Danny Makki, Middle East Eye, 8 diciembre 2025
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Danny Makki es investigador no residente del Middle East Institute, donde se ocupa de la dinámica interna del conflicto en Siria y está especializado en las relaciones de Siria con Rusia e Irán.
Ha pasado justo un año desde que el dominio de la dinastía Asad en Siria llegara a su fin tras más de medio siglo, desapareciendo, casi de la noche a la mañana, como por arte de magia.
Ya no están los hombres con chaquetas de cuero y miradas vacías apostados en las esquinas; la mirada de Bashar al-Asad ya no se cierne sobre las fachadas de las escuelas y los pasos elevados de las autopistas.
En su lugar hay nuevas banderas y frescos murales dedicados a los «mártires de la revolución». Siria por fin vuelve a respirar.
Sin embargo, el último año ha estado marcado por momentos turbulentos, así como por momentos sin precedentes, mientras el país lucha por superar la transición.
La fecha del 8 de diciembre de 2024, el día en que el régimen de Asad se derrumbó bajo una fulminante ofensiva rebelde, está ahora grabada en la memoria de todos los sirios.
La noche en que huyó, Damasco no cayó en la forma en que muchos esperaban.
No hubo una última resistencia épica, ni un asedio agotador. Fue más bien como si se hubiera corrido repentinamente el telón. Y, en un instante, la ciudad quedó libre.
Lo que precedió fueron noches angustiosas de rumores: informes de rebeldes avanzando desde el sur, tanques girando lentamente sus torretas alejándose de la ciudad.
Más tarde, en las primeras horas de la mañana, se corrió la voz: la comitiva de Asad había abandonado Damasco. Los guardias del palacio se habían esfumado, se anunciaba una nueva era para el país.
«La gente disparaba al aire, bailaba, tomaba fotos y lloraba. Todavía tengo que pellizcarme para recordar que fue un día real», dice Basel al-Jatib, residente en Damasco.
«Conduje por la ciudad y vi a soldados vestidos de civil caminando por la carretera, sin saber adónde ir. Cascos, uniformes, insignias de oficiales, todo tipo de armas yacían en la calle», contó a Middle East Eye este licenciado en Empresariales de 27 años.
Se derribaron las puertas de las prisiones. Los vídeos, que siguen circulando en las redes sociales sirias un año después, mostraban a los reclusos saliendo a trompicones de las cárceles y los famosos centros de detención, con los ojos cegados por la luz del sol, agarrando bolsas de plástico con los últimos restos de sus antiguas vidas.

Un combatiente afiliado al nuevo gobierno sirio clava una bayoneta en un retrato del derrocado presidente Bashar al-Asad en la antigua prisión militar de Mezzeh, en Damasco, el 2 de enero de 2025 (Anwar Amro/AFP).
Sin embargo, incluso en esas primeras horas de euforia, muchos sirios tenían en mente a sus amigos y familiares asesinados que nunca saldrían de las prisiones secretas de Assad, lugares cuyos horrores ahora salían a la luz.
Otros esperaban ver a sus seres queridos salir de esas mazmorras, pero se quedaron en el limbo cuando se abrieron las puertas de las celdas en todo el país.
Uno de ellos es Abd al-Hadi Safi, un creador de contenidos de 24 años, de Bayt Sahm, en la parte sur de los suburbios de Ghuta, en Damasco.
«No oí que el régimen había caído; lo vi con mis propios ojos, y Bashar huyó», dijo a Middle East Eye, con voz acelerada. «Estaba tan feliz que me puse a llorar, es difícil de explicar. Nos hemos librado de un tirano, un criminal, un opresor».
Safi recorrió su teléfono en busca de una foto de su hermano, Fadi. Encontró una, se detuvo y tocó la imagen en la pantalla.
El hermano de Fadi fue secuestrado por los infames servicios de inteligencia de Asad junto con su tío de 60 años delante de sus ojos.
A Safi le sacaron fuera mientras sus familiares eran detenidos; fue la última vez que los vio a ambos.
«Mi hermano Fadi tenía 16 años cuando se lo llevaron en 2012», dijo.
«Desde entonces, nada. Ni tumba, ni lápida, ni final, sólo la esperanza de que podamos averiguarlo. Pasamos noches interminables llorando su pérdida. Mi madre ha perdido a un hijo y ni siquiera sabe dónde colocar su dolor».
Para Safi, la caída de Asad es sólo una victoria a medias. Asad escapó a Rusia, donde vive con su familia y otros altos cargos de su Gobierno, y sigue en libertad.
«Tenemos que traer de vuelta a Bashar y juzgarlo como criminal de guerra», dijo Safi. «Por las familias de los cientos de miles de personas que perdieron a sus seres queridos en sus prisiones y mazmorras. Sin justicia, esta historia no ha terminado».
Una transición difícil
Las primeras semanas tras la caída de Asad fueron una mezcla de júbilo y ajuste de cuentas.
Hay’at Tahrir al-Sham (HTS), una coalición de grupos rebeldes liderada por Ahmad al-Shara, actuó con rapidez para tomar el control de los ministerios, cooptar los consejos locales y eliminar los símbolos del poder baazista.
Gran parte de las autoridades y las fuerzas de seguridad de Asad procedían de la comunidad alauí, que constituye aproximadamente entre el 10 y el 15% de la población siria.
La forma en que las nuevas autoridades iban a tratar a una minoría que muchos en Siria asociaban con el régimen de Asad se convirtió en la primera prueba para el nuevo Gobierno de Shara.
En marzo, los temores los alauíes de que el resentimiento se descargara sobre su comunidad se hicieron realidad cuando los enfrentamientos entre los partidarios de Asad y las fuerzas alineadas con el nuevo gobierno degeneraron en masacres de civiles alauíes en la costa y en algunas zonas de Homs y Hama.
Los grupos de derechos humanos documentaron cientos y posiblemente miles de muertes en cuestión de días, muchas de ellas de no combatientes, cuyo único «delito» era compartir la misma secta que el antiguo gobernante.
Una investigación de Reuters reveló que casi 1.500 alauíes sirios fueron asesinados y decenas desaparecieron.
En la provincia de Sweida, de mayoría drusa, los fracasos del nuevo orden fueron aún más catastróficos.
El 15 de julio, bajo la bandera de la recién formada «administración de transición», las fuerzas gubernamentales sirias lanzaron lo que denominaron una «operación de seguridad» en la ciudad de Sweida.
La presencia de partidarios de Asad escondidos en la provincia, así como los enfrentamientos esporádicos entre milicias drusas y miembros de tribus beduinas en las afueras de Sweida, llevaron a Damasco a intervenir.
La operación también fue provocada por el creciente sentimiento antidruso después de que la población de Sweida izara la bandera israelí y quemara la bandera revolucionaria siria verde que había sustituido a la roja baazista.
Tanques y vehículos blindados avanzaron por las callejuelas empedradas hacia la famosa «Plaza de la Horca», llamada así por un antiguo arco. Las milicias tribales y las unidades leales marginales flanqueaban los vehículos.
Al caer la noche, el ejército parecía tener la ventaja.
La influyente facción Hombres de la Dignidad y otros grupos drusos, superados en número, se retiraron inicialmente.
Entonces llegaron las imágenes que desencadenarían una tormenta: detenidos drusos obligados a sentarse en fila mientras los soldados les afeitaban el bigote, un acto calculado de humillación en una comunidad en la que el vello facial está ligado a la dignidad y la masculinidad. Algunos fueron ejecutados en el acto.
Lo que siguió fue uno de los episodios más sangrientos desde la caída de Asad.
Israel ataca Siria
Israel ocupó amplias zonas del territorio sirio tras la huida de Asad y destruyó gran parte del armamento del ejército sirio en ataques aéreos, alegando que quería proteger tanto sus fronteras como a los drusos sirios.
A medida que la violencia en Sweida se intensificaba, los israelíes volvieron a bombardear objetivos del Gobierno sirio, incluido el Ministerio de Defensa en Damasco.
Con el ejército en retirada, los combatientes drusos volvieron a invadir el centro urbano de Sweida, convirtiendo las familiares calles en lugares de emboscada y corredores llenos de trampas explosivas.
Las camionetas y los vehículos de transporte de tropas del Gobierno fueron destrozados en callejones que se convirtieron en trampas mortales.
Cuando se calmó la situación, las líneas del frente se habían invertido, pero a un precio terrible. Las milicias drusas, enfurecidas por la humillación y alentadas por clérigos radicales, entre ellos el líder más destacado de los drusos sirios, Hikmat al-Hijari, lanzaron redadas casa por casa en los barrios beduinos.

El humo se eleva desde un edificio en llamas mientras combatientes de tribus beduinas se reúnen en la aldea de al-Masra, en la provincia sureña siria de Sweida, el 18 de julio de 2025 (Omar Haj Kadour/AFP).
Familias enteras fueron ejecutadas en sus hogares. Los cadáveres fueron mutilados.
La respuesta no se hizo esperar. Desde los desiertos del este de Siria hasta las orillas del Éufrates, los ancianos pidieron venganza. Las tribus beduinas que llevaban años sin hablarse, a menudo enfrascadas en sus propias disputas, dejaron a un lado sus diferencias y enviaron combatientes al sur.
Convoyes de hombres armados llegaron a Daraa y a la campiña de Sweida, algunos con rifles y camionetas, otros con poco más que cuchillos y determinación.
Semanas de escaramuzas y ataques de venganza entre los drusos y las tribus beduinas culminaron en un alto el fuego poco riguroso que se ha respetado ligeramente.
La provincia sigue siendo inestable y los secuestros en la carretera entre Damasco y Sweida son habituales, mientras que la ciudad permanece fuera del control de Shara.
Conflictos con el noreste
Sweida y los drusos se habían mantenido en gran medida al margen de la guerra civil siria.
La ofensiva de julio destrozó la imagen de Sweida como provincia neutral, dejando al descubierto otra línea divisoria en la Siria posterior a Asad: entre una autoridad central deseosa de imponerse, actores armados locales acostumbrados a la autonomía y redes tribales cuya lealtad es más profunda que la de cualquier Estado.
También fue otro ejemplo de la injerencia israelí.
Si la violencia entre alauíes y drusos ilustra los peligros de los ajustes de cuentas sectarios, el noreste, dominado por los kurdos, muestra los límites del compromiso político.
Shara ha luchado por controlar a los innumerables grupos rebeldes —muchos de ellos con combatientes extranjeros— y convertirlos en un ejército regularizado y disciplinado.
Convencer a los grupos armados que ya no simpatizaban con Shara o HTS, que en su día fue filial siria de Al Qaida, para que se sometieran a su autoridad ha sido aún más difícil.
A diferencia de los alauíes y los drusos, en marzo parecía que Shara había logrado triunfar con los kurdos respaldados por Estados Unidos en el noreste.
El nuevo Gobierno alcanzó un acuerdo histórico con las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), lideradas por los kurdos, para reintegrar formalmente la región en las estructuras estatales por primera vez desde 2012.
Los yacimientos petrolíferos, los pasos fronterizos y los aeropuertos quedaron bajo el control nominal del Gobierno central, se reconocieron legalmente los derechos culturales y lingüísticos de los kurdos y se crearon estructuras de seguridad conjuntas sobre el papel.
En Damasco se consideró como el fin de un caótico sistema de doble poder, y a nivel internacional como una señal de que Shara podía cerrar acuerdos difíciles y dejar atrás su pasado militante.
En realidad, la desconfianza es profunda. Los comandantes de las FDS temen que finalmente se revierta la autonomía que se les prometió. Mientras tanto, las comunidades árabes de la región se preocupan tanto por el empoderamiento de la élite kurda como por los nuevos barones de la seguridad procedentes de la capital.
Todavía no hay un acuerdo definitivo para integrar a las FDS en el nuevo ejército sirio o para ceder el poder. Las negociaciones se prolongan.
Fuera de la sombra de la mujabarat
En marzo, el Ministerio del Interior anunció que cancelaba todas las prohibiciones de viaje emitidas por el antiguo Gobierno, millones de «notificaciones» que antes permitían a los servicios de seguridad bloquear a los sirios en las fronteras o en los aeropuertos sin dar explicaciones.
Las autoridades afirman que han revisado más de ocho millones de entradas y han levantado cerca de cinco millones, parte de los aproximadamente diez millones de sirios que en algún momento fueron etiquetados en las bases de datos de la era Asad gestionadas por la «mujabarat», como se conocía a la temida policía secreta.
Se han creado comités de justicia transicional y se ha detenido a algunos oficiales de rango medio.
Pero entre las familias de las víctimas, la impresión es que la impunidad sigue siendo la norma del sistema.
Muchos de los hombres que aprobaron la tortura y las desapariciones se han exiliado discretamente. Para personas como Safi, cuyo hermano desapareció en esta maquinaria, la brecha entre la retórica y la realidad es evidente.
«Veo cosas buenas», dijo a MEE, tratando de equilibrar sus palabras. «El país era una prisión. Ahora puedo viajar con más libertad, ya no tenemos servicio militar, la situación económica es mejor que antes, hay esperanza de nuevo».
Hizo una pausa antes de continuar.
«Pero necesitamos cerrar y aclarar el expediente de los desaparecidos», afirmó.
«No puede ser una moda o un tema mediático. Necesitamos justicia real y responsabilidad para todos los sirios. Sin eso, sólo estamos dando una nueva capa de pintura a la misma prisión».
Éxito internacional
Si la justicia ha avanzado lentamente, la diplomacia ha progresado a toda velocidad.
A las pocas semanas de la caída de Asad, las conversaciones auspiciadas por Arabia Saudí forjaron un nuevo consenso regional: Asad se había ido y la prioridad inmediata era evitar el colapso total de Siria.
El alivio de las sanciones y los fondos para la reconstrucción se convirtieron en el incentivo para evitar que las nuevas autoridades se sumieran en el caos y para dar al país una segunda oportunidad.
En Damasco, los líderes provisionales actuaron con rapidez para marcar una ruptura con el pasado, desmantelando el imperio del captagón de Asad, tomando medidas contra los grupos armados palestinos que operaban en territorio sirio y atacando las líneas de suministro de Hizbolá.
La recompensa fue rápida y simbólica: el mes pasado, Ahmed al-Shara se convirtió en el primer presidente sirio de la historia en visitar el Despacho Oval, cultivando lo que los funcionarios describen ahora como una estrecha relación de trabajo con Donald Trump.

El presidente estadounidense Donald Trump estrecha la mano del presidente sirio Ahmed al-Shara en la Casa Blanca, en Washington D. C. (AFP)
La Unión Europea ha suavizado la mayoría de las sanciones económicas. Estados Unidos ha comenzado a levantar las suyas, vinculando las exenciones a la cooperación en materia de lucha contra el terrorismo y control fronterizo.
Los bancos internacionales están regresando con cautela; las empresas de tarjetas de crédito hablan abiertamente de reconstruir la infraestructura de pagos de Siria.
En el centro de este torbellino se encuentra Shara, un hombre cuyo ascenso de comandante de línea dura a jefe de Estado con traje y corbata ha desconcertado a muchos observadores externos, pero que resulta menos sorprendente cuando se habla con quienes lo han visto de cerca.
«El éxito internacional del Gobierno sirio se debe al hecho de que reconoce que tiene que adaptarse muy rápidamente a los estándares globales para ganarse la aceptación», afirma el analista Kamal Alam.
«Muchas de las falsas comparaciones con los talibanes se desvanecieron cuando, a los pocos días de tomar el poder, Sharaa declaró a la BBC: ‘No somos como los talibanes’».
Según Alam, entre bastidores, Shara ha contado con un equipo muy versado en los círculos políticos occidentales. Figuras como Qutaiba Idlibi, muy activo en Washington, y los británicos ayudaron a preparar al nuevo presidente desde el momento en que cayó el régimen con buenos consejos y perspectivas estratégicas orientadas a Occidente.
«El propio Shara, con una educación saudí, mentores turcos y británicos, y cuidadosos asesores del corazón del Capitolio, no es ajeno a los asuntos internacionales», afirmó Alam.
«Comprendió que el régimen anterior nunca cedió, nunca transigió y pagó el precio. Por eso él ha sido todo lo contrario: flexible, pragmático, dejando claro que Siria quiere ser un actor internacional racional».
El mes pasado, cuando Shara visitó Washington para formalizar el papel de Siria en los esfuerzos internacionales contra los restos del Estado Islámico, la agenda diplomática de Damasco estaba más llena que nunca desde principios de la década de 2000, ya que los Estados se apresuran a incorporar a la nueva Siria.
Un año después, el país sigue estando entre la celebración y el ajuste de cuentas: ha derrocado a su dictador, pero aún no ha desmantelado por completo el sistema que lo sostenía.
En este año, Damasco ha logrado avances reales, aunque desiguales. Pero la tarea más difícil, reconstruir un Estado justo a partir de las ruinas de un régimen policial, aún está por delante.
Foto de portada: Una bandera siria ondea sobre la multitud reunida durante las celebraciones que conmemoran el primer aniversario de la rápida ofensiva que finalmente derrocó al antiguo gobernante del país, en el centro de Hama, el 5 de diciembre de 2025 (Omar Haj Kadour/AFP).