Megan Russell y Michelle Ellner, Codepink, 8 noviembre 2025
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Megan Russell es coordinadora de la campaña «China no es nuestro enemigo» de CODEPINK. Se graduó en la London School of Economics con un máster en Estudios sobre Conflictos. Antes de eso, asistió a la Universidad de Nueva York, donde estudió Conflictos, Cultura y Derecho Internacional. Megan pasó un año estudiando en Shanghái y más de ocho años estudiando chino mandarín. Su investigación se centra en la intersección entre las relaciones entre Estados Unidos y China, la consolidación de la paz y el desarrollo internacional.

Michelle Ellner es coordinadora de la campaña «Latinoamérica» de CODEPINK. Nació en Venezuela y es licenciada en Lenguas y Asuntos Internacionales por la Universidad La Sorbona París IV, en París. Tras graduarse, trabajó para un programa internacional de becas en las oficinas de Caracas y París y fue enviada a Haití, Cuba, Gambia y otros países con el fin de evaluar y seleccionar a los solicitantes.
Mires donde mires, Estados Unidos está en guerra: en casa, mediante la ocupación militar de ciudades, la violencia institucional y los secuestros sancionados por el Estado; y en el extranjero, mediante la coacción económica, la guerra por poderes y la intervención sin fin. En tiempos como estos, en los que es muy fácil sentirse abrumado por la naturaleza inagotable de la maquinaria bélica, debemos recordar que no se trata de crisis separadas, sino de diferentes frentes de la misma lucha. Y resistir a uno es resistir a todos.
El enemigo, en todos los casos, es el imperialismo estadounidense.
Los movimientos de resistencia contra el imperialismo estadounidense han surgido en todo el mundo como respuesta a su indiscriminada violencia y su desprecio por la vida humana. Juntos, forman el frente vivo de la izquierda internacional, una red de personas y organizaciones que buscan la liberación de los mismos sistemas de dominación y control colonial. Aunque sus formas difieren, desde campamentos estudiantiles hasta huelgas de trabajadores, el propósito sigue siendo el mismo: el fin del imperio y la creación de un nuevo mundo multipolar basado en la simple verdad de nuestra humanidad compartida y el valor igualitario de todas las naciones y pueblos.
La alianza entre China y Venezuela forma parte de este proyecto más amplio. Y la presión de Estados Unidos para entrar en guerra contra ambas naciones no es más que una reacción violenta ante la inminente verdad de que la hegemonía estadounidense se está desvaneciendo y, con ella, su control sobre los recursos globales, el poder político y la capacidad de dictar las condiciones de desarrollo y soberanía para el resto del mundo.
Durante el último mes, la administración Trump ha lanzado una serie de ataques contra barcos pesqueros venezolanos, alegando que están tomando medidas enérgicas contra los traficantes de drogas. La mentira es tan poco original como absurda, y un claro ejemplo del declive de la supuesta «moralidad» del internacionalismo liberal. La verdad suele salir a la luz en estos periodos de turbulencia, cuando la agitación se impone al cálculo; la certeza de su inminente desaparición es tan grave que el imperio ya apenas intenta ocultar sus verdaderas intenciones.
¿Cuál es la verdad, entonces? La verdad es que la guerra de Estados Unidos contra Venezuela no tiene nada que ver con las drogas y sí con el control. Durante años, Venezuela ha enfrentado una presión implacable, una guerra económica, sanciones y amenazas constantes diseñadas para socavar su soberanía y mantenerla bajo el yugo del imperio estadounidense. Como con la mayoría de las naciones, el interés de Estados Unidos en Venezuela se centra en los recursos estratégicos y el poder. En primer lugar, Venezuela se encuentra sobre las mayores reservas probadas de petróleo del mundo, junto con importantes depósitos de oro, coltán y otros minerales fundamentales para la tecnología y la producción de energía. El control sobre estos recursos estratégicos significa el control sobre los mercados mundiales y la seguridad energética. En segundo lugar, la ubicación geográfica de Venezuela dentro de América Latina la convierte en un punto clave de influencia en la región.
Sin embargo, la rebeldía de Venezuela no surgió de la nada. Fue consecuencia de más de un siglo de dominación estadounidense en todo el hemisferio, desde la invasión de Haití y la ocupación de Nicaragua hasta los golpes de Estado en Guatemala, Chile y Honduras. Lo que une estas historias es un único mensaje de Washington: ninguna nación latinoamericana tiene derecho a trazar un rumbo independiente.
La Revolución Bolivariana, iniciada con la elección de Hugo Chávez en 1998, fue un desafío directo a ese orden. Surgida de las ruinas del colapso neoliberal, se enfrentó a la condición histórica de Venezuela como un Estado rentista subordinado a los intereses de Estados Unidos. Chávez redirigió los ingresos del petróleo hacia programas sociales, como la educación y la atención sanitaria masivas, al tiempo que ampliaba el acceso a la participación política a través de consejos comunales y cooperativas.
El desafío de Venezuela tomó forma continental hace 20 años, en noviembre de 2005, cuando los líderes latinoamericanos se reunieron en Mar del Plata, Argentina, para la Cumbre de las Américas. Allí, Washington intentó imponer el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), un acuerdo hemisférico que habría sometido a la región a una subordinación permanente al capital estadounidense.
La cumbre se convirtió en un punto de inflexión en la historia moderna de América Latina. Ante decenas de miles de personas que coreaban «¡ALCA, ALCA, al carajo!», los gobiernos de Venezuela, Brasil, Argentina y otros países rechazaron el acuerdo. Ese rechazo, liderado políticamente por Hugo Chávez y apoyado por movimientos sociales de todo el continente, supuso el colapso del consenso neoliberal y el renacimiento de la soberanía latinoamericana. De esa victoria surgieron el ALBA y Petrocaribe, mecanismos de cooperación regional que priorizaban el desarrollo social por encima de los beneficios empresariales. Estados Unidos ha pasado décadas tratando de revertir esta situación mediante sanciones, golpes de Estado y, ahora, una militarización abierta en el Caribe.
La situación se complica hoy en día con la presentación de un nuevo actor cada vez más poderoso. China ha mantenido durante las últimas décadas una fuerte alianza con Venezuela. A principios de la década de 2000, China comenzó a proporcionar a Venezuela decenas de miles de millones de dólares en préstamos que se reembolsarían con envíos de petróleo. Esto ha permitido a Venezuela financiar programas sociales e infraestructuras sin pasar por los sistemas financieros controlados por Occidente, como el FMI y el Banco Mundial. Un informe del Institute of Peace estadounidense (USIP, por sus siglas en inglés) afirma: «El auge de la industrialización de China a principios de la década de 2000 creó nuevas oportunidades para sus socios comerciales ricos en recursos de América Latina y África. El presidente venezolano Hugo Chávez… se mostró entusiasmado con los avances de China».
Desde entonces, China también ha ayudado a Venezuela a construir ferrocarriles, proyectos de vivienda e infraestructuras de telecomunicaciones como parte de su iniciativa más amplia «Iniciativa del Cinturón y la Ruta» (BRI, por sus siglas en inglés) para fomentar el desarrollo en todo el Sur Global. La asociación, a diferencia de la de Estados Unidos, no es coercitiva, sino estrictamente no intervencionista. China no aboga por un cambio de régimen como los líderes estadounidenses, sino que mantiene un apoyo diplomático firme, refiriéndose a sí misma como un «socio de desarrollo apolítico» y criticando la historia de injerencia de Estados Unidos en los asuntos internos de los países de América Latina y el Caribe. Mientras tanto, Estados Unidos critica la falta de deseo de China de instigar un cambio de régimen.
Debido a la alianza económica y política entre China y Venezuela, es imposible entender el creciente impulso hacia la guerra contra Venezuela sin tener en cuenta también la escalada hacia la guerra con China. Al fin y al cabo, forman parte de la misma batalla. Como dice el informe del USIP, «Venezuela seguirá siendo un lugar clave para la rivalidad estratégica en rápida expansión entre Estados Unidos y China». Los líderes estadounidenses están totalmente dispuestos a sacrificar las vidas de los civiles venezolanos si eso significa destruir la economía venezolana, instalar un gobierno títere de Estados Unidos y destruir el incipiente movimiento de solidaridad entre las dos naciones. En la actualidad, Venezuela también ha proporcionado una fuente de soberanía económica a China al ayudar a diversificar sus fuentes de energía lejos de Oriente Medio y de los proveedores controlados por Estados Unidos, actuando como un salvavidas frente a las sanciones y el aislamiento económico de Estados Unidos.
Por tanto, aunque Estados Unidos tiene sin duda intereses creados en Venezuela, la nación es también otro frente de batalla en la guerra de Estados Unidos contra China, que bajo la administración Trump se ha manifestado en forma de una escalada de la guerra comercial por los recursos estratégicos, una hipermilitarización de los aliados del Pacífico alrededor de China y una represión interna contra los ciudadanos chinos y los chino-estadounidenses en Estados Unidos. Por supuesto, China no supone una amenaza existencial para los propios ciudadanos estadounidenses. La única amenaza que representa es para el sistema mundial dominado por Estados Unidos y la perpetuación de la división internacional del trabajo que mantiene a una pequeña élite occidental rica, mientras que el resto del mundo lucha por sobrevivir.
La presión de Estados Unidos para entrar en guerra con China forma parte de una campaña en curso para frenar el auge de China. Mientras el mundo se precipita inevitablemente hacia una nueva multipolaridad, los líderes estadounidenses arremeten con posturas militares, coacción económica y propaganda bélica. Los recientes aranceles de Trump a China son sólo una pequeña parte de esa estrategia más amplia. En el centro de esta confrontación se encuentra una lucha por el control de los recursos estratégicos y la tecnología que definirán el futuro: minerales de tierras raras, semiconductores, inteligencia artificial y más. China domina actualmente el suministro mundial de elementos de tierras raras, de componentes esenciales para todo, desde teléfonos inteligentes y turbinas eólicas hasta misiles y aviones de combate. Para Estados Unidos, esto es intolerable. Amenaza su monopolio sobre la producción de alta tecnología y, por extensión, su supremacía militar y económica. Por eso verán que los líderes políticos y los medios de comunicación perpetúan la narrativa de que China está utilizando el comercio como arma, a pesar de que son los países occidentales los que han matado a millones de personas mediante sanciones unilaterales desde la Segunda Guerra Mundial. Pero China, como nación soberana, tiene derecho a proteger sus recursos estratégicos, especialmente cuando se utilizan en su contra. Los minerales de tierras raras, por ejemplo, son utilizados por Estados Unidos para crear sistemas de armas avanzados en preparación para la guerra con China. Y si la guerra económica no logra frenar el ascenso de China, lo que sin duda ocurrirá si nos basamos en las recientes reuniones entre Trump y Xi, entonces es cada vez más probable que los líderes estadounidenses fuercen una confrontación física y se utilicen esas armas.
No es la primera vez que Estados Unidos libra una guerra por los recursos estratégicos mientras utiliza la propaganda para pintar un panorama más bonito. La Guerra del Golfo y la invasión de Iraq, aunque se justificaron como «defensa de la democracia» y «protección del mundo contra las armas de destrucción masiva» que en realidad no existían, en última instancia se trataba de repartirse los yacimientos petrolíferos de Iraq entre las empresas estadounidenses. La campaña de bombardeos de la OTAN en Libia fue una respuesta a la nacionalización del petróleo por parte de Gadafi y a la amenaza que esto suponía para el dólar estadounidense. La ocupación continuada de Siria tiene como objetivo asegurar los yacimientos de petróleo y gas. El derrocamiento del presidente boliviano Evo Morales estuvo relacionado con su nacionalización del litio, a menudo denominado «el nuevo petróleo», así como con los intentos de frustrar la competencia con Rusia y China. La lista es interminable.
La lección está clara: cuando hay una guerra o intervención respaldada por Estados Unidos, es probable que haya algún recurso estratégico o interés monetario detrás. Eso es lo que significa ser una potencia imperialista. Para mantener su dominio, Estados Unidos debe extraer, controlar o negar continuamente el acceso a los materiales que sustentan la industria y la tecnología mundiales, como el petróleo, el gas, el litio y los minerales de tierras raras. Y cuando otra nación se atreve a reivindicar la soberanía sobre sus propios recursos, se la tilda de amenaza para la libertad, se la sanciona, se la bombardea o se la derriba para mantenerla dependiente, débil y leal. China, Venezuela y todas las naciones que buscan la soberanía sobre su propio desarrollo de formas contrarias al orden imperial capitalista amenazan esto, y por eso son objeto de ataques, no por razones morales o legales. Como hemos visto claramente en los dos años de genocidio financiado por Estados Unidos en Gaza, ni la moralidad ni la legalidad guían la política estadounidense.
La lucha contra el imperialismo estadounidense es una lucha global. Apoyar a Venezuela, a China o a cualquier nación que se resista a la dominación es defender la posibilidad de un nuevo internacionalismo basado en la solidaridad más allá de las fronteras. Esa es nuestra tarea: conectar estas luchas, ver en cada acto de resistencia el reflejo del nuestro y construir un mundo de humanidad compartida e igualdad global.