Genocidio en Gaza: Toda una vida comprimida en un solo año

Maha Hussaini, Middle East Eye, 30 diciembre 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Maha Nazih Al-Hussaini es una periodista palestina, activista por los derechos humanos, directora de estrategias del Monitor Euromediterráneo de Derechos Humanos en Ginebra​ y miembro de la Red Marie Colvin de Mujeres Periodistas. Comenzó su carrera periodística cubriendo la campaña militar de Israel en la Franja de Gaza en julio de 2014. En 2020 ganó el prestigioso Premio Martin Adler por su trabajo como periodista independiente.

Nunca me gustó mucho la física. Durante años, no pude comprender del todo cómo el tiempo es relativo, cómo se expande o se contrae en función del movimiento y la gravedad.

Pero en la vida de los palestinos siempre hay giros inesperados.

A finales de 2025, puedo ya explicar con inquietante claridad cómo la medida del tiempo cambia con la geografía; cómo en algunas partes del mundo, décadas pueden comprimirse en un solo año.

Más sorprendente aún, he logrado experimentar el concepto de viajar en el tiempo: más de 70 años hacia el pasado y luego décadas hacia el futuro.

Como una montaña rusa que sale lentamente de la terminal, el año comenzó tranquilamente mientras yo yacía en mi delgado colchón en un rincón de una habitación de desplazados en Deir al-Balah, en el centro de Gaza. El reloj marcaba las 23:59, un minuto más de 2024, un minuto que podía albergar una docena de ataques aéreos. Sabía que tal vez no viviría para ver el primer minuto de 2025.

Me aferré a la esperanza mientras mis dedos se cernían sobre la pantalla de mi teléfono, cambiando entre aplicaciones de noticias para obtener información actualizada sobre un posible alto el fuego. De todos los puntos que circulaban sobre el acuerdo, mis ojos buscaban una sola palabra: «Regreso».

Ningún alto el fuego parecería el fin del genocidio si no incluyera el derecho de más de un millón de palestinos desplazados por la fuerza a regresar al norte de Gaza.

Regreso a casa

Mi esperanza tardó 27 días en hacerse realidad. En un momento que nunca imaginé que viviría para presenciar, a los palestinos desplazados finalmente se les permitió regresar al norte de Gaza.

Cuando Israel abrió la calle al-Rashid, la carretera en la que cientos de palestinos habían sido asesinados anteriormente por intentar cruzar al norte, corrí junto a mis colegas para documentar la escena.

Subí al techo de un vehículo de transmisión y traté de captar la magnitud de lo que estaba sucediendo: una gran multitud se desplazaba a pie, llevando consigo lo que quedaba de sus vidas, caminando hacia hogares que tal vez ya no existían.

Mientras documentaba estas escenas, sentí un cambio dentro de mí. Ya no era sólo la imagen de mi abuela refugiada tras largos meses de desplazamiento forzoso. Ahora también era la imagen de un futuro nieto, que por fin regresaba a nuestra ciudad natal, Jerusalén.

Era una escena que había imaginado durante mucho tiempo, cada vez que nuestros abuelos hablaban del derecho al retorno a los hogares y pueblos de los que fueron expulsados en la Palestina histórica.

Mientras cubría estos acontecimientos con mi cámara, me costaba ocultar mi sonrisa, tratando de ajustarme a la imagen «neutral» que el mundo espera de una periodista local, una que niega su propia identidad y el peso de su sufrimiento, incluso cuando informa sobre los ataques que la han moldeado.

Pero no volví a la ciudad de Gaza hasta tres semanas después, mientras luchábamos por conseguir un refugio temporal y reparar nuestra casa, que, contra todo pronóstico, había resistido.

A finales de febrero, me mudé a mi cuarto refugio, esta vez en la ciudad de Gaza. Sin embargo, justo cuando la promesa del regreso comenzaba a parecer real y los productos volvían a aparecer tímidamente en los mercados de Gaza, la montaña rusa se precipitó violentamente hacia abajo.

Campaña de hambruna

A principios de marzo, Israel volvió a someter a Gaza a un asedio total, lo que marcó el comienzo de una nueva fase de hambruna. Dos semanas más tarde, rompió el alto el fuego y reanudó su genocidio.

Durante los seis meses siguientes, aprendí de primera mano cómo el dinero había perdido todo su significado; permanecía intacto en mi cartera mientras deambulaba por las calles bajo los bombardeos, buscando en vano una única bolsa de harina de trigo, dispuesta a pagar cualquier precio.

En lugar de comprar productos nuevos en el mercado, la gente volvió a la antigua práctica del trueque, intercambiando lo que ya tenían por otros artículos. Mientras buscábamos refugio del implacable bombardeo de Israel, no había refugio contra el hambre; nos enfrentábamos al hambre en su forma más cruda.

Agotados, vacíos y ansiosos por un solo plato de comida «normal», los periodistas locales de Gaza nos vimos obligados a dejar de lado nuestro propio sufrimiento y a informar sobre el hambre desde una posición de distanciamiento, incluso cuando cada punzada de hambre nos recordaba que la estábamos viviendo.

«Intenté captar la magnitud de lo que estaba sucediendo: grandes multitudes desplazándose a pie, llevando consigo lo que quedaba de sus vidas, caminando hacia hogares que quizá ya no existían» (Foto cedida).

En junio regresé a mi dañada casa. Si la muerte tenía que llegar, ya fuera por inanición o por bombardeo, quería que me encontrara en mi propio hogar.

Durante los dos meses siguientes, antes de que la ayuda comenzara a llegar de nuevo, el hambre alcanzó su punto álgido. Pregunté a los entrevistados: «¿Qué hacen para sobrevivir?». Esta pregunta ya no era sólo una pregunta periodística, sino un intento desesperado por recopilar ideas para sobrevivir, ya que el hambre me consumía.

Gracias a estas entrevistas, aprendí a hacer pan con pasta y descubrí que el fatah, un plato sencillo que consiste en pan remojado en té, podía calmar momentáneamente el hambre y proporcionar las fuerzas justas para sobrevivir un día más.

Pero justo cuando algunos alimentos comenzaban a reaparecer en los mercados de Gaza en agosto, se emitieron nuevas órdenes de desplazamiento masivo por parte de Israel para los residentes de la ciudad de Gaza y el norte de Gaza.

«Hasta el último momento»

Mientras llegaban nuevas órdenes de desplazamiento casi a diario y las llamadas telefónicas del ejército israelí nos ordenaban repetidamente que huyéramos de nuestras casas, nos aferrábamos a una frágil esperanza: que pudiéramos permanecer, aunque sólo fuera un día más, en lo que quedaba de nuestras casas.

Poco a poco, el familiar saludo de «¿Cómo estás?» desapareció y la gente empezó a preguntar: «¿Tienes algún sitio adónde ir?» o «¿Cuánto tiempo más te vas a quedar?». Una respuesta habitual era: «Hasta el último momento».

Nadie sabía realmente cuándo llegaría ese último momento, ni si ya había pasado. Aun así, la frase circulaba ampliamente; en las redes sociales aparecían publicaciones con estas mismas palabras. No había contexto, ni explicaciones, sólo un significado que entendían quienes lo vivían.

Para mí, ese «último momento» llegó cuando los robots cargados de explosivos de Israel, capaces de derribar docenas de edificios a la vez, se acercaron a unos cientos de metros de mi casa.

El 17 de septiembre, empaqué finalmente lo más esencial que me había resistido a reunir durante semanas. Recogí a mi gato y mi planta de albahaca, que había comprado al regresar a casa después de casi un año y medio de desplazamiento, y me fui.

Sin embargo, en lugar de huir de la ciudad de Gaza, me trasladé al centro de la ciudad. Eso me pareció, en sí mismo, un acto de resistencia. Por primera vez desde que comenzó el genocidio, albergué un deseo silencioso e implícito: morir en mi ciudad, en lugar de verme empujada una vez más al infinito del desplazamiento.

Como nieta de refugiados palestinos, crecí escuchando las historias de dolor y tristeza de mi familia por haber tenido que huir de Jerusalén. Esa pérdida marcó nuestro hogar y, con el tiempo, yo también la sentí dentro de mí. Creo que se convirtió en parte de mí mucho antes de nacer: el dolor de ser expulsada de una tierra que nunca había visto, pero a la que siempre había pertenecido.

Como periodista, he escuchado las voces temblorosas de ancianos palestinos, cada uno repitiendo la misma súplica que yo misma comencé a susurrar: ser enterrados bajo los escombros de nuestros propios hogares, en lugar de dejarlos en manos de los ocupantes.

Recuperar la dignidad

Esta vez, el peso de la decisión se inclinó brevemente a mi favor. Al quedarme y negarme a otro desplazamiento forzoso, creí que estaba recuperando, aunque fuera en parte, lo que nuestros abuelos habían perdido en 1948: un fragmento de hogar, de dignidad, de derecho a permanecer.

Esa ilusión duró ocho angustiosos días. Vi cómo la ciudad se vaciaba bajo un bombardeo y unas masacres israelíes sin precedentes. Edificios residenciales enteros fueron arrasados con las personas que se encontraban en su interior. Los que se negaron a evacuar soportaron una incomprensible oleada de implacables bombardeos.

Desde las ventanas que rodeaban el apartamento en la azotea donde me había refugiado en el corazón de la ciudad, veía cómo el humo se elevaba en todas direcciones. En los breves silencios entre explosiones, un pensamiento volvía con claridad: la muerte es fácil. Es la supervivencia, bajo la mirada constante del opresor, dando voz a aquellos a quienes quieren silenciar, lo que constituye la verdadera lucha.

Fue entonces cuando volví a recoger mis pertenencias y abandoné la ciudad, dirigiéndome a otra parte de Gaza.

En una tienda de campaña improvisada en Deir al-Balah, conocí una cara diferente de la vida, más dura, pero también más estimulante. Me despojé de toda ilusión de comodidad, quedándome sólo con la voluntad pura de sobrevivir todo lo que pudiera.

Pasaron tres largas semanas antes de que el tan esperado acuerdo de alto el fuego entrara en vigor el 10 de octubre. Esperé con impaciencia al día siguiente antes de empacar mis pertenencias por última vez, coger a mi gato y la planta de albahaca, y regresar a casa.

Cuando entré en mi casa por segunda vez en un solo año, finalmente comprendí la medida del tiempo propia de Gaza.

Aquí, toda una vida puede comprimirse en un solo año. Vives el desplazamiento y el regreso, el hambre y la saciedad, la supervivencia y mil muertes entre medias, y, sin embargo, de alguna manera, aún te queda un momento más para aguantar, para documentarlo en una historia. Este acto es en sí mismo una pequeña victoria, siempre y cuando puedas registrarlo todo antes de que consigan silenciarte.

Foto de portada: Maha Hussaini y su gato, que viajó con ella durante su desplazamiento antes de regresar a su hogar en la ciudad de Gaza tras la entrada en vigor del alto el fuego (foto cedida).

Voces del Mundo

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