Haití hoy, ¿Estados Unidos mañana?

John Feffer, TomDispatch.com, 18 abril 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


John Feffer, colaborador habitual de TomDispatch, es autor de la novela distópica Splinterlands y director de Foreign Policy In Focus en el Institute for Policy Studies. Frostlands, original de Dispatch Books, es el segundo volumen de su serie Splinterlands, y la última novela de la trilogía es Songlands. También ha escrito Right Across the World: The Global Networking of the Far-Right and the Left Response.

Haití está sumido en el caos. No ha tenido presidente ni parlamento -ni tampoco elecciones- durante ocho largos años. Su primer ministro no electo, Ariel Henry, dimitió recientemente cuando la violencia de las bandas en el aeropuerto de Puerto Príncipe le impidió regresar al país tras un viaje a Guyana.

Haití es el país más pobre de la región porque sus riquezas han sido esquilmadas por los señores coloniales, las fuerzas de ocupación estadounidenses, los depredadores empresariales y los autócratas autóctonos. Por si fuera poco, en los últimos años ha sufrido una sucesión casi bíblica de plagas. Un golpe de Estado derrocó a su primer líder democráticamente elegido, Jean-Bertrand Aristide, no una sino dos veces: en 1991 y de nuevo en 2004. Un terremoto en 2010 mató a cientos de miles de personas, dejando a 1,5 millones de haitianos sin hogar, de una población de menos de 10 millones. Tras ese terremoto, casi un millón de personas contrajeron el cólera, el peor brote de la historia, por cortesía de un contingente de fuerzas de paz de la ONU. Para redondear las catástrofes, en 2016 tocó tierra el huracán Matthew, que hizo retroceder aún más a Haití.

Y ahora el país ha sido invadido por bandas que surgieron como prácticamente los únicos grupos capaces de prestar servicios, por magros que fueran, a la sufrida población haitiana. Las personas se han convertido en el mayor producto de exportación del país. Cualquiera que tenga dinero, contactos o el valor suficiente ha huido, aunque los que de algún modo lograron llegar a Estados Unidos fueron deportados con demasiada frecuencia de vuelta a la vorágine. Haití carece de los tres elementos que podrían evitar el tipo de vacío al que las bandas se abalanzan con tanta avidez: un gobierno democrático sólido, una sociedad civil fuerte y una policía suficientemente no corrupta. Como resultado, se ha vuelto a lo que el teórico político Thomas Hobbes llamó en su día una «guerra de todos contra todos» en la que prevalecen la violencia y el ansia de poder, ya que el puño prima sobre el mazo: el entorno perfecto para que florezcan las bandas.

Los politólogos suelen calificar lugares como Haití de «Estados fallidos». Con la ruptura del orden, todo se desintegra, desde las instituciones políticas hasta los controles fronterizos. De forma comparable, los clanes se disputaron el poder en Somalia en la década de 1990 y los paramilitares lucharon entre sí en la República Democrática del Congo durante sus repetidas guerras, mientras que rebeldes y yihadistas atacaron al gobierno sirio a partir de 2011. Al final, grupos tan diversos parecen reducirse a una sola cosa: tipos armados.

En Haití, la gangocracia se organiza siguiendo las líneas clásicas de las empresas criminales, como las bandas que dominaban la ciudad de Nueva York a mediados del siglo XIX (inmortalizadas en la película The Gangs of New York) o las bandas chinas que se disputaban el territorio de San Francisco en los años posteriores a la Guerra Civil (presentadas en la actual serie de Netflix Warrior). Las dos principales bandas haitianas de la capital, Puerto Príncipe, GPep y la Familia G9, tienen estructuras jerárquicas similares, raíces en barrios concretos y líderes extravagantes como el expolicía y actual jefe del G9 Jimmy «Barbecue» Chérizier.

Pero las bandas no son simples sindicatos criminales. Las bandas haitianas tienen estrechas conexiones con partidos políticos y se alinean con intereses empresariales (o dirigen sus propios negocios). A veces, estas bandas empiezan incluso como antipandillas, grupos de autodefensa de barrio destinados a ayudar a los vecinos a sobrevivir en una época de anarquía.

Su caracterización errónea se asemeja a la comprensión excesivamente estrecha de «terroristas». Hamás, por ejemplo, está en la lista de terroristas de Estados Unidos, pero no es sólo un grupo de tipos con armas y predilección por la violencia. También ha sido un partido político, un gobierno y una organización de servicios que proporcionaba alimentos, atención sanitaria y otras necesidades a las desatendidas comunidades de Gaza.

No cometan el error de asociar bandas como las de Haití con una etapa «primitiva» de desarrollo político o sólo con países en los márgenes geopolíticos. Lo que hoy ocurre allí podría prefigurar también el futuro de Estados Unidos. En lugar de la sucesión bíblica de plagas que arrasó Haití, Estados Unidos podría necesitar sólo la yesca del cambio climático y el pedernal de Donald Trump para arder en llamas similares.

Pandillas en EE. UU.

Hoy en día, los estadounidenses asocian las «bandas» con los Crips y los Bloods, que desarrollaron una rivalidad asesina en la zona de Los Ángeles en la década de 1970 o, más recientemente, la Mara Salvatrucha, más conocida como MS-13, una banda de jóvenes salvadoreños trasplantados a Los Ángeles y centrada inicialmente en proteger a sus miembros de otras bandas.

Pero ¿no deberíamos ser más liberales en nuestras definiciones? Después de todo, ¿qué son las fuerzas paramilitares de derechas, desde los Three Percenters hasta los Proud Boys, sino bandas? Tienen sus rituales, sus visiones del mundo, su indiferencia hacia el Estado de derecho, incluso sus propias «barbacoas». Las bandas asociadas con la ideología de extrema derecha y la supremacía blanca de hoy en día podrían reclamar un linaje que se remonta a los colonos europeos de este continente que se dedicaban rutinariamente al asesinato extrajudicial de los pueblos indígenas mientras se expandían hacia el oeste, o las turbas de vigilantes que administraban «justicia dura» a los esclavos «desobedientes» antes de la Guerra Civil, o incluso el Ku Klux Klan. En cuanto al impacto en el mundo real, los Crips o la MS-13 nunca tuvieron la audacia de entrar por la fuerza en el Capitolio de Estados Unidos y destrozarlo, como hizo la banda informal de Donald Trump el 6 de enero de 2021.

Pero ¿por qué detenerse ahí? La agencia de detectives Pinkerton funcionó una vez como banda en sus ataques al movimiento obrero. La Agencia Central de Inteligencia desarrolló un comportamiento claramente pandillero en el extranjero con sus asesinatos, golpes de Estado y actividades criminales directas. ¿Y qué decir de todas las muertes asociadas a bandas empresariales como Philip Morris y ExxonMobil? Estas instituciones de la sociedad «normal» han provocado un número de muertes mucho mayor y un efecto más debilitador sobre el Estado de derecho que las instituciones del crimen organizado.

En lo que respecta a las actividades de las bandas, depende mucho de la geopolítica. La aparición del «consenso de Washington» y el nacimiento del neoliberalismo en la década de 1970 supusieron un punto de inflexión a la hora de fomentar el comportamiento de las bandas. Anteriormente, al menos en los países industrializados avanzados, el Estado había ido asumiendo gradualmente una responsabilidad económica cada vez mayor a través del New Deal y sus sucesores en Estados Unidos y el desarrollo del socialismo de mercado en Europa. El neoliberalismo, liderado por la primera ministra Margaret Thatcher en Inglaterra y el presidente Ronald Reagan en Estados Unidos, trató de reducir el poder del Estado mediante la desfinanciación, la desregulación y la privatización de los servicios públicos.

Ese ataque sostenido a las funciones del Estado garantizó un aumento de la pobreza y dolorosas crisis presupuestarias para instituciones como los sistemas escolares y los hospitales, mientras proliferaban las malas prácticas empresariales. En los países más pobres, donde los Estados ya eran más frágiles, el impacto fue mucho más devastador.

En Haití, después de que el Estado pidiera prestado dinero en las décadas de 1970 y 1980 para alimentar la corrupción y sostener la autocracia, el Fondo Monetario Internacional (FMI) presionó a los gobiernos democráticos posteriores para que privilegiaran el libre mercado, al tiempo que se abrían cada vez más rápidamente a la economía mundial. Percibiendo la oportunidad, las organizaciones no gubernamentales afluyeron a Haití para proporcionar alimentos, vivienda y atención sanitaria, todo lo que un gobierno con problemas de liquidez no podía hacer. La sucesión de catástrofes -golpes de Estado, un terremoto, cólera, huracanes- no hizo sino reforzar el sector humanitario, pero a costa de un gobierno eficaz. En este siglo, la situación se había vuelto tan grave que demasiados padres estaban entregando a sus hijos a orfanatos gestionados por organizaciones benéficas extranjeras. En otras palabras, el camino al infierno de Haití estuvo, en parte, pavimentado de buenas intenciones.

O tomemos el caso de Jamaica, donde, a partir de finales de la década de 1970, programas similares del FMI se tradujeron en desastre, especialmente en la capital, Kingston. También aquí el Estado perdió poder a medida que los líderes de las bandas, conocidos como «Don«, ampliaban sus territorios. Como afirman Michelle Munroe y Damion Blake en Third World Quarterly: «Las políticas neoliberales no sólo paralizaron la capacidad del Estado para controlar y contener la violencia en las calles de Kingston, estos cambios también hicieron que los Don y las bandas que comandan fueran más letales y poderosos«.

Los Don y las bandas que controlan: ese lenguaje podría parecer pronto absolutamente apropiado para Estados Unidos.

Baño de sangre estadounidense

El Don principal de Estados Unidos tiene muy claro lo que espera en noviembre, en caso de perder. «Si no salgo elegido, será un baño de sangre», dijo en uno de sus mítines. Según ese escenario, la tripulación que le debe lealtad a Donald Trump -las milicias de derecha, los acérrimos teóricos de la conspiración, los entusiastas de las armas que se llevan abiertamente- se levantarán en forma de pandilla ante otra «elección robada».

Eso, sin embargo, es un ejemplo del pensamiento mágico de Trump. La «insurrección» del 6 de enero reveló los límites de su influencia. Lo que ocurrió en Washington ese día nunca se acercó a un coup d’état, gracias a la actuación de la policía y la Guardia Nacional, ni se repitió, ni siquiera en los estados más rojos.

El verdadero baño de sangre tendría lugar si Trump ganara las elecciones. Después de todo, ya ha prometido la violencia como principio organizador de su segundo mandato.

Como ha escrito David Remnick en The New Yorker: Trump “no hace ningún esfuerzo por ocultar sus fanatismos, su anarquía, su voluntad de poder autoritario; al contrario, lo anuncia y, lo más inquietante de todo, esto aumenta su atractivo. Es más, no hay duda de que Trump ha normalizado los llamamientos a la violencia como instrumento de la política que ha enardecido a innumerables personas hasta llevarlas a la acción perversa”.

Trump ha prometido también una purga exhaustiva de sus enemigos en el Gobierno y fuera de él, así como la militarización del Departamento de Justicia para hacer la guerra a todos los opositores de MAGA. Al igual que en su primer mandato, destruiría tantas agencias federales como le fuera posible. Mientras tanto, promovería la perforación über alles y haría retroceder todos los esfuerzos de la administración Biden para crear una política industrial que guíe a Estados Unidos lejos de los combustibles fósiles.

Lo que Trump propone es fundamentalmente diferente de la ya trillada estrategia republicana de reducir el gobierno federal al tamaño de algo que se pueda «ahogar en la bañera» (como dijo una vez tan memorablemente el activista antiimpuestos Grover Norquist) en favor de los «derechos de los estados». Trump no siente más que desprecio por la política que promueve esa perspectiva. Como el líder pandillero que es, prefiere concentrar el poder federal en sus propias manos como un instrumento de venganza personal que enfatiza la lealtad por encima de todo. En lugar del empoderamiento de las legislaturas estatales, Trump prefiere el caos, ya que en tiempos difíciles la gente busca líderes autocráticos.

Cuando se trata de provocar incendios en el sistema estadounidense, Trump es claramente del tipo “barbacoa”. Admira a los líderes que masacran a la gente indiscriminadamente (Rodrigo Duterte, de Filipinas), cambian la Constitución varias veces para eludir la oposición legislativa y judicial (Viktor Orbán, de Hungría) o matan a sus oponentes políticos vivan donde vivan (Vladimir Putin, de Rusia). Le gustan los chicos malos que han transformado sus partidos en bandas y sus países en feudos. En resumen, es el jefe de una banda por excelencia.

Por supuesto, no lo hará solo. Hay un montón de verdaderos creyentes y oportunistas para dotar de personal a su administración y poner en práctica sus caprichos, pero eso no es suficiente. Como puso de manifiesto su primer mandato, los guardarraíles de la democracia -políticos de la oposición, burócratas, incluso algunos republicanos que siguen teniendo reparos- aún pueden impedir que el país caiga por un precipicio.

Esta vez, Trump y quienes le apoyan esperan inutilizar lo suficiente la infraestructura política para crear el espacio necesario para que actores no estatales hagan el trabajo por él. En el primer mandato de Donald, la «deconstrucción del Estado administrativo», como tan infamemente dijo el trumpófilo Steve Bannon, fue una estrategia destinada a empoderar a actores como las corporaciones y las instituciones religiosas para que se hicieran con el poder. La próxima vez, es probable que se rodee de asesores procedentes de los grupos de reflexión que produjeron la pesadilla del Proyecto 2025 para «liberar» a todos los actores no estatales y (a menudo) antiestatales orientados a MAGA para que hagan todo lo que puedan.

Pero incluso los despiadados think tanks, corporaciones y predicadores apocalípticos probablemente no vayan lo suficientemente lejos para Donald Trump, ya que también siguen siendo la base de la derecha más tradicional de Estados Unidos, la coalición que llevó a Ronald Reagan y George W. Bush a la Casa Blanca. Trump necesita auténticos creadores de caos. Al eliminar las restricciones sobre las armas de fuego, pretende movilizar a todos los ciudadanos estadounidenses en su campo para magafizar los Estados Unidos.

Las repetidas exhortaciones de Trump a la violencia – «enciérrenla», «golpéenle en la cara», «estén allí, serán salvaje»- bien podrían adoptar una forma más específica en un segundo mandato. Como los macarthistas en plena Guerra Fría, los trumpistas se han imaginado «marxistas» debajo de cada cama, incluso en el Pentágono. No es descabellado pensar que el presidente reelegido pueda hacer un llamamiento codificado a sus partidarios para acorralarlos a todos y despacharlos de alguna manera sombría.

Trump acusa a menudo a sus oponentes exactamente de los pecados -intentar robar elecciones, tener momentos claramente senior- de los que él es supremamente culpable. En la cámara de eco de MAGA, las quejas sobre la caza de brujas contra Trump deberían considerarse sólo un prefacio, en caso de que gane este noviembre, a una auténtica caza de brujas que podría hacer que el Miedo Rojo de la década de 1950 pareciera una fiesta en el jardín.

Después de la autocracia

Haití no tiene gobierno, y mucho menos un autócrata de mano dura como Donald Trump. Por lo tanto, puede parecer ridículo comparar la crisis allí con el posible «baño de sangre» que Trump promete aquí. Pero recordemos que Haití sufrió dos dictadores despiadados entre 1957 y 1986: Papa Doc Duvalier y su hijo, Baby Doc. Entre los dos se aseguraron de que Haití nunca estableciera fácilmente instituciones democráticas.

Donald Trump tiene casi 78 años. No tiene un largo futuro político. Sí, si ganara en noviembre, seguramente haría todo lo posible por destruir la democracia. Sin embargo, es probable que el verdadero escenario de pesadilla llegue más tarde, cuando el cambio climático envíe aún más migrantes hacia las fronteras de Estados Unidos, genere más incendios que arrasen la tierra y caliente la política hasta el punto de ebullición. Será entonces cuando las futuras versiones de las bandas a las que Trump ha animado a «mantenerse al margen», los insurrectos a los que ha prometido amnistiar y los leales que han compartido imágenes de Joe Biden atado en la parte trasera de una camioneta podrían asaltar las ciudadelas del poder en un intento de destruir de una vez por todas el Estado de derecho que Trump se ha pasado la vida socavando.

Que suene música siniestra: de mar a mar, la guerra de todos contra todos puede estar a la vuelta de la esquina.

Foto de portada: Getty Images.

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