Jia Tolentino, The New Yorker Magazine, 24 junio 2022
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Jia Tolentino es redactora de The New Yorker. Con anterioridad fue redactora adjunta de Jezebel y redactora colaboradora de Hairpin. Su primer libro, la colección de ensayos «Trick Mirror«, se publicó en 2019.
En las semanas transcurridas desde que se filtró un borrador de la decisión del Tribunal Supremo en el caso Dobbs contra la Organización de Salud de la Mujer de Jackson -un caso sobre una ley de Mississippi que prohíbe el aborto después de las quince semanas, con algunas excepciones relacionadas con la salud, pero ninguna por violación o incesto-, se ha reavivado un lema: «No retrocederemos». Este lema se ha coreado en las marchas de forma desafiante, pero también algo incómoda, dado que ésta es claramente una época de represión y regresión, en la que el derecho al aborto no es el único que desaparece. Ahora que el Tribunal Supremo ha emitido su decisión final, anulando el caso Roe v. Wade y eliminando el derecho constitucional al aborto, asegurando que el aborto será ilegal o muy restringido en veinte estados, el eslogan suena casi divorciado de la realidad, una indicación, quizás, de lo difícil que se ha vuelto comprender el poder y el extremismo de la derecha del actual Tribunal Supremo.
El apoyo al aborto nunca ha sido tan alto, con más de dos tercios de los estadounidenses a favor de mantener Roe, y el cincuenta y siete por ciento afirmando el derecho de la mujer a abortar por cualquier motivo. Aun así, hay funcionarios republicanos que han dejado claro que intentarán aprobar una prohibición federal del aborto siempre y cuando controlen ambas cámaras del Congreso y la Presidencia. Cualquiera que pueda quedarse embarazada debe enfrentarse ahora a la realidad de que la mitad del país está en manos de legisladores que creen que su condición de persona y su autonomía están condicionadas, que creen que, si te quedas embarazada de otra persona, en cualquier circunstancia, tienes el deber legal y moral de someterte al embarazo, al parto y, con toda probabilidad, a dos décadas o más de cuidados, sin importar las consecuencias permanentes y potencialmente devastadoras para tu cuerpo, tu corazón, tu mente, tu familia, tu capacidad de poner comida en la mesa, tus planes, tus aspiraciones, tu vida.
«No volveremos atrás» es un grito de guerra inadecuado, impulsado solo por acontecimientos que desmienten su mensaje. Pero es cierto al menos en un sentido. El futuro que ahora habitamos no se parecerá al pasado antes de Roe, cuando las mujeres buscaban abortos ilegales y no pocas veces encontraban la muerte. El principal peligro ahora se encuentra en otra parte, y podría decirse que llega más lejos. Hemos entrado en una era no de abortos inseguros, sino de vigilancia y criminalización generalizadas por parte del Estado, de las mujeres embarazadas, ciertamente, pero también de los médicos y farmacéuticos y del personal de las clínicas y de los voluntarios y amigos y familiares, de cualquiera que entre en contacto significativo con un embarazo que no termine en un parto saludable. Aquellos que argumentan que esta decisión no cambiará mucho las cosas -un instinto que se encuentra en ambos lados de la división política- están ciegos ante las formas en que las cruzadas antiaborto a nivel estatal ya han convertido el embarazo en un castigo y las formas en que la situación está preparada para empeorar.
En los estados en los que se ha prohibido o se prohibirá pronto el aborto, cualquier pérdida de embarazo más allá de una fecha límite puede ser investigada como delito. Los historiales de búsqueda, los historiales de navegación, los mensajes de texto, los datos de localización, los datos de pago, la información de las aplicaciones de seguimiento de la menstruación… los fiscales pueden examinarlo todo si creen que la pérdida de un embarazo puede haber sido deliberada. Incluso si los fiscales no consiguen demostrar que se produjo un aborto, las personas investigadas serán castigadas por el proceso, responsables de lo que pueda encontrarse.
Hace cinco años, Latice Fisher, una madre negra de tres hijos de Mississippi, que ganaba once dólares a la hora como operadora de radio de la policía, tuvo un parto de un feto muerto, de aproximadamente treinta y seis semanas, en su casa. Cuando la interrogaron, reconoció que no quería tener más hijos y que no podía permitirse cuidar de más niños. Entregó su teléfono a los investigadores, que buscaron en él datos de búsqueda y encontraron términos de búsqueda relacionados con la mifepristona y el misoprostol, es decir, píldoras abortivas.
Estas píldoras son una de las razones por las que no vamos a volver a la época de tener que utilizar perchas. Pueden recetarse por telemedicina y entregarse por correo; al permitir la prescripción de una dosis extra, tienen una eficacia de entre el 95% y el 98% en casos de embarazo de hasta once semanas, que suponen casi el 90% de todos los abortos en Estados Unidos. En diecinueve estados, los médicos tienen prohibido practicar abortos por telemedicina, pero las mujeres pueden pedir ayuda a los médicos de otros estados y del extranjero, como Rebecca Gomperts, que dirige Aid Access, una organización con sede en Austria que suministra abiertamente píldoras abortivas a las mujeres de los estados que las prohíben, y que lleva desde 2005 enviando píldoras abortivas de forma segura a embarazadas de todo el mundo, con la organización Women on Web. Antes de las prohibiciones estadounidenses, Gomperts había promovido la prescripción anticipada: los médicos comprensivos podrían recetar píldoras abortivas a cualquier persona que esté menstruando, eliminando algunos de los temores -y, posiblemente, la trazabilidad- que supondría intentar conseguir las píldoras después del embarazo. El misoprostol puede recetarse para otros problemas, como las úlceras de estómago, y Gomperts sostiene que no hay ningún argumento médico razonable contra la prescripción anticipada. «Si compras lejía en el supermercado, eso es más peligroso», ha dicho.
No hay pruebas de que Latice Fisher tomara una píldora abortiva. Sostuvo que había tenido un mortinato, algo que ocurre en uno de cada ciento sesenta embarazos en EE.UU. No obstante, fue acusada de asesinato en segundo grado y retenida durante varias semanas con una fianza de cien mil dólares. El fiscal del distrito, Scott Colom, había hecho campaña como reformista progresista; los abogados le presionaron para que retirara la acusación de asesinato y proporcionara a un nuevo gran jurado información sobre una «prueba de flotación» anticuada y poco fiable que se había utilizado como base para la alegación de que el bebé de Fisher había nacido vivo. El gran jurado se negó a acusar de nuevo a Fisher; el calvario duró más de tres años.
Aunque en los estados de la prohibición siga siendo posible encargar píldoras abortivas, hacerlo será ilegal (Missouri propuso recientemente clasificar la entrega o el envío de estas píldoras como tráfico de drogas. Luisiana acaba de aprobar una ley que tipifica como delito el envío de píldoras abortivas a un residente del estado, castigado con seis meses de prisión). En muchos estados, para evitar infringir la ley, una mujer tendría que conducir hasta un estado en el que el aborto sea legal, realizar allí una consulta de telemedicina y luego recibir las píldoras en ese estado. Muchas mujeres de Texas han optado por una opción más arriesgada pero más fácil: conducir al otro lado de la frontera, a México, y conseguir píldoras abortivas en farmacias no reguladas, donde los farmacéuticos pueden dar consejos incorrectos para su uso. Algunas mujeres que carecen de la libertad y el dinero para viajar fuera del estado, y que podrían temer las consecuencias de buscar una confirmación clínica de su etapa gestacional, pedirán píldoras abortivas sin saber claramente en qué etapa del embarazo se encuentran. Las píldoras abortivas son seguras y eficaces, pero las pacientes necesitan tener acceso a orientación clínica y a atención de seguimiento. Las mujeres de los estados de prohibición que quieran buscar atención médica después de un aborto autogestionado tendrán que elegir, por lo general, entre arriesgar su libertad y arriesgar su salud.
En la actualidad, tanto el aborto inducido como el aborto espontáneo se producen más de un millón de veces al año en Estados Unidos, y ambos sucesos suelen ser clínicamente indistinguibles. Por ello, los estados prohibicionistas tendrán un profundo interés en diferenciarlos. Algunos ya han sentado las bases para establecer bases de datos gubernamentales de mujeres embarazadas susceptibles de solicitar un aborto. El año pasado, Arkansas aprobó una ley llamada Every Mom Matters Act, que exige a las mujeres que se plantean abortar que llamen a una línea telefónica estatal y obliga a los proveedores de abortos a registrar a todas las pacientes en una base de datos con una identificación única. Las líneas telefónicas de ayuda son proporcionadas por centros de crisis para embarazadas: organizaciones típicamente cristianas, muchas de las cuales se hacen pasar por clínicas para abortar, no proporcionan atención médica y aconsejan apasionadamente a las mujeres en contra del aborto. Los centros de crisis para embarazos son ya tres veces más numerosos que las clínicas para abortar en Estados Unidos y, a diferencia de los hospitales, no están obligados a proteger la privacidad de quienes acuden a ellos. Durante años, los estados conservadores han redirigido dinero, a menudo de fondos destinados a mujeres y niños pobres, hacia estas organizaciones. Los datos que los centros de crisis para embarazos son capaces de recopilar -nombres, ubicaciones, detalles familiares, historiales sexuales y médicos, imágenes de ultrasonidos no diagnósticas- pueden ahora utilizarse contra quienes buscan su ayuda.
Si te quedas embarazada, tu teléfono suele saberlo antes que muchos de tus amigos. Toda la economía de Internet se basa en el seguimiento meticuloso de las compras y los términos de búsqueda de los usuarios. Las leyes inspiradas en la S.B. 8 de Texas, que anima a los ciudadanos privados a presentar demandas contra cualquiera que facilite un aborto, proliferarán, dando a los autoproclamados vigilantes no pocas herramientas para rastrear e identificar a los sospechosos. (El Comité Nacional del Derecho a la Vida publicó recientemente unas recomendaciones políticas para los estados antiabortistas que incluían sanciones penales para cualquiera que proporcione información sobre el aborto autogestionado «por teléfono, Internet o cualquier otro medio de comunicación»). Un reportero de Vice se gastó recientemente apenas ciento sesenta dólares para comprar un conjunto de datos sobre las visitas a más de seiscientas clínicas de Planned Parenthood. Los intermediarios venden datos que permiten rastrear los desplazamientos hacia y desde cualquier lugar, por ejemplo, una clínica para abortar en otro estado. En Missouri, este año, un legislador propuso una medida que permitiría a los ciudadanos privados demandar a cualquiera que ayude a una residente del estado a abortar en otro lugar; al igual que con la S.B. 8, la ley recompensaría a los demandantes que tuvieran éxito con diez mil dólares. El análogo más cercano a este tipo de legislación es la Ley de Esclavos Fugitivos de 1793.
Por ahora, los objetivos de las leyes de recompensa del tipo de la S.B. 8 van dirigidos contra los que proporcionan abortos, no contra los que los buscan. Pero parece que eso va a cambiar. Connecticut, un estado progresista en materia de aborto, ha aprobado recientemente una ley que impide a los organismos locales cooperar con los enjuiciamientos por aborto de otros estados y protege los historiales médicos de las clientas de otros estados. Otros estados progresistas seguirán su ejemplo. Si los estados que prohíben el aborto no pueden demandar a los médicos de otros estados, y si las píldoras abortivas enviadas por correo siguen siendo en gran medida indetectables, las únicas personas que quedarán en el punto de mira serán los defensores del aborto y quienes intenten abortar. The Stream, una publicación cristiana conservadora, abogó recientemente por la custodia psiquiátrica obligatoria para las mujeres que abortan. En mayo, Luisiana presentó un proyecto de ley que permitiría acusar de asesinato a las pacientes que aborten. La propuesta fue retirada, pero la amenaza quedó hecha.
El concepto teológico de persona fetal -la idea de que, desde el momento de la concepción, un embrión o feto es un ser humano de pleno derecho, merecedor de derechos iguales (o, para ser más exactos, superiores)- es una doctrina fundacional del movimiento antiabortista. Las ramificaciones legales de esta idea -incluyendo la posible clasificación de la fecundación in vitro, los DIU y la píldora del día después como instrumentos de asesinato- son desquiciantes, y mucho más duras de lo que incluso el estadounidense medio antiabortista está dispuesto a aceptar actualmente. No obstante, el movimiento antiabortista está presionando abiertamente para que la condición de persona del feto se convierta en la base de la legislación sobre el aborto en Estados Unidos.
Si un feto es una persona, entonces se puede inventar un marco legal que obligue a quien tiene uno viviendo dentro de ella a hacer todo lo que esté en su mano para protegerlo, incluso -como le ocurrió a Savita Halappanavar, en Irlanda, bajo una doctrina de personalidad fetal vigente hasta 2018, y a Izabela Sajbor, en Polonia, donde todo aborto es efectivamente ilegal- a morir. No existe ninguna otra obligación de este tipo en ninguna parte de nuestra sociedad, que concede a los policías la libertad de quedarse quietos mientras los niños son asesinados detrás de una puerta sin cerrar. En Polonia, a las mujeres embarazadas con cáncer se les niega sistemáticamente la quimioterapia por el temor de los médicos a dañar al feto.
En Georgia y Alabama se han aprobado leyes sobre la personalidad del feto, y ya no es probable que se consideren inconstitucionales. Dichas leyes justifican una criminalización a gran escala del embarazo, por la que las mujeres pueden ser arrestadas, detenidas y sometidas a cualquier otro tipo de intervención estatal por realizar acciones percibidas como potencialmente perjudiciales para el feto. Este enfoque se ha ido probando constantemente, sobre todo en las minorías de bajos ingresos, durante las últimas cuatro décadas. National Advocates for Pregnant Women (Defensores Nacionales de las Mujeres Embarazadas) -la organización que ha proporcionado defensa legal para la mayoría de los casos mencionados en este artículo- ha documentado casi mil ochocientos casos, desde 1973 hasta 2020, de procesamientos o intervenciones forzadas relacionadas con el embarazo; es probable que se trate de un recuento sustancialmente inferior. Incluso en estados como California, donde la ley prohíbe explícitamente acusar a las mujeres de asesinato tras una pérdida de embarazo, los fiscales conservadores sí lo hacen de todos modos.
La mayoría de los juicios relacionados con el embarazo han girado, hasta ahora, en torno al consumo de drogas. Las mujeres que consumieron drogas mientras estaban embarazadas, o que buscaron tratamiento para el consumo de drogas durante el embarazo, han sido acusadas de abuso infantil, negligencia infantil, distribución de drogas a un menor, asalto con un arma mortal, homicidio involuntario y homicidio. En 2020, las fuerzas del orden de Alabama investigaron a una mujer llamada Kim Blalock por poner en peligro químico a un niño después de que dijera al personal de la sala de partos que había estado tomando hidrocodona recetada para controlar el dolor. (El fiscal de distrito la acusó de fraude en la prescripción, un delito grave, antes de retirar la acusación). En Oklahoma se han producido recientemente una serie de juicios impactantes, en los que se ha acusado a mujeres que consumían drogas de homicidio involuntario por haber abortado mucho antes del punto de viabilidad. En Wisconsin, la ley estatal permite ya que los tribunales de menores detengan a un feto -es decir, a una mujer embarazada- para protegerlo, lo que da lugar a la detención y el tratamiento forzado de más de cuatrocientas mujeres embarazadas cada año bajo la sospecha de que pueden estar consumiendo sustancias controladas. Una propuesta de ley en Wyoming crearía una categoría específica de delito grave de puesta en peligro de los niños por consumo de drogas durante el embarazo, una ley que se asemeja a la antigua Ley de Agresión Fetal de Tennessee. La ley de Tennessee se suspendió después de dos años, porque tratar a las mujeres como adversarias de los fetos que llevan en su seno tiene un efecto escalofriante en la medicina prenatal, e inevitablemente da lugar a un aumento de la mortalidad materna e infantil.
El movimiento proabortista dominante ha ignorado en gran medida la creciente criminalización del embarazo, al igual que ha ignorado en general la insuficiencia de Roe. (Joe Biden, que hizo campaña para convertir a Roe en la «ley del país», tardó más de un año en pronunciar la palabra «aborto» de forma oficial después de convertirse en presidente; los demócratas, que tuvieron la oportunidad de anular el filibusterismo y codificar Roe en mayo, previsiblemente no lo hicieron). Muchos de los que apoyan el derecho al aborto han aceptado tácitamente que las mujeres pobres y de las minorías en los estados conservadores perdieron el acceso al aborto mucho antes de esta decisión del Tribunal Supremo, y han confiado en silencio en que las miles de mujeres que se enfrentaban a un arresto tras un embarazo, un aborto espontáneo, un parto de mortinatos o incluso partos sanos fueran desafortunados casos atípicos. No eran casos aparte y, como señaló la columnista Rebecca Traister el mes pasado, el abismo entre la clase inmune y todos los demás crece cada día.
El embarazo es más de treinta veces más peligroso que el aborto. Un estudio estima que una prohibición nacional provocaría un aumento del 21% de las muertes relacionadas con el embarazo. Algunas de las mujeres que morirán por la prohibición del aborto están embarazadas ahora mismo. Sus muertes no se producirán por procedimientos clandestinos, sino por una negación silenciosa de la atención: intervenciones retrasadas, deseos desatendidos. Morirán de infecciones, de preeclampsia, de hemorragias, al verse obligadas a someter sus cuerpos a embarazos que nunca quisieron tener, y no será difícil para el movimiento antiabortista aceptar estas muertes como una consecuencia trágica, incluso noble, de la propia feminidad.
Mientras tanto, la prohibición del aborto perjudicará, incapacitará y pondrá en peligro a muchas personas que quieren llevar a término sus embarazos pero que encuentran dificultades médicas. Los médicos de los estados prohibicionistas han empezado ya a negarse a tratar a las mujeres que se encuentran en medio de abortos espontáneos, por miedo a que el tratamiento pueda ser clasificado como aborto. A una mujer de Texas le dijeron que tenía que conducir quince horas hasta Nuevo México para que le quitaran su embarazo ectópico -que es inviable, por definición, y siempre peligroso para la madre-. El misoprostol, una de las píldoras abortivas, se prescribe habitualmente para el tratamiento de los abortos espontáneos, porque hace que el útero expulse cualquier tejido restante. Los farmacéuticos de Texas, por temor a la responsabilidad legal, se han negado ya a recetarlo. Si un aborto espontáneo no se gestiona de forma segura, las mujeres corren el riesgo -entre otras cosas, y dando por sentado el daño emocional- de sufrir una perforación uterina, un fallo orgánico, una infección, una infertilidad o la muerte.
La mayoría de los abortos espontáneos se deben a factores que escapan al control de la embarazada: enfermedades, irregularidades de la placenta o del útero, anomalías genéticas. Pero el trato que reciben las embarazadas en este país hace que muchas de ellas se sientan directa y únicamente responsables de la supervivencia de su feto. Se les dice que eviten absolutamente el alcohol, el café, el retinol, el pavo de charcutería, el queso sin pasteurizar, los baños calientes, el ejercicio vigoroso, los fármacos que no les han sido recetados, los que les han sido recetados durante años, a menudo sin ninguna explicación del razonamiento, a menudo chapucero, que hay detrás de estas prohibiciones. Los factores estructurales que aumentan claramente la probabilidad de aborto -la pobreza, la exposición a sustancias químicas en el medio ambiente, el trabajo en turnos de noche- tienen menos probabilidades de salir a relucir. A medida que la condición de persona del feto se convierte en ley en más lugares del país, las mujeres embarazadas, como ha señalado Lynn Paltrow, directora de National Advocates for Pregnant Women, «podrían ser demandadas, o se les podría impedir realizar viajes, trabajos o cualquier actividad que se considere que crea un riesgo para la vida del no nacido».
Hace medio siglo, el movimiento antiaborto estaba dominado por católicos progresistas, antibelicistas y probienestar. Hoy en día, el movimiento es conservador, evangélico y absolutamente monomaníaco, poblado en su mayoría por personas que, aunque pueden apoyar la acogida, la adopción y diversas formas de ministerio privado, no muestran ningún interés en impulsar el apoyo público y estructural a la vida humana una vez que ha salido del útero. La académica Mary Ziegler señaló recientemente que los defensores actuales del aborto consideran que las «estrategias de décadas anteriores son apologéticas, cobardes y contraproducentes». En los últimos cuatro años, once estados han aprobado prohibiciones del aborto que no contienen excepciones por violación o incesto, un extremo antes impensable.
En Texas, en estos momentos, niñas de nueve, diez y once años, que aún no entienden lo que es el sexo y el abuso, se enfrentan a un embarazo y un parto forzados después de haber sido violadas. A las mujeres que se encuentran en las salas de urgencias en medio de abortos espontáneos se les niega el tratamiento para la sepsis porque el corazón de sus fetos aún no se ha detenido. Personas de las que nunca oirás hablar pasarán el resto de sus vidas intentando y fracasando, agónicamente, en este punitivo país, para proporcionar estabilidad a un primer o quinto hijo que sabían que no estaban preparadas para cuidar.
Frente a todo esto, ha habido muchos remilgados, incluso en el campo que se decanta a favor del derecho a decidir: un tono que arroja el aborto como una desafortunada necesidad; un enfoque de los mensajes que valora la elección, pero devalúa la atención al aborto en sí misma, que enfatiza los derechos reproductivos en lugar de la justicia reproductiva. Este enfoque nos ha traído hasta aquí. No vamos a volver a la época anterior a Roe, y no deberíamos querer volver a la época que la sucedió, que fue menos amarga que la actual pero nunca fue lo suficientemente buena. Debemos exigir más, y tendremos que hacerlo. Tendremos que ser rotundos e incondicionales sobre el aborto como condición previa necesaria para la justicia y la igualdad de derechos si queremos tener siquiera una oportunidad de conseguir algo mejor algún día.
Ilustración de la portada: Chloe Cushman.