Chris Hedges, The Chris Hedges Report, 10 noviembre 2025
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Chris Hedges es un escritor y periodista que ganó el Premio Pulitzer en 2002. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.
El presidente Trump sigue el modelo de todos los déspotas latinoamericanos de pacotilla que aterrorizan a sus poblaciones, se rodean de aduladores, matones y delincuentes y se enriquecen —Trump y su familia han amasado más de 1.800 millones de dólares en efectivo y regalos gracias al poder de la presidencia— mientras erigen monumentos de mal gusto en su honor.
«Trujillo en la tierra, Dios en el cielo» fue publicado por orden del Estado en las iglesias durante los 31 años de reinado de Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana. Sus partidarios, al igual que los de Trump, lo nominaron para el Premio Nobel de la Paz. La estafadora pastora de Trump, Paula White-Cain, ha ofrecido una versión actualizada de la autodeificación de Trujillo cuando advirtió: «Decir no al presidente Trump sería decir no a Dios».
Trump es la versión gringa de Anastasio «Tachito» Somoza en Nicaragua o François «Papa Doc» Duvalier en Haití, quien modificó la constitución para ser ungido «presidente vitalicio». Una de las imágenes más famosas del largo gobierno del dictador haitiano muestra a Jesucristo con una mano sobre el hombro de un Papa Doc sentado, con la leyenda: «Yo lo he elegido».
Los matones del ICE son la pesadilla de los temidos 15.000 Tonton Macoute de Papa Doc, su policía secreta, que detuvo, golpeó, torturó, encarceló o asesinó indiscriminadamente a entre 30.000 y 60.000 opositores a Duvalier y que, junto con la Guardia Presidencial, consumía la mitad del presupuesto estatal.
El presidente Trump es el Juan Vicente Gómez de Venezuela, que saqueó la nación para convertirse en el hombre más rico del país y despreció la educación pública para, en palabras de la académica Paloma Griffero Pedemonte, «mantener al pueblo ignorante y dócil».
El Presidente, en todas las dictaduras, sigue el mismo guion. Es una grotesca opera buffa. Ningún elogio es demasiado escandaloso. Ningún soborno es demasiado pequeño. Ninguna violación de las libertades civiles es demasiado extrema. Ninguna estupidez es demasiado absurda. Toda disidencia, por tibia que sea, es traición.
Las órdenes ejecutivas, los recortes presupuestarios, la manipulación de los distritos electorales, la incautación de colegios electorales y máquinas de votación, la abolición del voto por correo, la supervisión del recuento de votos y la purga de los censos electorales garantizan unos resultados electorales amañados.
Las instituciones, desde la prensa hasta las universidades, se arrodillan ante la idiotez de El Presidente. Las legislaturas son cámaras de eco obsequiosas de los caprichos y autoengaños de El Presidente. Es un mundo de realismo mágico, donde la fantasía sustituye a la realidad, la mitología sustituye a la historia, lo inmoral es moral, la tiranía es democracia y las mentiras son verdad.
No son sólo la violencia y la intimidación las que mantienen a El Presidente en el poder. Es la aturdidora inversión de la realidad, la negación diaria de lo que percibimos y su sustitución por ficciones desorientadoras las que nos mantienen desequilibrados. Esto, combinado con el miedo inducido por el Estado, convierte a los países en prisiones al aire libre. La conciencia humana es bombardeada hasta que se rompe y se convierte en un engranaje bien engrasado de la vasta maquinaria carcelaria.
La psicología retorcida de El Presidente Trump es captada por Miguel Ángel Asturias en su novela «El Señor Presidente», inspirada en la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, que gobernó Guatemala durante 22 años; «El otoño del patriarca», de Gabriel García Márquez, «En el tiempo de las mariposas», de Julia Álvarez, y «La fiesta del chivo» y «Conversación en la catedral», de Mario Vargas Llosa. Estas novelas ofrecen una mejor perspectiva de hacia dónde nos dirigimos que la mayoría de los tomos sobre la política estadounidense.
«Aquí todo está en venta», escribe Julia Álvarez en su novela, «todo, menos tu libertad».
Los dictadores, herméticamente encerrados en la adulación empalagosa de la vida cortesana, pierden rápidamente el contacto con la realidad. Las teorías conspirativas, la pseudociencia, las creencias extrañas y las supersticiones sustituyen a las pruebas y los hechos. Sociópatas, incapaces de sentir empatía o remordimiento y propensos a describir el mundo con vulgaridades y sentimentalismo infantil, los dictadores no pueden distinguir entre el bien y el mal. Ejercen el poder únicamente por cómo les hace sentir. Si se sienten bien, es bueno. Si se sienten mal, es malo. L’état, c’est moi.
«La principal cualidad de un líder de masas se ha convertido en la infalibilidad infinita», escribe Hannah Arendt en «Los orígenes del totalitarismo»: «Nunca puede admitir un error. Los líderes de masas en el poder tienen una preocupación que prevalece sobre todas las consideraciones utilitarias: hacer que sus predicciones se cumplan».
El dictador de El Salvador en la década de 1930, el general Maximiliano Hernández Martínez, que aprobó una serie de leyes que restringían la inmigración asiática, árabe y negra, y que ordenó la masacre de unos 30.000 campesinos tras un levantamiento fallido en enero de 1932, estaba convencido de que la luz del sol filtrada a través de botellas de colores curaba enfermedades. En medio de una epidemia de viruela, ordenó que se colgaran luces de colores por toda la capital, San Salvador. Cuando su hijo menor tuvo apendicitis, descartó a los médicos para probar su cura con luces de colores, lo que provocó la muerte de su hijo. Rechazó una donación de sandalias de goma para los escolares del país, anunciando: «Es bueno que los niños vayan descalzos, de esa manera reciben mejor los beneficiosos efluvios del planeta, las vibraciones de la Tierra. Las plantas y los animales no llevan zapatos».
El Presidente Trump sigue esta línea de pensamiento. No hace ejercicio porque insiste en que el cuerpo humano se asemeja a una batería con una cantidad finita de energía. Durante la crisis de la COVID-19, instó al público a inyectarse desinfectante e irradiarse con luz ultravioleta. Advirtió a las mujeres embarazadas que no tomaran Tylenol durante una rueda de prensa en la que balbuceó incoherencias, sugiriendo que provoca autismo. Despachó la crisis climática tuiteando: «El concepto del calentamiento global fue creado por y para los chinos con el fin de hacer que la industria manufacturera estadounidense dejara de ser competitiva», para luego decir que estaba bromeando y afirmar que «volverá a encarrilarse». Sugirió que el ruido de las turbinas eólicas causa cáncer. Y caviló que el ex primer ministro canadiense Justin Trudeau podría ser el hijo secreto de Fidel Castro.
Los dictadores se regodean en lo kitsch. Lo kitsch no requiere ningún esfuerzo intelectual. Glorifica al Estado y al líder carismático. Celebra un mundo fantástico de gobernantes virtuosos, una población feliz y adoradora y retratos idealizados de los ciudadanos. En el caso de Trump, esto significa ciudadanos blancos. Brilla y resplandece, como los llamativos trofeos y jarrones dorados alineados en la repisa de la chimenea del Despacho Oval, a juego con unos posavasos dorados igualmente horteras con el nombre de Trump grabado. Acaba con la cultura. La Orquesta Sinfónica Nacional del Kennedy Center abre ahora todas sus actuaciones con el himno nacional. Trump, que se nombró a sí mismo nuevo presidente del centro, publicó: «NO MÁS ESPECTÁCULOS DE DRAG QUEENS NI NINGUNA OTRA PROPAGANDA ANTIESTADOUNIDENSE».
La temporada de este año en el Kennedy Center, donde el nombre de Donald J. Trump ha sido grabado en el mármol del Salón de los Estados, se inauguró con «Sonrisas y lágrimas». El presidente interino del Kennedy Center nombrado por Trump, Richard Grenell, confía en que la programación del centro se parezca más a «Paula Abdul».
Milan Kundera describió el kitsch como una estética «en la que se niega la mierda y todo el mundo actúa como si no existiera», y añadió que es «un biombo colocado para ocultar la muerte».
Trujillo violó a las esposas de sus socios, ministros y generales, junto con cortesanas y chicas jóvenes. Trump, que era amigo íntimo del pedófilo Jeffrey Epstein, ha sido acusado de violación, agresión y acoso sexual por al menos dos docenas de mujeres.
Julie Brown, en su libro «Perversion of Justice: The Jeffrey Epstein Story» (La perversión de la justicia: la historia de Jeffrey Epstein), escribe que una mujer anónima, que utilizó el seudónimo «Kate Johnson», presentó una demanda civil en un tribunal federal de California en 2016, alegando que fue violada por Trump y Epstein —cuando tenía 13 años— durante un periodo de cuatro meses, entre junio y septiembre de 1994.’
«Le supliqué en voz alta al acusado Trump que parara», dijo durante el proceso. «Trump respondió a mis súplicas golpeándome violentamente en la cara con la mano abierta y gritando que podía hacer lo que quisiera».
Johnson dijo que conoció a Trump en una de las «fiestas sexuales con menores» de Epstein en su mansión de Nueva York. Afirma que la obligaron a mantener relaciones sexuales con Trump en varias ocasiones, incluida una vez con otra niña de 12 años a la que ella denominó «Marie Doe».
Trump exigió sexo oral y después «empujó a ambas menores mientras las reprendía airadamente por la ‘mala’ calidad de su rendimiento sexual», según la demanda, presentada el 26 de abril de 2016 en el Tribunal de Distrito de los Estados Unidos en el Distrito Central de California.
Cuando Epstein se enteró de que Trump le había quitado la virginidad a Johnson, al parecer «intentó golpearla en la cabeza con los puños cerrados», furioso por haber perdido él la oportunidad.
Trump, dijo ella, no participaba en las orgías de Epstein. Le gustaba mirar mientras «Kate Johnson», de 13 años, le hacía una paja.
Johnson dijo que Epstein y Trump amenazaron con hacerle daño a ella y a su familia si hablaba de sus encuentros.
La demanda fue retirada, muy probablemente a cambio de un lucrativo acuerdo. Desde entonces, ella ha desaparecido.
Los dictadores no se conforman con silenciar a sus críticos y oponentes. Disfrutan sádicamente humillándolos, ridiculizándolos y destruyéndolos.
«Para mis amigos, todo; para mis enemigos, la ley», dijo Óscar R. Benavides, el autoritario presidente de Perú, resumiendo el credo de todos los dictadores. La ley se utiliza como arma de venganza. La inocencia y la culpabilidad son irrelevantes.
La acusación del Departamento de Justicia contra el exasesor de Trump John Bolton, la fiscal general de Nueva York Letitia James y el exdirector del FBI James Comey, así como las citaciones entregadas al exdirector de la CIA John Brennan, al exagente especial del FBI Peter Strzok y a la exabogada del FBI Lisa Page, transmiten el mensaje fundamental de todas las dictaduras: colabora o serás perseguido.
Esta cultura de la venganza calcifica la vida cívica y política.
Los dictadores buscan en vano lo que no pueden alcanzar: la inmortalidad. Inundan sus países con imágenes de sí mismos para alejar la muerte. Trujillo hizo que la capital, Santo Domingo, pasara a llamarse Ciudad Trujillo, y que la montaña más alta de la isla, el Pico Duarte, se rebautizara como Pico Trujillo.
Trump quiere que el estadio de 3.700 millones de dólares que se propone construir para los Washington Commanders lleve su nombre. El Departamento del Tesoro ha publicado los bocetos de una moneda conmemorativa de un dólar, con la cara de Trump en ambas caras, para celebrar el 250 aniversario de la nación. Hay planes para bautizar la ópera del Kennedy Center con el nombre de la primera dama. Los 40 millones de dólares que Amazon pagó por los derechos para rodar un documental sobre Melania Trump serán sin duda réplica de la aduladora cobertura que recibió Elena Ceaușescu —conocida como «la Madre de la Nación»— en la televisión estatal rumana durante el reinado de su marido, Nicolae Ceaușescu.
Enormes y costosas pancartas con el rostro del presidente Trump adornan el exterior de los edificios federales de la capital. Esto, junto con las diversas Trump Towers repartidas por todo el mundo, es sólo el principio. Inundar el mundo con retratos de Trump, estampar su nombre en edificios y plazas públicas, rendir homenaje incesante a su divinidad y genio, y la muerte se mantendrá a raya.
Mario Vargas Llosa escribe en «La fiesta del chivo» cómo las dictaduras convierten a todo el mundo en cómplices:
Los ricos también, si querían seguir siendo ricos, tenían que aliarse con El Jefe, venderle parte de sus negocios o comprar parte de los suyos y contribuir así a su grandeza y poder. Con los ojos entrecerrados, arrullado por el suave sonido del mar, pensó en el sistema perverso que había creado Trujillo, en el que todos los dominicanos, tarde o temprano, participaban como cómplices, un sistema del que sólo los exiliados (no siempre) y los muertos podían escapar. En este país, de una forma u otra, todos habían sido, eran o serían parte del régimen. «Lo peor que le puede pasar a un dominicano es ser inteligente o competente», había oído decir una vez a Agustín Cabral («Un dominicano muy inteligente y competente», se dijo a sí mismo) y las palabras se le habían grabado en la mente: «Porque tarde o temprano Trujillo lo llamará para servir al régimen, o a su persona, y cuando lo llame, no se le va a permitir decir que no». Él era la prueba de esta verdad. Nunca se le ocurrió oponer la más mínima resistencia a sus nombramientos. Como siempre decía Estrella Sadhalá: El Cabrón le había quitado a las personas el atributo sagrado que les había dado Dios: su libre albedrío.
Ilustración de portada: La caca (por Mr. Fish).