical. Críticos del capitalismo y el imperialismo, como Noam Chomsky y Ralph Nader, fueron incluidos en listas negras. La campaña, descrita por Lewis F. Powell Jr. en su memorándum de 1971 titulado «Ataque al sistema de libre empresa estadounidense», puso en marcha el progresivo golpe de Estado corporativo, que cinco décadas después se ha consumado.

Las diferencias entre los dos partidos gobernantes en cuestiones sustanciales —como la guerra, las reducciones de impuestos, los tratados comerciales y la austeridad— se volvieron indistinguibles. La política se redujo a una farsa, a concursos de popularidad entre personalidades fabricadas y a enconadas batallas culturales. Los trabajadores perdieron sus protecciones. Los salarios se estancaron. El endeudamiento excesivo se disparó. Los derechos constitucionales fueron revocados por decreto judicial. El Pentágono consumió la mitad de todo el gasto discrecional.

La clase liberal, en lugar de resistir la embestida, se replegó al activismo de la corrección política. Ignoró la feroz guerra de clases que, bajo la administración demócrata de Bill Clinton, provocaría que alrededor de un millón de trabajadores perdieran sus empleos en despidos masivos vinculados al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), además de los aproximadamente 32 millones de empleos perdidos debido a la desindustrialización durante las décadas de 1970 y 1980. Ignoró la vigilancia gubernamental generalizada, establecida en violación directa de la Cuarta Enmienda. Ignoró los secuestros y torturas —las llamadas «entregas extraordinarias»— y el encarcelamiento de sospechosos de terrorismo en centros clandestinos, así como los asesinatos, incluso de ciudadanos estadounidenses. Ignoró los programas de austeridad que recortaron drásticamente los servicios sociales. Ignoró la desigualdad social, que ha alcanzado sus niveles más extremos en más de 200 años, superando la codicia desmedida de los magnates.

La reforma del sistema de bienestar social de Clinton, firmada el 22 de agosto de 1996, dejó sin asistencia social a seis millones de personas, muchas de ellas madres solteras, en tan sólo cuatro años. Las arrojó a la calle sin atención infantil, subsidios de alquiler ni cobertura de Medicaid. Las familias se vieron sumidas en la crisis, luchando por sobrevivir con múltiples empleos que pagaban entre 6 y 7 dólares la hora, o menos de 15.000 dólares al año. Pero fueron las afortunadas. En algunos estados, la mitad de quienes perdieron la asistencia social no pudieron encontrar trabajo. Clinton también recortó Medicare en 115.000 millones de dólares durante un período de cinco años y recortó 14.000 millones de dólares en fondos para Medicaid. El sistema penitenciario, abarrotado, tuvo que lidiar con la afluencia de personas pobres, así como con enfermos mentales abandonados.

Los medios de comunicación, propiedad de corporaciones y oligarcas, aseguraron al público que era prudente confiar los ahorros de toda una vida a un sistema financiero dirigido por especuladores y ladrones. En la crisis de 2008, esos ahorros se esfumaron. Y entonces, estos medios, al servicio de anunciantes y patrocinadores corporativos, invisibilizaron a aquellos cuya miseria, pobreza y agravios deberían ser el foco principal del periodismo.

Barack Obama, quien recaudó más de 745 millones de dólares —gran parte de ellos provenientes de empresas— para su campaña presidencial, facilitó el saqueo del Tesoro estadounidense por parte de corporaciones y grandes bancos tras la crisis de 2008. Dio la espalda a millones de estadounidenses que perdieron sus hogares debido a embargos bancarios o ejecuciones hipotecarias. Amplió las guerras iniciadas por su predecesor George W. Bush. Eliminó la opción pública —la atención médica universal— y obligó al público a comprar su defectuosa y lucrativa Obamacare —la Ley de Cuidado de Salud Asequible—, una mina de oro para las industrias farmacéutica y de seguros.

Si el Partido Demócrata hubiera luchado por defender la sanidad universal durante el cierre del gobierno, en lugar de la medida a medias de impedir el aumento de las primas del Obamacare, millones de personas habrían salido a las calles.

El Partido Demócrata ofrece migajas a los más desfavorecidos. Se felicita por permitir que las personas desempleadas mantengan a sus hijos desempleados en pólizas de salud privadas. Aprueba una ley de empleo que otorga créditos fiscales a las empresas como respuesta a una tasa de desempleo que —si se incluyen todos aquellos atrapados en empleos a tiempo parcial o poco cualificados, pero capaces y con ganas de superarse— se acerca, sin duda, al 20%. Obliga a los contribuyentes, uno de cada ocho de los cuales depende de los cupones de alimentos para subsistir, a desembolsar billones para pagar los crímenes de Wall Street y la guerra interminable, incluido el genocidio en Gaza.

La defenestración de la clase liberal la redujo a meros aduladores que pronuncian banalidades vacías. La válvula de escape se cerró. El ataque contra la clase trabajadora y los trabajadores pobres se aceleró. Y también la indignación, muy legítima.

Esta indignación nos dio a Trump.

El historiador Fritz Stern, refugiado de la Alemania nazi, escribió que el fascismo es el hijo bastardo de un liberalismo en bancarrota. Vio en nuestra alienación espiritual y política —expresada a través de odios culturales, racismo, islamofobia, homofobia, demonización de los inmigrantes, misoginia y desesperación— las semillas de un fascismo estadounidense. «Atacaban el liberalismo», escribió Stern sobre los partidarios de los fascistas alemanes en su libro The politics of cultural desperation, «porque les parecía la premisa principal de la sociedad moderna; todo lo que temían parecía emanar de él: la vida burguesa, el capitalismo de libre mercado, el materialismo, el parlamento y los partidos, la falta de liderazgo político. Más aún, percibían en el liberalismo la fuente de todos sus sufrimientos internos. El suyo era un resentimiento por la soledad; su único deseo era una nueva fe, una nueva comunidad de creyentes, un mundo con normas fijas y sin dudas, una nueva religión nacional que uniera a todos los alemanes. Todo esto lo negaba el liberalismo. Por eso odiaban el liberalismo, lo culpaban de convertirlos en parias, de desarraigarlos de su pasado imaginario y de su fe».

Richard Rorty, en su último libro de 1999, «Achieving our Country», también sabía hacia dónde nos dirigíamos. Escribe:

«Los miembros de los sindicatos y los trabajadores no cualificados no organizados se darán cuenta, tarde o temprano, de que su gobierno ni siquiera intenta evitar que los salarios bajen o que los empleos se trasladen a otras regiones. Casi al mismo tiempo, se percatarán de que los trabajadores de cuello blanco de los suburbios —atemorizados por un posible despido— no permitirán que se les cobren impuestos para financiar prestaciones sociales ajenas.

En ese momento, algo se resquebrajará. El electorado no suburbano decidirá que el sistema ha fracasado y comenzará a buscar un líder autoritario al que votar, alguien dispuesto a asegurarles que, una vez elegido, los burócratas engreídos, los abogados astutos, los vendedores de bonos con sueldos exorbitantes y los profesores posmodernos ya no tendrán el control. Un escenario como el de la novela de Sinclair Lewis, ‘It Can’t Happen Here’, podría entonces desarrollarse. Porque una vez que un líder autoritario llega al poder, nadie puede predecir lo que sucederá. En 1932, la mayoría de las predicciones hechas sobre lo que sucedería si Hindenburg nombrara a Hitler canciller eran tremendamente optimistas.

Una cosa que muy probablemente sucederá es que los logros alcanzados en los últimos cuarenta años por los estadounidenses negros, latinos y homosexuales se esfumarán. El desprecio jocoso hacia las mujeres volverá a estar de moda. Los insultos racistas contra los negros y los judíos volverán a oírse en los lugares de trabajo. Todo el sadismo que la izquierda académica ha intentado erradicar entre sus estudiantes resurgirá con fuerza. Todo el resentimiento que sienten los estadounidenses con poca educación al ver cómo los graduados universitarios les dictan sus modales encontrará una vía de escape».

Las herramientas democráticas para el cambio —presentarse a cargos públicos, hacer campaña, votar, presionar y presentar peticiones— ya no funcionan. Las fuerzas corporativas y los oligarcas se han apoderado de nuestros sistemas políticos, educativos, mediáticos y económicos. No se les puede expulsar desde dentro.

El Partido Demócrata es un apéndice vacío.

Nuestras capturadas instituciones, supeditadas a los ricos y poderosos, se están rindiendo al autoritarismo de Trump. Lo único que nos queda es la desobediencia civil no violenta, disruptiva y sostenida. Movimientos de masas. Política radical. Rebelión. Una visión socialista que contrarreste el veneno del capitalismo desenfrenado. Sólo esto puede frustrar el Estado policial de Trump y librarnos de la irresponsable clase liberal que lo sustenta.

Ilustración de portada: ¡Resistencia! (por Mr. Fish)

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