Maha Hilal, TomDispatch.com, 6 septiembre 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Maha Hilal es experta en islamofobia institucionalizada en la guerra contra el terrorismo y lleva más de una década investigando, escribiendo y organizando contra ella. Como académica y organizadora que trata de desmantelar las estructuras de opresión, le apasiona conectar las diferentes luchas que afectan a las comunidades marginadas. Gran parte de su actual trabajo se centra en la construcción de poder a través del cambio narrativo que busca interrumpir las problemáticas narrativas dominantes. Es miembro del comité directivo de la Coalición Justicia para los Musulmanes de Washington D.C., organizadora de Testigos contra la Tortura y miembro de la junta de la sección del Gremio Nacional de Abogados de Washington D.C.
«Ya no me gustan los cielos azules. De hecho, ahora prefiero los cielos grises. Los drones no vuelan cuando el cielo está gris«.
Eso es lo que un joven paquistaní llamado Zubair dijo a los miembros del Congreso en una audiencia sobre drones en octubre de 2013. Esa audiencia tuvo lugar durante los años de Obama, en un momento en que el gobierno apenas había reconocido que existía un programa estadounidense de guerra con drones.
Dos años antes, sin embargo, un clérigo musulmán, Anwar Al-Awlaki y su hijo de 16 años Abdulrahman, ambos ciudadanos estadounidenses, fueron asesinados por ataques de drones estadounidenses en Yemen con apenas unas semanas de diferencia. Cuando se le pidió que comentara el asesinato de Abdulrahman, el asesor principal de la campaña de Obama, Robert Gibbs, dijo: «Yo sugeriría que deberías tener un padre mucho más responsable si estás realmente preocupado por el bienestar de tus hijos. No creo que convertirse en un terrorista yihadista de Al Qaida sea la mejor manera de hacer las cosas».
Estas son dos de las muchas historias sombrías de la brutalidad con la que Estados Unidos ha llevado a cabo su programa de guerra con aviones no tripulados. Las reiteraciones posteriores al 11-S por parte del gobierno del peligro en el que vivimos ahora (porque Estados Unidos fue atacado), han hecho que la responsabilidad colectiva de los musulmanes y la insensible desestimación de sus muertes sea algo habitual.
En 2023, el programa de guerra con drones de este país ha entrado en su tercera década sin final a la vista. A pesar de que se acerca el 22º aniversario del 11-S, los responsables políticos no han dado muestras de reflexionar sobre los fallos de la guerra con aviones no tripulados ni sobre cómo ponerle fin. En su lugar, la atención sigue centrándose simplemente en cambiar la política de los aviones no tripulados en aspectos menores dentro de un sistema violento en curso.
La deshumanización inherente a la guerra con drones
En febrero de 2013, el secretario de prensa de la Casa Blanca, Jay Carney, justificó los ataques con drones como una herramienta clave de la política exterior estadounidense de esta manera:
«Hemos reconocido, aquí, en Estados Unidos, que a veces utilizamos aviones pilotados a distancia para llevar a cabo ataques selectivos contra terroristas específicos de Al Qaida con el fin de prevenir ataques contra Estados Unidos y salvar vidas estadounidenses. Llevamos a cabo esos ataques porque son necesarios para mitigar amenazas reales en curso, detener complots, prevenir futuros ataques y, de nuevo, salvar vidas estadounidenses… El gobierno de Estados Unidos tiene mucho cuidado al decidir perseguir a un terrorista de Al Qaida, para garantizar la precisión y evitar la pérdida de vidas inocentes«.
El profesor de Georgetown Daniel Byman, que ha ocupado cargos en el gobierno, respaldó de forma más agresiva el uso de este tipo de aviones no tripulados e hizo hincapié en la necesidad de este tipo de guerra para proteger vidas estadounidenses. “Los drones», escribió, «han hecho su trabajo extraordinariamente bien… Y lo han hecho con un coste económico reducido, sin riesgo para las fuerzas estadounidenses y con menos víctimas civiles de las que se habrían producido con muchos otros métodos alternativos…».
En realidad, sin embargo, la guerra de Washington contra el terrorismo ha infligido una violencia desproporcionada a comunidades de todo el mundo, al tiempo que ha utilizado esta forma de guerra asimétrica para ampliar aún más el espacio entre el valor que se concede a las vidas estadounidenses y a las de los musulmanes. Como sugiere la retórica sobre la guerra con aviones no tripulados, el valor de la vida y la necesidad de protegerla están, en lo que respecta a Washington, reservados a los estadounidenses y sus aliados.
Desde que se inició la guerra contra el terrorismo, el grupo de vigilancia Airwars, con sede en Londres, ha calculado que los ataques aéreos estadounidenses han matado al menos a 22.679 civiles y posiblemente hasta 48.308 de ellos. Esas matanzas han sido llevadas a cabo en su mayor parte por asesinos insensibilizados, que han sido cebados hacia la deshumanización de los objetivos de esas máquinas asesinas. En palabras del crítico Saleh Sharief, «La naturaleza desapegada de la guerra con aviones no tripulados ha anonimizado y deshumanizado al enemigo, disminuyendo en gran medida las barreras psicológicas necesarias para matar.»
En su libro On Killing: The Psychological Cost of Learning to Kill in War and Society, el teniente coronel retirado del ejército Dave Grossman se centra en el «distanciamiento mecánico» de la guerra moderna, gracias a «la estéril irrealidad Nintendo-game de matar a través de una pantalla de televisión, una mira térmica, una mira de francotirador o algún otro tipo de bicho mecánico que permite al asesino negar la humanidad de su víctima». El académico Grégoire Chamayou describe este fenómeno en términos aún más crudos. Gracias a la distancia entre el operador del dron y la víctima, «uno nunca se ve salpicado por la sangre del adversario». Sin duda, la ausencia de toda suciedad física corresponde a una menor sensación de suciedad moral… Sobre todo, garantiza que el operador nunca verá lo que le hace a su víctima».
Huelga decir que la tecnología de los aviones no tripulados ha hecho que los habitantes de tierras lejanas sean mucho más desechables en nombre de la seguridad nacional estadounidense. Esto se debe a que esta tecnología de largo alcance ha creado un profundo nivel de deshumanización que, irónicamente, no ha hecho más que banalizar el repetido acto de matar a distancia, de (para no andarnos con rodeos) masacrar.
En estos años de guerra contra el terrorismo, la legalidad de la guerra con aviones no tripulados, unida a la forma en que su tecnología aprovecha un desafortunado aspecto de la psicología humana, ha hecho que la deshumanización de los musulmanes (y, por tanto, la violencia contra ellos) sea mucho más fácil de llevar a cabo. Ha hecho que sus asesinatos con aviones no tripulados sean mucho más habituales, porque se da por sentado que los musulmanes que se encuentran en «lugares objetivo» o en zonas de conflicto deben ser terroristas cuya eliminación debe estar fuera de toda duda, incluso después de una determinación póstuma de su condición de civiles.
Responsabilidad, no rendición de cuentas
En una conferencia de prensa de 2016, el presidente Barack Obama finalmente respondió a una pregunta sobre el creciente número de ataques con aviones no tripulados admitiendo: «No hay duda de que murieron civiles que no deberían haber muerto». Luego añadió: «En situaciones de guerra, ya saben, tenemos que asumir la responsabilidad cuando no actuamos adecuadamente.»
Sin embargo, por raras que hayan sido estas admisiones de «responsabilidad», siguen siendo muy diferentes de la rendición de cuentas. En el caso de Obama, todo lo que se ofreció a los supervivientes entre los que «no deberían haber muerto» en esos ataques con aviones no tripulados fue un reconocimiento mínimo de que estaba ocurriendo.
Si bien el uso de drones en la guerra contra el terrorismo comenzó bajo la presidencia de George W. Bush, se intensificó drásticamente bajo Obama. Luego, en los años de Trump, volvió a aumentar. A mitad de la presidencia de Trump, los ataques con drones ya habían superado el número total de la era Obama. Aunque el uso de drones en el primer año de mandato de Joe Biden fue inferior al de Trump, lo que se ha mantenido constante es la falta de la más mínima rendición de cuentas por la matanza de civiles.
En 2021, cuando Estados Unidos se retiraba caóticamente de su desastre de 20 años de guerra afgana, sus militares vigilaron un coche blanco que circulaba por Kabul, creyeron que llevaba explosivos y lanzaron su último ataque con drones de ese conflicto, masacrando a 10 afganos. Dos semanas más tarde, después de que un reportaje del New York Times revelara lo que realmente había ocurrido, el Pentágono admitió finalmente que sólo habían muerto civiles, siete de ellos niños (pero no sancionó a nadie).
Posteriormente, el secretario de Defensa, Lloyd Austin, pidió disculpas a las familias de los muertos y ofreció una indemnización, una de las pocas veces en que los funcionarios estadounidenses se habían molestado en reconocer que habían cometido un error en Afganistán en los últimos 20 años. Sin embargo, fiel a su costumbre, la promesa del gobierno de indemnizar a las familias afectadas no se ha cumplido, un triste recordatorio de que en ninguno de esos años ha habido ningún atisbo de justicia para los supervivientes civiles de esos ataques con aviones no tripulados.
Hace unas semanas, gracias a una solicitud de la Ley de Libertad de Información, la administración Biden se vio obligada a publicar una versión redactada de un memorando de política presidencial, firmado en octubre de 2022, que detallaba el último enfoque de la administración sobre la guerra con aviones no tripulados a escala mundial. Sin embargo, antes de su publicación ya se conocían al menos algunos detalles, gracias a un alto funcionario anónimo de la administración.
El consejo editorial del Washington Post, entre otros, celebró el memorando, argumentando que las restricciones en vigor son «reglas de enfrentamiento inteligentes» y una mejora significativa con respecto a los años de Trump en lo que respecta a la limitación de los daños civiles causados por los drones. En realidad, sin embargo, es probable que el memorando de Biden haga poco para frenar futuras pesadillas de guerra con drones. En esencia, el memorando representa un retorno a las normas de la era Obama, incluida la supuesta necesidad de tener la «casi certeza» de que el objetivo de un ataque con drones es un terrorista y la «casi certeza» de que los no combatientes no resultarán heridos o muertos. El memorando también incluye otros criterios que (al menos teóricamente) deben cumplirse antes de atacar a una persona, incluida la evaluación de que la captura no es factible.
En el caso de Anwar Al-Awlaki, aunque Estados Unidos afirmó que su captura no era posible, miembros de su familia lo pusieron en duda. En una entrevista de Democracy Now, el tío de Al-Awlaki, Saleh bin Fareed, declaró: «Estoy seguro de que podría haberlo entregado -yo y mi familia-, pero nunca, jamás, nos pidieron que lo hiciéramos». Huelga decir que la falta de transparencia ha hecho imposible saber si se cumplen esas normas antes de que se produzca un ataque y, lo que es peor, no hay ningún método de rendición de cuentas si no se cumplen.
El memorando de la administración Biden prohíbe los ataques con firma que se dirigen contra individuos cuya identidad se desconoce basándose en comportamientos que sugieren que podrían estar implicados en actividades terroristas. Aun así, no debemos confundir una política modestamente mejor con una política verdaderamente legal, moral y ética, sobre todo porque los «errores» de los ataques con aviones no tripulados del pasado no han conducido a ninguna revisión realmente significativa del programa.
¿Minimizar las muertes de civiles?
El 20 de septiembre de 2001, nueve días después de los atentados del 11-S, el presidente George W. Bush pronunció un discurso ante una sesión conjunta del Congreso en el que utilizó por primera vez la expresión «guerra contra el terrorismo», al tiempo que anunciaba una campaña nacional y mundial que se libraría sin fronteras ni limitaciones temporales. Anticipándose a lo que, años más tarde, se conocería como las «guerras eternas» de este país, advirtió a los estadounidenses que «no deben esperar una batalla, sino una larga campaña como nunca hemos visto. Puede incluir golpes dramáticos visibles en televisión y operaciones encubiertas secretas incluso con éxito».
La teoría de la necropolítica del teórico político camerunés Achille Mbembe -es decir, la política de la muerte- capta la esencia de la guerra contra el terror que Bush lanzó como una forma de vida (y de muerte): «La capacidad de definir quién importa y quién no, quién es desechable y quién no». Con la invasión de Afganistán y la designación de partes enteras del planeta mayoritariamente musulmanas como el enemigo, la administración Bush inició una «guerra» en la que las muertes musulmanas eran necesarias para la protección y preservación de las estadounidenses. Esto sentó un precedente sobre el valor de la vida musulmana cuando el acto de matarlos podía equipararse con la seguridad de los estadounidenses y la protección de «la patria».
Veintidós años después, los aviones no tripulados siguen siendo instrumentos de matanza de civiles y el lenguaje empleado por las sucesivas administraciones para describir dicha matanza ha servido para sanear este hecho. Ya se trate del uso de «objetivo» o de «daños colaterales», ambos minimizan la realidad de que se está asesinando a seres humanos. Junto con una narrativa más amplia de guerra contra el terrorismo en la que los musulmanes han sido sorprendentemente demonizados y criminalizados, el resultado ha sido la producción de cuerpos asesinables cuyas muertes no provocan ni culpa, ni remordimiento, ni responsabilidad.
En su discurso sobre el Estado de la Unión de 2014, el presidente Obama explicó por qué puso «límites prudentes» a la guerra con drones, señalando que los estadounidenses «no estarán más seguros si la gente en el extranjero cree que atacamos dentro de sus países sin tener en cuenta las consecuencias.» Y cuánta razón tenía.
Hasta ahora, sin embargo, no ha habido ninguna consecuencia por la muerte de decenas de miles de civiles en todo el mundo por ataques aéreos y, como sugiere la declaración de Obama, la única preocupación real que esto causó a los funcionarios estadounidenses fue el temor de que demasiados asesinatos de este tipo pudieran, al final, perjudicar a los estadounidenses.
Duelo por las vidas musulmanas
En Saná (Yemen), un muro con grafitis muestra un avión no tripulado estadounidense bajo el que alguien ha escrito con pintura de color rojo sangre: «¿Por qué mataste a mi familia?», en inglés y árabe. La implacable campaña estadounidense de aviones no tripulados ha hecho que demasiados civiles de países de mayoría musulmana se hagan la misma pregunta. La única respuesta ofrecida en Washington durante todos estos años es que esos asesinatos fueron daños colaterales inevitables.
Pero imaginemos, por un momento, qué harían los estadounidenses si sus familiares fueran asesinados regularmente por aviones no tripulados porque otro gobierno afirmara con «casi total certeza» que son terroristas. Ya saben la respuesta, por supuesto, dada la respuesta a los atentados del 11-S: este país lanzaría sin duda una guerra catastrófica de proporciones épicas sin final concebible a la vista. Por el contrario, los musulmanes que han sido objetivo de los aviones no tripulados estadounidenses han tenido que recoger los pedazos de sus seres queridos, mientras se arriesgaban a morir también en un ataque doble o triple, un nivel de violencia que nunca debería estar justificado.
Todos deberíamos rechazar una guerra contra el terrorismo comprometida con la desechabilidad de los musulmanes, porque nadie (incluidos los musulmanes) debería tener que lamentar la muerte de civiles que Estados Unidos ha tenido como objetivo durante demasiado tiempo. Las vidas de los musulmanes tienen un valor inherente y sus muertes merecen ser lloradas, lamentadas y, sobre todo, valoradas. La guerra con drones nunca cambiará este hecho.
Foto de portada: Un MQ-1 Predator, armado con misiles AGM-114 Hellfire, pilotado por el teniente coronel Scott Miller en una misión de combate sobre el sur de Afganistán. (Foto de las Fuerzas Aéreas de EE.UU. )